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Música ligera

“I gave a letter to the postman

He put it in his sack

Bright and early next morning

He brought my letter back

She wrote upon it

‘Return to sender’

‘Adress unknown’

‘No such number’

‘No such zone’”

Return To Sender

(Otis Blackwell-Winfield Scott)

Jóvenes ha habido siempre, gente lozana o tostada, pero sin arrugas, con empuje y dinamismo, con ganas de comerse el mundo. Jóvenes levantiscos que forman cofradías, que rompen vidrios a pedradas; jóvenes solidarios que se comprometen, que discuten con educación y conocimiento. Jóvenes ambiciosos con alocados propósitos o con sensatos objetivos. Jóvenes avanzados o conservadores que reciben un mundo, unas formas de comportarse, de obrar, de envejecer. El secreto de la vida es y ha sido ése: envejecer irremisiblemente, con resignación, para asumir el linaje, para cargar con responsabilidades. Telémaco busca a Ulises, a su padre, y quiere limpiar su buen nombre mancillado. De ese hijo vienen muchos modelos posteriores. El vástago que admira al progenitor, por quien todo lo sacrifica. Sólo de cuando en cuando alguien se ha opuesto a dicha fatalidad valiéndose del arte, de la sublimación. Vivir, vivir intensamente hasta morir sin un mañana que nos libre de envejecer. Escribir poesía con arrebato juvenil y con desarreglo de todos los sentidos para después callar. Enmudecer.

El hecho en sí −lo de envejecer con aceptación− no es novedoso, por supuesto. Es un universal humano: los muchachos carecen de los atributos de los adultos. Carecen, sí, propiamente adolecen. Por ello su educación, con el grado de socialización y represión que conlleva, no sólo les arranca los restos de infancia que aún puedan conservar; también les inculca unos valores, unos principios y unas aspiraciones muy determinados. Los adultos tratan de ahormar ese ímpetu de los jóvenes para canalizarlo así hacia las exigencias que ellos mismos, la sociedad o las clases dirigentes de esa sociedad, demandan de ellos. Los adultos, esos adultos, confían en que la edad se cure, que el desarreglo hormonal se enfríe, que la juventud se domestique. Telémaco, en versión de François de Fénelon (Las aventuras de Telémaco, 1699) es un muchacho al que Mentor atempera, enseña. Le enseña a domar sus pasiones, a defender la reputación de Ulises. Cuántos jóvenes no habrán sido educados con esa obra; cuántos jóvenes no habrán sido formados y reprimidos por mayores que empleaban a Fénelon sin saberlo. Mantener la reputación, ser prudentes, previsores, moderados, evitando la arrogancia y la fuerza de la edad. Han de llevar una vida sobria, sencilla, exenta de pasiones. Ese modelo de joven que encarna el Telémaco conducido por Mentor se romperá.

Que siempre haya habido jóvenes no significa que siempre haya habido también una juventud reconocible, uniformada, homogénea. La juventud como grupo distinto y con signos orgullosamente diferenciadores es un hecho reciente. Reaparecen el descaro, la arrogancia, la fuerza de la edad, la vida apasionada y extrema. Esa juventud, tal como ha llegado hasta nuestros días, es un fenómeno propio de la modernidad. Aunque ocasional y minoritariamente pudieran coincidir en universidades, gremios u otras agrupaciones, durante miles de años la mayoría de los jóvenes estuvieron destinados a ganarse la vida desempeñando el mismo oficio que sus padres, a seguir sus pasos sin posibilidad de cuestionar ni cambiar su forma de subsistencia. El destino de los jóvenes guerreros espartanos que dominaron Grecia durante el siglo IV a.C. estaba en el mismo campo de batalla en el que habían muerto sus padres; más de dos mil años después, el hijo de un campesino podía darse por satisfecho si heredaba una buena porción de tierra de sus progenitores y podía dedicarse el resto de su corta existencia a cultivarla. El destino de las mujeres era más oneroso: durante miles de años han estado subordinadas –y en gran medida aún siguen estándolo− a un modelo patriarcal que las ha alejado sistemáticamente de los asuntos públicos. Relegadas a la esfera doméstica, su capacidad de actuación se limitaba al ámbito del hogar y al cuidado de los hijos, con escasa o nula capacidad de decisión sobre su propia vida. Hasta bien entrado el siglo XVIII, por ejemplo, no existía una noción clara del significado de la infancia: los niños eran adultos en pequeñito, así se los trataba y consideraba.

Con la llegada de la modernidad, el triunfo del liberalismo y la formación de los Estados-nación, el concepto de juventud va a ir cobrando una forma cada vez más definida. La necesidad de crear una identidad nacional, las exigencias de las sociedades industriales modernas y la propia dinámica de los conflictos sociales del sistema capitalista ayudarán a regular y a definir cada vez mejor a este particular grupo social. A lo largo de los siglos XIX y XX el período de educación obligatoria se irá alargando, abarcando paulatinamente a todos los sectores sociales. De este modo, la línea que delimita la juventud –o la adolescencia− del mundo adulto se irá haciendo cada vez más gruesa. La escolarización uniformiza a los jóvenes, pero también los pone en contacto, facilita la identificación y la solidaridad entre ellos. Poco a poco van tomando conciencia de que tienen unos intereses e inquietudes comunes, unos problemas y disconformidades parecidos. Irá surgiendo así un sinnúmero de agrupaciones juveniles, algunas de ellas de gran éxito y relevancia. Piénsese, sin ir más lejos, en el movimiento Boy Scout de América. Pero en la mayoría de los casos estas agrupaciones –más o menos conservadoras, más o menos revolucionarias− fueron creadas y organizadas por adultos para canalizar a través del deporte, la religión o la política esa energía juvenil que amenazaba permanentemente con desbocarse.

Sin embargo, allá por los años 50 del siglo XX, un nuevo fenómeno comienza a despuntar. Los jóvenes americanos cada vez están más inquietos. Frecuentemente manifiestan descontento, con actitudes de rechazo, para pasmo o sorpresa de sus mayores. Parecen despreciar lo heredado, lo recibido, esa prosperidad de la que se benefician. Desde mediados de los años cincuenta comienzan a vestirse de otra manera, luciendo indumentarias que los distinguen: blue jeans, cazadoras de cuero o pantalones de pitillo. Lo hacen disfrutando de canciones que expresan sus incomodidades y sus anhelos: el amor, el cuerpo, el deseo, la velocidad.

En realidad, todo empezó con Holden Cauldfield, el muchacho protagonista de El guardián entre el centeno (1951), el adolescente de diecisiete años que cuenta sus andanzas por Nueva York, que examina las cosas con vehemencia, rabia y ternura. Detesta el cine y el colegio, detesta a sus compañeros y la vida en la ciudad, tiene relaciones conflictivas con sus padres, descubre el mundo de sus mayores, tan desastrado. Aunque la novela fue escrita para un público adulto, multitud de jóvenes se identificaron con Holden Cauldfield. Se dieron cuenta de que su desazón no era particular, de que no estaban solos: había otros muchachos que sentían el mismo desasosiego.


Portada de la revista Time, 15 de septiembre de 1961.

Coincidiendo con la publicación y difusión de esta novela, la presencia de los jóvenes en la escena pública va a ir incrementándose, va a ir adquiriendo mayor notoriedad. Sin embargo, habrá que esperar a la llegada del rock’n’roll para que todos esos anhelos, inquietudes y aspiraciones juveniles cobren su definitiva forma y sentido.

Antes del rock otras eran las músicas que expresaban ese inconformismo, ese malestar de los jóvenes o de los sectores sociales más desfavorecidos: el soul, el jazz, el rockabilly, el rhythm and blues… Así lo enunciaba con ironía Boris Vian el 8 de noviembre de 1949 en la revista Jazz News:

Es muy peligroso que sus hijos escuchen la radio: es sabido hasta qué punto la radio nos satura de elucubraciones desbocadas. […] Por eso se lo digo: Padres, desconfíen del jazz […]. Por eso decimos a la administración: ¡ATENCIÓN! Es peligroso; prohibid el jazz y habréis matado de cuajo todos los gérmenes de la rebelión social que, a las primeras de cambio, causarán, tarde o temprano, la guerra atómica.

Aunque muy críticas y potentes, estas músicas no dejaban de ser minoritarias; por muy brillantes que fueran sus letras, por muy incitantes que resultaran sus ritmos, nunca hubieran podido enganchar a millones de jóvenes del modo en que lo hizo el rock’n’roll. La razón es sencilla: aún no se habían dado las condiciones materiales para que esa asociación se produjera. Hank Williams, Big Joe Turner, Pete Seeger o Woody Guthrie, por citar sólo a unos pocos artistas, eran grandes talentos y su influencia en la música popular es incalculable. Sin embargo, el abrumador éxito del rock’’n’roll entre los jóvenes sólo pudo cristalizar a mediados de los cincuenta, cuando numerosísimos hogares del país contaban con televisión y millones de adolescentes pudieron ver a Elvis Presley cantando y contoneándose.


Woody Guthrie, This Land Is Your Land. La canción, publicada en 1945, es una de las composiciones folk más conocidas en Estados Unidos.


Hank Williams, Legendary Country Singers, 2002. Fallecido en 1953 a los 29 años en un accidente de automóvil, ha sido uno de los músicos más influyentes del siglo XX.

De los orígenes de esa rebeldía juvenil que lo empapó todo, de los primeros éxitos del rock con el que millones de muchachos se sintieron identificados, nos ocupamos en este ensayo. Young Americans abarca de 1951 a 1965. Con dicho título rendimos homenaje a David Bowie, que a mediados de los setenta publicaba un Long Play homónimo en el que detallaba melancólicas pérdidas de aquel sueño de los jóvenes. Vamos a hablar de ellos, de aquellos muchachos que no se dejaron amilanar por cataclismo alguno, ni por la Guerra Fría, ni por la carrera espacial, ni por la invasión marciana. Que no se dejaron derribar por sus reiterados fracasos, por la fiereza de sus enemigos, por esos adultos que tampoco les entendían o por los obstáculos que las instituciones y la sociedad de entonces les oponían.

Para ello se tomaron en serio sus ideas y presunciones creyendo desarrollarlas con LSD, con otras drogas. Les abrían puertas de la percepción. O eso creían. El afán de trascender la propia consciencia de sí, dice Aldous Huxley en Las puertas de la percepción (1954), es uno de los principales apetitos del alma. No nos basta lo real. Precisamos la irrealidad, lo trastornado, lo alterado. Cuando, por alguna razón, los hombres y las mujeres no logran trascender de sí mismos por medio del culto religioso, las buenas obras y los ejercicios espirituales, “se sienten inclinados a recurrir a los sustitutivos químicos de la religión”, añadía. Los jóvenes se tomaron en serio ese dictamen.

Se tomaron en serio su propio mundo, aguardándolo todo de la música y del poder de la palabra. Por eso, muchos de ellos se volcaron en la acción, en la imitación de los grandes grupos y cantantes incluso cuando esa existencia ajetreada iba contra sus propios intereses materiales. No se dedicaron a ello por simple temeridad, sino por un egoísmo racional, para así oponer resistencia a las injurias de la familia patriarcal, para enfrentarse a la adversidad a la que parecían condenados. Sabían o creían acabado el tiempo de las tiranías del padre y de la resignación impuesta por los mentores y no había en ellos fatalidad ni desinterés que predicar, sino el empeño estrictamente individual de quien quiere habitar en un espacio colectivo menos aterrador, más hospitalario. La vida cambiaba, pero eran ellos, esos jóvenes, quienes la transformaban al designarla con nuevas voces. Calificando de otro modo las cosas, haciendo de la palabra y de la canción un acto mismo, edificaban y transformaban el mundo.

Hemos imitado las indumentarias de los cantantes −de los jóvenes americanos, de los rockers, de los teenagers ingleses−, hemos seguido sus carreras. Ellos estaban en la onda, en las ondas, en las pantallas: incluso hemos repetido sus excesos, ese límite o esa tentación de vivir y morir sin alcanzar la treintena. Nos hemos calzado las botas camperas, puntiagudas, con tacones de madera, cloc, cloc, cloc; nos hemos ocultado tras gafas de cristales ahumados, las Wayfarers o las Aviators de Ray-Ban; nos hemos vestido con vaqueros de marca, los Levi’s, los Lee, los Wrangler o, si el presupuesto no llegaba, un par de Lois; nos hemos comprado chupas de cuero, copia, imitación o reproducción de la cazadora Perfecto. Mientras eso sucedía, algunos grupos se extraviaban, algunos solistas dejaban de cantar: perdían la voz o la vida convirtiéndose en exquisitos cadáveres.

Y también, mientras todo ello ocurría, los propios jóvenes cambiaban. La edad no es una virtud. Pero aquellos muchachos hicieron de la inexperiencia una cualidad; hicieron que el estupor, la rabia o la rebeldía fueran modos de rechazar el mundo gastado de sus adultos. Los jóvenes ya no eran maduros en proceso o en progreso. No eran tipos carentes de los atributos adultos. Querían reconocerse con su propia indumentaria, con sus ritos de paso, con sus gregarismos: esa forma de sentirse en comunión, en grupo, frente a unos padres envejecidos, autoritarios, ignorantes del placer, del deseo, de la carne. Había, sí, algo de bíblico en la recreación del mundo heredado. Había un esfuerzo cultural, una añoranza: aquel tiempo adánico, primitivo, en el que las palabras y las cosas coincidían, sin hipocresías ni cargas.

Han pasado los años, y muchos de aquellos jóvenes han desaparecido: como Elvis Presley, que se domesticó para luego regresar con una energía aún suicida en Las Vegas, ese Elvis a quien vimos declinar con pompa y estilo. Otros murieron aplastados, tras un accidente de aviación que parecía metáfora de cierre y consumación. Otros han continuado envejeciendo bien: como Bob Dylan, que fue efigie y poeta y aún hoy es un admirado compositor, capaz de mudar y permanecer. ¿Y The Rolling Stones? ¿Quiénes son? Actualmente reconocemos en ellos la réplica de lo que fueron, aquellos jovencitos que a mediados de los sesenta decían que el tiempo estaba de su parte. Sin duda, los Stones son humanos: se aferran al dinero y el tiempo parece haberse aliado con ellos.

Música ligera fue una expresión corriente entre los críticos musicales de la España de los 60 y 70. En nuestro país se empleó genéricamente. Aludía al rock y al pop y con ella los locutores de radio se referían a los ritmos bailables, a esas canciones que duraban tres minutos o menos con estribillos pegadizos e instrumentaciones sencillitas. ¿Sencillitas? No fue todo tan simple: ni las melodías eran tan esquemáticas ni las letras eran tan ramplonas. Del swing al rock, del folk al pop, muchas de esas canciones han reinventado el mundo, han afirmado valores de los que no se hablaba. Los ritmos de la música ligera son el fondo sonoro de varias generaciones y nos mueven, nos hacen movernos. Cuando alguien tararea música ligera siente, en efecto, una ligereza. Como si se le fueran los pies, como si no pudiera parar: dispuesto a taconear o a dar los pasos, dispuesto a seguir el ritmo.

La música ligera no es arte despreciable. No es mero fondo, la sonoridad que tenemos asociada a un hecho. No es sólo un ritmo bailable, esquemático y repetitivo. La música ligera es cultura de masas, es un producto más o menos esmerado y de disfrute colectivo. La asociamos involuntariamente a un acontecimiento personal o común y, sin duda, se nos van los pies cuando empezamos a escucharla. Los creadores podrán ser más o menos virtuosos. O quizá nada. Pero son los públicos quienes convierten una pieza de tres minutos en fragmentos de un todo sonoro. El que escucha hace suya la canción, la tararea, la recuerda y en su evocación o repetición la vincula a una circunstancia emocional. Las emociones no son un subproducto de lo humano. Son estados del alma, si se nos permite decirlo así. Son los humores que se escapan, exhalaciones del ánimo, indicaciones de que seguimos vivos: y esta manifestación individual siempre es ruidosa y seguramente colectiva.

Elvis Presley y Marlon Brando, James Dean y Chuck Berry, Jayne Mansfield y Jack Kerouac, se convierten en algunos de los iconos de un nuevo movimiento que lo cambiará todo. Eddie Cochran, que se encuentra entre los elegidos, capta a la perfección el espíritu del momento, una actitud y una forma de estar y presentarse ante los demás que rompe moldes, que choca frontalmente con las normas vigentes en el mundo adulto. Sus canciones más representativas hablan de diversión sin freno, apelan a la promiscuidad y al descaro, incitan a la agitación y al movimiento frenético, a la desconsideración hacia los padres. No es de extrañar que estos mensajes escandalizasen a una sociedad tan estricta y contenida. En amplios sectores del mundo adulto se desarrolla entonces una profunda preocupación por una cultura juvenil que aboga por liberar los impulsos y expresar con mayor desinhibición las preocupaciones y los deseos de cada uno: tratan de asociarlos con la delincuencia e incluso con el temor más arraigado entre los americanos de bien: la amenaza comunista. Así puede apreciarse en la portada del 3 de octubre de 1960 de la revista Time: vemos a Khrushchev y a sus secuaces vestidos de pandilleros, con la misma indumentaria que había triunfado entre los jóvenes rockers. Luciendo vaqueros y cazadoras de cuero, los comunistas se pasean por las proximidades del edificio de las Naciones Unidas en busca de pelea. Son los East Side Rockers y controlan medio mundo, como indica la insignia de sus chaquetas. La alusión a West Side Story no oculta la maliciosa vinculación entre juventud, delincuencia, rock’’n’roll y comunismo. Decididamente, los nuevos valores defendidos por Cochran y por tantos otros representan un ataque en toda regla al statu quo.


Portada de la revista Time, 3 de octubre de 1960.

Eddie Cochran escribió muchas canciones. Lo que el joven canta como provocación, como protesta y rebeldía, es empleado en la sociedad actual como reclamo consumista, eliminando lo que el mensaje tenía de combativo y transgresor. Sin embargo, más allá de que los valores representados por el cantante de Minnesota se hayan desvirtuado, una cosa sigue estando clara: la fuerza que todavía hoy tiene ese espíritu que impulsó a un grupo de jóvenes a poner en evidencia la falsedad y la moral de una época.

Quizá sea el momento de recuperar aquel espíritu. Quizá aún podamos aprender algo de aquellos muchachos de los cincuenta que, alzando la voz, comenzaron a expresar su descontento y a cuestionar el mundo de sus mayores. No fueron los únicos, claro, pero sí los primeros que se comprometieron de forma masiva.

Quizá sí, quizá sea el momento de regresar a ellos.

On The Road

La carretera que se extiende, que se prolonga infinitamente, forma parte del horizonte americano: un horizonte de parajes naturales vastísimos o de rascacielos majestuosos. Ese camino de asfalto que recorre todo el país atravesando desiertos y bosques, cruzando ciudades y lagos, es una frontera que avanza. La carretera acerca lugares que en principio permanecían distantes, estrecha la comunicación entre regiones y, como sucediera con el ferrocarril de antaño, facilita la circulación fluida de personas, de ideas y de mercancías. Y, además, permite escapar, llegar, empezar de nuevo. Ése es el gran sueño americano, ya lo sabemos, pero conviene repetirlo para no equivocarnos de destino. Hay metas que alcanzar y lugares en los que permanecer durante un tiempo.

La carretera más famosa de los Estados Unidos es la Route 66, también conocida como The Main Street of America, ‘la calle principal de América’. Desde los años treinta esta interminable calzada de casi 4.000 km cruza de Este a Oeste el territorio americano. Llegará a ser un símbolo, toda una forma de entender la vida y la movilidad geográfica en el país de las libertades. Fue allí, por ejemplo, en donde los hermanos Richard y Maurice McDonald construyeron en 1940 un restaurante de comida rápida para abastecer a los usuarios que circulaban por ella. Pero no nos perdamos. Hay otras autopistas no menos célebres, como la Highway 61, que va del golfo de México a la frontera con Canadá. Ésta será, por ejemplo, la carretera por la que transita un joven, que luego será Bob Dylan, cuando deje su pueblo para encaminarse a Minneapolis.

La razón de ser de la carretera es el automóvil, un vehículo que comercializó masiva y primeramente Henry Ford con el modelo T (1908). Tuvo una gran idea: el coche ha de estar al alcance de todos los bolsillos, ha de ser de fácil manejo y sobre todo ha de poder fabricarse en una cadena de montaje. Para ello, para ensamblar las piezas, no hace falta reunir a hombres enteros. Basta con tullidos que desempeñen una función, la que les corresponda. Era una idea ciertamente original, sobrecogedora. Si cada uno cumple con su cometido, el resultado es satisfactorio.

Sobre estas ideas se asienta el mito americano: la libertad y la independencia, la fabricación y el consumo, el individuo y su función. Ya lo decía Alexis de Tocqueville en La democracia en América: no hace falta que seas un genio, un tipo sobresaliente. Es más, probablemente no lo seas, pues la educación americana iguala: esta sociedad te garantiza tu sitio y tu desarrollo, tu escape, como el de tantos que son como tú. Basta con aplicarte y con dedicar toda tu habilidad. Hay un horizonte al que llegar o, al menos, una meta que hacer tuya. Montado a caballo, manejando tu motocicleta o pilotando tu propio automóvil. O largándote en tren.

A partir de los años cincuenta del siglo XX, en aquella sociedad del bienestar material, el coche con motor de explosión se convierte en un elemento básico de la cultura americana, pues no sólo sirve para desplazarse. Es un símbolo de independencia y de ostentación. Aparcado junto a la vivienda unifamiliar, proclama el estatus de su propietario. A diferencia de otros bienes que también pueden indicar la posición social de las personas –la ropa, los abalorios o las casas–, el coche es un producto exclusivo de la sociedad industrial moderna. Por eso, lucirlo y lucirse en él tiene unas connotaciones muy particulares, vinculadas con el éxito individual y el progreso material de su dueño, pero también con los logros de la industria y la sociedad norteamericanas. En esa cultura, la frontera ha sido y sigue siendo el límite que ampliar, la meta real y simbólica que puede rebasarse.

El auto va a estar presente en todos los aspectos de la vida social del país, pues es uno de los objetos que mejor encarnan el estilo de vida de aquellos años de posguerra. Las marcas comerciales inundan el mercado con anuncios y patrocinan programas de televisión como The Dinah Shore Chevy Show (1956-1963), un espectáculo de variedades financiado por General Motors en el que siempre se repetía la misma canción, See the USA In Your Chevrolet: “Conduce tu Chevrolet por los Estados Unidos de América. América es la tierra más grande de todas. Por la autopista, o por una carretera a lo largo del dique, el resultado es encantador. Nada puede superarlo. La vida es completa en un Chevrolet”.


Anuncio de See the U.S.A. In Your Chevrolet, una canción compuesta hacia 1949 por Leo Corday y Leon Carr.

Para los adultos, muchos de ellos criados en los años de la Gran Depresión, el coche es la encarnación de la prosperidad e independencia, del éxito final de toda una sociedad. Pero para los jóvenes, además, es una puerta abierta al mundo. Los coches, las motos y la velocidad les proporcionan una experiencia de la libertad y de la vida: esencial para plasmar su rebeldía. Por eso no extrañará que On The Road, la novela de Jack Kerouac escrita en 1951 y publicada en 1957, se convierta en el gran referente, en el gran mito de la juventud americana. En la carretera narra varios viajes de costa a costa de los Estados Unidos por la fabulosa Route 66, viajes con confusión, drogas, música y rebeldía. Pero sobre todo, y frente a los convencionalismos de la sociedad adulta, esas hipocresías heredadas, la novela proclama un deseo salvaje de vivir, de saborear los placeres de la existencia,

…porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas…


Jack Kerouac, En la carretera. El rollo mecanografiado original. Barcelona, Anagrama, 2009.

Explotando. Emulemos a Dean Moriarty y Sal Paradise, protagonistas de la novela, y pongamos en marcha el motor. Podemos subirnos a un Chevy o a una Harley. Los paisajes pasan rápidamente. Si sintonizamos el dial podremos oír a Bill Haley, a Chuck Berry, a Little Richard, a Elvis Presley. Conocemos su aspecto. Ya no podemos olvidarlos. Fueron jóvenes hace mucho tiempo, a mediados de los cincuenta del siglo XX, pero su presencia y su apariencia siguen vigentes. O, si no es así, si no nos suenan, entonces al menos nos llegará su runrún, un lejano eco, quizá en la gasolinera en la que nos detengamos a repostar. Entonamos sus músicas sensuales. Tarareamos sus letras, siempre pegadizas e insinuantes. Las guitarras y la percusión suenan a todo meter. Nos dan ganas de bailar, nos hacen movernos, nos hacen sentirnos vivos.

Unámonos a esos cantantes, a esos jóvenes que vivieron de prisa, vertiginosamente. Todo en ellos era rápido y ruidoso. Iban a escape. Eran veloces las motos a las que se subían, como la Triumph 6T Thunderbird 650 o la Harley Davidson Panhead que Marlon Brando y Lee Marvin lucieron respectivamente en The Wild One! (1954), de László Benedek. O como se tituló en España: ¡Salvaje! En la película ambos se enfrentan con hombría y determinación al tiempo que muestran su desprecio por la ley y las costumbres, cuestionando el comportamiento de los adultos. Marlon Brando interpreta a Johnny Strabler, líder de una “asociación” de moteros que llega a un pueblecito del Oeste americano. La pandilla protagoniza allí distintas peleas y altercados mientras la camarera que les atiende en el único bar de la localidad, una joven llamada Kathie e interpretada por Mary Murphy, les sirve una cerveza tras otra.


La película ¡Salvaje!, de László Benedek (1954), está inspirada en un relato titulado Cyclist´s Raid y firmado por Frank Rooney que apareció en enero de 1951 en la revista Harper’s Magazine.

¿Qué sentirían los jóvenes de los cincuenta al ver esa película? Muchos quizá nunca habían salido de su pueblo y a muchos seguro que les aguardaba un futuro previsible, una vida tranquila y sosegada, sin sobresaltos: casarse con algún otro joven de su comunidad y formar una familia. El motero representa todo lo contrario. Es un tipo duro y arrogante, un joven que luce patillas, cazadora de cuero y gorra de aviador, y que los fines de semana sale a la carretera en busca de diversión y emociones fuertes. Para tantos y tantos jóvenes el personaje interpretado por Marlon Brando encarna una promesa de independencia, el estadio primitivo de la América fundacional, alguien que puede hacer lo que le venga en gana. Tiene la seguridad de que al día siguiente estará en otro lugar sin necesidad de rendir cuentas a nadie: “si me apeteciera acabaría contigo sin ningún esfuerzo y mañana me encontraría lejos y no volveríamos a vernos”, dice en una escena de la película. La posibilidad de dejar atrás las certidumbres de una vida anodina para tomar las riendas de su propio destino, de embarcarse en una aventura de final incierto, es lo que seguramente fascinó a miles de adolescentes. Así lo expresa Kathie, la joven camarera que se enamora de Johnny:

–¿Sabes en lo que solía pensar antes? Pensaba en muchas cosas antes de morir mi madre. Pensaba en que un día alguien aparecería en nuestro bar, me invitaría a una taza de café. Yo le gustaría enseguida. Y me llevaría con él (…)

–¿Y dónde querías que te llevara ese tío extraño, el de la taza de café?

–No lo sé. Y eso es lo de menos.

Una parte del ser de Kathie anhela con todas sus fuerzas rebelarse y escapar con Johnny. Es una aspiración que ha tenido siempre, pero el fallecimiento de su madre ha dificultado su cumplimiento. Se le hace complicado abandonar a su padre, dejarlo solo. Así es la situación de la mujer, aunque sea joven, por aquellos años: su función principal es la de cuidar a los varones, la de atenderlos en todas sus necesidades. De todas formas, justo antes de confesar ese deseo de huida, la muchacha se agacha junto a la moto de Johnny y acaricia una de sus… ¿bujías? La acaricia de arriba abajo, como si estuviera palpando el miembro viril. “Nunca había ido en moto hasta hoy”, dice. “Es rápida. Da cierto miedo, pero lo he olvidado. Me gusta, ya no me da miedo”. Durante todo el metraje la motocicleta aparece como la sublimación de la hombría, de la masculinidad; pero en esta escena también encarna el deseo sexual, el placer que el acto sexual produce. Promesas de libertad y de goce en un contexto marcado por la tradición, por esa moral encorsetada tan característica de los Estados Unidos de los años cincuenta. Montarse encima de una moto la asustaba, pero ahora que por fin lo ha hecho, ahora que por fin lo ha probado, descubre el deleite que proporciona esa experiencia. Así se explica la preocupación de los padres ante estos jóvenes rebeldes y lo que representan: eso es lo que tienen que ofrecer Johnny y los moteros como él a las jóvenes ingenuas.

Sin embargo, Johnny ignora lo que quiere. Únicamente sabe que no le gusta el mundo construido por los adultos y que quiere escapar, que no puede estarse quieto, pero no sabe hacia dónde dirigirse. Kathie reconoce que a Johnny le sobran razones para actuar así, pero también piensa que hay algo profundamente erróneo en esa actitud, por eso no se marcha con él: “Quisiera ir a alguna parte. Quisiera que tú fueras a alguna parte. Para poder ir juntos”. Tras pronunciar esas palabras, se arroja a sus brazos llorando.

El joven no la abraza, no la puede abrazar, y ella termina sollozando en la hierba. Johnny está tan desorientado que podría hacer suyo el comentario que Sal Paradise realiza en un capítulo de En la carretera:

… porque me gustan demasiadas cosas y me confundo y desconcierto corriendo detrás de una estrella fugaz tras otra hasta que me hundo. Así es la noche, y eso produce. No puedo ofrecer más que mi propia confusión.

El motero tan sólo avanza hacia adelante. No hay promesa de algo mejor ni alternativa. No hay marcha atrás. Sólo es capaz de canalizar su rebeldía a través del movimiento y el ruido: los de la música, que aún no es rock’n’roll; los de las peleas y las broncas; los del rugido de un motor avanzando por la carretera.

Ruido, ese ruido estridente que apaga los sonidos del mundo adulto: todo en aquellos jóvenes es atronador, un regalo para los oídos adolescentes. Echemos un vistazo a una instantánea de 1951. En dicha fotografía, un grupo de muchachos se abalanza sobre un Ford Mercury que tiene el capó abierto. Un motor rugiendo es un espectáculo para aquellos teenagers. Ese mismo año pueden escuchar también Rocket 88, de Jackie Brenston: la pieza breve y contundente que para muchos es la primera canción de rock’n’roll. Todo es rápido, sí, e inmediato. Como breves y fugaces son las baladas que cantan o escuchan en los años cincuenta: las canciones apenas duran ciento ochenta segundos y los tocadiscos marchan a toda velocidad, a 33 o a 45 revoluciones por minuto. El mundo gira y gira –al igual que los neumáticos de los vehículos– y los jóvenes se muestran, por primera vez, en una América lujosa, seductora e interminable. Como interminable es el Cadillac Coupé de Ville, el orgullo estético de aquella abundancia: casi seis metros de largo y un motor de ocho cilindros. Un lujazo: con parabrisas panorámico, con aletas y cromados, con elevalunas accionados eléctricamente, con asientos reclinables.

Un coche como ése es lo que había pedido Eddie Cochran, uno de los más influyentes artistas de rock de la época, en una de sus canciones, Teenage Heaven (1959): quería tener su propio Coupé de Ville. Pero eso sí, que su padre le pagara la factura. Cochran también reclama una piscina y menos horas de clase, una habitación con su propio teléfono y poder llegar a casa cuando le plazca. Y que su padre, repetimos, pague la factura. Así son estos jóvenes: rebeldes, sensuales, insolentes, frívolos. Corren y les gusta cantar, bailar y contestar. Dan la nota. Van a toda pastilla.

Hoy, estamos habituados a correr, a perder el fuelle con nuestras prisas. La cosa data de antiguo: aquellos jóvenes de los 50 fueron los primeros que plantearon la velocidad como una huida, como un escape: el repudio de la familia y del asentamiento. Lucían sus vehículos como el vaquero que marcha solo, como un caballero medieval anacrónico. Apretaban el acelerador para sentir el vértigo y la urgencia. “Estábamos todos encantados”, escribe el narrador de En la carretera. “Nos dábamos cuenta de que dejábamos la confusión y el sinsentido atrás y realizábamos nuestra única y noble función del momento: movernos”. Y continúa:

“Todos seguíamos la música y estábamos de acuerdo. La pureza de la carretera. La línea blanca del centro de la autopista se desenrollaba siempre abrazada a nuestro neumático delantero izquierdo como si estuviera pegada a sus estrías. Dean, curvado su musculoso cuello, con una camiseta en la noche invernal, mantenía el coche a enorme velocidad (…) Era una locura; la radio iba a plena potencia.”

James Dean se mató con un Porsche. Bob Dylan tuvo un accidente con una Triumph. El 4 julio de 1956, Elvis se retrató aupado a una Harley. Muy patriótico. Era en Memphis, Tennessee. Hay un audiolibro que reproduce aquellas fotos y aquellas canciones. Sentimos nostalgia de algo que no llegamos a vivir. ¿O es, quizá, melancolía? La melancolía es el dolor por la pérdida de lo que nunca se tuvo. Llegamos tarde a aquella automoción. Y aquí nos tienen: sentados, escribiendo, a punto de regresar a nuestros trabajos peatonales, mirando siempre antes de cruzar por el paso de cebra.

Young Americans

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