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Capítulo 36 Sueño de venganza

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Por la noche, Milady ordenó introducir al señor D’Artagnan tan pronto como viniese, según su costumbre. Pero no vino.

Al día siguiente Ketty vino a ver de nuevo al joven y le contó todo lo que había pasado la víspera; D’Artagnan sonrió; aquella celosa cólera de Milady era su venganza.

Por la noche, Milady estuvo más impaciente aún que la víspera renovó la orden relativa al gascón, mas, como la víspera, lo esperó en vano.

Al día siguiente Ketty se presentó en casa de D’Artagnan, no alegre y viva como los dos días anteriores, sino por el contrario triste hasta morir.

D’Artagnan preguntó a la pobre niña lo que tenía; mas por toda respuesta ella sacó una carta de su bolso y se la entregó.

Aquella carta era de la escritura de Milady, sólo que esta vez estaba dirigida a D’Artagnan y no al señor de Wardes.

La abrió y leyó lo que sigue:

«Querido señor D’Artagnan, está mal descuidar así a sus amigos, sobre todo en el momento en que se los va a dejar por tanto tiempo. Mi cuñado y yo os hemos esperado ayer y anteayer inútilmente. ¿Pasará lo mismo esta tarde? Vuestra muy agradecida,

Lady Clarick. »

-Es muy sencillo - dijo D’Artagnan-, y esperaba esta carta. Mi crédito está en alza por la baja del conde de Wardes.

-¿Es que iréis? - preguntó Ketty.

-Escucha, querida niña - dijo el gascón, que trataba de excusarse a sus propios ojos de faltar a la promesa que le había hecho a Athos-, comprende que sería descortés no responder a una invitación tan positiva. Milady, al ver que no volvía, no comprendería nada de la interrupción de mis visitas, podría sospechar algo, y ¿quién puede decir hasta dónde iría la venganza de una mujer de ese temple?

-¡Dios mío! - dijo Ketty-. Sabéis presentar las cosas de forma que siempre tenéis razón. Pero vais a seguir haciéndole la corte, y si esta vez vais a agradarle bajo vuestro verdadero nombre y vuestro verdadero rostro, será mucho peor que la primera vez.

El instinto hacía adivinar a la pobre niña una parte de lo que iba a pasar.

D’Artagnan la tranquilizó lo mejor que pudo y le prometió permanecer insensible a las seduciones de Milady.

Le hizo responder que era imposible estar más agradecido a sus bondades y que se ponía a sus órdenes; pero no se atrevió a escribirle por miedo a no poder disimular suficientemente su escritura a unos ojos tan ejercitados como los de Milady.

Al sonar las nueve, D’Artagnan estaba en la Place Royale. Era evidente que los criados que esperaban en la antecámara estaban avisados, porque tan pronto como D’Artagnan apareció, antes incluso de que hubiera preguntado si Milady estaba visible, uno de ellos corrió a anunciarlo.

-Hacedle entrar - dijo Milady con voz seca, pero tan penetrante que D’Attagnan la oyó desde la antecámara.

Fue introducido.

-No estoy para nadie - dijo Milady-. ¿Entendéis? Para nadie El lacayo salió.

D’Artagnan lanzó una mirada curiosa sobre Milady; estaba pálida y tenía los ojos fatigados, bien por las lágrimas, bien por el insomnio Se había disminuido adrede el número habitual de luces, y sin embargo, la joven no podía llegar a ocultar las marcas de la fiebre que la había devorado desde hacía dos días.

D’Artagnan se acercó a ella con su galantería de costumbre; ella hizo entonces un esfuerzo supremo para recibirlo, pero jamás fisonomía más turbada desmintió sonrisa más amable.

A las preguntas que D’Artagnan le hizo sobre su salud:

-Mala - respondió ella - muy mala.

-Pero entonces - dijo D’Artagnan-, soy indiscreto, tenéis sin duda necesidad de reposo y voy a retirarme.

-No - dijo Milady ; al contrario, quedaos, señor D’Artagnar vuestra amable compañía me distraerá.

«¡Oh, oh! - pensó D’Artagnan-. Nunca ha estado tan encantadora, desconfiemos. »

Milady adoptó el aire más afectuoso que pudo adoptar, y dio toda la brillantez posible a su conversación. Al mismo tiempo aquella fiebre que la había abandonado hacía un instante volvía a dar brillo a sus ojos, color a sus mejillas, carmín a sus labios. D’Artagnan volvió a encontrar a la Circe que ya le había envuelto en sus encantos. Su amor, qu él creía apagado y que sólo estaba adormecido, se despertó en su corazón. Milady sonreía y D’Artagnan sentía que se condenaría por aquella sonrisa.

Hubo un momento en que sintió algo como un remordimiento por lo que había hecho contra ella.

Poco a poco Milady se volvió más comunicativa. Preguntó a D’Artagnan si tenía un amante.

-¡Ay! - dijo D’Artagnan con el aire más sentimental que pudo adoptar-. ¿Sois tan cruel para hacerme una pregunta semejante a mi que desde que os he visto no respiro ni suspiro más que por vos y para vos?

Milady sonrió con una sonrisa extraña.

-¿O sea que me amáis? - dijo ella.

-¿Necesito decíroslo? ¿No os habéis dado cuenta?

-Claro, pero ya lo sabéis, cuanto más orgullosos son los corazones, más difíciles son de coger.

-¡Oh, las dificultades no me asustan! - dijo D’Artagnan-. Sólo las cosas imposibles me espantan.

-Nada es imposible - dijo Milady - para un amor verdadero.

-¿Nada, señora?

-Nada - contestó Milady.

«¡Diablo! - prosiguió D’Artagnan para sus adentros-. La nota ha cambiado. ¿Se habrá enamorado la caprichosa de mí por casualidad, y estaría dispuesta a darme a mí mismo algún otro zafiro igual al que me ha dado al tomarme por de Wardes?» D’Artagnan acercó con presteza su silla a Milady.

-Veamos - dijo ella-, ¿qué haríais para probar ese amor de que habláis?

-Todo cuanto se exigiera de mí. Que me manden, estoy dispuesto.

-¿A todo?

-¡A todo! - exclamó D’Artagnan, que sabía de antemano que no arriesgaba gran cosa arriesgándose así.

-Pues bien, hablemos un poco - dijo a su vez Milady, acercando su sillón a la silla de D’Artagnan.

-Os escucho, señora - dijo éste.

Milady permaneció un instante preocupada y como indecisa; luego, pareciendo adoptar una resolución, dijo:

-Tengo un enemigo.

-¿Vos, señora? - exclamó D’Artagnan fingiendo sorpresa-. ¿Es posible, Dios mío? ¿Hermosa y buena como sois?

-¡Un enemigo mortal!

-¿De verdad?

-Un enemigo que me ha insultado tan cruelmente que entre él y yo hay una guerra a muerte. ¿Puedo contar con vos como auxiliar?

D’Artagnan comprendió inmediatamente adónde quería ir aquella vengativa criatura.

-Podéis, señora - dijo con énfasis ; mi brazo y mi vida os pertenecen como mi amor.

-Entonces - dijo Milady-, puesto que sois tan generoso como enamorado…

Se detuvo.

-¿Y bien? - preguntó D’Artagnan.

-Y bien - prosiguió Milady tras un momento de silencio-, cesad desde hoy de hablar de imposibilidades.

-No me agobiéis con mi dicha - exclamó D’Artagnan precipitándose de rodillas y cubriendo de besos las manos que le dejaban.

«Véngame de ese infame de Wardes - murmuró Milady entre dientes-, y sabré desembarazarme de ti luego, ¡doble tonto, hoja de espada viviente!»

«Cae voluntariamente entre mis brazos después de haberme burlado descaradamente, hipócrita y peligrosa mujer - pensaba D’Artagnan por su parte-, y luego me reiré de ti con aquel a quien quieres matar por mi mano.

» D’Artagnan alzó la cabeza.

-Estoy dispuesto - dijo.

-¿Me habéis, pues, comprendido, querido señor D’Artagnan? - dijo Milady.

-Adivinaré una de vuestras miradas.

-¿O sea que emplearíais por mí vuestro brazo, que tanta fama ha conseguido ya?

-Ahora mismo.

-Pero y yo - dijo Milady-, ¿cómo pagaré semejante servicio? Conozco a los enamorados, son personas que no hacen nada por nada.

-Vos sabéis la única respuesta que yo deseo - dijo D’Artagnan-, la única que sea digna de vos y de mí.

Y la atrajo dulcemente hacia él.

Ella resistió apenas.

-¡Interesado! - dijo ella sonriendo.

-¡Ah! - exclamó D’Artagnan verdaderamente arrastrado por la pasión que esta mujer tenía el don de encender en su corazón-. ¡Ay, cuán inverosímil me parece esta dicha! Tras haber tenido siempre miedo a verla desaparecer como un sueño, tengo prisa por hacerla realidad.

-Pues bien, mereced esa pretendida dicha.

-Estoy a vuestras órdenes - dijo D’Artagnan.

-¿Seguro? - preguntó Milady con una última duda.

-Nombradme al infame que ha podido hacer llorar vuestros hermosos ojos.

-¿Quién os dice que he llorado? - dijo ella.

-Me parecía…

-Las mujeres como yo no lloran - dijo Milady.

-¡Tanto mejor! Veamos, decidme cómo se llama.

-Pensad que su nombre es todo mi secreto.

-Sin embargo, es necesario que yo sepa su nombre.

-Sí, es necesario. ¡Ya veis la confianza que tengo en vos!

-Me colmáis de alegría. ¿Cómo se llama?

-Vos lo conocéis.

-¿De verdad?

-¿No será uno de mis amigos? - prosiguió D’Artagnan jugando a la duda para hacer creer en su ignorancia.

-Y si fuera uno de vuestros amigos, ¿dudaríais? - exclamó Milady. Y un destello de amenaza pasó por sus ojos.

-¡No, aunque fuese mi hermano! - exclamó D’Artagnan como arrebatado por el entusiasmo.

Nuestro gascón se adelantaba sin peligro porque sabía adónde iba.

-Amo vuestra adhesión - dijo Milady.

-¡Ay! ¿Sólo eso amáis en mí? - preguntó D’Artagnan.

-Os amo también a vos - dijo ella cogiéndole la mano.

Y la ardiente presión hizo temblar a D’Artagnan como si por el tacto aquella fiebre que quemaba a Milady lo ganase a él.

-¡Vos me amáis! - exclamó-. ¡Oh, si así fuera, sería para volverse loco!

Y la envolvió en sus dos brazos. Ella no trató de apartar sus labios de su beso, sólo que no lo devolvió.

Sus labios estaban fríos: a D’Artagnan le pareció que acababa de besar a una estatua.

No por ello estaba menos ebrio de alegría, electrizado de amor; creía casi en la ternura de Milady; creía casi en el crimen de de Wardes. Si de Wardes hubiera estado en ese momento al alcance de su mano, lo habría matado.

Milady aprovechó la ocasión.

-Se llama… - dijo ella a su vez.

-De Wardes, lo sé - exclamó D’Artagnan.

-¿Y cómo lo sabéis? - preguntó Milady cogiéndole las dos manos y tratando de llegar por sus ojos hasta el fondo de su alma.

D’Artagnan sintió que se había dejado llevar y que había cometido una falta.

-Decid, decid, pero decid - repetía Milady-, ¿cómo lo sabéis?

-¿Cómo lo sé? - dijo D’Artagnan.

-Sí.

-Lo sé porque ayer de Wardes, en un salón en el que yo estaba, ha mostrado un anillo que decía tener de vos.

-¡Miserable! - exclamó Milady.

El epíteto, como se supondrá, resonó hasta en el fondo del corazón de D’Artagnan.

-¿Y bien? - continuó ella.

-Pues bien, os vengaré de ese miserable - replicó D’Artagnan dándose aires de don Japhet de Armenia.

-Gracias, mi bravo amigo - exclamó Milady-. ¿Y cuándo seré vengada?

-Mañana, ahora mismo, cuando vos queráis.

Milady iba a exclamar: «Ahora mismo»; pero pensó que semejante precipitación sería poco graciosa para D’Artagnan.

Por otra parte, tenía mil precauciones que tomar, mil consejos que dar a su defensor, para que evitara explicaciones ante testigos con el conde. Todo esto estaba previsto por una frase de D’Artagnan.

-Mañana - dijo - seréis vengada o yo estaré muerto.

-¡No! - dijo ella-. Me vengaréis, pero no moriréis. Es un cobarde.

-Con las mujeres puede ser, pero no con los hombres. Sé algo sobre eso.

-Pero me parece que en vuestra pelea con él no habéis tenido que quejaros de la fortuna.

-La fortuna es una cortesana: favorable ayer, puede traicionar mañana.

-Lo cual quiere decir que ahora dudáis.

-No, no dudo, Dios me libre; pero, ¿sería justo dejarme ir a un muerte posible sin haberme dado al menos algo más que esperanza?

Milady respondió con una ojeada que quería decir:

«¿Sólo es eso? Marchaos, pues.

» Luego, acompañando la mirada de palabras explicativas:

-Es demasiado justo - dijo con ternura.

-¡Oh, sois un ángel! - dijo el joven.

-¿O sea que todo convenido? - dijo ella.

-Salvo lo que os pido, querida mía.

-Pero ¿cuando os digo que podéis confiar en mi ternura?

-No tengo el día de mañana para esperar.

-Silencio; oigo a mi hermano, es inútil que os encuentre aquí Llamó. Apareció Ketty.

-Salid por esa puerta - dijo ella empujándolo hacia una puertecilla oculta-, y volved a las once; acabaremos esta entrevista. Ketty os introducirá en mi cuarto.

La pobre niña pensó caerse hacia atrás al oír estas palabras.

-Y bien, ¿qué hacéis, señorita, permaneciendo ahí inmóvil com una estatua? - Vamos, llevad al caballero; y esta noche, a las once, habéis oído.

-Parece que sus citas son siempre a las once - pensó D’Artagnan ; es un hábito adquirido.

Milady le tendió una mano que él beso tiernamente.

-Veamos - dijo al retirarse y respondiendo apenas a los reproches de Ketty-, veamos, no hagamos el imbécil; decididamente es una mujer es una gran malvada; tengamos cuidado.

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