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Negociación: el traje de la batalla a la cooperación

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Había llegado la hora. Caminé, como hacía diariamente, por el extenso pasillo del séptimo piso del edifico de L’Oreal en Clichy. Miré por las ventanas. Afuera estaba nublado y había comenzado a lloviznar sobre la ciudad. Era un camino conocido, el miso que había transitado en los últimos años haciendo el planeamiento estratégico de Talento y Recursos Humanos para el mundo. Pero esa tarde, el objetivo era distinto. Iba a paso firme y con el rostro tenso. Había pasado horas deliberando, hasta que finalmente empujé la puerta y entré en la oficina.

Un rato antes del trascendental encuentro tenía la ñata contra el vidrio. París, como siempre, se mantenía iluminada a pesar de las nubes negras que ese agosto de 2008 amenazaban a los transeúntes que recorrían sus calles. Pero mis pensamientos se ocupaban de otro tema. A las 5 de la tarde me presentarían la propuesta para ser expatriado a Nueva York. Sabía que había obstáculos, por lo que intentaba plantear mi mejor estrategia.

Era una negociación clave para mi futuro profesional y por eso hacía días que venía planificando mi táctica de ataque. Había pasado los mensajes de lo que buscaba (en números, beneficios y desarrollo de carrera), pero era difícil saber qué eco encontraría en mis jefes o, en definitiva, en mi adversario del día. Pero, a pesar de la respuesta negativa que esperaba, estaba dispuesto a batallar. Por cómo se habían dado las cosas, parecía que podría haber un solo triunfador. Y ese debía ser yo. Era ganar o ganar.

Mi oponente tenía fama de duro. Lo conocía muy bien. Sabía que iba a intentar vencerme. Contaba a mi favor con mi buena performance en la capital francesa. Pero a pesar de esa experiencia sabía que debería presionar para mejorar la oferta que me aguardaba esa tarde, y que la empresa, con todo su poder detrás, iba a querer imponer.

Con cada hora, la tensión crecía. Pero finalmente canalicé las energías cuando el reloj dio las 5 y tomé fuerzas para levantarme de la silla de mi oficina. Había llegado el momento. Recorrí el pasillo, empujé la puerta y ahí estaba, sentado frente al escritorio. Me ubiqué en la silla y esperé el momento para desenfundar mis armas. Todo era silencio.

Allí estaba él, seguro de sí mismo y sin titubear. Era el ejecutivo francés encargado de comunicarme la oferta. Cruzamos miradas. La ansiedad me mataba, pero no podía darme el lujo de demostrar ninguna emoción. Afuera, la llovizna se convertía en diluvio. La tormenta estaba servida. Era hora de que cada uno echara sus cartas sobre la mesa.

“Este es un gran desafío y un paso enorme en tu carrera”, disparó el ejecutivo mientras miraba su carpeta. “L’Oreal deposita una gran confianza en vos al elegirte para este puesto”, cerró. Luego describió la oferta, mucho más importante de lo que hubiese imaginado. Me sentí desinformado. Quedé claramente descolocado y perdido a pesar de sentir que había ganado. Era hora de jugar al póker. No demostrar que tenía cartas ganadoras a mi rival, pero mi estrategia original, la que había preparado por semanas, era ofensiva. Estaba desorientado.

Tras su anuncio, el silencio ganó la escena. Comencé a sentirme sin palabras para poder continuar con el proceso. Y aunque era difícil no hacerlo, no debía mostrar conformidad, alegría, gratitud. Todo era un juego. En definitiva, era una negociación y sentía que tenía que pelear por algo, a pesar de que la impresión era que las dos partes terminaban el proceso ganando. Era un campo nuevo para mí y yo no me sentía preparado para ese resultado.

Como buen argentino, después de mucho reflexionar, se me ocurrieron algunas ridiculeces para agregar a mis demandas. Salí de la oficina transpirado, caminé algunos pasos por el largo pasillo. Mi cara era otra. Todo era felicidad pero había gastado mucha energía en una batalla estéril justamente por pensar a la negociación como una guerra. Me iba a Nueva York, pero mi nuevo desafío pasaba por desentrañar qué había pasado en ese cuarto minutos atrás.

Para sobrevivir, tendemos a vivir en sociedad. A convivir. Como sabe todo aquel que eligió un compañero para compartir su vida, la convivencia lleva a que existan, muchas veces, diferentes intereses, los que a su vez devienen en conflictos de mayor o menor virulencia de acuerdo al caso. La negociación es simplemente un proceso alternativo (no de solución definitiva), sino de gestión de esos conflictos. La otra opción, nunca recomendada, es la guerra.

De acuerdo a mi experiencia, en esa negociación, dos o más personas dialogan voluntariamente e intentan llegar a un acuerdo sobre el problema que los afecta (obviamente si los intereses coincidieran no sería necesaria ninguna negociación). La imposibilidad de lograr ese objetivo puede tener, en el peor de los casos, un desenlace violento.

Negociamos en todo tipo de ámbitos, no solo en el ámbito político, empresarial o laboral. Negociamos también en nuestra vida personal y en todas las relaciones que establecemos. Podríamos concluir entonces que el campo humano está conformado de miles de relaciones interconectadas que se mueven en innumerables contextos al son de una multiplicidad de enormes, grandes, medianas, pequeñas y minúsculas negociaciones. Y todas tienen valor.

Lo que a los largo del tiempo muchos especialistas rescataron no es la esencia de la negociación en sí misma, existente desde el principio de las sociedades, sino las formas, modos, estrategias de la negociación y las consecuencias para cada uno de los actores. No obstante, en ese sentido, puedo adelantar que las diferencias en las formas, los modos y las estrategias, determinan la esencia de la negociación, cambian la forma de mirar al otro y, por lo tanto, modifican las consecuencias de la administración de conflictos para la sociedad.

La sociedades, las relaciones humanas, la misma vida (anudada en acuerdos con el otro), cambian de sentido de acuerdo a cómo resolvemos nuestros problemas. Se trata de una afirmación que bien se adapta a la actualidad de nuestro país, hoy envuelto en una política que se organiza en base a la confrontación y distanciándose del encuentro.

En el campo de la negociación, los expertos reconocen tres diferentes escuelas que vale la pena nombrar. Roberto Luchi, experto en negociación y director de Consensus (Centro de Negociación y Resolución de Conflictos del IAE de a Universidad Austral) las describe brevemente en un artículo de la revista de esa casa de estudios:

La primera de las grandes escuelas es la denominada “competitiva”: en esta tendencia uno gana y el otro pierde. En general, las personas que negocian en esta postura tallan el juego del orgullo y solo aceptan el 100 porciento de lo que piden. Como alguna vez le dijo Joseph Stalin a Winston Churchill: “Mi amigo, yo solo tengo un lema: lo mío es mío y lo tuyo es negociable”.

El dictador soviético era un negociador agresivo y experto. Muchos dicen que solo con un “het” (así comienzan las oraciones de negación en ruso) se quedó con media Europa en Yalta, Teherán y Postdam, los grandes acuerdos de la Segunda Guerra Mundial. Stalin era duro, rígido, frío y calculador. Su historia personal lo explica: fue el hijo de un zapatero borracho y golpeador. Incluso, uno de sus amigos de juventud, Ioseb Iremashvili, escribió, en 1932, que “esas palizas inmerecidas y despiadadas hicieron al niño tan duro y falto de corazón como su padre”. Ese mismo compañero escribió también que nunca lo vio llorar.

De la escuela rusa nacieron (teóricamente) muchas de las estrategias de negociación que actualmente observamos. Por ejemplo, la clásica idea de que al inicio de toda negociación siempre hay que pedir más de lo que se tiene previsto lograr. En Potsdam, el acuerdo más importante de la Segunda Guerra, Stalin solicitó a los otros aliados (Estados Unidos y Gran Bretaña) toda clase de reparaciones desmesuradas. La queja y la protesta continua también formaban parte de sus tácticas, ya que ponían a sus oponentes a la defensiva.

La historia cuenta que en Postdam un general estadounidense intentó halagar a Stalin. Le dijo que le impresionaba lo rápido que los ejércitos rusos habían llegado a Berlín. Su respuesta fue notable: “¡El zar Alejandro I llegó hasta París!”. De esta manera, minimizó las concesiones del “oponente” y las hizo ver como una debilidad. En definitiva, se hizo la víctima.

“El único propósito para participar al final fueron los despojos de Hitler”, solía decir Henry Kissinger para explicar por qué Stalin entró a la guerra. La URSS siempre era el último país es comprometerse, lo que le daba más margen para venderse al mejor postor su neutralidad o colaboración. Incluso Stalin estuvo cerca de sellar un acuerdo con Hitler en 1939. Demorar las pocas concesiones que se otorgaban era otra estrategia del líder soviético.

Otro ejemplo de la capacidad de negociación rusa era el canciller de Stalin, Viacheslav Mólotov, quien tenía la capacidad de irritar a cualquier persona. En ese sentido, usaba su potencial para desbordar las emociones –real o fingidamente– para incurrir en una especie de chantaje psicológico. Pero además, Mólotov era representante fiel de otra táctica. “No hay mejor negociador que el mensajero”. Eso supone que cualquier acuerdo que haga una persona de bajo nivel, con autoridad limitada, es más fácil de deshacer que las de un presidente.

Desconocer cualquier tipo de plazo fue otra de sus grandes estrategias. En Yalta y Potsdam se emplearon a fondo porque sabían que los estadounidenses tenían cierta prisa por llegar a rápidos acuerdos. Los votantes estadounidenses no querían más confrontaciones y menos por defender el pluralismo político de Europa Oriental. Eso fue aprovechado por Stalin, que obtuvo una tajada mucho mayor a la que cualquier observador pudiera haber imaginado.

Para los rusos, en cualquiera de sus gobiernos, la amenaza siempre fue parte clave de la negociación. En 1960, Nikita Kruschev dijo al embajador británico que solo se necesitarían seis bombas atómicas para borrar del mapa a Gran Bretaña y nueve para Francia. Poco después, en septiembre de ese mismo año, hizo estallar, a modo de prueba, una bomba de 50 megatones.

“Antes de una negociación trata de menguar psíquica y físicamente a tu adversario”, decía otra máxima soviética. Por ejemplo, en cada acuerdo los jefes occidentales debieron recorrer miles de kilómetros, labor especialmente ardua para un hombre con los impedimentos físicos de Roosevelt. Pero Teherán está a unos cientos de kilómetros de la frontera soviética y Yalta estaba en la península de Crimea, en ese entonces territorio soviético.

“Nunca des el primer paso, déjale esa tarea a tu contraparte”. Stalin nunca hizo ofertas. Siempre dejó que realizaran esa labor Churchill, Roosevelt y posteriormente Truman. Claramente, los rusos fueron expertos en este campo. Los soviéticos fueron los grandes exponentes entonces de esa primera escuela en la que solo valía ganar la pulseada.

La segunda escuela surge en los 70 y se la denominó la escuela “cooperativa” o el modelo Harvard. Puso “principios” y “mandamientos” que facilitan el proceso si es compartido. Se trata del famoso “win-win”, que actualmente es una conocida frase políticamente correcta.

Durante la crisis de los misiles nucleares en Cuba en 1962, y como una gran victoria política, Kennedy consiguió que los rusos se llevaran los misiles que habían enviado a Cuba. Pero lo que no se supo hasta hace muy poco fue que los rusos consiguieron que los norteamericanos quitaran los misiles nucleares que tenían instalados en Turquía. Quid Pro Quo.

Ambos bandos consiguieron su objetivo compartido principal (evitar una contienda nuclear mundial) y también otros objetivos propios como eliminar los misiles en zonas cercanas a cada país. Pero como bonus, los norteamericanos también consiguieron que los rusos no divulgaran la retirada de los misiles en Turquía, con lo cual Kennedy no pareció hacer ninguna concesión.

Este tipo de negociación parte de la idea de que se pueden satisfacer los intereses de ambas partes de modo que todos salgan ganando: un win-win (ganar-ganar). Este resultado solo puede darse cuando las partes colaboran y dejan de verse como adversarios.

Tendemos a pensar la negociación como una lucha hostil. Un terreno de competencia voraz en el que siempre hay ganadores y perdedores. Esto no tiene por qué ser siempre así. El impulsor de la corriente del win-win fue William Ury, quien pensaba que desde la colaboración en la negociación era posible crear valor.

Nacido en Chicago en 1953, Ury se graduó en la Universidad de Yale y obtuvo un doctorado en Antropología Social en Harvard. Luego, orientó su carrera académica y profesional a la investigación en tópicos vinculados con la negociación y la gestión del conflicto. Entre sus libros, traducidos a más de 20 idiomas, se destaca el célebre “Sí... de acuerdo”, escrito junto a Roger Fisher. Es considerado como la obra fundacional del enfoque win-win.

Entre los principios fundantes de la corriente impulsada por esta autor está, como anticipé anteriormente, la idea de que a través de la colaboración en la negociación se genere valor. Esto solo es posible, dice Ury, eliminando la visión del Otro como amenaza latente. Es preciso perder el miedo y construir relaciones, vínculos, basados en la confianza y la colaboración.

Pero la colaboración es condición necesaria pero no suficiente. En su famoso libro, Ury y Fisher proponen una serie de criterios o preguntas para prepararnos, ejecutar y evaluar una negociación en forma sistemática:

-¿Hemos establecido, con el otro, una relación de confianza que nos permite compartir información?

- ¿La negociación se basa en la comunicación abundante y la escucha activa?

- ¿Estamos negociando en base a posiciones (lo que decimos que queremos) o intereses (para qué queremos eso que decimos querer)?

- ¿Hemos dedicado tiempo a generar opciones creativas que satisfagan los intereses y mejoren las alternativas de todos?

- ¿Estas opciones se fundamentan en criterios objetivos de legitimidad?

El método Harvard de Negociación fue diseñado en los 80 por Ury, Fisher y Bruce Patton y tiene siete elementos básicos que deben ser contemplados:

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