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¿De qué hablamos cuando hablamos de cultura?

Los patitos de Tony Soprano

Tony Soprano es un varón al que la frustración consume. No hay nada que le salga bien, a derechas. Es un capitán, pero no puede fiarse enteramente de sus subordinados. ¿Acaso por la temida traición? No. Sencillamente, los humanos somos poco fiables, poco persistentes.

En Serna & Lillo Asociados hemos visto, disfrutado y discutido la serie televisiva que le ha dado la vida. Traicioneramente, James Gandolfini murió antes de tiempo. Siempre se muere antes de tiempo. ¿Nos lo ha arrebatado ese Dios católico al que los Soprano veneraban?

Tony Soprano es un individuo de agresividad instintiva, casi hormonal. Lo más parecido a la bestia humana. Es un hombre-hombre que convierte la violencia en su escape pulsional. Pero, al mismo tiempo, Tony es tierno y patético. Y si muchos nos apuran hasta puede resultar grotesco: tal es la suspicacia que le consume.

Su madre, Livia, fue una dama de gran maldad y su padre, tíos y demás parientes fueron mafiosos. Él ha heredado el oficio, pero tiene un criterio moral que lo trastorna. ¿Acaso un superyó vigilante, una conciencia? ¿Un ideal del yo inalcanzable?

Veamos. Tony es bronco, es bestial, carece de escrúpulos si de sus intereses se trata. Pero a la vez es tierno. Incomprensiblemente tierno. Se sabe poco refinado, cosa que no le importa. Él está aquí para vestir con elegancia trajes carísimos y, cuando le rota, ponerse un comodísimo chándal, bien llamativo.

Un día en la vida de Tony aparecen unos patitos. En el primer capítulo de Los Soprano (1999) así sucede. Están en la enorme piscina de su lujosa mansión de New Jersey. Los mira con cariño, los espera proyectando sobre ellos un amor que le resulta difícil de expresar. ¿Es posible querer sin recompensa? ¿Es posible amar sin ser correspondido?

El mafioso mira los patos y su mundo se enternece. ¿Qué significado le damos? Esos animalicos han sido objeto de distintas interpretaciones. Que si los patos son la ternura sin objeto, que si son la naturaleza sin malicia. Sin duda son esas cosas. Eso y mucho más.

Los patos de Tony Soprano son congéneres de los de Holden Caufield. En la novela de J. D. Salinger, el protagonista se pregunta al menos un par de veces dónde van los patos de Central Park cuando hiela. En Serna & Lillo Asociados imaginamos a Tony Soprano de jovencito leyendo la novela que da origen a todo: El guardián entre el centeno (1951). Y nos imaginamos al futuro mafioso haciendo suya esa pregunta.

La cuestión es central: aves de paso, migratorias, objeto de persecución y caza, los patos nos muestran la debilidad y la infancia: bañarse con patitos artificiales en una bañera es dominio y seguridad. Que de repente dichas aves aniden en tu jardín o que, al menos, compartan tu piscina, es un indicio de bienestar, un cable que te echa la vida.

En Serna & Lillo Asociados queremos hacerles la vida más llevadera. ¿Para qué amargarte si puedes ser feliz con unos patitos, con un objeto infantil? Queremos narrarles historias, comentar películas, glosar libros, observar la realidad, denunciar atropellos, examinar imágenes... Echarles un cable. No todo tiene explicación, pero todo puede ser contado, conjeturado.

Los lectores vendrán. Los editores se preguntarán. ¿Quiénes están detrás de esta iniciativa? Justo Serna y Alejandro Lillo. Nos une la amistad y nuestra devoción por Los Soprano. No somos violentos, no somos mafiosos. Somos el lado tierno y a veces pícaro de Tony. Ya verán. Explicáremos las cosas para que Tony, allá donde esté, nos entienda. Abajo la lengua abstrusa, abajo la hipocresía académica, abajo la oscuridad cultural.

La cultura

La cultura incluye, entre otras cosas, enseres, recursos, programaciones, imágenes, costumbres, rutinas y valores. Con esos procedimientos destruimos, mejoramos o simplemente cambiamos nuestro entorno y a nosotros mismos. Nos hacemos un contorno supletorio, el espacio en el que residir. Los individuos construyen viviendas y carreteras, levantan defensas, preparan sus provisiones, se resguardan con armaduras, con reglas, con quimeras. La custodia, la nutrición, el traslado, las necesidades funcionales o psíquicas: todo ello se satisface con efectos –o ingenios– materiales o espirituales. Pero para manipular esas herramientas es preciso conocerlas, saber cómo funcionan; es necesario darles nombres, catalogarlas y valorarlas. Como las usamos para emprender todo tipo de faenas, entonces se nos ha de formar eficazmente. La vida es una instrucción: aprendemos las convenciones que gobiernan esos automatismos. Por ello, nos pasamos la existencia investigando cuáles son las normas que permiten expresar o realizar ciertas cosas en este lugar o en aquel otro. Aprendemos esas reglas para obedecerlas o para desobedecerlas. Por ello, las palabras y las cosas tienen significado y el acto de designar no es irrelevante: para usar aparejos, para emplear instrumentos, para completar protocolos o para alcanzar acuerdos, primero hay que nombrar con sentido, convenir en el empleo de las palabras. Y el sentido de los vocablos y las cosas no está dado para siempre. Hay tiempos, hay momentos, en que todo da un vuelco…

Los individuos transitamos entre múltiples esferas en las que los actos posibles están regulados por convenciones diversas. Esos lugares suelen ser sucesivos y en cada uno de ellos nos las vemos con reglas que no siempre son coincidentes ni visibles ni expresas aunque, eso sí, reglamenten los comportamientos adecuados. La educación y la maduración nos auxilian en la tarea de identificar y aprender la naturaleza de dichos espacios, nos ayudan a reconocer y asimilar las normas que rigen las conductas correctas. Esas reglas definen los dominios por los que nos aventuramos, y no siempre se las debemos a un solo individuo ni son resultado del tiempo actual. Por el contrario, suelen ser préstamos de la tradición, obra de la herencia, logros de la colectividad que nos precede, que nos acoge y que nos envuelve, del pasado remoto o próximo, de las rutinas que otros adoptaron y que nosotros reproducimos por inercia, porque siempre se hizo de ese modo, porque así lo dictaron nuestros mayores. Vivimos enmarcados, realizando actos previsibles, fáciles de vaticinar.

Hay, sin embargo, episodios en la vida y en la historia en que los asuntos dejan de funcionar del modo previsto, o por una catástrofe que todo lo trastorna o por la audacia, la temeridad o la inconsciencia de unos individuos que se obstinan en remover las cosas. Cuando este último caso se da nos hallamos ante auténticas epifanías del género humano: ya no hay augurio que anticipe lo que va a suceder ni expectativa que se cumpla.

Young Americans

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