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Capítulo 38 Cómo, sin molestarse, Athos encontró su equipo

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El joven huía mientras ella lo seguía amenazando con un gesto impotente. En el momento que lo perdió de vista, Milady cayó desvanecida en su habitación.

D’Artagnan estaba tan alterado que, sin preocuparse de lo que ocurriría con Ketty atravesó medio París a todo correr y no se detuvo hasta la puerta de Athos. El extravío de su mente, el terror que lo espoleaba, los gritos de algunas patrullas que se pusieron en su persecución y los abucheos de algunos transeúntes, que pese a la hora poco avanzada, se dirigían a sus asuntos, no hicieron más que precipitar su camera.

Cruzó el patio, subió los dos pisos de Athos y llamó a la puerta como para romperla.

Grimaud vino a abrir con los ojos abotargados de sueño. D’Artagnan se precipitó con tanta fuerza en la antecámara, que estuvo a punto de derribarlo al entrar.

Pese al mutismo habitual del pobre muchacho, esta vez la palabra le vino.

-¡Eh, eh, eh! - exclamó-. ¿Qué queréis, corredora? ¿Qué pedís, bribona? D’Artagnan alzó sus cofias y sacó sus manos de debajo de la manteleta; a la vista de sus mostachos y de su espada desnuda, el pobre diablo se dio cuenta de que tenía que vérselas con un hombre.

Creyó entonces que era algún asesino.

-¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Socorro! - gritó.

-¡Cállate desgraciado! - dijo el joven-. Soy D’Artagnan, ¿no me reconoces? ¿Dónde está tu amo?

-¡Vos, señor D’Artagnan! - exclamó Grimaud espantado-. Imposible.

-Grimaud - dijo Athos saliendo de su cuarto en bata-, creo que os permitís hablar.

-¡Ay, señor, es que!…

-Silencio.

Grimaud se contentó con mostrar con el dedo a su amo a D’Artagnan.

Athos reconoció a su camarada, y con lo flemático que era soltó una carcajada que motivaba de sobra la mascarada extraña que ante sus ojos tenía: cofias atravesadas, faldas que caían sobre los zapatos, mangas remangadas y mostachos rígidos por la emoción.

-No os riáis, amigo mío - exclamó D’Artagnan ; por el cielo, no os riáis, porque, por mi alma os lo digo, no hay nada de qué reírse.

Y pronunció estas palabras con un aire tan solemne y con un espanto tan verdadero que Athos le cogió las manos al punto exclamando:

-¿Estaréis herido, amigo mío? ¡Estáis muy pálido!

-No, pero acaba de ocurrirme un suceso terrible. ¿Estáis solo, Athos?

-¡Pardiez! ¿Quién queréis que esté en mi casa a esta hora?

-Bueno, bueno.

Y D’Artagnan se precipitó en la habitación de Athos.

-¡Venga, hablad! - dijo éste cerrando la puerta y echando los cerrojos para no ser molestados-. ¿Ha muerto el rey? ¿Habéis matado al señor cardenal? Estáis completamente cambiado; veamos, veamos, decid, porque realmente me muero de inquietud.

-Athos - dijo D’Artagnan desembarazándose de sus vestidos de mujer y apareciendo en camisón-, preparaos para oír una historia increíble, inaudita.

-Poneos primero esta bata - dijo el mosquetero a su amigo.

D’Artagnan se puso la bata, tomando una manga por otra: ¡tan emocionado estaba todavía!

-¿Y bien? - dijo Athos.

-Y bien - respondió D’Artagnan inclinándose hacia él oído de Athos y bajando la voz : Milady está marcada con una flor de lis en el hombro.

-¡Ay! - gritó el mosquetero como si hubiera recibido una bala en el corazón.

-Veamos - dijo D’Artagnan-, ¿estáis seguros de que la otra está bien muerta?

-¿La otra? - dijo Athos con una voz tan sorda que apenas si D’Artagnan la oyó.

-Sí, aquella de quien un día me hablasteis en Amiens.

Athos lanzó un gemido y dejó caer su cabeza entre las manos.

-Ésta - continuó D’Artagnan - es una mujer de veintiséis a veintiocho años.

-Rubia - dijo Athos-, ¿no es cierto?

-Sí.

-¿De ojos azul claro, con una claridad extraña, con pestañas y cejas negras? -Sí.

-¿Alta, bien hecha? Le falta un diente junto al canino de la izquierda.

-Sí.

-¿La flor de lis es pequeña, de color rojizo y como borrada por las capas de crema que le aplica.

-Sí.

-Sin embargo ¡vos decís que es inglesa!

-Se llama Milady, pero puede ser francesa. A pesar de esto, lord de Winter no es más que su cuñado.

-Quiero verla, D’Artagnan.

-Tened cuidado, Athos, tened cuidado; habéis querido matarla, es mujer para devolvérosla y no fallar en vos.

-No se atreverá a decir nada porque sería denunciarse a sí misma.

-¡Es capaz de todo! ¿La habéis visto alguna vez furiosa?

-No - dijo Athos.

-¡Una tigresa, una pantera! ¡Ay, mi querido Athos, tengo miedo de haber atraído sobre nosotros dos una venganza terrible! D’Artagnan contó entonces todo: la cólera insensata de Milady y sus amenazas de muerte.

-Tenéis razón y por mi alma que no daré mi vida por nada - dijo Athos-. Afortunadamente, pasado mañana dejamos Paris; con toda probabilidad vamos a La Rochelle, y una vez ¡dos…

-Os seguiría hasta el fin del mundo, Athos, si os reconociese; dejad que su odio se ejerza sobre mí sólo.

-¡Ay, querido amigo! ¿Qué me importa que ella me mate? - dijo Athos-. ¿Acaso pensáis que amo la vida?

-Hay algún horrible misterio en todo esto, Athos. Esta mujer es la espía del cardenal, ¡estoy seguro! -En tal caso, tened cuidado. Si el cardenal no os tiene en alta estima por el asunto de Londres, os tiene en gran odio; pero como, a fin de cuentas, no puede reprocharos ostensiblemente nada y es preciso que su odio se satisfaga, sobre todo cuando es un odio - de cardenal, tened cuidado. Si salís, no salgáis solo; si coméis, tomad vuestras precauciones; en fin, desconfiad de todo, incluso de vuestra sombra.

-Por suerte - dijo D’Artagnan-, sólo se trata de llegar a pasado mañana por la noche sin tropiezo, porque una vez en el ejército espero que sólo tengamos que temer a los hombres.

-Mientras tanto - dijo Athos-, renuncio a mis proyectos de reclusión, a iré por todas partes junto a vos; es preciso que volváis a la calle des Fossoyeurs, os acompaño.

-Pero por cerca que esté de aquí - replicó D’Artagnan-, no puedo volver así.

-Es cierto - dijo Athos. Y tiró de la campanilla.

Grimaud entró.

Athos le hizo señas de ir a casa de D’Artagnan y traer de allí vestidos.

Grimaud respondió con otra señal que comprendía perfectamente y partió.

-¡Ah! Con todo esto nada hemos avanzado en cuanto al equipo, querido amigo - dijo Athos ; porque, si no me equivoco, habéis dejado vuestro traje en casa de Milady, que sin duda no tendrá la atención de devolvéroslo. Suerte que tenéis el zafiro.

-El zafiro es vuestro, mi querido Athos. ¿No me habéis dicho que era un anillo de familia?

-Sí, mi padre lo compró por dos mil escudos, según me dijo antaño; formaba parte de los regalos de boda que hizo a mi madre; y el magnífico. Mi madre me lo dio, y yo, loco como estaba, en vez de guar dar ese anillo como una reliquia santa, se lo di a mi vez a esa miserable.

-Entonces, querido, tomad este anillo que comprendo que debéis tener.

-¿Coger yo ese anillo tras haber pasado por las manos de la infame? ¡Nunca! Ese anillo está mancillado, D’Artagnan.

-Vendedlo entonces.

-¿Vender un diamante que viene de mi madre? Os confieso que lo consideraría una profanación.

-Entonces, empeñadlo, y seguro que os prestan más de un millar de escudos. Con esa suma, tendréis dinero de sobra; luego, con el primer dinero que os venga, lo desempeñáis y lo recobráis lavado de sus antiguas manchas, porque habrá pasado por las manos de los usureros.

Athos sonrió.

-Sois un camarada encantador - dijo-, querido D’Artagnan; cot vuestra eterna alegría animáis a los pobres espíritus en la aflicción. ¡Pue bien, sí, empeñemos ese anillo, pero con una condición!

-¿Cuál?

-Que sean quinientos escudos para vos y quinientos escudos para mí.

-¿Pensáis eso, Athos? Yo no necesito la cuarta parte de esa suma, yo, que estoy en los guardias y que vendiendo mi silla la conseguiré. ¿Qué necesito? Un caballo para Planchet, eso es todo. Olvidáis además que también yo tengo un anillo.

-Al que apreciáis más, según me parece, de lo que yo aprecio al mío; he creído darme cuenta al menos.

-Sí, porque en una circunstancia extrema puede sacarnos no sólo de algún gran apuro, sino incluso de algún gran peligro; es no sólo un diamante precioso, sino también un talismán encantado.

-No os comprendo, pero creo en lo que me decís. Volvamos, pues, a mi anillo, o mejor a vuestro anillo; o aceptáis la mitad de la suma que nos den o lo tiro al Sena, y dudo mucho de que, como a Polícatres, haya algún pez lo bastante complaciente para devolvérnoslo.

-¡Bueno, acepto! - dijo D’Artagnan.

En aquel momento Grimaud entró acompañado de Planchet; éste, inquieto por su maestro y curioso por saber lo que le había pasado, había aprovechado la circunstancia y traía los vestidos él mismo.

D’Artagnan se vistió, Athos hizo otro tanto; luego, cuando los dos estuvieron dispuestos a salir, este último hizo a Grimaud la señal de hombre que se pone en campaña; éste descolgó al punto su mosquetón y se dispuso a acompañar a su amo.

Athos y D’ Artagnan, seguidos de sus criados, llegaron sin incidentes a la calle des Fossoyeurs. Bonacieux estaba a la puerta y miró a D’Artagnan con aire socarrón.

-¡Vaya, mi querido inquilino! - dijo-. Daos prisa, tenéis una hermosa joven que os espera, y ya sabéis que a las mujeres no les gusta que las hagan esperar.

-¡Es Ketty! - exclamó D’Artagnan.

Y se precipitó por la alameda.

Efectivamente, en el rellano que conducía a su habitación y agazapada junto a su puerta, encontró a la pobre niña toda temblorosa. Cuando ella lo vio:

-Me habéis prometido vuestra protección, me habéis prometido salvarme de su cólera - dijo; recordad que sois vos quien me habéis perdido.

-Sí, por supuesto - dijo D’Artagnan-, cálmate, Ketty. Pero ¿qué ha pasado después de mi marcha?

-¿Lo sé acaso? - dijo Ketty-. A los gritos que se ha puesto a dar, los lacayos han acudido, estaba loca de cólera; ha vomitado contra vos todas las imprecaciones que existen. Entonces he pensado que ella recordaría que había sido por mi habitación por donde habíais penetrado en la suya, y que entonces pensaría que yo era vuestra cómplice; he cogido el poco dinero que tenía, mis vestidos mejores y me he escapado.

-¡Pobre niña? Pero ¿qué voy a hacer de ti? Me marcho pasado mañana.

-Lo que queráis, señor caballero, hacedme salir de Paris, hacedme salir de Francia.

-Sin embargo, no puedo llevarte conmigo al sitio de La Rochelle - dijo D’Artagnan.

-No, pero podéis colocarme en provincias, junto a alguna dama de vuestro conocimiento, en vuestra región por ejemplo.

-¡Ay, querida amiga! En mi región las damas no tienen doncellas. Pero espera, me hago cargo del asunto. Planchet, vete a buscarme a Aramis, que venga inmediatamente. Tenemos una cosa muy importante que decirle.

-¡Comprendo! - dijo Athos-. Pero ¿por qué no Porthos? Me parece que su marquesa…

-La marquesa de Porthos se hace vestir por los pasantes de su marido - dijo D’Artagnan riendo-. Además, Ketty no querría quedarse en la calle aux Ours, ¿no es así, Ketty?

-Me quedaré donde queráis - dijo Ketty-,con tal que esté bien escondida y que no sepa dónde estoy.

-Ahora, Ketty, que vamos a separarnos y que por consiguiente no estás ya celosa de mí…

-Señor caballero, cerca o lejos - dijo Ketty-, os amaré siempre.

-Dónde diablos va a anidar la constancia? - murmuró Athos.

-También yo - dijo D’Artagnan - también yo te amaré siempre, estáte tranquila. Pero, veamos, respóndeme. Ahora doy gran importancia a la pregunta que te hago: ¿Has oído hablar alguna vez de una dama joven a la que habían raptado cierta noche? -Esperad… ¡Oh, Dios mío! Señor caballero, ¿es que todavía amáis a esa mujer?

-No, uno de mis amigos es el que la ama. Mira, es Athos, ése que está ahí.

-¿Yo? - exclamó Athos con acento parecido al de un hombre que se da cuenta que va a poner el pie sobre una culebra.

-¡Claro, vos! - dijo D’Artagnan apretando la mano de Athos-. Sabéis de sobra el interés que todos nosotros sentimos por esa pobre señora Bonacieux. Además, Ketty no dirá nada, ¿no es así, Ketty? Compréndelo, niña mía - continuó D’Artagnan-, es la mujer de ese horrible mamarracho que has visto a la puerta al entrar aquí.

-¡Oh, Dios mío! - exclamó Ketty-. Me recordáis mi miedo, ¡con tal que no me haya reconocido!…

-¿Cómo reconocido? ¿Has visto en otra ocasión a ese hombre?

-Fue dos veces a casa de Milady.

-Ah, eso es. ¿Cuándo?

-Pues hará unos quince o dieciocho días aproximadamente.

-Exacto.

-Y volvió ayer tarde.

-Ayer tarde.

-Sí, un momento antes de que vos mismo vinieseis.

-Mi querido Athos, estamos envueltos en una red de espías. ¿Y crees que lo ha reconocido?

-He bajado mi cofia al verlo, pero quizá era demasiado tarde.

-Bajad Athos de vos desconfía menos que de mí, y ved si todavía está en la puerta.

Athos descendió y volvió a subir en seguida.

-Se ha marchado - dijo-, y la casa está cerrada.

-Ha ido a informar y a decir que todos los pichones están en este momento en el palomar.

-¡Pues bien, volemos entonces - dijo Athos - y dejemos aquí sólo a Planchet para que nos lleve las noticias!

-¡Un momento! ¿Y Aramis, al que hemos ido a buscar?

-Está bien - dijo Athos - esperemos a Aramis.

En aquel momento entró Áramis.

-Se le expuso el asunto y se le dijo cuán urgente era encontrar un lugar para Ketty entre todos sus altos conocimientos.

Aramis reflexionó un momento y dijo ruborizándose.

-¿Os haría un buen servicio, D’Artagnan?

-Os quedaría agradecido por él toda mi vida.

-Pues bien, la señora de Bois Tracy me ha pedido según creo para una de sus amigas que vive en provincias, una doncella segura; y si vos, mi querido D’Artagnan, podéis responderme de la señorita…

-¡Oh, señor - exclamó Ketty - sería totalmente adicta, estad seguro de ello, a la persona que me dé los medios para dejar París!

-Entonces - dijo Aramis-, todo está arreglado.

Se sentó a la mesa y escribió unas letras, que luego selló con un anillo, y le dio el billete a Ketty.

-Ahora, hija mía - dijo D’Artagnan-, ya sabes que aquí tan insegura estás tú como nosotros. Separémonos. Ya volveremos a encontrarnos en tiempos mejores.

-En el tiempo en que nos encontremos, y en el lugar que sea - dijo Ketty-, me volveréis a encontrar tan amante como lo soy ahora de vos.

-Juramento de jugador - dijo Athos mientras D’Artagnan iba a acompañar a Ketty a la escalera.

Un instante después los tres jóvenes se separaron tras citarse a las cuatro en casa de Athos y dejando a Planchet para guardar la casa.

Aramis regresó a la Buys, y Athos y D’Artagnan se preocuparon de la venta del zafiro.

Como había previsto nuestro gascón, encontraron fácilmente trescientas pistolas por el anillo. Además el judío anunció que, si querían vendérselo, como le servía de colgante magnífico para los pendientes de las orejas daría por él hasta quinientas pistolas.

Athos y D’Artagnan, con la actividad de dos soldados y la ciencia de dos conocedores, tardaron tres horas apenas en comprar todo el equipo de mosquetero. Además Athos era acomodaticio y gran señor hasta la punta de las uñas. Cada vez que algo le convenía, pagaba el precio exigido sin tratar siquiera de regatear. D’Artagnan quería hacer entonces algunas observaciones, pero Athos le ponía la mano sobre el hombro sonriendo y D’Artagnan comprendía que era bueno para él, pequeño geltilhombre gascón, regatear, pero no para un hombre que tenía aires de príncipe.

El mosquetero encontró un soberbio caballo andaluz, negro como el jade, de belfos de fuego, y patas finas y elegantes, que tenía seis años. Lo examinó y lo halló sin un defecto. Le costó mil libras.

Quizá lo hubiera tenido por menos; pero mientras D’Artagnan discutía el precio con el chalán, Athos contaba las cien pistolas sobre la mesa.

Grimaud tuvo un caballo picardo, achaparrado y fuerte, que costó trescientas libras.

Pero comprada la silla de este último caballo y las armas de Grimaud, no quedaba un céntimo de las cincuentas pistolas de Athos. D’Artagnan ofreció a su amigo que mordiera un bocado en la parte que le correspondía, con la obligación de devolverle más tarde lo que hubiera tomado en préstamo.

Pero Athos se limitó a encogerse de hombros por toda respuesta.

-¿Cuánto daba el judío por quedarse con el zafiro? - preguntó Athos.

-Quinientas pistolas.

-Es decir, doscientas pistolas más; cien pistolas para vos, cien pistolas para mí. Si eso es una auténtica fortuna, amigo mío. Volved a casa del judío.

-¡Cómo! ¿Queréis… ? -Decididamente ese anillo me traía recuerdos demasiado tristes; además, nunca tendríamos trescientas pistolas para devolverle, de modo que perderíamos dos mil libras en este asunto. Id a decirle que el anillo es suyo, D’Artagnan, y volved con las doscientas pistolas.

-Reflexionad, Athos.

-El dinero contante es caro en los tiempos que corren, y hay que saber hacer sacrificios. Id, D’Artagnan, id; Grimaud os acompañará con su mosquetón.

Media hora después, D’Artagnan volvió con las dos mil libras y sin que le hubiera ocurrido ningún accidente.

Así fue como Athos encontró en su ajuar recursos que no se esperaba.

Colección de Alejandro Dumas

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