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Los monstruos, dos o tres cosas que sabemos de ellos

La historia

Los autores de este libro somos dos historiadores y desde esa perspectiva les hacemos a los lectores una propuesta. Les imaginamos volviendo del trabajo en autobús, quizá en el tren, leyendo estas líneas con cierto descreimiento. ¡Uf, otro volumen más!

¿Han mirado bien a su alrededor? Todo puede parecerles tranquilo pero tengan cuidado ahí dentro: su mundo puede estar a punto de desaparecer. O quizá no, quizá el peligro no esté en el metro o en el bus; quizá estén ustedes en la cama, con la luz de la mesilla encendida, luchando por espantar la oscuridad. ¿Se sienten a salvo? Si así lo creen quizá no deberían seguir leyendo. No querríamos que por nuestra culpa renunciaran a su pequeño islote de certidumbres. Dejen el libro para cuando descubran la verdad, para cuando su propia experiencia les impulse a leerlo. Quizá sea mejor así. Hay horrores que resultan insoportables.

Nuestra propuesta es sencilla. Tienen, además, tiempo para pensarla, nadie les obliga. Las páginas que siguen son un recorrido por el terror del siglo XX. Principalmente del siglo XX. Pero no al modo en que lo harían los historiadores clásicos. Es decir, no vamos a hablar de hechos históricos propiamente dichos, de los espantos y terrores que infligieron esos monstruos de todos conocidos (Hitler, Stalin, etcétera), sino de acontecimientos pavorosos creados por la fantasía, por la imaginación: vamos a analizar el terror proveniente de la ficción tal y como se ha presentado en una serie de obras, tanto literarias como fílmicas y televisivas. Podemos hacernos cargo, podemos entender su perplejidad: no se nos asusten tan pronto. Puede parecerles improcedente que dos historiadores –que supuestamente estudian siempre hechos “reales” acontecidos en el pasado– se dediquen a analizar un conjunto de películas, libros y series de ficción; puede resultar contradictorio que destinen sus esfuerzos a lo irreal..., pero no lo es. Las cosas, a veces, no son lo que parecen.

La ficción no es exactamente, como dijo Mario Vargas Llosa, una mentira. Se trata tan sólo de otro aspecto de la realidad; un aspecto que, debido a sus peculiares características, construye su propia verdad; una verdad que es tan enriquecedora y significativa como la de los sucesos “auténticos”. Las narraciones ficticias permiten reflexionar sobre asuntos de nuestra existencia que de otra manera no podrían expresarse; la imaginación permite conjeturar, articular unas fantasías, unos miedos y unos deseos que de otra forma no podrían ser abordados. Esta rama de la literatura o del arte posee sus propias reglas que nada tienen que ver con las del mundo ordinario pero que, sin embargo, tienen el potencial de explicar la realidad mejor que cientos de ensayos. La ficción, alejándose de “lo real”, puede desvelar crueles verdades.

Nosotros no creemos, como afirman algunos teóricos, que el terror sea un género conservador o reaccionario. Según estos autores el terror, al alejarse de “lo real”, estaría ocultando las fuentes de la injusticia, de la desigualdad, la causa de los males que destruyen el mundo. Que el origen del mal se desconozca, que al enemigo no se le vea o que la amenaza se desarrolle en espacios imaginados no quiere decir necesariamente que se estén esquivando los problemas verdaderos. Nosotros más bien pensamos que el terror está lleno de posibilidades: puede emplearse, como veremos, para legitimar posiciones conservadoras; aunque también para todo lo contrario. El alejamiento que producen el terror, la ciencia-ficción o la fantasía está en condiciones de dejarnos ver, con esa claridad que sólo proporciona la distancia, los problemas que nos acucian, los temores que nos invaden o las ansiedades que tratan de dominarnos.

Como afirma Franco Moretti, “la distancia no es un obstáculo para el conocimiento, sino una de sus formas específicas”. Conocimiento y distancia van, pues, de la mano. Cuando algo está claro, seguramente es asunto irrelevante. Cuando algo exige toda nuestra cavilación, entonces es probable que sea interesante. El historiador Carlo Ginzburg dedicó una de sus obras a la distancia y, justamente, uno de los personajes tratado era Pinocho, Pinocchio: una criatura de madera que nos mira con ojos extraños, con sus ojazos de madera: no nos capta. No es exactamente un monstruo, pero es un carácter distante, ajeno, al que podemos convertir en criatura odiosa.

El objeto de nuestra particular investigación, como decíamos, queda limitado al Novecientos (con alguna incursión en el siglo XXI). Queda reducido a algunos de los monstruos de ficción que ha dado esa época. No queremos ni pretendemos ser exhaustivos, tan sólo aspiramos a reflexionar sobre algunos de los engendros, espectros, criaturas o personajes que más nos han impresionado. Esperamos que el análisis pueda decirnos algo distinto acerca de los miedos y los deseos de esa centuria que aún es la nuestra. Y esperamos que ese examen nos diga cómo somos, aquello a lo que aspiramos y aquello a lo que tememos.

Los monstruos de los que vamos a ocuparnos son en su mayoría de origen norteamericano. Al fin y al cabo es allí donde aparece por primera vez la cultura de masas; es ese el país que ha dominado cultural y políticamente el siglo XX, al menos en Occidente. Es hasta cierto punto lógico, por tanto, que algunas de las imágenes que más nos han angustiado, que algunos de los libros que más nos han hecho estremecer, provengan de allí. No todos, repetimos. Pero sí una importante mayoría.

En Más acá hay monstruos les proponemos, pues, un recorrido por algunas de las ficciones más terroríficas del Novecientos, por esa geografía menuda de lo fantástico: vamos a hablarles de zombis y de niños, de extraterrestres y de taxistas, de pacíficos padres de familia y de ectoplasmas sanguinolentos; de televisiones, cuchillos y moteles; de científicos, detectives y traficantes de drogas. Piénsenlo bien antes de entrar. Aún están a tiempo. Quizá en estas páginas encuentren algo que no estaban buscando.

Esos tipos raros y averiados

“¿Cómo es que no estás leyendo?”, podríamos decirle al amigo aburrido, al adolescente que en la playa se consume. “¿Qué haces que no estás viendo películas, series..., revisando vídeos?”

Estamos en agosto o en diciembre, momento en el que hacemos acopio de volúmenes y films para un pasar, para pasar el mes o la vacación. Es como cuando viene una guerra y acumulamos azúcar y aceite para sobrevivir. Sabemos positivamente de la insuficiencia de esos alimentos, pero sabemos también que ligan con cualquier otro producto para completar la dieta.

Cuando llega agosto o diciembre nos llevamos unos cuantos libros –tal vez muchos– para asegurarnos abono espiritual, quizás el puro entretenimiento. Luego, al concluir ese tiempo de asueto, hemos incumplido parte de los planes. Por ello, algunas de esas obras, algunas de esas películas y series, regresan a sus estantes sin haber sido contempladas. No importa.

La lectura, el cine y la televisión son placeres, placeres de los sentidos y del conocimiento, planes de evasión; pero también son un reconocimiento: a la inteligencia de los otros, a la sutileza con la que esos otros expresan las cosas, a la frase afortunada que justifica un libro, al párrafo que nos salva, a la escena que nos impresiona, a la secuencia que nos aturde.

A fin de cuentas, leer o mirar escrutando nos permite descubrir un acierto, la fortuna de una expresión, de una representación, su sonoridad, belleza o conocimiento. Una obra de creación es un diálogo del autor consigo mismo y un tanteo con otros interlocutores potenciales. Nosotros, los lectores, tal vez hallemos en las últimas líneas de una página una iluminación, un estremecimiento, un logro verbal y emocional, lucidez o jovialidad. Igual que ante la pantalla.

Los monstruos son materia común de la televisión, del cine y de la literatura. Ya forman parte del Star System; se han convertido en iconos de la maldad y la perversidad. Son símbolos de las desazones humanas y por ello los tomamos como reflejos deformados. El sueño de la razón produce engendros, sí, y cuando suspendemos nuestras defensas, cuando descuidamos nuestra vigilancia, la ficción reaparece para alivio o delirio nuestro. En ese ámbito, los monstruos dominan la Tierra, se adueñan de nuestras pesadillas e incluso invaden las quimeras que alocadamente nos hacemos. Hay toda una minúscula geografía fantástica, una topografía demente de lo cotidiano: corredores, túneles, pozos, celdas, armarios. Por esos y otros lugares acechan. ¿Por qué no los expulsamos de nuestra mente?

Porque expresan nuestro malestar, porque nos desdoblan, porque nos muestran nuestra identidad informe, porque canalizan nuestros miedos, porque subliman nuestras inquietudes, porque nos hacen pensarnos mejor a nosotros mismos, porque incluso nos atemperan. Sorprendentemente. Pongamos un ejemplo notorio y local, el caso de un español que adoró a los monstruos y que hizo de ellos asunto literario. Nos referimos a Javier Tomeo.

Este escritor tenía especial predilección por las criaturas más dolidas, por los tipos raros y averiados. Y uno de ellos, que siempre le enterneció, fue el lobo, particularmente el hombre-lobo. Caperucita fue salvada gracias los pastores, un oficio nobilísimo de armas tomar. Acribillaron al antepasado del lobo del que ahora hablamos. Y esta bestia vive con dolor el aislamiento y esa herida de estirpe. De hecho, murió de soledad, nos dice Tomeo: luego…, es un lobo fantasmal. El colmo. O el colmillo.

Nuestro autor inventaba personajes extravagantes, algo locos, que salían desnudos al balcón, en bolas: enseñando sus partes, sus partes pudendas, sus vergüenzas. No podemos imaginarlos: somos muy limitados para pensar en un varón desnudo. Tomeo creaba pajarillos que se alegraban de ver dichas desnudeces. Eran aves normales, no vayan a pensar, absolutamente entregadas al alpiste, rico en carbohidratos y pobre en grasas, según nos advertía el propio escritor. Pongamos un ejemplo. El caballero, en pelota picada, alimenta al pajarico y al mismo tiempo se exhibe ante la vecina de enfrente. Los colgajos se ven claramente. Ella lo examina con prismáticos, nada menos. Nos confiesa el personaje que a la dama no le interesa su cara, sino su entrepierna. ¿Será verdad? No queremos ni pensar en la inmundicia y la impudicia que debe acumular. ¿Quién?

Javier Tomeo le tenía mucho cariño a la televisión, esa gran desconocida. Sentía simpatía por dicho artilugio, ese monstruo metálico y rectilíneo que literalmente devora. ¿Recuerdan Poltergeist? Nos compramos un aparato nuevo, de muchas pulgadas, y muy ufanos lo colocamos en la parte noble del salón. ¿Dispuestos a qué? Dispuestos a sorprender a la audiencia… ¿Cuál es el resultado? Al poco tiempo, la pantalla catódica o plana ha devorado a un par de telespectadores, familiares nuestros que estaban en el comedor. La última vez que tuvimos contactos con ellos estaban abducidos… Mientras tanto, la abuela sigue allí, sin verla, sin inmutarse, sin enterarse. Haciendo calceta.

Nuestro hombre también ideaba personajes que sudaban mucho, como cerdos. Este tipo de secreción es un dato imprescindible de su literatura: como las borracheras y los ojos asimétricos. ¿Sudan los cerdos?, se pregunta un personaje suyo. Quizá se autorrefrigeren, dice uno de sus locos, esos dementes que se expresan con tanta verborrea. Pero entonces si el personaje que suda está sudando no es exactamente un cerdo. Un galimatías.

Tomeo imaginaba azoteas, casas con altillos, cobertizos, balcones (siempre balcones). Constantemente en las alturas, con escaleras inacabables, con peldaños interminables. No era infrecuente que esas casas estuvieran habitadas por muñecas muertas, piezas inertes ¿Algo sadomasoquista? ¿Algo fetichista? Bueno, conocemos algún cuento suyo en que todas las muñecas de la casa están ahorcadas y justamente a la medianoche empiezan a suspirar de manera muy sospechosa. La patrona del inmueble es quien las colgó y las exterminó.

Javier Tomeo llegó a soñar con ínsulas remotas, espacios lejanos a los que ir para no regresar, islas rodeadas por mares insondables y hasta inverosímiles: de color amarillo, nada menos, que es el color del dinero. Y el del diablo. Y el del calor. Islas sin vistas, sin perspectiva. Como dijo el escritor en cierta ocasión, “hace tiempo que el horizonte dejó de interesarme”. Tomeo era un tipo gordo, pero no tanto como para encarnar al Ogro. Sus monstruos, como decíamos, nos atemperan, nos ayudan a sacudirnos la gravedad de la existencia. Allá en lontananza estará riéndose de todos nosotros. Pegado a sus criaturas, muerto, sí. Muerto de miedo.

El miedo

¿Qué es el terror? Cuando un estremecimiento nos atraviesa la espalda...; o cuando simplemente temblamos y sentimos que el corazón se acelera con una palpitación incontrolable...; cuando desistimos, quizá derrotados, observando con aprensión aquello que nos paraliza...; o cuando entornamos los párpados para velar la visión, para atisbar mínimamente lo que nos amenaza; cuando cerramos los ojos para no distinguir lo que ya se cierne fatalmente; o cuando no vemos nada, pero nos aterrorizamos igual, pues nos lo están contando o lo estamos leyendo...: es en ese momento cuando sabemos lo que es el miedo.

La palabra reelabora el hecho y lo venidero, lo que está a punto de asfixiarnos. Entonces, sólo entonces, descubrimos cuál es el trastorno más antiguo e intenso de los seres humanos. El miedo, el miedo preternatural o el ordinario. Experimentarlo, padecerlo. “El miedo es algo terrible, la sensación atroz de que el alma misma se desgarra y un fuerte dolor te sacude la cabeza y el cuerpo de tal manera que sólo de pensarlo ya te sobrecoge”. Así describe esta emoción Guy de Maupassant en uno de sus relatos, titulado precisamente El miedo. Es un sentimiento “que nada tiene que ver con la valentía de cada cual ni con la situación en la que se encuentre”, continúa el escritor francés. “El miedo sobreviene en circunstancias anormales, bajo influencias misteriosas propiciadas por peligros irreconocibles”. Y concluye: “El verdadero miedo es una reminiscencia de un terror inmaterial y ancestral”. Así lo pensaba también Howard Phillips Lovecraft, quien al comienzo de El horror en la literatura añadía: “Y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”.

Sentimos pavor frente lo desconocido, sí, frente al roce de lo áspero o de lo blando y untuoso, de lo que debiendo estar templado permanece frío como el hielo; de lo que nos toca blandamente y nos repele; de lo excesivamente tórrido, de lo que nos quema o nos agosta. Eso es el terror, una emoción de miedo, una conmoción muy intensa que no frena la luz, la razón o la ventilación; una forma de presentar la realidad que aplaca el optimismo y cuestiona la fe ciega en el progreso. El horror, el horror.

Obcecados, vivimos con aturdimiento el desorden. Tratamos de orientarnos ante la realidad, ante una vida que en ocasiones parece escapársenos entre las manos. Oímos un chillido infantil. ¿Será uno de los nuestros? Es entonces cuando nos tapamos con el embozo de la sábana, cuando nos encogemos hasta hacernos un ovillo, cuando cerramos con fuerza los ojos anhelando el despertar. Pero nada sucede. Los extraños sonidos continúan allí y nuestra imaginación se desboca. Nos sabemos inmersos en una atmósfera que ahoga. Nos sabemos víctimas de un irrefrenable espanto, de un presagio que se va materializando: pequeños signos que parecen indicar algo, ruidos que no identificamos, sospechas que no podemos olvidar.

Pocas lecturas inquietan tanto como los relatos de terror. No pedimos una acumulación de horrores o de páginas; tampoco exigimos una suma de torturas o de lances. Lo único que reclamamos al autor es economía de medios: que administre con sumo cuidado los materiales cotidianos y terroríficos. A veces un simple dato cambia radicalmente el orden natural de las cosas presentando la realidad bajo un monstruoso aspecto, una presencia, una insinuación.

¿Hacen falta muertos, vampiros, cementerios, bruma, oscuridad, luna llena? ¿Hacen falta maldiciones antiguas, pecados sin penitencia, prácticas culpables? Pues sí, por qué no. Pero sobre todo hace falta que nos hielen el corazón poco a poco o que nos asombren al final. ¿Con qué recursos? Nos pueden aturdir con ese aparecido que se resiste a morir, con ese doble que nos enajena…

Hay un cuento de Edgar Allan Poe que leímos siendo adolescentes, en fechas distintas, y que todavía nos impresiona. Es El pozo y el péndulo. Narrado en primera persona, alguien cuenta las angustias, los temores a que debía hacer frente un prisionero de la Inquisición, un condenado a muerte. La prisión inmunda en la que está aherrojado albergaba instrumentos de tortura cuya ferocidad no revelaremos, unos instrumentos que crean un clímax insoportable en el lector, solidario con el cautivo. Llegado un determinado momento todo cambia: “Una mano tendida sujetó mi brazo en el instante en que, desmayado, me precipitaba al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La Inquisición estaba en poder de sus enemigos”.

Cuando cada uno de nosotros leímos este cuento no nos preguntábamos cuál era el delito cometido por el cautivo. No nos importaba. Cuando leímos el relato creíamos que esa entrada triunfal, en los albores del mundo contemporáneo, acababa con las cárceles secretas, con la tortura, con las sevicias del despotismo. La historia posterior a la Inquisición, que luego estudiamos al formarnos como historiadores, nos hizo enmendarnos de tan tierno error. Ah, los bellos ideales de la adolescencia... Pero ahora ya lo sabemos sin atisbo de duda: bajo tierra, en las mazmorras, agazapado entre las sombras; o quizá en la superficie, invisible para casi todos, el terror nos aguarda. ¿Podremos, aunque sea brevemente, aguantar la mirada?

El monstruo, lo monstruoso

Así, a bote pronto, creemos saber qué es la fealdad. Todos, de consuno, responderemos: la fealdad es lo contrario de la belleza, siendo la belleza aquello que se caracteriza por la armonía, por la proporción. O como dijera Edmund Burke en su Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello (1757): la belleza se define por su carácter limpio y satinado, por su delicadeza; por su lisura, por su falta de aristas; por su tono claro y brillante, contenido. Convencionalmente, lo feo sería el negativo exacto, aquello que carece de todas esas propiedades: esto es, aquello que no tiene concertación entre sus partes, aquello a lo que le falta correspondencia, un buen ensamblaje o adherencia; también lo irregular, lo áspero, lo oscuro.

Ser feo es, además, ser reconocido como tal. Siempre hay alguien que escruta, alguien que juzga, alguien que valora tu deformidad, tu grande o pequeña patología. Miramos a la criatura de Victor Frankenstein y admitimos el espanto que nos provoca: su rostro hecho de jirones mal casados y mal cosidos, una cara abotargada, ese extraño aspecto de muerte. Observamos al Conde Drácula y vemos una fealdad indiscutible: su macilento color y un alargamiento, estrechamiento y afinamiento de los colmillos, algo que contrasta con el porte e incluso con la elegancia del señor noble.

Estos juicios estéticos son convencionales, culturales. Nos hemos habituado a cierta proporcionalidad de los rostros, a su carnosidad tersa, a su color blanco o sonrosado y todo lo que contraríe esa presentación nos incomoda o nos repugna. Siempre hay un público que tiene un canon de belleza, unos espectadores que se rigen por unas normas de lo que es la beldad o la normalidad.

Es entonces cuando un desajuste de los elementos o algo patológicamente desarrollado, que puede ser la propia incongruencia de las partes de un rostro, asombra o asusta o repele. Una calva absoluta, sin pelo, da un aspecto brutal, enfermizo, en ocasiones fálico; unas ojeras azulosas, que parecen pregonar malos genes, mala vida o malos sentimientos; una nariz exagerada, con verrugas y otras carnosidades, con todos sus poros abiertos, con unas dimensiones generosas; unos ojos desiguales, inarmónicos, con estrabismos; un cabello ensortijado, casi endemoniadamente rizado o crespo da como resultado un aspecto fiero; un pelo rojo, excepcional, del color del fuego, ha sido tradicionalmente objeto de sospecha. Etcétera.

Desde esta perspectiva lo feo sería también lo que no posee conformidad o equilibrio: lo que, en suma, es desordenado, con elementos desproporcionados. Pero, como bien nos advierte Umberto Eco en su Historia de la fealdad, esta categoría estética es una construcción cultural e histórica, un criterio que cambia de acuerdo con la idea misma de lo aceptable, de lo tolerable, de lo normal, de habitual, de lo convencional, de lo sano.

Pero no podemos conformarnos diciendo que todo cambia con el curso del tiempo y que, por tanto, es imposible definir lo feo. En cada momento histórico, en cada sociedad, en cada cultura, sabemos o creemos saber qué es lo que nos sorprende desagradablemente, lo que nos repugna estéticamente. Puede que no siempre sea lo mismo, en efecto, pero eso que repudiamos por su fealdad lo rechazamos valiéndonos de un sentimiento semejante: algo hay en un rostro, en un objeto, en un paisaje o en un hecho que juzgamos feo. Es decir, algo hay que vemos inarmónico, desatinado, contrario a su tiempo, inesperado, insoportable.

Admitido lo anterior, tenemos, sin embargo, dos asuntos importantes a considerar. ¿Qué pasa cuando esa percepción la tiene quien se vive feo, ajeno, distante, desencajado? ¿Y qué sucede cuando lo feo es validado, cuando es incorporado como parte de lo estético? En el primer caso, no se trata de que te vean feo, ajeno, distante, desencajado, sino de que tú te veas así. Cuando tal cosa ocurre, la impresión de extrañeza, de extrañamiento, incomoda, desestructura el yo frágil de quien sobrevive como puede.

Pensamos en la criatura de Frankenstein, por supuesto. Él, que era de identidad prístina, incontaminada, acaba viéndose así: como un monstruo. ¿Lo es? Para quienes lo juzgan con los criterios estéticos del Setecientos u Ochocientos, para su propio creador (Victor Frankenstein), es desde luego un ser espantoso, de suturas mal zurcidas, de rostro tumefacto, con pliegues que lo avejentan… a pesar de su edad infantil. Difícilmente te van a aceptar los demás si tú no te aceptas, si además se hace explícito el rechazo.

Pero hay algo raro en ese monstruo: si prescindimos de Victor –tan irresponsable y duro–, la fealdad del ser nos conmueve. Por eso, lo hemos incorporado y lo hemos rehabilitado. Está solo, se siente solo: nadie le dispensa ternura alguna. Se pregunta para qué vive, para qué se le ha creado, y por ello interpela al mundo que lo repudia: él no es culpable de la fealdad. Lo sabemos y por ello le perdonamos hoy. Hoy. ¿Quién, alguna vez, no se ha sentido extraño, incómodo, ajeno al entorno en que existe? Es, de hecho, una constante de la condición humana. Hay al menos un momento en nuestras vidas en que nos sentimos mal encajados. El niño que no sabe cómo crecer, cómo madurar. El bicho que no se sabe integrar.

Hay momentos en que todo va deprisa; hay días en que las cosas se desbordan. Te sientes como un insecto. Mueves tus patitas, corres, pero el mundo te resulta gigantesco. No sabes qué hacer porque eres inoperante. Al final dependes de la benevolencia de los otros y dependes del espanto que provocas. Nos sucede a menudo, ¿no es cierto? Les ocurre a quienes tienen mucho trabajo y a quienes simplemente observan el entorno.

Algunos días decaemos, víctimas del cansancio, víctimas de la decepción o la presión. Nos vemos incapaces de afrontar las funciones que nos están encomendadas, las tareas a que nos hemos comprometido. Nos sentimos hostigados, debilitados. Quizá son muchas las expectativas; quizá pecamos de omnipotencia. Es en ese momento cuando percibimos especialmente la fragilidad o el aislamiento, la soledad o la derrota a que estamos condenados.

Pero empieza un nuevo día, y muy animosos nos proponemos salir adelante, encarando la nueva circunstancia. Decimos esto y pensamos inmediatamente en un relato célebre y estremecedor, fechado en 1915: La metamorfosis, también traducido como La transformación. ¿De cuántas ediciones de esta obra disponemos? Tenemos las publicadas por Alianza, por Biblioteca Nueva, por Espasa, por Galaxia Gutenberg y ahora por Paréntesis.

Tenemos una razón nueva para leer o releer el relato de Franz Kafka y para preguntarnos qué es ser feo y finalmente monstruoso. Eso nos pasa. Con cada relectura, la historia cobra una dimensión distinta o efectivamente nueva, quizá un énfasis que antes no vimos o no supimos subrayar. Su famoso principio aún nos conmueve:

“Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Se hallaba echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.

– ¿Qué me ha sucedido?

No soñaba, no.”

Lo grave, lo espantoso, es que no se trata de una simple alucinación, lo que le sucede no es un mal sueño. De una pesadilla podemos despertar. De la fatalidad cotidiana, de la miseria ordinaria, no. Gregorio Samsa ha despertado, sí, y lo que aprecia y distingue son unas patitas en movimiento; lo que siente es un caparazón. No es, pues, un simple delirio, sino una realidad tozuda: la de su muda, la de una transformación animal. La conversión en monstruo.

A partir de ese momento comienza un día incierto, la refundación del mundo pequeño y previsible de un viajante. Porque Samsa es un viajante de comercio, un hombre obligado a desplazarse, a negociar con un género que no es suyo. Es un tipo baqueteado por la vida. Ha de vigilar el horario de los trenes, ha de sobrevivir con ranchos irregulares y de ínfima calidad. Pero sobre todo –y eso es lo que más le duele– ha de tener tratos superficiales, puramente instrumentales: “relaciones que cambian de continuo, que no duran nunca, que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales, y en que el corazón nunca puede tener parte.”

Esto mismo, las relaciones inconstantes y distantes, es el infierno del viajante: esos tratos superficiales que enfrían en ánimo hasta secarlo. ¿Dónde están los afectos? ¿Qué hay de los vínculos emocionales, de la confianza permanente? Pobre Samsa.

¿Qué es lo que él deplora? Tener que desarrollar un trabajo que no le complace, urgido por un amo o por un encargado pero sobre todo por un sistema que le arrastra. Gregorio, forzado por una deuda contraída por el padre, parece no tener alternativa. Es cierto que Samsa ha pasado de dependiente a viajante, orgullosamente cargado con su muestrario de paños. No es menor verdad que eso le ha facilitado su buen dinerito, con comisiones pingües muy beneficiosas para la familia: por un lado, ha ido cubriendo la deuda del progenitor, ya retirado; por otro, le ha permitido hacerse con un pequeño capital.

El trabajo penoso y eficaz, constante y semiesclavo, de Gregorio les iba a procurar un futuro, una provisión de porvenir. A su hermana, por ejemplo, ya la veía como estudiante inmediata del Conservatorio… Ahora, todo esto no es más que una quimera.

Samsa se adapta a su nuevo estado monstruoso y sobrevive o malvive como insecto, trepando por las paredes, encerrado en esa habitación que su hermana asea con regularidad. Lo alimenta con comida pasada o podrida que amorosamente trae; también con los restos que diligentemente retira.

La madre aún espera verlo, aunque ha sido advertida por su esposo, siempre difidente con el hijo. Y es entonces, en efecto, cuando aparece con toda su presencia la figura del padre, esa referencia ominosa que es constante en la literatura de Kafka. El padre, siempre poderoso, autoritario, resuelto, mundano y tendencialmente violento. ¿Un monstruo?

El padre es una figura ciertamente amenazante: ahora que Gregorio es un insecto, una criatura inverosímil, pero también antes, cuando Samsa era un diligente, un industrioso hijo que velaba por la familia y sus necesidades. En el padre siempre hay un punto de decepción. Temía la exigua condición de Gregorio y teme que ahora les arruine la vida, convertido en ese bicho que es, alojado en el cuarto.

En el relato de Kafka, el padre es un ser derrengado o abatido, físicamente hundido. Pero en otros momentos es también un tipo armado, armado con un bastón o con una manzana. Puede deslomarle o puede hundirle el caparazón.

La vida familiar de Samsa va perdiendo sentido. Conforme avancen los días, más evidente será el deterioro que experimenta tras una agresión física, real, del padre: el progenitor le lanza una manzana que se hundirá en su organismo, pudriéndose: haciendo de su cuerpo una materia aún más repulsiva y monstruosa. Si hay futuro, no es para Gregorio. La mutación de Samsa ha obligado al padre, a la madre y a la hermana a buscarse sus respectivas ocupaciones.

Los que antes estaban enfermos o indolentes ahora se esfuerzan y madrugan. Han de vivir, ¿no es cierto? Ahora que Gregorio no ingresa dinero y que su deterioro crece, lo mejor que puede hacer la familia es trabajar.

“–Queridos padres –dijo la hermana, dando, a modo de introducción, un fuerte puñetazo sobre la mesa–, esto no puede continuar así. Si vosotros no lo comprendéis, yo me doy cuenta de ello. Ante este monstruo, no quiero ni siquiera pronunciar el nombre de mi hermano; y, por tanto, sólo diré esto: es forzoso intentar librarnos de él.”

No tendrán que librarse de él, como propone la hermana. El cuerpo arruinado de Samsa se irá apagando. No tendrán, pues, que echar al monstruo y así podrán desterrar la idea de que ese bicho que agoniza es verdaderamente Gregorio. “¿Cómo puede ser esto Gregorio? Si tal fuese, ya hace tiempo que hubiera comprendido que no es posible que unos seres humanos vivan en comunidad con semejante bicho”.

El prólogo de Antonio Rivero Taravillo para la edición de Paréntesis se titula Todos nos llamamos Samsa (2010). Por su parte, la introducción que firmaba José María González García para Biblioteca Nueva tenía un rótulo prácticamente idéntico: Todos somos Gregor Samsa (2000). Podríamos encontrar coincidencias semejantes en otras editoriales. ¿Qué significa eso? Para Vladímir Nabokov o Pietro Citati, para María Zambrano o Jorge Luis Borges, Samsa es un atormentado personaje, concreto y genérico a un tiempo, que encarna la condición humana: su fragilidad y su miseria, su empeño fracasado, la condena bíblica del trabajo. Encarna igualmente lo monstruoso de nuestra fatalidad. Lo común es interpretar a Gregorio como el individuo corriente de un siglo desastroso y violento, como el tipo que nada puede hacer frente al hado. Nada, salvo dejarse aplastar.

Samsa intenta levantarse; intenta comprender su nueva y acabada condición; intenta hacerse entender por aquellos que todo le deben. Él parece que está en el mundo sólo para saldar una deuda, sólo para cubrir un descubierto de su padre. Por eso, vive así, como un individuo joven que ha de cargar con los débitos de las generaciones precedentes, mientras los restantes se inhiben: quienes lo rodean no trabajan, no asumen sus respectivas cargas hasta que la fatalidad convierte a Gregorio en un bicho irremediable. Decimos un bicho irremediable porque ya no hay vuelta atrás, ya no hay escapatoria.

El cuerpo es su cárcel, ese repugnante organismo abombado, de duro caparazón, de cortas patitas. ¿Cómo mirarse al espejo y cómo ser mirado por los otros? La suerte de Samsa es la maldición del monstruo: del monstruo de Frankenstein, por ejemplo. O del Conde Drácula, que ni siquiera tiene reflejo. También Gregorio carece de comunidad humana, de relaciones que puedan desarrollarse con normalidad. Su simple visión provoca repugnancia y, por tanto, todos huyen, le evitan o incluso le agreden.

El monstruo imaginado por Mary Shelley hablaba y se hacía entender: sólo la insensibilidad y la irresponsabilidad de Victor Frankenstein y sólo el repudio espantado de los otros le impedían tener una vida retirada pero aceptable. El monstruo de Kafka emite sonidos que él juzga lenguaje humano, lenguaje articulado. Su familia, sin embargo, únicamente escucha gruñidos carentes de sentido. Su suerte es peor: ni siquiera está hecho de restos humanos.

Samsa quiere despertar en los otros la cercanía, los vínculos primarios, los afectos más inmediatos. Cuando desempeñaba su profesión se lamentaba de las relaciones inconstantes. Como contrapartida tenía al menos los lazos familiares: padre, madre y hermana… egoístas, sí, pero seres a los que identificaba como miembros de una misma comunidad moral. Ahora ni eso le queda. La soledad más extrema es la suya. ¿Qué más se puede decir de una época tan desastrosa? Cuando Kafka concibe esta historia, triunfa el pesimismo, se extiende el desasosiego, todo se hunde.

En una carta de Franz Kafka a la editorial Kurt Wolff, de Praga, fechada el 25 de octubre de 1915, leemos:

“Me escribieron ustedes últimamente diciendo que Ottomar Starke realizará la ilustración para la cubierta de La metamorfosis. (…). Resulta que se me ha ocurrido, dado que Starke será realmente el ilustrador, que quizás esté en su deseo querer dibujar el mismísimo insecto. ¡Esto no, por favor! No quisiera reducir su poder de influencia, sino sólo exponer un deseo, debido a mi evidente mejor conocimiento de la historia. El insecto mismo no puede ser dibujado. Ni tan sólo puede ser mostrado desde lejos. En caso de que no exista tal intención, mi petición resulta ridícula; mejor. Les estaría muy agradecido por la mediación y el apoyo de mi ruego. Si yo mismo pudiera proponer algún tema para la ilustración, escogería temas como: los padres y el apoderado ante la puerta cerrada; o mejor todavía: los padres y la hermana en la habitación fuertemente iluminada, mientras la puerta hacia el sombrío cuarto contiguo se encuentra abierta.”

Ambas imágenes propuestas por Kafka son verdaderamente reveladoras. Por un lado contamos con la puerta cerrada de la pieza en que se aloja el bicho. Por otro tenemos el cuarto oscuro del insecto. La puerta es frontera clausurada, barrera o cierre, un límite físico que separa al insecto de la familia a la que pertenece. Es algo literal. Si no podemos traspasar el quicio, el umbral nos está vedado; si al otro lado o más acá hay monstruos, es preferible mantener cerrada esa puerta de lo amenazante y de lo inconsciente. Es posible que la casa esté ya tomada, invadida por una bestia. Se apropia del espacio. ¿Qué hacer? Y la oscuridad, según la imagen propuesta por Kafka, es el negativo de la luz, de la normalidad. Es lo patológico: lo contrario de lo que esos individuos corrientes son. O quizá no; quizá el cierre y la oscuridad contienen o revelan el fondo animal de los humanos, egoístas y laboriosos a un tiempo; una puerta que puede abrirse en cualquier momento…

Pero vamos a parar, que nos perdemos. Nos preguntábamos qué hacer, qué cosas podemos hacer con Kafka. Hay que obviar la metáfora desbocada de lo real, de la que Susan Sontag fue abiertamente contraria. Como dijo esta autora en uno de sus ensayos más polémicos y paradójicos, Contra la interpretación (1964), cavilamos sobre lo latente sin atender siempre a lo manifiesto, que es lo importante. Con frecuencia nos dejamos llevar por el símbolo olvidando lo concreto. En nuestra época, los propios autores se protegen contra esto. Sontag citaba expresamente el caso de Thomas Mann, que solía incluir en las novelas la interpretación que él quería para sus obras. Era un gesto irónico. Y entre las víctimas de esto, de la sobreinterpretación, de la hermenéutica del texto frente a la erótica del arte, Sontag aludía concretamente a Kafka:

“La obra de Kafka, por ejemplo, ha estado sujeta a secuestros en serie por no menos de tres ejércitos de intérpretes. Quienes leen a Kafka como alegoría social ven en él ejemplos clínicos de las frustraciones y la insensatez de la burocracia moderna, y su expresión definitiva en el estado totalitario. Quienes leen a Kafka como alegoría psicoanalítica ven en él desesperadas revelaciones del temor de Kafka a su padre, sus angustias de castración, su sensación de su propia impotencia, su dependencia a los sueños. Quienes leen a Kafka como alegoría religiosa…”

Etcétera, etcétera. ¿Podemos evitar la metáfora desbocada? “La efusión de las interpretaciones del arte envenena hoy nuestras sensibilidades, tanto como los gases de los automóviles y de la industria pesada enrarecen la atmósfera urbana”, se lamentaba Susan Sontag en 1964, empleando metáforas muy circunstanciales, muy características de esa época. Entendemos su reacción antialegórica, pero no hay una atmósfera cultural incontaminada a la que aún podamos acceder. ¿Podemos leer a Kafka sin saber qué se ha hecho con él?

Hay un modo de disfrutar La metamorfosis o La transformación, que es el de compartir con Samsa su miedo real. Como con los restantes monstruos que por estas páginas van a desfilar. Dejémonos llevar: abramos la puerta e ingresemos en la oscuridad del cuarto. No sabemos qué es lo que hay. Lo que haya, el narrador nos lo dirá. No le pidamos, además, que nos dibuje al insecto. “El insecto mismo no puede ser dibujado”.

Más acá hay monstruos

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