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PREFACIO
A MODO DE CONFESIÓN

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Un libro o una conferencia son como una vida; tienen un principio y no sabemos cómo será su final. Pero cada uno de sus días, como sus páginas o palabras, está lleno de latidos, de ilusiones, de conquistas y de frustraciones hasta convertirse en un libro con alma o en un alma con alas de libro.

Un escritor no es alguien que toma unas páginas en blanco y las va revistiendo de adornos y anécdotas baladíes hasta conseguir darle cuerpo. ¡No! Un escritor es alguien que tiene mucha alma, tal vez demasiada, y decide desnudar sus páginas para que todos puedan verla sin dobleces, tal como es, tal como ha conseguido ser en la lucha permanente contra el tiempo. Exactamente igual que el agua cuando se empeña en detenerse en el estanque y se hace transparente hasta parecer cristal, y podemos ver con nitidez los cantos rodados del fondo.

Hoy yo también quiero detenerme.

Eso me propongo. Desnudarme sin pudor para liberarme de todo ese pasado gris y multicolor que llevo colgado como una mochila de lastre en las costillas del alma. Desnudarme como el de Asís para sentir que ya no queda nada mío en mí, sino que todo es tuyo en ti. Que todo es de Dios.

Ya tengo unos cuantos años. No soy un niño ingenuo sediento de nuevas experiencias y extrañas sensaciones. Pero tampoco creo ser un experto explorador que ya ha visto todos los parajes posibles. Me da una cierta seguridad la experiencia de estos años y la vida que he vivido con mayor o menor acierto. A la vez siento aún la ingenuidad de los niños, porque no dejo de sorprenderme cada día con los acontecimientos más pequeños y las sensaciones más elementales. Me pregunto una y otra vez si he madurado lo suficiente o, al menos, lo que le corresponde a mi edad.

Nuestra vida –mi vida– es un conjunto de fotogramas solitarios que acaban dando sensación de movimiento, como en el cine. Hay algunos fotogramas amenazados por el amarillo del tiempo, fotogramas pálidos y desgastados que se empeñan en refugiarse en la carpeta del olvido. Hay otros todavía frescos y audaces dispuestos a impresionar en cada momento por su fuerza y su frescura. Todos esos fotogramas, pasados y amarillentos, frescos y actuales, forman parte de mí; o mejor, son yo mismo.

Quisiera ahora proyectarlos delante de tus ojos para redimirme, para rescatarme del olvido cobarde del tiempo y sentirme yo contigo y sentirte a ti conmigo. Porque solo así podemos vislumbrar la fuerza poderosa del nosotros. Somos más nosotros de lo que quisiéramos.

Con frecuencia he sido más un amago que un impulso, un intento que un logro, y tengo la sensación de haber llegado tarde a casi todo. Pero, eso sí, de haber llegado. Siento que he despertado a la vida más tarde de lo que me correspondía. Tal vez porque he sido sobreabundantemente amado y bendecido.

Y, aunque he intentado retrasar este nombre, ya no puedo ocultarlo más. Ha habido alguien que ha llenado de plenitud mis días, que ha iluminado mis amaneceres, que ha puesto caricia y serenidad en mis noches, que ha llenado los inmensos vacíos de mi soledad, que ha sido, en momentos de noche oscura, muy oscura, horizonte cuajado de luz y de alborada: Dios, mi Dios, mi adorable Dios.

Si me preguntáis cómo lo he conseguido, os diré que no he sido yo. Se me ha dado, se me ha regalado. No ha sido una conquista de mi esfuerzo ni un descubrimiento de mi pensamiento. En absoluto. Dios habitó en mí y se hizo seguridad firme antes de tener fuerzas para conquistar algo y de tener pensamiento para llegar a conclusiones propias. Dios habitó en mí mucho antes, al principio, desde que tengo algún recuerdo... Dios ha sido en mí algo previo, congénito, natural, que se ha gestado conmigo desde el vientre de mi madre. Tengo más seguridad de haber estado tocado por Dios que por la placenta de mi madre. No recuerdo ni un solo minuto sin Dios, sin su seguridad, sin su cercanía y su presencia. No lo recuerdo. Lo intento con todas mis fuerzas y solo consigo arañar la evidencia.

Por eso, cuando leo por ahí que Dios es fruto del pensamiento humano, o de los miedos irracionales que nos dominan, o de la necesidad de buscar seguridad a nuestra inseguridad ancestral, yo me río por dentro, y a veces por fuera, porque yo no he elaborado nunca la idea de Dios, sino que la he vivido y sentido desde siempre sin proponérmelo. No he sido yo el que ha llegado a Dios; ha sido él el que se ha acercado a mí.

Tampoco he luchado nunca contra Dios, como Jacob; pero sí he tenido la tentación, en más de una ocasión, de mandarle a tomar viento y de golpearle si hubiera sido posible. Y ha sido siempre que he sentido de cerca, en los míos, en mis amigos, en los cercanos y en los lejanos, el zarpazo inmisericorde del dolor injusto, de la enfermedad traidora, de la muerte incomprensible. En esos momentos en que he sentido cerca el rechazo y la envidia como un ave de rapiña insaciable. Han sido pocos momentos, pero los ha habido. Me estremece sin remedio la vulnerabilidad del ser humano, su asombrosa fragilidad.

Mi vida está llena de dichas y de desgarros, porque tal vez no pueden darse las unas sin los otros. Mi infancia es, en general, dichosa. Está asociada a tardes llenas de sol en los campos de La Mancha, en las huertas escondidas entre los olivares, entre paredes encaladas e higueras cuajadas de fruto. Está asociada a risas de niños y juegos infantiles en la era y en el monte, en cuya ladera se asienta nuestro primer hogar en la infancia: Valdelagua. Mi infancia está recostada sobre un regazo de madre y llena de hogar y de cuajada fresca. Y, de fondo, siento los cantos incansables y monótonos de las cigarras, a pleno sol, partícipes inconscientes de una melodía cósmica que alaba a Dios permanentemente.

Y, a fuerza de rebuscar ese primer recuerdo, esa primera mirada clara y nítida de mi primer momento, acabo siempre en Valdelagua de la mano de mi padre y entre los brazos de la abuela.

Y también recuerdo mi primer desgarro, el más violento, el más sangriento, el más cruel. Con diez años me separé de mi familia para ir al seminario, y esta experiencia que me posibilitó poder volar libremente por primera vez no he conseguido sacudirla de las arrugas del alma. Ni lo deseo. Me sentí entonces culpable de alta traición. ¿Cómo podía abandonar a mis padres y a mis hermanos pequeños, yo, que era el mayor, para ir a construir mi propio y egoísta futuro sin ellos? Ellos habían sido todo para mí. Mi vida no tenía sentido sin ellos. Nunca había vivido nada interesante si ellos no estaban cerca de mí y me regalaban su luz y su sombra. Pero, como les sucede a los pájaros, llega un momento en que hay que levantar el vuelo, aunque sea solamente para estrellarse contra la tierra. Solo así se puede volar y explorar horizontes insospechados. Era necesario, aunque fuera tremendamente doloroso. Y me lancé a volar.

He pensado muchas veces cómo tuve entrañas tan marmóreas para marcharme y abandonar a mi madre. Ella, que no consiguió nunca vivir para que viviéramos nosotros. Ella, que se fue arrugando lentamente a fuerza de lavar en el arroyo cuando el agua estaba helada. Ella, que solo sabía conjugar el verbo trabajar. Yo, el mayor de la casa, era su más firme esperanza, y me marché.

También he pensado cómo pude dejar a mi padre. Él, que pastoreó sus cabras de día y de noche, para que no faltara leche abundante en nuestra mesa. Él, que tuvo que marcharse lejos de su mujer y de sus hijos para servir como criado y poder mantener a sus pequeños. Él, que ha envejecido sin tener un solo día de vacaciones y sin estrenar un traje, aunque fuera tiempo de fiesta. Y yo, que era sus manos, su primera esperanza, su primer relevo, me marché.

Me lo imagino muchas veces pastoreando sus cabras en lo alto del monte y mirando hacia el camino que conduce a Valdelagua, con la mano encima de los ojos para evitar la luz del sol, esperándome. Y lloro sin remedio.

Por eso podréis entender que no puedo leer la parábola del hijo pródigo sin estremecerme, sin derrumbarme. Este fue mi primer desgarro, el más amplio, el que todavía no he podido curar del todo. Y me pregunto cómo Dios pudo empeñarse de tal forma.

Pero hoy me alegro y le agradezco a Dios aquella siembra entre lágrimas. «Al ir iban llorando, llevando sus semillas; al volver vuelven cantando, trayendo sus gavillas». Porque hoy también se alegran mi padre y mi madre y le agradecen a Dios el don de mi vocación y, con eso, ya me siento redimido.

Lo más valioso que Dios me regaló en mi infancia –y en mi presente– son mis hermanos. ¡Mis cinco hermanos! No puedo imaginarme mi infancia sin ellos, y todos los momentos de intensa felicidad que recuerdo están llenos de ellos. Nuestros juegos, nuestras risas, nuestras aventuras, nuestras complicidades... Ha sido una hermosa historia de amor. Como si Dios se hubiera empeñado en acompañar mi vocación y cuidarla de la mejor manera posible; con mucho amor. El amor de hermano es el más auténtico, el más desinteresado, el más limpio. Lo es también el amor de la madre, pero con frecuencia ese amor es un amor más protector, más instintivo, más natural. El amor de hermano empieza y acaba siendo solo amor, sin adjetivos, sin etiquetas, sin intereses. Y aunque la vida nos va separando y cada familia busca su espacio, su lugar y su independencia, allí, en el fondo de nosotros, donde nadie entra y curiosea, queda un resquicio de amor fraternal que tiene todas las trazas de ser eterno. Al menos así lo es en mí. Creo que no dudaría en dar la vida, si fuera necesario, por cualquiera de mis hermanos.

He tenido la dicha de estudiar desde muy niño en la universidad de la naturaleza. Con solo cinco años acompañaba a mi padre mientras él pastoreaba, aunque al final del día, extenuado por mil pasos inútiles, él tuviera que subirme a sus espaldas para poder volver a nuestro hogar. Y allí estaba mi madre con todo dispuesto para la cena. En la sencillez de nuestra cocina, con su techo de carrizo y su suelo empedrado, crepitaba el fuego abundante para calentar nuestros miembros ateridos por el frío de la montaña. El candil encendido acompañaba nuestra cena mientras escuchaba las viejas historias de los abuelos, con lobos y princesas, héroes y moralejas. El cielo ha de ser algo así, sencillo y sublime a la vez, donde sobra el amor y no hacen falta muchas palabras.

Conozco todos los senderos de las montañas que conducen a Valdelagua. Sé muy bien dónde habitan los zorros y cuál es el lugar preferido de las víboras cuando llega el mes de junio y se despabilan con los primeros rayos intensos de sol. Y también aprendí que son muy peligrosas en septiembre, cuando se enraman y se sienten protectoras de sus crías. Puedo recordar con asombrosa exactitud cómo es la encina donde crían todos los años las torcaces en la ladera del monte Valhondillo. La naturaleza fue mi primera escuela, y allí, sin libros, sin clases, sin aulas, aprendí a leer a Dios y descubrí que su misericordia es eterna y no tiene límites, mucho antes de que pudiera leerlo en los salmos. Y si alguna vez no lo veía muy claro, me lo mostraba mi madre con sus abrazos y su mirada. He sido un privilegiado total. Llevaba mis pantalones rotos, no tenía ropa de domingo, pero era el niño más feliz del mundo junto a mis hermanos y en nuestro humilde hogar. Recuerdo haber hecho mi primera comunión con un traje prestado, porque en mi casa no se podía hacer una inversión tan cara.

Era inevitable. Cada mañana, cuando llegaba con mis cabras a lo alto del monte y contemplaba la inmensa llanura manchega, que empezaba a iluminarse en el horizonte con vivos colores anaranjados y rojos, amarillos y añiles, me olvidaba de mis cabras y comenzaba mi oración. Era algo tan espontáneo como el agua que brota de la fuente. Se me pasaba el día contemplando las hermosísimas flores blancas de las jaras, las multicolores telas de las arañas, las formas curiosas de las piedras en la pedriza, los huevos pecosos de las cujás en sus nidos entre los sembrados, donde a ellas les gusta anidar...

Y, sobre todo, era para mí un momento sublime encontrarme con alguna mata de peonías en el mes de mayo o de junio. ¡Unas peonías en los cerros agostados de La Mancha! Era como un hallazgo, como un milagro, y no me atrevía a cortar ninguna por si acaso era un sacrilegio. Aún hoy, después de tantos años, podría encontrar si me lo propusiera alguna mata de peonías. Allí, en lo alto del monte, cuando se insinuaba la madrugada, comenzó a tejerse, como una tela de araña, mi vocación a la vida consagrada. El monte fue mi primer seminario, y el amanecer, mi primera lección bíblica. Aún quedan cruces en las piedras de pizarra de los montes aledaños a nuestra casa familiar que yo esculpí siendo niño a fuerza de golpes de piedra. Están allí como testigos de una infancia que Dios quería hacer suya. Fue la historia de una seducción en toda regla que solo Dios y yo sabíamos.

No sé muy bien por qué os cuento estas cosas, pero forman parte de lo que soy y siento hoy. No sería nada sin estas experiencias de la infancia que se han convertido en armazón de mi vida y de mis sueños. Exactamente igual que le sucede a cualquier ser humano.

Os dije que quería desnudarme y ya he comenzado a hacerlo sin rubor. Mi infancia está impregnada de aromas de tomillo y de romero.

El paso detenido

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