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Capítulo 17

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Todo fue a las mil maravillas al principio.

A despecho de la postración y la palidez de Magdalena, la hermosura soberana y la perfecta distinción de la joven hacíanla ser sin disputa reina de la fiesta. Únicamente Antoñita por su gracia atractiva y por la animación de su carácter, podía alegar derechos a compartir con ella su trono.

Para que nada faltara, los primeros acordes de la orquesta produjeron en Magdalena un efecto magnético, haciéndole recobrar el color y la sonrisa y reavivando a impulsos de su mágica influencia aquellas fuerzas que momentos antes parecían agotadas.

Y aún había otra circunstancia que henchía su corazón de indecible alegría. Su padre presentaba a Amaury por yerno a cuantas personas notables entraban en el salón y todo el mundo, al mirar alternativamente a Magdalena y a su novio, parecía decir de un modo unánime que era muy feliz aquel que se iba a unir con una joven tan encantadora.

Amaury había cumplido su palabra con rigurosa exactitud. Sólo había bailado dos o tres veces con otras tantas damas a las que sin pecar de grosero no habría podido dejar de invitar al baile; pero en cuanto estaba libre volvía en seguida al lado de Magdalena, que estrechándole la mano con cariño le manifestaba así su gratitud mientras su muda mirada le decía elocuentemente cuán dichosa se juzgaba.

También Antoñita se acercaba alguna vez a su prima como vasalla que rindiera homenaje a su reina, preguntándole por su salud y burlándose con ella de esas fachas ridículas que suelen verse hasta en los salones más distinguidos ni más ni menos que si fuesen allí para ofrecer un tema de conversación a los que no tienen asuntos de que hablar.

Al alejarse Antoñita después de una de esas visitas que hacía a Magdalena, Amaury, que acompañaba a ésta, le dijo:

—Ya que eres tan magnánima, ¿no te parece, Magdalena, que para que la reparación sea completa debo bailar con tu prima?

—¡Naturalmente!—respondió Magdalena.—No había pensado en eso y se resentiría ella…

—¡Cómo! ¿Que se resentiría?

—¡Claro está! Creería que yo me opongo a que bailes tú con ella.

—¡Qué niñería!—replicó Amaury.—¿Cómo supones que iría a ocurrírsele idea tan insensata?

—Tienes razón—repuso Magdalena esforzándose para reír.—Sería una hipótesis absurda; pero, de todos modos, como que es cosa que entra en el terreno de la posibilidad ha sido una buena idea la que has tenido al pensar en invitarla. Ve, pues, sin perder tiempo; ya ves que la rodea una corte de adoradores.

Amaury, sin advertir el mal humor que ligeramente se traslucía en el acento con que Magdalena pronunció las anteriores palabras, las tomó al pie de la letra y se dirigió hacia Antonia. Poco después, tras de sostener con ella un largo coloquio, volvió adonde estaba Magdalena, que no lo había perdido de vista ni un instante y así que lo vio a su lado le preguntó con la mayor indiferencia que pudo aparentar:

—¿Qué baile te ha concedido?

—Por lo visto—contestó Leoville—si tú eres la reina del baile, ella es la virreina y yo he llegado tarde; me ha enseñado su carnet tan atestado de nombres que ya no había manera de añadir allí ninguno.

—¿Es decir que no hay medio posible?—repuso Magdalena con viveza.

—Sí, pero por especial merced, pues en virtud de pedírselo yo en tu nombre va a sacrificar a uno de sus adoradores, me parece que a mi amigo Felipe Auvray, y tengo el número cinco.

—¡El número cinco!—dijo Magdalena.—Y después de meditar un momento, añadió:

—¡Así, bailarás un vals!

—Puede ser—contestó Amaury en tono indiferente.

A partir de aquel instante estuvo Magdalena distraída y visiblemente preocupada, tanto que casi no respondía a las palabras de Amaury. Seguía con la mirada a Antoñita, que habiendo recobrado con el bullicio, la luz y el movimiento, su habitual jovialidad, parecía infundir a su paso una corriente de alegría en el ambiente de aquel salón que atravesaba ligera y gentil como una sílfide.

Felipe Auvray parecía estar enojado con Amaury. En un principio había decidido no asistir al baile por juzgarse lastimado en su dignidad; pero, más fuerza que esta consideración había hecho en su ánimo el deseo de poder decir al día siguiente que había estado en el gran baile con que el doctor Avrigny celebraba el enlace de su hija, y no pudiendo resistir a los requerimientos de su amor propio, había ido como todos.

Ya en casa del doctor y después de lo que había pasado entre él y Amaury, dispúsose a mostrarse tan rendido y obsequioso con Antoñita como indiferente y frío con Magdalena.

Pero, como Amaury había guardado bien el secreto, su reserva y su galantería pasaron inadvertidas para todo el mundo.

En cierta ocasión, el señor de Avrigny, que desde lejos observaba a Magdalena, se aproximó a ella después de un baile, y le dijo:

—Harías bien en retirarte, hija mía, pues no te conviene permanecer más tiempo en el salón.

—¡Pero si me encuentro aquí muy bien!—respondió ella con viveza.—Me distraigo con el baile y en ningún sitio creo que estaré mejor.

—¡Pero Magdalena!

—No me mande usted que me retire, papá, se lo suplico; se engaña usted si cree que no estoy buena. ¡Ojalá estuviese siempre como hoy!

Efectivamente, Magdalena, en medio de su excitación nerviosa, estaba encantadora, y todos a su alrededor lo repetían.

A medida que el tiempo pasaba y se acercaba el vals que Antoñita había prometido a Amaury, la pobre niña miraba a Magdalena con inquietud manifiesta. Más de una vez chocaron sus miradas con las de ella y cuando esto sucedía Antonia inclinaba su cabeza al mismo tiempo que en los ojos de Magdalena brillaba el fulgor de un relámpago.

Al terminar el baile que hacía el número cuatro, es decir, el anterior al vals que tenía comprometido con Amaury, Antonia fue a sentarse al lado de su prima para hacerle compañía hasta que la orquesta preludiase los primeros compases de la próxima danza.

El padre de Magdalena, que con los ojos fijos en su hija observaba con inquietud reciente el extraño brillo de sus ojos y los nerviosos estremecimientos que de vez en cuando agitaban su cuerpo, no pudo contenerse por más tiempo y acercándose a ella dijole con triste acento, mientras estrechaba cariñosamente una de sus manos:

—¿Quieres algo, Magdalena? Dime, hija mía, lo que deseas, porque todo es preferible al oculto pesar que aflige tu corazón.

—¿Habla usted de veras, papá?—exclamó Magdalena, en cuyos ojos brilló un destello de alegría.—¿Va usted a complacerme?

—Sí, aunque sea contra mi voluntad.

—Así, pues, ¿me permitirá bailar un vals, uno solo, con Amaury?

—Sí; si así lo quieres, sea—dijo el doctor.

—Ya lo oyes, Amaury: bailaremos el próximo vals.

—Pero recuerda, Magdalena—repuso Amaury, gozoso y turbado a un tiempo,—que precisamente ése es el vals que debía bailar con Antoñita…

Magdalena volvió vivamente la cabeza y sin pronunciar palabra interrogó a su prima con una muda mirada. Antonia contestó en el acto:

—Me siento tan cansada que si Magdalena quisiera sustituirme, yo muy a gusto descansaría un ratito.

Brilló un rayo de alegría en la febril mirada de Magdalena, y como a la sazón se oyesen las primeras notas del vals, alzose de su asiento y asiendo con su mano nerviosa la de Amaury lo arrastró al centro del salón, en donde abundaban ya las parejas. Cuando Amaury pasó junto al doctor, éste le dijo en voz baja:

—¡Ten prudencia!

—Pierda usted cuidado—repuso Leoville;—daremos muy pocas vueltas.

Y se lanzaron en medio del torbellino, perdiéndose muy pronto entre las otras parejas.

Bailaban un vals de Weber cuyo compás, que al principio era lento y moderado, se animaba gradualmente hasta el final, en que terminaba de un modo vertiginoso. Ardiente y grave a la vez, como trasunto del genio de su autor, era uno de esos valses que arrebatan y a la vez invitan a meditar.

Amaury hacía lo posible para sostener a Magdalena; pero a las pocas vueltas notó que flaqueaban sus fuerzas y le dijo con cariñoso interés:

—¿Quieres sentarte a descansar, Magdalena?

—¡No! ¡no!—contestó la hija del doctor.—No pases cuidado: me siento con fuerzas suficientes para continuar. Si papá ve que nos detenemos no me dejará bailar más.

Y aferrándose al brazo de Amaury, a quien comunicó sus ardientes ímpetus, siguió con increíble ligereza el ritmo del vals, cuyo aire era cada vez más vivo.

No es fácil imaginarse pareja más admirable que la formada por aquellos dos jóvenes, a quienes la Naturaleza había colmado de dones con prodigalidad, que enlazados se deslizaban a lo largo del salón con rauda ligereza como si sus pies tocasen apenas el pavimento. Magdalena, dechado de elegancia y distinción, apoyábase en su novio y éste, radiante de felicidad, olvidándose de los espectadores, del bullicio del baile, del ritmo de la música, y anegando sus miradas en los ojos entornados de Magdalena, confundiendo con ella su aliento y escuchando los latidos de sus corazones, unidos por misteriosa corriente magnética, sintiose contagiado por la embriaguez que dominaba a su novia y le trastornó el vértigo. Olvidó la recomendación del doctor y su promesa; extinguiose su memoria para dejar paso al delirio más extraño y a partir de aquel instante ni vio ni oyó nada más de cuanto le rodeaba; toda su alma la tenía concentrada en Magdalena, cuyo flexible talle oprimía con su brazo. Ya no se deslizaban; parecían volar en alas de aquel compás febril que parecía empujarlos como un huracán, y así y todo, Magdalena repetía a cada, instante:—¡Más de prisa, Amaury! ¡vayamos, más de prisa!—Y Amaury obedecía, estrechando su talle con más fuerza.

Ya no era la pálida y desencajada Magdalena quien decía esas palabras, sino una joven vigorosa, radiante de belleza, cuyos ojos lanzaban rayos de fuego y en cuya frente brillaba el esplendor de la vida. Ya habían cesado de bailar los más resistentes y ellos seguían valsando, y aun no contentos con esto, aceleraban el compás en medio de su vértigo sin ver ni oír ya nada, ciegos de amor y ebrios de dicha. Las luces, los convidados, el salón, todo les parecía que rodaba en torno suyo. En una o dos ocasiones creyó Amaury oír la voz del doctor que le decía angustiado:

—¡Bastante, Amaury, bastante! ¡Mira que vas a matarla!

Pero en el acto oía también la voz de Magdalena, que con nervioso acento repetía:

—¡Más de prisa, Amaury! ¡vayamos más de prisa!

Los dos novios parecían no pertenecer ya a la tierra. Sentíanse arrebatados por la felicidad, envueltos en un torbellino de amor y sumidos en un sopor delicioso; sus miradas fundían en una sus dos almas; jadeantes decíanse: ¡te amo! y reavivado su vigor por estas mágicas palabras valsaban y valsaban vertiginosamente, de un modo insensato, y esperaban morir en aquel éxtasis, juzgándose lejos de este mundo, creyéndose ya en el Cielo.

Mas, súbitamente, Amaury sintió que hacía presión sobre su brazo todo el peso del cuerpo de su amada, entonces se detuvo asustado al verla con el talle doblado hacia atrás, lívido el rostro, cerrados los ojos y entreabiertos los labios. Se había desmayado.

Amaury no pudo contener un grito. El corazón de Magdalena no latía; hubiérase dicho que la muerte lo había paralizado.

Sintió el joven que la sangre se helaba en sus venas y quedó un momento inmóvil, como clavado en el suelo, mudo de estupor, inconsciente de cuanto le rodeaba; luego se repuso un tanto y al volver a darse cuenta de lo que había pasado alzó a Magdalena como una pluma y la llevó en sus brazos lejos de aquel salón en el que se saboreaba una felicidad que podía costar tan cara.

El doctor corrió en pos de ellos y cuando alcanzó a Amaury no le dirigió la menor reconvención.

Le acompañó al tocador, tomó allí una luz y pasando delante le guió al cuarto de su hija. Amaury dejó a Magdalena sobre su lecho y el señor de Avrigny se consagró por entero a prestarla sus cuidados, tomándole el pulso con una mano mientras con la otra le hacía respirar algunas sales.

No tardó Magdalena en recobrar sus sentidos, y aunque su padre estaba inclinado ante ella mientras que Amaury permanecía casi invisible arrodillado junto a la cama, a éste fue a quien buscó con su mirada apenas abrió los ojos.

—¡Amaury! ¡Amaury!—exclamó.—¿Qué ha ocurrido? ¿Estamos muertos o vivos? ¿Nos encontramos en el Cielo con los ángeles o no hemos abandonado aún la tierra?

El joven no pudo reprimir un sollozo. Entonces Magdalena le miró con sorpresa.

—Amaury—dijo el doctor—vuelve al salón y encárgate de despedir a los invitados. Entre Antoñita y las doncellas desnudarán y acostarán a Magdalena: yo te tendré al corriente de su estado. Si no quieres alejarte de ella haré que te preparen una cama en tu antigua habitación.

Amaury, después de besar la mano a Magdalena que sonrió y le siguió con la vista hasta la puerta, salió del aposento. Cuando llegó al salón ya se habían marchado todos los convidados. Entonces ordenó que le arreglasen su cuarto y se acercó al de Magdalena, deteniéndose junto a la puerta y procurando escuchar desde allí lo que adentro se hablaba.

Poco rato después salió el doctor y estrechándole la mano le dijo:

—Ya está mejor. Yo me quedo a velarla toda la noche; vete tú a descansar y mañana veremos.

Amaury se dirigió al aposento que ocupaba cuando vivía en la casa; pero a fin de poder responder al primer llamamiento que se le hiciera, en lugar de acostarse en el lecho prefirió arrellanarse en un sillón junto al fuego que ardía en la chimenea.

El doctor por su parte se fue a su biblioteca y allí pasó mucho rato hojeando los libros de los profesores más eminentes del mundo; pero a cada momento movía la cabeza con cierto desaliento porque nada nuevo para él encontraba en todas aquellas obras. Sólo al llegar a un reducido volumen que, encuadernado en piel de zapa y ostentando sobre la tapa una cruz de plata, ofrecía más bien todo el aspecto de un devocionario que el de una obra científica, se detuvo en sus investigaciones y tomándolo fue a sentarse junto a la cabecera de Magdalena, que a la sazón dormía.

Aquel libro era la Imitación de Cristo.

Nada podía esperar ya de los hombres el doctor; no le restaba otra cosa que su confianza en Dios.

Colección de Alejandro Dumas

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