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Capítulo 25 Porthos

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Índice

En lugar de regresar a su casa directamente, D’Artagnan puso pie en tierra ante la puerta del señor de Tréville y subió rápidamente la escalera. Aquella vez estaba decidido a contarle todo lo que acababa de pasar. Sin duda, él daría buenos consejos en todo aquel asunto; además, como el señor de Tréville veía casi a diario a la reina, quizá podría sacar a Su Majestad alguna información sobre la pobre mujer a quien sin duda se hacía pagar su adhesión a su señora.

El señor de Tréville escuchó el relato del joven con una gravedad que probaba que había algo más en toda aquella aventura que una intriga de amor; luego, cuando D’Artagnan hubo acabado:

-¡Hum! - dijo-. Todo esto huele a Su Eminencia a una legua.

-Pero ¿qué hacer? - dijo D’Artagnan.

-Nada, absolutamente nada ahora sólo abandonar Paris como os he dicho, lo antes posible. Yo veré a la reina, le contaré los detalles de la desaparición de esa pobre mujer, que ella sin duda ignora; estos detalles la orientarán por su lado, y a vuestro regreso, quizá tenga yo alguna buena nueva que deciros. Dejadlo en mis manos.

D’Artagnan sabía que, aunque gascón el señor de Tréville no tenía la costumbre de prometer, y que cuando por azar prometía, mantenía, y con creces, lo que habia prometido. Saludó, pues, lleno de agradecimiento por el pasado y por el futuro, y el digno capitán, que por su lado sentía vivo interés por aquel joven tan valiente y tan resuelto, le apretó afectuosamente la mano deseándole un buen viaje.

Decidido a poner los consejos del señor de Tréville en práctica en aquel mismo instante, D’Artagnan se encaminó hacia la calle des Fossoyeurs, a fin de velar por la preparación de su equipaje. Al acercarse a su casa, reconoció al señor Bonacieux en traje de mañana, de pie ante el umbral de su puerta. Todo lo que le había dicho la víspera el prudente Planchet sobre el carácter siniestro de su huésped volvió entonces a la memoria de D’Artagnan que lo miró más atentamente de lo que hasta entonces había hecho. En efecto, además de aquella palidez amarillenta y enfermiza que indica la filtración de la bilis en la sangre y que por el otro lado podía ser sólo accidental, D’Artagnan observó algo de sinuosamente pérfido en la tendencia a las arrugas de su cara. Un bribón no ríe de igual forma que un hombre honesto, un hipócrita no llora con las lágrimas que un hombre de buena fe. Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguirla del rostro.

Le pareció pues, a D’Artagnan que el señor Bonacieux llevaba una máscara, a incluso que aquella máscara era de las más desagradables de ver.

En consecuencia, vencido por su repugnancia hacia aquel hombre, iba a pasar por delante de él sin hablarle cuando, como la víspera, el señor Bonacieux lo interpeló:

-¡Y bien, joven - le dijo-, parece que andamos de juerga! ¡Diablos, las siete de la mañana! Me parece que os apartáis de las costumbres recibidas y que volvéis a la hora en que los demás salen.

-No se os hará a vos el mismo reproche, maese Bonacieux - dijo el joven-, y sois modelo de las gentes ordenadas. Es cierto que cuando se pone una mujer joven y bonita, no hay necesidad de correr detrás de la felicidad; es la felicidad la que viene a buscaros, ¿no es así, señor Bonacieux?

Bonacieux se puso pálido como la muerte y muequeó una sonrisa.

-¡Ah, ah! - dijo Bonacieux-. Sois un compañero bromista. Pero ¿dónde diablos habéis andado de correría esta noche, mi joven amigo? Parece que no hacía muy buen tiempo en los atajos.

D’Artagnan bajó los ojos hacia sus botas todas cubiertas de barro; pero en aquel movimiento sus miradas se dirigieron al mismo tiempo hacia los zapatos y las medias del mercero; se hubiera dicho que los había mojado en el mismo cenegal; unos y otros tenían manchas completamente semejantes.

Entonces una idea súbita cruzó la mente de D’Artagnan. Aquel hombrecito grueso, rechoncho, cuyos cabellos agrisaban ya, aquella especie de lacayo vestido con un traje oscuro, tratado sin consideración por las gentes de espada que componían la escolta, era el mismo Bonacieux. El marido había presidido el rapto de su mujer.

Le entraron a D’Artagnan unas terribles ganas de saltar a la garganta del mercero y de estrangularlo; pero ya hemos dicho que era un muchacho muy prudente y se contuvo. Sin embargo, la revolución que se había operado en su rostro era tan visible que Bonacieux quedó espantado y trató de retroceder un paso; pero precisamente se encontraba delante del batiente de la puerta, que estaba cerrada, y el obstáculo que encontró le forzó a quedarse en el mismo sitio.

-¡Vaya, sois vos quien bromeáis, mi valiente amigo! - dijo D’Artagnan-. Me parece que si mis botas necesitan una buena esponja, vuestras medias y vuestros zapatos también reclaman un buen cepillado. ¿Es que también vos os habéis corrido una juerga, maese Bonaceux? ¡Diablos! Eso sería imperdonable en un hombre de vuestra edad y que además tiene una mujer joven y bonita como la vuestra.

-¡Oh, Dios mío, no! - dijo Bonacieux-. Ayer estuve en Saint-Mandé para informarme de una sirvienta de la que no puedo prescindir, y como los caminos estaban en malas condiciones he traído todo ese fango que aún no he tenido tiempo de hacer desaparecer.

El lugar que designaba Bonacieux como meta de correría fue una nueva prueba en apoyo de las sospechas que había concebido D’Artagnan. Bonacieux había dicho Saint Mandé porque Saint Mandé es el punto completamente opuesto a Saint Cloud.

Aquella probabilidad fue para él un primer consuelo. Si Bonacieux sabía dónde estaba su mujer, siempre se podría, empleando medios extremos, forzar al mercero a soltar la lengua y dejar escapar su secreto. Se trataba sólo de convertir esta probabilidad en certidumbre.

-Perdón, mi querido señor Bonacieux, si prescindo con vos de los modales - dijo D’Artagnan ; pero nada me altera más que no dormir, tengo una sed implacable; permitidme tomar un vaso de agua de vuestra casa; ya lo sabéis, eso no se niega entre vecinos.

Y sin esperar el permiso de su huésped, D’Artagnan entró rápidamente en la casa y lanzó una rápida ojeada sobre la cama. La cama no estaba deshecha. Bonacieux no se había acostado. Acababa de volver hacía una o dos horas; había acompañado a su mujer hasta el lugar al que la habían conducido, o por lo menos hasta el primer relevo.

-Gracias, maese Bonacieux - dijo D’Artagnan vaciando su vaso-, eso es todo cuanto quería de vos. Ahora vuelvo a mi casa, voy a ver si Planchet me limpia las botas y, cuando haya terminado, os lo mandaré por si queréis limpiaros vuestros zapatos.

Y dejó al mercero todo pasmado por aquel singular adiós y preguntándose si no había caído en su propia trampa.

En lo alto de la escalera encontró a Planchet todo estupefacto.

-¡Ah, señor! - exclamó Planchet cuando divisó a su amo-. Ya tenemos otra, y esperaba con impaciencia que regresaseis.

-Pues, ¿qué pasa? - preguntó D’Artagnan.

-¡Oh, os apuesto cien, señor, os apuesto mil si adivanáis la visita que he recibido para vos en vuestra ausencia!

-¿Y eso cuándo?

-Hará una media hora, mientras vos estabais con el señor de Tréville.

-¿Y quién ha venido? Vamos, habla.

-El señor de Cavois.

-¿El señor de Cavois?

-En persona.

-¿El capitán de los guardias de Su Eminencia?

-El mismo.

-¿Venía a arrestarme?

-Es lo que me temo, señor, y eso pese a su aire zalamero.

-¿Tenía el aire zalamero, dices?

-Quiero decir que era todo mieles, señor.

-¿De verdad?

-Venía, según dijo, de parte de Su Eminencia, que os quería mucho, a rogaros seguirle al Palais Royal.

-Y tú, ¿qué le has contestado?

-Que era imposible, dado que estabais fuera de casa, como podía él mismo ver.

-¿Y entonces qué ha dicho?

-Que no dejaseis de pasar por allí durante el día; luego ha añadido en voz baja: «Dile a tu amo que Su Eminencia está completamente dispuesto hacia él, y que su fortuna depende quizá de esa entrevista».

-La trampa es bastante torpe para ser del cardenal - repuso sonriendo el joven.

-También yo he visto la trampa y he respondido que os desesperaríais a vuestro regreso. «¿Dónde ha ido?», ha preguntado el señor de Cavois. «A Troyes, en Champagne», le he respondido. «¿Y cuándo se ha marchado?» «Ayer tarde».

-Planchet, amigo mío - interrumpió D’Artagnan-, eres realmente un hombre precioso.

-¿Comprendéis, señor? He pensado que siempre habría tiempo, si deseáis ver al señor de Cavois, de desmentirme diciendo que no os habíais marchado; sería yo en tal caso quien habría mentido, y como no soy gentilhombre, puedo mentir.

-Tranquilízate, Planchet, tu conservarás tu reputación de hombre verdadero: dentro de un cuarto de hora partimos.

-Es el consejo que iba a dar al señor; y, ¿adónde vamos, si se puede saber?

-¡Pardiez! Hacia el lado contrario del que tú has dicho que había ido. Además, ¿no tienes prisa por tener nuevas con Grimaud, de Mosquetón y de Bazin, como las tengo yo de saber qué ha pasado de Athos, Porthos y Aramis?

-Claro que sí, señor - dijo Planchet-, y yo partiré cuando queráis; el aire de la provincia nos va mejor, según creo, en este momento que el aire de Paris. Por eso, pues…

-Por eso, pues, hagamos nuestro petate, Planchet y partamos; yo iré delante, con las manos en los bolsillos para que nadie sospeche nada. Tú te reunirás conmigo en el palacio de los Guardias. A propósito, Planchet, creo que times razón respecto a nuestro huésped, y que decididamente es un horrible canalla.

-¡Ah!, creedme, señor, cuando os digo algo; yo soy fisonomista, y bueno.

D’Artagnan descendió el primero, como había convenido; luego, para no tener nada que reprocharse, se dirigió una vez más al domicilio de sus tres amigos: no se había recibido ninguna noticia de ellos; sólo una carta toda perfumada y de una escritura elegante y menuda había llegado para Aramis. D’Artagnan se hizo cargo de ella. Diez minutos después, Planchet se reunió en las cuadras del palacio de los Guardias. D’Artagnan, para no perder tiempo, ya había ensillado su caballo él mismo.

-Está bien - le dijo a Planchet cuando éste tuvo unido el maletín de grupa al equipo ; ahora ensilla los otros tres, y partamos.

-¿Creéis que iremos más deprisa con dos caballos cada uno? - preguntó Planchet con aire burlón.

-No, señor bromista - respondió D’Artagnan-, pero con nuestros cuatro caballos podremos volver a traer a nuestros tres amigos, si es que todavía los encontramos vivos.

-Lo cual será una gran suerte - respondió Planchet-, pero en fin, no hay que desesperar de la misericordia de Dios.

-Amén - dijo D’Artagnan, montando a horcajadas en su caballo.

Y los dos salieron del palacio de los Guardias, alejándose cada uno por una punta de la calle, debiendo el uno dejar Paris por la barrera de La Villette y el otro por la barrera de Montmartre, para reunirse más allá de Saint Denis, maniobra estratégica que ejecutada con igual puntualidad fue coronada por los más felices resultados. D’Artagnan y Planchet entraron juntos en Pierrefitte.

Planchet estaba más animado, todo hay que decirlo, por el día que por la noche.

Sin embargo, su prudencia natural no le abandonaba un solo instante; no había olvidado ninguno de los incidentes del primer viaje, y tenía por enemigos a todos los que encontraba en camino. Resultaba de ello que sin cesar tenía el sombrero en la mano, lo que le valía severas reprimendas de parte de D’Artagnan, quien temía que, debido a tal exceso de cortesía, se le tomase por un criado de un hombre de poco valer.

Sin embargo, sea que efectivamente los viandantes quedaran conmovidos por la urbanidad de Planchet, sea que aquella vez ninguno fue apostado en la ruta del joven, nuestros dos viajeros llegaron a Chantilly sin accidente alguno y se apearon ante el hostal del Grand Saint Martin, el mismo en el que se habían detenido durante su primer viaje.

El hostelero, al ver al joven seguido de su lacayo y de dos caballos de mano, se adelantó respetuosamente hasta el umbral de la puerta. Ahora bien, como ya había hecho once leguas, D’Artagnan juzgó a propósito detenerse, estuviera o no estuviera Porthos en el hostal. Además, quizá no fuera prudente informarse a la primera de lo que había sido del mosquetero. Resultó de estas reflexiones que D’Artagnan, sin pedir ninguna noticia de lo que había ocurrido, se apeó, encomendó los caballos a su lacayo, entró en una pequeña habitación destinada a recibir a quienes deseaban estar solos, y pidió a su hostelero una botella de su mejor vino y el mejor desayuno posible, petición que corroboró más aún la buena opinion que el alberguista se había hecho de su viajero a la primera ojeada.

Por eso D’Artagnan fue servido con una celeridad milagrosa.

El regimiento de los guardias se reclutaba entre los primeros gentilhombres del reino, y D’Artagnan, seguido de un lacayo y viajando con cuatro magníficos caballos, no podía, pese a la sencillez de su uniforme, dejar de causar sensación. El hostelero quiso servirle en persona; al ver lo cual, D’Artagnan hizo traer dos vasos y entabló la siguiente conversación:

-A fe mía, mi querido hostelero - dijo D’Artagnan llenando los dos vasos-, os he pedido vuestro mejor vino, y si me habéis engañado vais a ser castigado por donde pecasteis, dado que como detesto beber solo, vos vais a beber conmigo. Tomad, pues, ese vaso y bebamos. ¿Por qué brindaremos, para no herir ninguna suceptibilidad? ¡Bebamos por la prosperidad de vuestro establecimiento!

-Vuestra señoría me hace un honor - dijo el hostelero-, y le agradezco sinceramente su buen deseo.

-Pero no os engañéis - dijo D’Artagnan-, hay quizá más egoísmo de lo que pensáis en mi brindis: sólo en los establecimientos que prosperan le recibien bien a uno; en los hostales en decadencia todo va manga por hombro, y el viajero es víctima de los apuros de su huésped; pero yo que viajo mucho y sobre todo por esta ruta, quisiera ver a todos los alberguistas hacer fortuna.

-En efecto - dijo el hostelero-, me parece que no es la primera vez que tengo el honor de ver al señor.

-Bueno, he pasado diez veces quizá por Chantilly, y de las diez veces tres o cuatro por lo menos me he detenido en vuestra casa. Mirad, la última vez hará diez o doce días aproximadamente; yo acompañaba a unos amigos, mosqueteros, y la prueba es que uno de ellos se vio envuelto en una disputa con un extraño, con un desconocido, un hombre que le buscó no sé qué querella.

-¡Ah! ¡Sí, es cierto! - dijo el hostelero-. Y me acuerdo perfectamente. ¿No es del señor Porthos de quien Vuestra Señoría quiere hablarme?

-Ese es precisamente el nombre de mi compañero de viaje. ¡Dios mío! Querido huésped, decidme, ¿le ha ocurrido alguna desgracia?

-Pero Vuestra Señoría tuvo que darse cuenta de que no pudo continuar su viaje.

-En efecto, nos había prometido reunirse con nosotros, y no lo hemos vuelto a ver.

-El nos ha hecho el honor de quedarse aquí.

-Cómo? ¿Os ha hecho el honor de quedarse aquí?

-Sí, señor, en el hostal; incluso estamos muy inquietos.

-¿Y por qué?

-Por ciertos gastos que ha hecho.

-¡Bueno, los gastos que ha hecho él los pagará!

-¡Ay, señor, realmente me ponéis bálsamo en la sangre! Hemos hecho fuertes adelantos, y esta mañana incluso el cirujano nos declaraba que, si el señor Porthos no le pagaba, sería yo quien tendría que hacerse cargo de la cuenta, dado que era yo quien le había enviado a buscar.

-Pero, entonces, ¿Porthos está herido?

-No sabría decíroslo, señor.

-¿Cómo que no sabríais decírmelo? Sin embargo, vos deberíais estar mejor informado que nadie.

-Sí, pero en nuestra situación no decimos todo lo que sabemos, señor, sobre todo porque nos ha prevenido que nuestras orejas responderán por nuestra lengua.

-¡Y bien! ¿Puedo ver a Porthos?

-Desde luego, señor. Tomad la escalera, subid al primero y llamad en el número uno. Sólo que prevenidle que sois vos.

-¡Cómo! ¿Que le prevenga que soy yo?

-Sí porque os podría ocurrir alguna desgracia.

-¿Y qué desgracia queréis que me ocurra?

-El señor Porthos puede tomaros por alguien de la casa y en un movimiento de cólera pasaros su espada a través del cuerpo o saltaros la tapa de los sesos.

-¿Qué le habéis hecho, pues?

-Le hemos pedido el dinero.

-¡Ah, diablos! Ya comprendo; es una petición que Porthos recibe muy mal cuando no tiene fondos; pero yo sé que debía tenerlos.

-Es lo que nosotros hemos pensado, señor; como la casa es muy regular y nosotros hacemos nuestras cuentas todas las semanas, al cabo de ocho días le hemos presentado nuestra nota; pero parece que hemos llegado en un mal momento, porque a la primera palabra que hemos pronunciado sobre el tema, nos ha enviado al diablo; es cierto que la víspera había jugado.

-¿Cómo que había jugado la víspera? ¿Y con quién?

-¡Oh, Dios mío! Eso, ¿quién lo sabe? Con un señor que estaba de paso y al que propuso una partida de sacanete.

-Ya está, el desgraciado lo habrá perdido todo.

-Hasta su caballo, señor, porque cuando el extraño iba a partir, nos hemos dado cuenta de que su lacayo ensillaba el caballo del señor Porthos. Entonces nosotros le hemos hecho la observación, pero nos ha respondido que nos metiésemos en lo que nos importaba y que aquel caballo era suyo. En seguida hemos informado al señor Porthos de lo que pasaba, pero él nos ha dicho que éramos unos bellacos por dudar de la palabra de un gentilhombre, y que, dado que él había dicho que el caballo era suyo, era necesario que así fuese.

-Lo reconozco perfectamente en eso - murmuró D’Artagnan.

-Entonces - continuó el hostelero-, le hice saber que, desde el momento en que parecíamos destinados a no entendernos en el asunto del pago, esperaba que al menos tuviera la bondad de conceder el honor de su trato a mi colega el dueño del Aigle d’Or; pero el señor Porthos me respondió que mi hostal era el mejor y que deseaba quedarse en él. Tal respuesta era demasiado halagadora para que yo insistiese en su partida. Me limité, pues, a rogarle que me devolviera su habitación, que era la más hermosa del hotel, y se contentase con un precioso gabinetito en el tercer piso. Pero a esto el señor Porthos respondió que como esperaba de un momento a otro a su amante, que era una de las mayores damas de la corte yo debía comprender que la habitación que el me hacía el honor de habitar en mi casa era todavía mediocre para semejante persona. Sin embargo, reconociendo y todo la verdad de lo que decía, creí mi deber insistir; pero sin tomarse siquiera la molestia de entrar en discusión conmigo, cogió su pistola, la puso sobre su mesilla de noche y declaró que a la primera palabra que se le dijera de una mudanza cualquiera, fuera o dentro del hostal, abriría la tapa de los sesos a quien fuese lo bastante imprudente para meterse en una cosa que no le importaba más que él. Por eso, señor, desde ese momento nadie entra ya en su habitación, a no ser su doméstico.

-¿Mosquetón está, pues, aquí?

-Sí, señor; cinco días después de su partida ha vuelto del peor humor posible; parece que él también ha tenido sinsabores durante su viaje. Por desgracia, es más ligero de piernas que su amo, lo cual hace que por su amo ponga todo patas arriba, dado que, pensando que podría negársele lo que pide, coge cuanto necesita sin pedirlo.

-El hecho es - respondió D’Artagnan - que siempre he observado en Mosquetón una adhesión y una inteligencia muy superiores.

-Es posible, señor; pero suponed que tengo la oportunidad de ponerme en contacto, sólo cuatro veces al año, con una inteligencia y una adhesión semejantes, y soy un hombre arruinado.

-No, porque Porthos os pagará.

-¡Hum! - dijo el hostelero en tono de duda.

-Es el favorito de una gran dama que no lo dejará en el apuro por una miseria como la que os debe…

-Si yo me atreviera a decir lo que creo sobre eso…

-¿Qué creéis vos?

-Yo diría incluso más: lo que sé.

-¿Qué sabéis?

-E incluso aquello de que estoy seguro.

-Veamos, ¿y de qué estáis seguro?

-Yo diría que conozco a esa gran dama.

-¿Vos?

-Sí, yo.

-¿Y cómo la conocéis?

-¡Oh, señor! Si yo creyera poder confiarme a vuestra discreción…

-Hablad, y a fe de gentilhombre que no tendréis que arrepentiros de vuestra confianza.

-Pues bien, señor, ya sabéis, la inquietud hace hacer muchas cosas.

-¿Qué habéis hecho?

-¡Oh! Nada que no esté en el derecho de un acreedor.

-Y… ?

-El señor Porthos nos ha entregado un billete para esa duquesa, encargándonos echarlo al correo. Su doméstico no había llegado todavía. Como no podía dejar su habitación, era preciso que nos hiciéramos cargo de sus recados.

-¿Y después?

-En lugar de echar la carta a la posta, cosa que nunca es segura, aproveché la ocasión de uno de mis mozos que iba a Paris y le ordené entregársela a la duquesa en persona. Era cumplir con las intenciones del señor Porthos, que nos había encomendado encarecidamente aquella carta, ¿no es así?

-Más o menos.

-Pues bien, señor, ¿sabéis lo que es esa gran dama?

-No; yo he oído hablar a Porthos de ella, eso es todo.

-¿Sabéis lo que es esa presunta duquesa?

-Os repito, no la conozco.

-Es una vieja procuradora del Châtelet, señor, llamada señora Coquenard, la cual tiene por lo menos cincuenta años y se da incluso aires de estar celosa. Ya me parecía demasiado singular una princesa viviendo en la calle aux Ours.

-¿Cómo sabéis eso?

-Porque montó en gran cólera al recibir la carta, diciendo que el señor Porthos era un veleta y que además habría recibido la estocada por alguna mujer.

-Pero entonces, ¿ha recibido una estocada?

-¡Ah Dios mío! ¿Qué he dicho?

-Habéis dicho que Porthos había recibido una estocada.

-Sí, pero él me había prohibido terminantemente decirlo.

-Y eso, ¿por qué?

-¡Maldita sea! Señor, porque se había vanagloriado de perforar a aquel extraño con el que vos lo dejasteis peleando, y fue por el contrario el extranjero el que, pese a todas sus baladronadas, le hizo morder el polvo. Pero como el señor Porthos es un hombre muy glorioso, excepto para la duquesa, a la que él había creído interesar haciéndole el relato de su aventura, no quiere confesar a nadie que es una estocada lo que ha recibido.

-Entonces, ¿es una estocada lo que le retiene en su cama?

-Y una estocada magistral, os lo aseguro. Es preciso que vuestro amigo tenga siete vidas como los gatos.

-¿Estabais vos allí?

-Señor, yo los seguí por curiosidad, de suerte que vi el combate sin que los combatientes me viesen.

-¿Y cómo pasaron las cosas?

-Oh la cosa no fue muy larga, os lo aseguro; se pusieron en guardia; el extranjero hizo una finta y se lanzó a fondo; todo esto tan rápidamente que cuando el señor Porthos llegó a la parada, tenía ya tres pulgadas de hierro en el pecho. Cayó hacia atrás. El desconocido le puso al punto la punta de su espada en la garganta, y el señor Porthos, viéndose a merced de su adversario, se declaró vencido. A lo cual el desconocido le pidió su nombre, y al enterarse de que se llamaba Porthos y no señor D’Artagnan, le ofreció su brazo, le trajo al hostal, montó a caballo y desapareció.

-¿Así que era al señor D’Artagnan al que quería ese desconocido?

-Parece que sí.

-¿Y sabéis vos qué ha sido de él?

-No, no lo había visto hasta entonces y no lo hemos vuelto a ver después.

-Muy bien; sé lo que quería saber. Ahora, ¿decís que la habitación de Porthos está en el primer piso, número uno?

-Sí, señor, la habitación más hermosa del albergue, una habitación que ya habría tenido diez ocasiones de alquilar.

-¡Bah! Tranquilizaos - dijo D’Artagnan riendo-. Porthos os pagará con el dinero de la duquesa Coquenard.

-¡Oh, señor! Procuradora o duquesa si soltara los cordones de su bolsa, nada importaría; pero ha respondido taxativamente que estaba harta de las exigencias y de las infidelidades del señor Porthos, y que no le enviaría ni un denario.

-¿Y vos habéis dado esa respuesta a vuestro huésped?

-Nos hemos guardado mucho de ello: se habría dado cuenta de la forma en que habíamos hecho el encargo.

-Es decir, que sigue esperando su dinero.

-¡Oh, Dios mío, claro que sí! Ayer incluso escribió; pero esta vez ha sido su doméstico el que ha puesto la carta en la posta.

-¿Y decís que la procuradora es vieja y fea?

-Unos cincuenta años por lo menos, señor, no muy bella, según lo que ha dicho Pathaud.

-En tal caso, estad tranquilo, se dejará enternecer; además Porthos no puede deberos gran cosa.

-¡Cómo que no gran cosa! Una veintena de pistolas ya, sin contar el médico. No se priva de nada; se ve que está acostumbrado a vivir bien.

-Bueno, si su amante le abandona, encontrará amigos, os lo aseguro. Por eso, mi querido hostelero, no tengáis ninguna inquietud, y continuad teniendo con él todos los cuidados que exige su estado.

-El señor me ha prometido no hablar de la procuradora y no decir una palabra de la herida.

-Está convenido; tenéis mi palabra.

-¡Oh, es que me mataría!

-No tengáis miedo; no es tan malo como parece.

Al decir estas palabras, D’Artagnan subió la escalera, dejando a su huésped un poco más tranquilo respecto a dos cosas que parecían preocuparle: su deuda y su vida.

En lo alto de la escalera, sobre la puerta más aparente del corredor, había trazado, con tinta negra, un número uno gigantesco; D’Artagnan llamó con un golpe y, tras la invitación a pasar adelante que le vino del interior, entró.

Porthos estaba acostado y jugaba una partida de sacanete con Mosquetón para entretener la mano, mientras un asador cargado con perdices giraba ante el fuego y en cada rincón de una gran chimenea hervían sobre dos hornillos dos cacerolas de las que salía doble olor a estofado de conejo y a caldereta de pescado que alegraba el olfato. Además, lo alto de un secreter y el mármol de una cómoda estaban cubiertos de botellas vacías.

A la vista de su amigo Porthos lanzó un gran grito de alegría y Mosquetón, levantándose respetuosamente, le cedió el sitio y fue a echar una ojeada a las cacerolas de las que parecía encargase particularmente.

-¡Ah! Pardiez sois vos - dijo Porthos a D’Artagnan ; sed bienvenidos, y excusadme si no voy hasta vos. Pero - añadió mirando a D’Artagnan con cierta inquietud - vos sabéis lo que me ha pasado.

-No.

-¿El hostelero no os ha dicho nada?

-Le he preguntado por vos y he subido inmediatamente.

Porthos pareció respirar con mayor libertad.

-¿Y qué os ha pasado, mi querido Porthos? - continuó D’Artagnan.

-Lo que me ha pasado fue que al lanzarme a fondo sobre mi adversario, a quien ya había dado tres estocadas, y con el que quería acabar de una cuarta, mi pie fue a chocar con una piedra y me torcí una rodilla.

-¿De verdad?

-¡Palabra de honor! Afortunadamente para el tunante, porque no lo habría dejado sino muerto en el sitio, os lo garantizo.

-¿Y qué fue de él?

-¡Oh, no sé nada! Ya tenía bastante, y se marchó sin pedir lo que faltaba; pero a vos, mi querido D’Artagnan, ¿qué os ha pasado?

-¿De modo, mi querido Porthos - continuó D’Artagnan-, que ese esguince os retiene en el lecho?

-¡Ah, Dios mío, sí, eso es todo! Por lo demás, dentro de pocos días ya estaré en pie.

-Entonces, ¿por qué no habéis hecho que os lleven a París? Debéis aburriros cruelmente aquí.

-Era mi intención, pero, querido amigo, es preciso que os confiese una cosa.

-Cuál?

-Es que, como me aburría cruelmente, como vos decís, y tenía en mi bolsillo las sesenta y cinco pistolas que vos me habéis dado, para distraerme hice subir a mi cuarto a un gentilhombre que estaba de paso y al cual propuse jugar una partidita de dados. El aceptó y, por mi honor, mis sesenta y cinco pistolas pasaron de mi bolso al suyo, además de mi caballo, que encima se llevó por añadidura. Pero ¿y vos, mi querido D’Artagnan?

-¿Qué queréis, mi querido Porthos? No se puede ser afortunado en todo - dijo D’Artagnan ; ya sabéis el proverbio: «Desgraciado en el juego, afortunado en amores.» Sois demasiado afortunado en amores para que el juego no se vengue; pero ¡qué os importan a vos los reveses de la fortuna! ¿No tenéis, maldito pillo que sois, no tenéis a vuestra duquesa, que no puede dejar de venir en vuestra ayuda?

-Pues bien, mi querido D’Artagnan, para que veáis mi mala suerte - respondió Porthos con el aire más desenvuelto del mundo-, le escribí que me enviase cincuenta luises, de los que estaba absolutamente necesitado dada la posición en que me hallaba…

-¿Y?

-Y… no debe estar en sus tierras, porque no - me ha contestado.

-¿De veras?

-Sí. Ayer incluso le dirigí una segunda epístola, más apremiante aún que la primera. Pero estáis vos aquí, querido amigo, hablemos de vos. Os confieso que comenzaba a tener cierta inquietud por culpa vuestra.

-Pero vuestro hostelero se ha comportado bien con vos, según parece, mi querido Porthos - dijo D’Artagnan señalando al enfermo las cacerolas llenas y las botellas vacías.

-¡Así, así! - respondió Porthos-. Hace tres o cuatro días que el impertinente me ha subido su cuenta, y yo les he puesto en la puerta, a su cuenta y a él, de suerte que estoy aquí como una especie de vencedor, como una especie de conquistador. Por eso, como veis, temiendo a cada momento ser violentado en mi posición, estoy armado hasta los dientes.

-Sin embargo - dijo riendo D’Artagnan-, me parece que de vez en cuando hacéis salidas.

Y señalaba con el dedo las botellas y las cacerolas.

-¡No yo, por desgracia! - dijo Porthos-. Este miserable esguince me retiene en el lecho; es Mosquetón quien bate el campo y trae víveres. Mosquetón, amigo mío - continuó Porthos-, ya veis que nos han llegado refuerzos, necesitaremos un suplemento de vituallas.

-Mosquetón - dijo D’Artagnan-, tendréis que hacerme un favor.

-¿Cuál, señor?

-Dad vuestra receta a Planchet; yo también podría encontrarme sitiado, y no me molestaría que me hicieran gozar de las mismas ventajas con que vos gratificáis a vuestro amo.

-¡Ay, Dios mío, señor! - dijo Mosquetón con aire modesto-. Nada más fácil. Se trata de ser diestro, eso es todo. He sido educado en el campo, y mi padre, en sus momentos de apuro, era algo furtivo.

-Y el resto del tiempo, ¿qué hacía?

-Señor, practicaba una industria que a mí siempre me ha parecido bastante afortunada.

-¿Cuál?

-Como era en los tiempos de las guerras de los católicos y de los hugonotes, y como él veía a los católicos exterminar a los hugonotes, y a los hugonotes exterminar a los católicos, y todo en nombre de la religión, se había hecho una creencia mixta, lo que le permitía ser tan pronto católico como hugonote. Se paseaba habitualmente, con la escopeta al hombro, detrás de los setos que bordean los caminos, y cuando veía venir a un católico solo, la religión protestante dominaba en su espíritu al punto. Bajaba su escopeta en dirección del viajero; luego, cuando estaba a diez pasos de él, entablaba un diálogo que terminaba casi siempre por el abandono que el viajero hacía de su bolsa para salvar la vida. Por supuesto, cuando veía venir a un hugonote, se sentía arrebatado por un celo católico tan ardiente que no comprendía cómo un cuarto de hora antes había podido tener dudas sobre la superioridad de nuestra santa religión. Porque yo, señor, soy católico; mi padre, fiel a sus principios, hizo a mi hermano mayor hugonote.

-¿Y cómo acabó ese digno hombre? - preguntó D’Artagnan.

-¡Oh! De la forma más desgraciada, señor. Un día se encontró cogido en una encrucijada entre un hugonote y un católico con quienes ya había tenido que vérselas y le reconocieron los dos, de suerte que se unieron contra él y lo colgaron de un árbol; luego vinieron a vanagloriarse del hermoso desatino que habían hecho en la taberna de la primera aldea, donde estábamos bebiendo nosotros, mi hermano y yo.

-¿Y qué hicisteis? - dijo D’Artagnan.

-Les dejamos decir - prosiguió Mosquetón-. Luego, como al salir de la taberna cada uno tomó un camino opuesto, mi hermano fue a emboscarse en el camino del católico, y yo en el del protestante. Dos horas después todo había acabado, nosotros les habíamos arreglado el asunto a cada uno, admirándonos al mismo tiempo de la previsión de nuestro pobre padre, que había tomado la precaución de educarnos a cada uno en una religión diferente.

-En efecto, como decís, Mosquetón, vuestro padre me parece que fue un mozo muy inteligente. ¿Y decís que, en sus ratos perdidos, el buen hombre era furtivo?

-Sí, señor, y fue él quien me enseñó a anudar un lazo y a colocar una caña. Por eso, cuando yo vi que nuestro bribón de hostelero nos alimentaba con un montón de viandas bastas, buenas sólo para patanes, y que no le iban a dos estómagos tan debilitados como los nuestros, me puse a recordar algo mi antiguo oficio. Al pasearme por los bosques del señor Principe, he tendido lazos en las pasadas; y si me tumbaba junto a los estanques de Su Alteza, he dejado deslizar sedas en sus aguas. De suerte que ahora, gracias a Dios, no nos faltan, como el señor puede asegurarse, perdices y conejos, carpas y anguilas, alimentos todos ligeros y sanos, adecuados para los enfermos.

-Pero ¿y el vino? - dijo D’Artagnan-. ¿Quién proporciona el vino? ¿Vuestro hostelero?

-Es decir, sí y no.

-¿Cómo sí y no?

-Lo proporciona él, es cierto, pero ignora que tiene ese honor.

-Explicaos, Mosquetón, vuestra conversación está llena de cosas instructivas.

-Mirad, señor. El azar hizo que yo encontrara en mis peregrinaciones a un español que había visto muchos países, y entre otros el Nuevo Mundo.

-¿Qué relación puede tener el Nuevo Mundo con las botellas que están sobre el secreter y sobre esa cómoda?

-Paciencia, señor, cada cosa a su tiempo.

-Es justo, Mosquetón; a vos me remito y escucho.

-Ese español tenía a su servicio un lacayo que le había acompañado en su viaje a México. El tal lacayo era compatriota mío, de suerte que pronto nos hicimos amigos, tanto más rápidamente cuanto que entre nosotros había grandes semejanzas de carácter. Los dos amamos la caza por encima de todo, de suerte que me contaba cómo, en las llanuras de las pampas, los naturales del país cazan al tigre y los toros con simples nudos corredizos que lanzan al cuello de esos terribles animales. Al principio yo no podía creer que se llegase a tal grado de destreza, de lanzar a veinte o treinta pasos el extremo de una cuerda donde se quiere; pero ante las pruebas había que admitir la verdad del relato. Mi amigo colocaba una botella a treinta pasos, y a cada golpe, cogía el gollete en un nudo corredizo. Yo me dediqué a este ejercicio, y como la naturaleza me ha dotado de algunas facultades, hoy lanzo el lazo tan bien como cualquier hombre del mundo. ¿Comprendéis ahora? Nuestro hostelero tiene una cava muy bien surtida, pero no deja un momento la llave; sólo que esa cava tiene un tragaluz. Y por ese tragaluz yo lanzo el lazo, y como ahora ya sé dónde está el buen rincón, lo voy sacando. Así es, señor, como el Nuevo Mundo se encuentra en relación con las botellas que hay sobre esa cómoda y sobre ese secreter. Ahora, gustad nuestro vino y sin prevención decidnos lo que pensáis de él.

-Gracias, amigo mío, gracias; desgraciadamente acabo de desayunar.

-¡Y bien! - dijo Porthos-. Ponte a la mesa, Mosquetón, y mientras nosotros desayunamos, D’Artagnan nos contará lo que ha sido de él desde hace ocho días que nos dejó.

-De buena gana - dijo D’Artagnan.

Mientras Porthos y Mosquetón desayunaban con apetito de convalecientes y con esa cordialidad de hermanos que acerca a los hombres en la desgracia, D’Artagnan contó cómo Aramis, herido, había sido obligado a detenerse en Crèvecceur, cómo había dejado a Athos debatirse en Amiens entre las manos de cuatro hombres que lo acusaban de monedero falso,y cómo él, D’Artagnan, se había visto obligado a pasar por encima del vientre del conde de Wardes para llegar a Inglaterra.

Pero ahí se detuvo la confidencia de D’Artagnan; anunció solamente que a su regreso de Gran Bretaña había traído cuatro caballos magníficos, uno para él y otro para cada uno de sus tres compañeros; luego terminó anunciando a Porthos que el que le estaba destinado se hallaba instalado en las cuadras del hostal.

En aquel momento entró Planchet; avisaba a su amo de que los caballos habían descansado suficientemente y que sería posible ir a dormir a Clermont.

Como D’Artagnan se hallaba más o menos tranquilo respecto a Porthos, y como esperaba con impaciencia tener noticias de sus otros dos amigos, tendió la mano al enfermo y le previno de que se pusiera en ruta para continuar sus búsquedas. Por lo demás, como contaba con volver por el mismo camino, si en siete a ocho días Porthos estaba aún en el hostal del Grand Saint Martin, lo recogería al pasar.

Porthos respondió que con toda probabilidad su esguince no le permitiría alejarse de allí. Además, tenía que quedarse en Chantilly para esperar una respuesta de su duquesa.

D’Artagnan le deseó una recuperación pronta y buena; y después de haber recomendado de nuevo Porthos a Mosquetón, y pagado su gasto al hostelero se puso en ruta con Planchet, ya desembarazado de uno de los caballos de mano.

Colección integral de Alejandro Dumas

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