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INTRODUCCIÓN

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No hubo advertencia alguna para la sorpresa que me esperaba. Llovía copiosamente sobre Buenos Aires esa mañana de viernes. Todo se movía en cámara lenta. Sentado en el sillón del living de casa gozaba la compañía del diario en mi falda y el mate en la mano. La cabeza hacia atrás revolvía inconexos pensamientos que anticipaban un fin de semana apagado, los únicos que uno disfruta verdaderamente después de semanas en las que parece imposible adueñarse de un poco tiempo.

Minutos antes había repasado el boceto de mi nuevo proyecto “literario”. La idea era de una simpleza atroz. Y eso era justamente lo que lo hacía casi inabarcable: intentaría usar las experiencias de varias personalidades únicas en diferentes áreas de la vida para explicar los límites, las excepciones a las regla. En definitiva, buscaba contar cómo los grandes actos que los marcaron redefinen grandes temas contemporáneos a los que nos solemos abocar.

Para eso buscaba entrevistar a políticos, artistas, académicos, deportistas, militares y muchas otras personas, incluso aquellas que se consideraban “comunes” y a las que el destino había cooptado para experiencias casi fantásticas. El objetivo era simple: encontrar definiciones de varios paradigmas pero usar distintos caminos para atravesarlos e interpretarlos. Esos caminos eran, en rigor, diferentes personas y sus experiencias. Lentes diferentes para una misma realidad.

Los temas a tratar no buscaban ser originales sino aquellos sobre lo que actualmente se debate en la opinión pública, las empresas y también en las aulas. Yo les digo los siete pecados de los recursos humanos: talento, diversidad, liderazgo, Generación Y, emociones, suerte y negociación.

El sonido de mi Blackberry me sacó del ensueño. Atendí. Del otro lado, escuché, quizá como nunca antes, el sonido de una explosión de emoción. O de locura. Era mi amiga Sandra. “Mañana nos espera en su casa”, gritaba y repetía sin más información sobre qué, dónde, quién y por qué. En segundos logré sobresaltarme. Tardé un minuto en canalizar su energía en ideas concretas. Dejé el mate, revoleé el diario y empecé a caminar por casa con el teléfono pegado a la oreja.

Tardé unos segundos en traducir su excitación y acomodar los pensamientos dentro de mí cabeza. “¿Mañana sábado?”, pregunté. La respuesta fue afirmativa. El silencio ganó entonces la escena por un tiempo. “¿Mañana?”, repregunté sin creerle del todo. “Sí”, afirmó sin dudas.

Las gotas de lluvia se divertían chocando entre sí y rodando hacia abajo en el ventanal del balcón del living. Eran los primeros indicios de la alerta meteorológica que venían anunciado desde la noche anterior en los medios de comunicación. “No podemos no ir”, había dicho Sandra con cierto atino. Era una oportunidad, quizás única de conocerlo, de incluirlo a este proyecto.

Me estiré en el sillón con una sensación especial, que mezclaba ansiedad, temor y triunfo. Me iba en encontrar con él finalmente, luego de dos meses de intensas negociaciones dentro del equipo de discusión que habíamos armado para el nuevo proyecto. Sin embargo, después de extensos debates, no había dudas de que él sintetizaba casi todas, aunque de diferentes maneras, las cualidades y experiencias que finalmente buscábamos comprender y definir. Iba a conocerlo. La emoción de transitar su camino empezaba a extrañamente embriagarme.

Suerte, casualidad o destino, la agenda cambió de un día para el otro. Casi como los hechos que habían marcado su vida. Había poco tiempo para procesar los pensamientos que se atragantaban en mi mente. Revoloteaban escenas del futuro encuentro, cómo sería, qué tipo de mística nos rodearía, qué sentiría. Algo ya vibraba en mi interior. Estaba seguro que la posibilidad de escuchar su vivencia única de su propia boca, de que la compartiera conmigo, era ya una ganancia.

Dejé las maquinaciones y me preparé para ir a la oficina. Todo era vertiginoso y el tiempo se escapaba. Tomé un taxi en la puerta del edificio. Aproveché el viaje para comprar los tickets de avión a Uruguay para la mañana siguiente desde mi celular. En la radio repetían las recomendaciones para enfrentar la alerta meteorológica. La duda de conocer su historia y cruzarla con mi viaje me abrumaba mientras las gotas de lluvia se hacían más gruesas y frecuentes.

En la oficina, un día normal se había convertido en algo atípico. Entre reunión y reunión repasaba las preguntas para la entrevista. Después de tantos años trabajando como selector, puedo decir que había encontrado a un entrevistado que me apabullaba incluso antes de conocernos. No era el primer líder que se reunía conmigo para el libro, una de las tareas era justamente enriquecer el texto a través de la diversidad de opiniones, pero sí era una persona especial.

“¡Guau!, ¿cómo voy a hacer con Roberto?”, me pregunté. “Este encuentro va a ser taxativamente distinto a todos los que tuve”, fue la expectante respuesta para mí mismo. Preparé todo para el viaje, si uno puede estarlo para estas ocasiones especiales. En casa me costó dominar el sueño.

Me desperté temprano gracias al ruido de la lluvia. Tomé un baño y luego unas comí unas tostadas acompañadas por un mate. Me dirigí al aeropuerto, donde me encontré a Sandra. El viaje, por suerte, fue corto y seguro. Bajamos del avión y apenas pasamos migraciones, lo llamé a su celular.

—Hola, Roberto, soy Ale Mascó. ¿Cómo estás?

—Hola, Alejandro, ¿ya llegaron?

—Sí, vamos a tomar un taxi para tu casa.

—De ninguna manera, los voy a buscar. En 5 minutos estoy ahí.

—No Roberto, no te hagas problema: vamos en taxi.

—En 5 minutos estoy ahí —repitió.

Su tono era decidido, directo y firme, pero al mismo tiempo se sentía amable y contendor en el trato con nosotros. Eran sin duda, algunos indicios de las características o cualidades que, como líder, describían quienes lo conocían en diferentes artículos que había leído sobre él.

Unos 8 minutos después, Roberto Canessa –aquel que en octubre de 1972 se esfumó durante un vuelo sobre Los Andes junto al equipo de rugby que integraba– apareció de repente en el aeropuerto. El hombre de “la tragedia de los Andes” nos subió amablemente a su auto. Yo me senté junto a él y le conté detalladamente mi historia. En definitiva, el motivo de mi viaje. Casi me resultó gracioso describirle mi aventura cuando la contrastaba con la suya. Pero fue sumamente respetuoso e interesado con todo lo que le contaba.

En su casa, nos recibieron su esposa Laura, su hija Lala y otro de sus dos varones. Sus sostenes en la vida. Se respiraba serenidad y paz. No sé si era parte de la propia idiosincrasia uruguaya o que un espíritu de “vida ganada” apabullaba a todo aquel que se animara a atravesar la puerta.

Nos sentamos en el living de su casa como si fuésemos parte de la familia. “¿Comieron?”, preguntó Roberto. Casi automáticamente, negué con la cabeza. Los grandes ojos de Sandra me hicieron dar cuenta del error de mi respuesta. Varios minutos después, Laura llegó con una bandeja repleta de milanesas y ensaladas. Almorzamos, tomamos café y charlamos livianamente.

Llegó la hora de encender el grabador y comenzar a preguntar. Recostado en los sillones comenzó a fluir la historia y detrás, la emoción. Con cada anécdota, que Laura acompañaba, revivíamos la experiencia: sentimos la amistad, el miedo, el hambre, la esperanza, la tristeza y la alegría. Todo se condensaba en sus palabras. Era una historia sobre destino, el liderazgo, el trabajo de equipo entre hombres diferentes y conflictivos, y el talento para sobrevivir en la fría montaña.

Mientras escuchaba sus palabras entrecerraba los ojos. La imaginación hacía el resto para ponerme en su lugar, cercanamente lejos de su terrible experiencia de vida. Quería preguntar todo: cómo rearmarse ante tantos obstáculos, cómo no perder la esperanza, de dónde sacar fuerzas para seguir viviendo cuando el contexto indica todo lo contrario.

“¿Cómo seguir cuando todo indica que es imposible?”, pregunté. Rápido tomé mi lapicera y comencé a escribir. El relato era hipnotizante. Durante cinco minutos tomé nota, pero su dolor, que se convertía en el mío, me congeló. Sandra cayó bajo el mismo embrujo. Los dos paramos y solo escuchamos atentamente el relato. Sin pensarlo, me dejé invadir por la historia.

No era solo el cuento de un accidente aéreo o de un grupo de personas luchando por sobrevivir. Era una marca indeleble en la historia, una enseñanza de vida. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Roberto revolucionaba mi corazón evocando con su discurso a ese joven que en 1972 tenía sólo 19 años y que debió enfrentar lo inimaginable, lo indecible, lo impensable.

Para todos aquellos que se aventuren con este libro, tengo un anhelo. Quiero que tengamos una oportunidad distinta de posicionarnos en la vida y, como consecuencia de ello, en las organizaciones. Quiero que, gracias a estas palabras en letra de molde, descubramos algo nuevo. Este es simplemente un viaje exploratorio. Intentemos quebrar mitos preestablecidos.

En cada capítulo buscaré mostrarles diferentes puntos de vista sobre las temáticas que en la actualidad nos preocupan a los directivos de las organizaciones, a las personas de todas las ciudades, a los jóvenes inquietos por el futuro y a las familias desesperadas por la integración.

Este es un libro para todos aquellos que día a día nos desarrollamos, ayudamos a otros a que florezcan en una organización, y para aquellos que debemos tener la inmensa capacidad y responsabilidad de poder entrelazar las diversas experiencias con una mirada mucho más amplia. En nuestro lugar, encargados del capital humano en las empresas y organizaciones, es un riesgo que estamos obligados a correr, sobre todo si queremos hacer bien nuestro trabajo.

Pero para lograr el objetivo es preciso afilar una mirada que nos permita entendernos y entender las emociones de los otros. Canalizarlas para, muchas veces desde la negociación, empujar un liderazgo positivo en la diversidad que nos permita retener y seducir al talento. Una mirada en la que no dependamos de la suerte ni del destino, pero en la que sepamos que podemos aprovecharlos. En definitiva, ponerse los anteojos que permitan balancear el dónde estamos y el hacia dónde vamos. Una mirada de equilibrio, salud y calidad de vida que no excluya al trabajo.

Estoy seguro que solo con abrir la mente y el corazón, podemos tener un fuerte impacto en los otros, ante cada situación de la vida, y eso es único. Necesitamos que se multipliquen esas sensaciones en las empresas, que se vuelvan infinitas. En ese sentido, buscar caminos alternativos para enfrentar las situaciones diarias es una excelente manera de empezar.

Es hora que nos animemos a ir por más para cruzar las montañas de lo imposible mediante organizaciones más comprometidas. Espero que este libro ayude a batir un poco la cabeza y el corazón para generar tendencias que impriman un sello en nuestras vidas y las de los demás.

Los 7 mitos capitales

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