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Capítulo 7

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Cuando al día siguiente despertó Magdalena, a quien la intensa emoción sufrida había rendido hasta el extremo de dejarla sumida en un sopor profundo, era ya bien entrada la mañana.

Llamó a su doncella y le mandó que abriese las ventanas.

Por el muro exterior trepaba un frondoso jazmín a la sazón en plena florescencia y cuyas ramas penetrando algunas veces en la estancia embalsamaban el ambiente con el fragante aroma de sus flores.

Magdalena, como todo temperamento nervioso, adoraba las flores y sus perfumes, que por cierto le eran muy perjudiciales, y pidió que le diesen su jazmín acostumbrado.

Antonia paseábase ya por el jardín sin otro abrigo que un sencillo peinador de batista. Su salud robusta permitiale hacer muchas cosas que a Magdalena le estaban vedadas en absoluto.

La hija de Avrigny, bien arropada en su lecho, tenía que pedir que le acercasen las flores; en cambio Antonia corría a buscarlas con la ligereza de un pájaro, sin miedo a la brisa matutina y al relente de la noche. Esto era lo único que podía envidiarle Magdalena, ya que era más hermosa y más rica que su prima.

Pero en aquella ocasión Antoñita, contra su costumbre, en lugar de correr en busca de sus flores paseábase lentamente en actitud meditabunda y casi triste.

Magdalena, incorporada en su lecho, la siguió con la mirada, en la que se revelaba cierta inquietud, y luego cuando Antoñita, que había desaparecido acercándose a la casa, volvió a aparecer lejos del edificio, se dejó caer de nuevo en la cama lanzando un hondo suspiro.

—¿Qué tienes, hija mía?—preguntó el doctor, que entraba a verla, y habiendo levantado con sigilo el cortinaje presenció aquel pequeño combate de la envidia contra los buenos sentimientos que abrigaba el corazón de Magdalena.

—Tengo, papá, que me parece Antoñita muy feliz—contestó la joven.—Ella es libre en absoluto en tanto que yo estoy condenada a eterna esclavitud. Que el sol del mediodía es demasiado ardiente… Que el aire matinal es demasiado frío… ¡Siempre la misma canción! ¿Para qué quiero unos pies tan gustosos de correr, sino se les deja salirse con la suya? Me tratan como a una pobre flor de invernadero, condenada a vivir en un medio artificial. ¿Será que estoy enferma, papá?

—No, hija mía, no, ¡qué niñería! No padeces ninguna enfermedad, pero tu constitución es muy delicada. Tú misma acabas de decirlo: Eres una flor de invernadero, una de esas flores que así se guardan porque se las tiene en gran estima. Ya habrás visto que son las más cuidadas. ¿Qué es lo que puede faltarles? ¿Carecen por ventura de algo que puedan poseer sus compañeras? ¿No disfrutan como ellas de la vista del cielo? ¿No las acaricia el sol del mismo modo? Me dirás que eso es al través de los cristales, pero cuenta también que éstos las resguardan del viento y de la lluvia, que tronchan las demás flores.

—No diré lo contrario, papá; pero más me gustaría ser violeta o margarita al aire libre como Antonia, que verme convertida en la planta preciosa y delicada que tanto pondera usted. Mírela; vea cómo ondean al aire sus sueltos cabellos; así se orea su frente mientras la mía… ¡Oh! Observe usted cómo abrasa.

Al decir esto Magdalena tomó la mano de su padre, acercándola a su frente.

—Pues por eso mismo temo tanto los efectos de ese aire glacial. Cuando hagas que los sueños de un corazón ilusionado dejen de abrasar tu frente te permitiré correr como tu prima. Si tienes empeño en salir de tu invernáculo y vivir al aire libre, te llevaré a Hyéres, a Niza o a Nápoles, y en un edén de esos tres que te he nombrado yo te dejaré hacer lo que quieras.

—Pero… ¿vendrá él con nosotros?—preguntó Magdalena mirando a su padre con cierta timidez.

—Sí; vendrá, ya que te es necesaria su presencia.

—¿Y no le reñirá usted? No será un papá tan malo como lo fue ayer ¿verdad?

—No abrigues ningún temor. Ya sabes que me he arrepentido, puesto que anoche mismo le escribí para que venga.

—Y ha hecho usted muy bien, papá, pues si le prohibiesen quererme amaría a mi prima y entonces yo sucumbiría de pena.

—¿Quién habla de morir, hija, mía?—dijo el doctor acariciando sus manos.—No pienses en esas cosas que me causan tristeza, pues aunque sé que no las dices de veras, me parece, cuando te oigo hablar así, que estoy viendo a un niño jugando con un arma envenenada.

—¡Pero si yo no digo que deseo morir ni mucho menos, papá, yo te lo juro! Me siento ahora demasiado feliz para pensar en tal cosa. Además, ¿no es usted el primer médico de París? Pues no dejaría así como así que se muriese su hija.

Avrigny lanzó un suspiro.

—¡Ay!—murmuró.—Si mi ciencia y mi saber tuviesen la eficacia que imaginas, aún viviría tu madre, hija mía… Pero ¿quieres decirme en qué piensas, Magdalena, para perder así el tiempo? Mira que son ya las diez y Amaury debe venir a las once, pues a esta hora le he citado.

—Ya lo sé, papá; llamaré a Antoñita que me ayudará a vestirme y dentro de un momento me tendrá usted, a su disposición. ¡A ver si ahora me llamará, como siempre, perezosa!

—Porque lo eres, te llamo así, Magdalena.

—Considere usted, papá, que no me encuentro bien sino en la cama. Mientras estoy levantada siento dolor o cansancio.

—¿Acaso te has sentido enferma estos días alguna vez, sin participármelo?

—No, papá; siempre me he encontrado bien. Luego, ya sabe usted que lo que me atormenta no puede calificarse propiamente de dolor, pues es un malestar sordo y febril, y aun no es continuo, porque me deja en paz algunos ratos. Ahora mismo estoy bien, no siento nada… Te tengo a mi lado y pronto veré a Amaury… Soy feliz y me encuentro muy a gusto.

—Mira: ahí tienes a Amaury.

—¿En dónde está?

—En el jardín, hablando con Antoñita. Por lo visto ha equivocado la hora—dijo sonriéndose el doctor;—yo le decía en mi carta que viniera a las once y él habrá leído con los ojos del deseo que la cita era a las diez.

—¡Que está con Antoñita en el jardín!—exclamó Magdalena incorporándose para mirar en aquella dirección.—Es cierto… ¡Papá, llama a Antoñita en seguida, por favor! Quiero vestirme y necesito su ayuda.

Avrigny se aproximó a la ventana y llamó a su sobrina.

Amaury, sorprendido, no queriendo que se notase en la casa su prematura llegada, se escondió rápidamente tras un grupo de árboles, creyendo que así no sería visto.

Poco después entró Antoñita en el dormitorio de Magdalena y el doctor se retiró mientras su hija se disponía a vestirse; y una hora más tarde Antoñita quedaba en el aposento en tanto que su prima y el doctor aguardaban a Amaury en el mismo saloncito donde ocurrió la escena de la víspera.

Un criado anunció al conde de Leoville y al entrar éste el doctor se adelantó a recibirle sonriente; Amaury le estrechó la mano con timidez y Avrigny, le condujo ante Magdalena, que le miraba asombrada.

—Hija mía—le dijo;—te presento a Amaury de Leoville, tu prometido. Amaury—añadió volviéndose hacia el joven,—he aquí a Magdalena de Avrigny, tu futura esposa.

Magdalena lanzó un grito de alegría y Amaury cayó de hinojos. Mas de pronto levantose porque acababa de ver que Magdalena vacilaba y estaba a punto de desplomarse.

El señor de Avrigny se apresuró a acercar una butaca en la que Magdalena se dejó caer más bien que se sentó, porque, en efecto, sentíase desfallecer por momentos. Tantas emociones trastornaban su espíritu aniquilando sus fuerzas, y para ella el gozo era casi tan peligroso como la pena.

Al volver a abrir los ojos vio a Amaury arrodillado junto a ella y a su padre estrechándola contra su pecho. Besaba el uno sus manos y el otro prodigábale cuidados, llamándola con los nombres más cariñosos. Su primer beso fue para su padre; su primera mirada fue para su prometido.

Los dos sintieron a un tiempo el torcedor de los celos.

—Querido Amaury—dijo el señor de Avrigny,—hoy eres mi prisionero y tenemos que pasar juntos el día haciendo proyectos, y forjando novelas… Digo, dando por supuesto que quieras admitir en tu intimidad, a un padre tan déspota como yo.

—Así, pues, padre mío (ya que ahora bien puedo llamarle así), su frialdad no reconoció otra causa que la que yo había supuesto: mi falta de franqueza con usted.

—Sí, Amaury; pero no hablemos ya de eso—repuso sonriéndose el doctor.—Te perdono tu disimulo si tú me perdonas a mí mi mal humor. Quedamos así en paz, ¿no te parece? Pensemos desde hoy solo en amarnos, ¡ingratos! Así lo exige mi condición de tirano implacable y desnaturalizado.

A tal punto habían llegado las cosas que únicamente faltaba fijar la época, en que había de celebrarse la boda.

Como es natural, Amaury quería apresurarla y se oponía enérgicamente a todo aplazamiento; pero al fin la certeza de su dicha le hizo someterse a las razones que le expuso el padre de Magdalena.

Verdad es que éste se mostró de todo punto inflexible pues decía con razón:

—La sociedad en que vivimos no gusta de que se la den sorpresas especialmente en esta clase de asuntos y suele vengarse de ello esgrimiendo el arma de la calumnia.

En resumen, no había más remedio que dejar pasar el tiempo preciso para poder hacer la presentación de Amaury como yerno de Avrigny.

Entonces pidió el joven que se llevase a cabo cuanto antes aquella formalidad.

En su virtud, fijose la presentación para la semana siguiente, y para dos meses más tarde quedó acordada la fecha del casamiento.

De todo ello se trató en presencia de Magdalena, sin que ésta despegase los labios, pero sin que perdiese ni una palabra de cuanto allí se habló. Sus mejillas ruborosas y su mirada, un tanto inquieta prestaban a su semblante una expresión de candor inefable. La felicidad revelada en su rostro, realzaba su belleza: sus miradas vagaban de su novio a su padre, y de éste a su novio, haciéndoles por igual con coquetería encantadora los honores de su gracia.

Cuando ya no hubo nada que decidir entre todos levantose el doctor y con un ademán indicó a Amaury que le siguiese:

—Desde hoy, niña mimada, atrévete a estar enferma, y verás cómo te las entiendes conmigo—dijo a su hija al disponerse a salir.

—Gracias a usted, hoy entro en convalecencia, y ya considero que he recobrado la salud de un modo definitivo. ¡Qué bueno es usted, papá! Pero, dígame, ¿adonde se lleva a Amaury? ¿Por qué no se queda aquí?

—Porque ahora lo necesito. Lo siento mucho, pero es una ausencia necesaria. A la poesía del amor sigue la prosa del matrimonio. Mas no te apenes, por eso, hija mía, porque, si te dejamos un momento, lo hacemos para tratar de tu dicha.

Amaury se acercó a ella, y besando sus cabellos le dijo en voz muy baja:

—Te prometo volver en seguida.

El doctor había pensado que tenían que fijar las condiciones del contrato. Conocía él muy bien la fortuna de Amaury, casi doblada por su integérrima administración; pero el joven no tenía la menor idea de la cuantía de la de su suegro, que, dicho sea de paso, casi igualaba a la suya.

Avrigny, señaló la cantidad de un millón de francos como dote de su hija. Al saberlo Amaury, creyó atinar con la causa de aquella sistemática oposición que a su amor había hecho el padre de Magdalena; pensó que quizás esperaba proporcionarle a ésta un esposo, si no más rico que él, por lo menos en situación más brillante que la suya; que ocupase un puesto conquistado por sus méritos en lugar de una posición heredada de sus padres. Y como esta explicación era la más razonable, a ella se atuvo Leoville.

Verdad es que pronto desterró de su mente estas ideas retrospectivas. Generalmente buscan refugio en los recuerdos del pasado, los que tienen cerrado el porvenir; los que lo ven abierto ante sí precipítanse en él sin reflexionar jamás.

Media hora escasa duró la conferencia entre Amaury y el doctor, pues viendo éste la impaciencia del joven, se compadeció de él, y fingiendo que no la advertía, dio por terminado el asunto, y dejó en libertad a su antiguo pupilo, que se apresuró a volver al salón, en busca de Magdalena.

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