Читать книгу La política de paz, seguridad y defensa del Estado colombiano posterior a la expedición de la Constitución de 1991 - Alejo Vargas Velásquez - Страница 8

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Un marco analítico-conceptual sobre la política pública de paz 2

A manera de introducción

Este capítulo desarrolla el marco de referencia conceptual y se sitúa en el ámbito del debate contemporáneo acerca de la naturaleza y características de la política pública y los procesos atinentes a la misma. Para algunas corrientes se trata de ejercicios eminentemente ‘tecnocráticos’, para otros se deben enmarcar en la dinámica sociopolítica de cada sociedad y en la capacidad y posibilidad de acción de los distintos actores. Acá reiteramos –con algunas precisiones, desarrollos y ajustes– el enfoque para la comprensión y el análisis de las políticas públicas que hemos venido utilizando desde hace cerca de tres decenios en nuestra actividad académica.

Una aproximación al entendimiento de la política pública

Aproximarse al entendimiento de las políticas públicas nos sitúa de entrada en un terreno de debate entre las distintas perspectivas conceptuales y teóricas en torno al estudio de estas. Un primer problema se origina del significado que en el idioma castellano u otros tiene el término política. Por una parte, política se refiere a la lucha por el poder y construcción de consensos, lo que en idioma inglés remite al término politics, por otra parte, el término designa un programa de acción gubernamental, “el patrón de acción gubernamental que estimula la cooperación social o desestimula el conflicto” como lo señala Fred Frohock o “lo que el gobierno opta por hacer o no hacer” como lo plantea Thomas Dye (citados en Guerrero, 1993, p. 85) y que corresponden a la palabra policy en inglés; eso explica que en castellano y en francés se haya construido la expresión política pública.

Como lo señala Martin Landau (1992) “para algunos la política es un asunto de valor, una declaración de principios básicos, otros restringen su significado a estrategia, diseño o programa, y para otros el término abarca valores, objetivos y medios”.

Para Pierre Muller (1990) la política pública se puede entender

[…] como un proceso de mediación social, en la medida en que el objeto de cada política pública es tomar a su cargo los desajustes que se puedan presentar entre un sector y los otros sectores, o aún entre un sector y la sociedad global.

Para ilustrar la diversidad de aproximaciones podemos anotar que la política pública la entienden algunos como

[…] el resultado de la actividad de una autoridad investida de poder público y de legitimidad gubernamental [...] es decir, de los actos y de los ‘no actos comprometidos’ de una autoridad pública frente a un problema o en un sector relevante de su competencia (Meny y Thoenig, 1992).

En un sentido similar el Diccionario de Políticas Públicas plantea

[…] el concepto de política pública designa las intervenciones de una autoridad investida de poder público y de legitimidad gubernamental sobre un campo específico de la sociedad o del territorio […] Estas intervenciones pueden tomar tres formas principales: las políticas públicas viabilizan unos contenidos que se traducen en unas prestaciones que, finalmente, generan unos efectos. Movilizan unas actividades y unos procesos de trabajo y se despliegan a través de relaciones con otros actores sociales colectivos o individuales (Boussaguet, Jacquot y Ravinet, 2009, pp. 334-335).

Otros señalan que

[…] en general, la lengua corriente hace uso del término políticas en un sentido muy amplio. Así, tanto se utiliza para referirse a un campo de actividad como la política social o la política exterior, como para expresar un propósito político muy concreto (reducir el déficit presupuestario), una decisión gubernamental (ampliar las ayudas a la flota pesquera), un programa de acción (el Plan Hidrológico Nacional) o los resultados obtenidos por un determinado programa o ley [...] mientras otros mantienen que es ‘un programa proyectado de valores, fines y prácticas’ (Laswell y Kaplan, citado en Dye, 1992).

Omar Guerrero (1993) define “a la política pública como un tipo de actividad del gobierno, aquella que se encamina a estimular la colaboración social o inhibir el conflicto [...] Es el cauce que determina y orienta el curso a seguir por la actividad gubernamental”. W. Phillips Shively (1997) considera que

[…] la política, entonces, consiste en la toma de decisiones comunes para un grupo, por medio del uso del poder [...] Cualquier acto de política puede ser visto desde cualquiera de dos perspectivas, ya sea como una búsqueda cooperativa de una respuesta a problemas comunes o como un acto por el cual algunos miembros de un grupo imponen su voluntad sobre otros miembros del grupo.

El profesor de la Universidad Nacional, André-Noel Roth (2002) entiende la política pública como

[…] un conjunto conformado por uno o varios objetivos colectivos considerados necesarios o deseables y por medios y acciones que son tratados, por lo menos parcialmente, por una institución u organización gubernamental con la finalidad de orientar el comportamiento de actores individuales o colectivos para modificar una situación percibida como insatisfactoria o problemática (p. 27).

En este texto partimos de entender la política pública como el conjunto de sucesivas iniciativas u omisiones, decisiones y acciones del régimen político frente a situaciones socialmente problemáticas y que buscan ya sea su resolución o el llevarlas a niveles manejables.

Además se debe plantear que hay un nivel de incertidumbre en la política pública, a pesar de que se considere que “el objeto de cualquier propuesta de política es controlar y dirigir cursos futuros de acción, que es la única acción sujeta a control” (Landau, 1992). La política pública es la concreción del Estado en acción, en movimiento frente a la sociedad y sus problemas.

Es pertinente hacer unas precisiones en relación con ciertas confusiones conceptuales ampliamente difundidas. En primer lugar, la política pública no es igual a la ley o a la norma, la norma es el mecanismo a través del cual la decisión previamente tomada se formaliza jurídicamente. La política pública tampoco se puede reducir exclusivamente a la política económica, la política pública es mucho más que esto.

Es importante destacar, como lo hace Ángel Eduardo Álvarez (1992), que

[…] la supresión del poder como variable esencial del fenómeno político, ha conducido, a importantes errores a la hora de analizar los procesos políticos y, en particular, la formación de políticas públicas [...] La marginación del tema del poder en el análisis de políticas públicas a lo único que puede conducir es a ocultar el hecho de que, en las decisiones públicas de rutina, por lo general, los más ricos y más poderosos logran influir con más éxito que los más pobres y más débiles.

Lo anterior implica que una política pública no se puede ver como una decisión aislada, sino como un conjunto de tomas de posición que involucran una o varias instituciones estatales (simultánea o secuencialmente). Igualmente, la política pública significa la materialización de las decisiones tomadas en tér-minos de acciones que producen resultados sobre la situación problemática y los actores involucrados con la misma3. Estos resultados, efectos e impactos pueden ser valorados a posteriori para así establecer la eficacia y eficiencia de la política pública. Esto conlleva la necesidad del diseño de mecanismos de coordinación inter e intraburocráticos que garanticen la implementación de las decisiones. Esto quiere decir que la política pública no es estática, se va modificando de acuerdo tanto a la incidencia de los actores como al contexto más estructural.

Es necesario hacer la distinción entre lo que podríamos denominar ‘problemas sociales’ y ‘situaciones socialmente problemáticas’, entendiendo los primeros como las necesidades, carencias, demandas de la sociedad en su conjunto o de sectores sociales particulares. Podríamos decir que en general los problemas sociales en toda sociedad rebasan la capacidad de respuesta del Estado y que este en su accionar establece una serie de prioridades o una agenda de asuntos prioritarios. Lo dicho nos remite a lo que podemos denominar ‘situaciones socialmente problemáticas’ concibiéndolas como aquellas que la sociedad de manera mayoritaria percibe como un problema social relevante, por lo que considera que el régimen político debe entrar a enfrentarlas a través de políticas públicas4.

Lo anterior se asemeja a lo que Norberto Bobbio denomina el surgimiento de nuevos problemas políticos, denominando

[…] problemas políticos aquellos que requieren soluciones a través de los instrumentos tradicionales de la acción política, o sea, de la acción que tiene como fin la formación de decisiones colectivas que, una vez tomadas, se convierten en vinculantes para toda la colectividad (Bobbio, 1995).

Podemos decir, entonces, que en la realidad se da un tránsito continuo entre ‘problemas sociales’ y ‘situaciones socialmente problemáticas’ en el cual la intervención de los actores sociales y políticos con poder –nacionales y/o internacionales– es fundamental. Estos utilizan estrategias de presión ya sea sobre el Estado o sobre el sistema político para hacer que los intereses que ellos representan sean considerados como políticos, esto es de interés general, y en esa medida logren que se definan discusiones y políticas con relación a ellos.

Los recursos a través de los cuales se desarrolla esta presión son de muy variada naturaleza –utilización de medios de comunicación, ‘cabildeo’, presiones de hecho, entre otros– y están asociados a los recursos de poder de los actores involucrados. En general, se considera que el tipo de recurso de presión utilizado por los distintos actores políticos o sociales está en relación inversa con su cercanía o distancia de los centros tomadores de decisiones. Cuando hay gran cercanía a dichos centros, los recursos de presión utilizados tienden a ser más sutiles y persuasivos, mientras que, a mayor distancia de los mismos, los actores deben utilizar recursos de presión más cercanos a la confrontación. Igualmente pueden acudir a estrategias de autogestión de los problemas, intentando darles resolución a partir de sus propios recursos. Estas estrategias no son excluyentes, sino que pueden ser complementarias.

Adicionalmente, es necesario señalar que la política pública no siempre logra solucionar un problema de manera definitiva –independiente de lo que en la parte discursiva de la política se mencione–. La mayoría de las veces solo pretende llevarlo a una situación ‘manejable’, es decir, que se ubique en un rango de tolerancia. Esto es importante para efectos del análisis de una política pública, ya que suponer que la acción del Estado siempre apunta a erradicar definitivamente una situación problemática puede conllevar a una valoración equivocada de los resultados de dicha política.

Los elementos centrales de una política pública se pueden clasificar al menos en tres componentes:

1. Previsión, ya que toda acción estatal posible tiene un referente en términos de lo que se denomina un ‘futuro deseado’ de la situación problemática hacia el cual se espera que esta se desplace;

2. Decisión, por cuanto formular una política pública no es otra cosa que escoger entre dos o más alternativas o caminos de acción posibles;

3. Acción, por cuanto las decisiones anteriores deben materializarse en términos de acciones, ya sean planes, programas, proyectos o acciones puntuales).

Si las decisiones tomadas no se materializan en acciones, no podríamos hablar de política pública en términos estrictos, sino de un conjunto de intencionalidades o de discursos.

El proceso de concreción de la política pública implica la intervención de una cadena de actores administrativos cuyo comportamiento va desagregando, y a la vez materializando, la política. Esto nos lleva a afirmar, por un lado, que pocas veces la política se implementa tal cual se formula y, por el otro, que en los espacios regionales o locales –con sus particulares características socioeconómicas y políticas– estas tienen diferentes niveles de concreción e, igualmente, disímiles resultados.

La política pública involucra el sistema de poder institucional encargado de tomar las decisiones, la administración pública encargada de ejecutar las decisiones anteriores –crecientemente también la administración privada– y la sociedad que recibe los beneficios o perjuicios de la acción pública. Por ello, alrededor de una política pública y de su proceso o ciclo –gestación, formulación, ejecución, evaluación– se interrelacionan el sistema de poder político, el aparato administrativo y la sociedad.

Factores que influencian la política pública

Las políticas públicas no responden a intentos voluntaristas del régimen político o de los distintos actores sociales, estas se ubican en contextos específicos por lo que los factores estructurales inciden –y con gran peso– sobre el tipo de políticas que finalmente formulan los Estados y su implementación. Es por eso por lo que hemos intentado delimitar un conjunto de factores que inciden sobre las políticas públicas y que nos permiten entender por qué un gobierno adopta una decisión en un momento determinado y no adopta otra, así como porqué se modifica o se continúa con una política pública.

Las políticas públicas hay que entenderlas dentro de un contexto internacional determinado que, en la medida en que se mundializa la economía, la política y la información, tiene mayor incidencia sobre las políticas públicas de los Estados nacionales. Ciertamente, cada vez es más difícil pensar una política pública que haga caso omiso del contexto internacional en que se sitúa y mucho más frente a situaciones problemáticas en las cuales se pasa crecientemente de un concepto de ‘soberanía nacional’ clásico de los Estados nacionales a uno de ‘soberanías compartidas’ entre varios Estados o impulsados por organismos internacionales. Pensemos en problemas como la democracia, el narcotráfico, los derechos humanos, el medio ambiente, la seguridad y la defensa. Lo anterior no quiere decir que los Estados nacionales no tengan ningún tipo de margen de maniobra frente a las ‘sugerencias’ o influencias internacionales. Evidentemente que sí lo tienen, pero este va a depender de la fortaleza política interna que le permita tener posibilidades de juego dentro de un cierto nivel de autonomía.

Asimismo, hay que ubicar las políticas públicas como condicionadas por el tipo de régimen político existente, del que dependen las posibilidades para la expresión y movilización de los diversos actores políticos y sociales frente al problema y que constituyen la demanda o necesidad que está en la base de la política. El tipo de régimen puede privilegiar ya sea salidas consensuales o las de tipo impositivo.

Por lo tanto, podemos afirmar que la política pública está condicionada por un juego de fuerzas, entre las cuales podemos destacar, además de las dos señaladas, las siguientes:

Las características del problema –su tamaño y complejidad–, demanda o necesidad que origina la política. Esto es muy importante en una política pública como la de superar el conflicto interno armado, porque se trata de una situación problemática que al tiempo que expresa demandas sociales represadas históricamente, también evidencia problemas de seguridad nacional, y de seguridad pública y ciudadana.

El proyecto político del gobierno (dominante) que condiciona el tipo de respuesta y que –de forma parcial– se expresa en el plan de desarrollo. Es difícil pensar una política pública específica que vaya en contravía de lo que podemos denominar las ‘megapolíticas’ o políticas básicas de cada momento.

La creciente acción de la sociedad civil organizada, con actores sociales y políticos cada vez más activos buscando influir en las decisiones de política pública5.

Igualmente es necesario considerar las propuestas alternativas sobre el mismo problema de otros actores sociales o políticos, y las disponibilidades de recursos estatales (gasto estatal –que obra casi siempre como factor condicionante–, información disponible, tecnología al alcance, personal) que van a tener incidencia sobre la política.

Lo anterior no pretende colocar en un mismo nivel a factores que, debido a su incidencia, capacidad de presión o por sus posibilidades de priorización de sus intereses, son desiguales. Es evidente que la fuerza determinante en la definición de la política pública, la da el proyecto político dominante en cada momento histórico, el cual por momentos asimila, por lo menos parcialmente, las propuestas alternativas de otros actores, en tanto estas no sean contradictorias con sus intereses, o bien cuando requiere alcanzar puntos de convergencia a efectos de ganar un mayor consenso alrededor de sus políticas.

Finalmente es necesario considerar las dimensiones espacial y temporal en que se ubican las políticas públicas, ya que una misma política pública puede tener diferentes expresiones en distintos momentos históricos o en diversos espacios nacionales y/o regionales debido a las variadas configuraciones en los ámbitos económico, político, cultural y administrativo.

Las políticas públicas dentro del actual contexto tienen características como las siguientes:

1. Si bien la competencia fundamental de la formulación de las políticas públicas continua a cargo de las instituciones del Estado, su implementación tiende a privatizarse y territorializarse. De una parte, son políticas que se conciben para ser ejecutadas parcial o totalmente por actores privados o entes territoriales dentro de la lógica dominante de que son estos los principales actores del desarrollo, esto conlleva a que las políticas públicas no requieran necesariamente, como en el pasado, de instituciones nacionales o regionales específicas. Es decir, puede haber políticas públicas sin instituciones. Por otra parte, las políticas públicas se descentralizan y son los entes regionales (departamentos, municipios y entidades descentralizadas), públicos o privados los responsables de la implementación de la política pública, mientras que el Estado central solo coordina y hace seguimiento a las mismas.

2. Igualmente, se busca una flexibilización de las políticas públicas para que las mismas constituyan grandes directrices y los ejecutores tengan la posibilidad de introducir variantes o modificaciones en su proceso de concreción. Esto permite que las políticas públicas respondan más cercanamente a la demanda o especificidad del problema, es decir que funcionen en línea con la lógica del mercado, y que el gasto estatal pueda llegar más ágilmente a sectores o regiones que lo requieran en momentos de crisis.

3. A diferencia de los tiempos del Estado interventor, el referente orientador de las políticas públicas –especialmente las sociales y económicas– no es la búsqueda de la justicia social, sino la disminución de los niveles de pobreza, aceptándose implícitamente como inevitable la existencia de la misma en la sociedad contemporánea.

4. La financiación de las políticas públicas ya no es más una responsabilidad exclusiva y excluyente del Estado. Lo que está en boga son los esquemas de cofinanciación, generalmente de tipo tripartito, en los cuales participan el Estado central, los entes territoriales, los usuarios y, crecientemente, la cooperación internacional.

5. Una tendencia hacia la focalización de las políticas públicas buscando que las mismas lleguen efectivamente a los sectores sociales y/o regionales que requieren asistencia, abandonando, al menos parcialmente, la pretensión universalista de las políticas públicas propias del contexto del Estado interventor.

6. Entre las razones más importantes para focalizar se aducen unas de tipo coyuntural, asociadas a situaciones de crisis –limitación de los recursos, necesidades básicas insatisfechas en aumento, entre otras– así como otras de carácter más permanente –mejoramiento del diseño de los programas, aumento de su eficacia, potenciamiento de los impactos de los programas sobre la población atendida, exclusión de los que no están dentro de los parámetros de focalización–6. Sin embargo, persiste el debate acerca de si es mejor focalizar o mantener el esquema universalista, en la medida en que se considera que la focalización opera cuando ha habido un mínimo de acceso a necesidades básicas y esa no parece ser la situación en sociedades como las nuestras.

El proceso de la política pública

En toda política pública podemos identificar varios momentos, diferenciables analíticamente, aunque con una interpenetración mutua y que conforman un proceso que comprende7:

El surgimiento, entendiendo como tal el momento en que un problema social hace su tránsito hacia una situación socialmente problemática, es percibida por la sociedad y el Estado y este debe comenzar a prever respuestas.

La formulación o toma de decisión que es aquel en el cual las instituciones estatales o el sistema político institucional valoran las posibles alternativas, reciben presiones de los actores con poder (lo ideal sería que todos los actores involucrados pudieran participar en la definición), negocian o conciertan, y finalmente llegan a la decisión.

Tradicionalmente hay la tendencia –que se acentúa en los tiempos actuales– a pensar que es la denominada ‘racionalidad técnica’ la que orienta la toma de posición del Estado. Sin embargo, en los sistemas políticos reales se presenta una fuerte interacción entre ‘racionalidad técnica’ y ‘racionalidad política’, entendiendo por esta la que se basa en la negociación y el acuerdo entre los actores con poder. Lo importante a resaltar con Martin Landau (1992) es que “si una propuesta de política es un proceso de tipo ingenieril, el producto de una negociación, el resultado de un conflicto o el producto de fuerzas históricas o lo que sea, no cambia su estatuto epistemológico. Mantiene su carácter hipotético”.

Una reiterada reflexión apunta en el sentido de señalar la importancia de que la acción del gobierno en términos de políticas públicas responda a las aspiraciones y demandas sociales, lo cual plantea enseguida el problema respecto a la capacidad efectiva de los ciudadanos, ya sea de manera individual o colectiva, para influenciar la acción del gobierno8. O, dicho de otra manera, analizar cuáles problemas impiden a los gobiernos adelantar una política que responda plenamente a las necesidades de sus administrados.

Pero la acción del gobierno como concreción del régimen político en términos de políticas públicas no se define en una sola fórmula: es lo que él dice y hace y lo que no hace. Esto incluye los objetivos planteados por los programas nacionales; los grandes componentes de los programas y la ejecución de las intenciones declaradas.

La acción del gobierno puede ser enunciada explícitamente (en el texto de las leyes o en los discursos de los principales responsables) o aparecer implícitamente en los programas y medidas adoptadas. En este último caso, ella no puede ser captada sino por lo que conocen a profundidad los detalles de los programas y pueden percibir las tendencias que se desprenden del conjunto. A veces la acción gubernamental toma la forma de una ausencia de acción, lo que la hace particularmente difícil de captar si los responsables buscan disimular sus verdaderas intenciones. Un cambio de orientación puede ser propuesto y debatido públicamente con la plena participación de los especialistas, los partidos políticos, los grupos de interés y de los medios de información, o bien puede darse de manera disimulada.

Con frecuencia hay una fuerte tendencia a pensar que las decisiones públicas tienen algunos criterios orientadores tales como los deseos de la sociedad o de la llamada opinión pública. Si los gobiernos actuarán exclusivamente en respuesta a la denominada opinión pública, probablemente sería suficiente para tomar decisiones de políticas públicas auscultar o consultar la opinión, evaluar los resultados y proceder a tomar las decisiones en consecuencia. Pero ni la voluntad de la opinión pública se expresa siempre de forma clara, ni los gobernantes están dispuestos a actuar solamente en la dirección que esta lo marca en sus preferencias, que casi siempre son de tipo transitorio.

Las decisiones de política pública podrían también, en principio, recurrir al método del análisis racional con el esquema bien conocido, que de manera simplificada se puede resumir así:

1. Identificar el problema, lo que implicaría constatar que existe un problema y tratar de determinar cuál es su origen, sus causalidades.

2. Determinar los objetivos a conseguir en la respuesta a plantear y atribuirles un orden de prioridad, en términos de cómo atacar el problema y establecer cuál es su prioridad en relación con otras soluciones.

3. Plantear todas las opciones apropiadas y toda la información conocida al respecto.

4. Analizar y prever las consecuencias de cada solución y evaluarlas en función de criterios tales como eficacia, coherencia, equidad.

5. Escoger la alternativa que se acerca más al objetivo a conseguir o la denominada solución racional, es decir aquella que maximiza beneficios minimizando los costos.

Pero como bien lo anota Luis Vamberto de Santana (1986),

[…] de acuerdo con la Teoría Racional, todos los valores relevantes de la sociedad son tenidos en cuenta y cualquier daño en uno o más valores, exigidos por una política, son compensados por la consecución de otros valores.

En el análisis de Tinbergen, todo y cualquier proceso analítico racional de formulación de política requiere:

1.una concordancia dentro de un cuadro de valores;

2.formulación clara de objetivos a fin de auxiliar en la escogencia entre políticas alternativas;

3.que el formulador de políticas busque una relación comprensiva de los problemas de las políticas y de sus alternativas;

4.que la coordinación de la política explicite la función del formulador de políticas;

5.que los analistas políticos y los economistas sean comprensivos en la consideración de los valores y variables económicas.

En un trabajo de Dye califica una política como racional cuanto más eficiente sea la proporción entre los valores que ella alcanza y los que ella sacrifica con relación a cualquier otra alternativa política. Ella condiciona la racionalidad de una política a los siguientes parámetros por parte de los formuladores de la política:

1. conocimiento de todas las preferencias de la sociedad en términos de valores y sus pesos relativos;

2. conocimiento de todas las alternativas políticas disponibles;

3. conocimiento de todas las consecuencias de cada alternativa política;

4. balance de los valores societarios alcanzados proporcionalmente en relación con los sacrificados;

5. selección de la alternativa política más eficiente.

Las evidencias reseñadas por Tinbergen y Dye, aproximan respecto a las condiciones necesarias para la formulación de una política racional y son suficientes para justificar las dificultades en la gestión de políticas racionales.

Dentro de los obstáculos importantes en la formulación racional de políticas por el gobierno, Dye señala:

a. Ausencia de valores societarios respecto a los cuales se pueda normalmente concordar y someter valores de individuos y grupos específicos, muchos de ellos conflictuales;

b. Imposibilidad de comparación o ponderación de valores conflictuales, por ejemplo, es imposible comparar el valor de la dignidad individual en contraposición al aumento de los impuestos;

c. El medio ambiente de los formuladores de políticas, en especial el sistema de poder e influencia limita la respectiva capacidad de ponderación de muchos valores societarios, especialmente los que tienen defensores activos o poderosos;

d. Los formuladores de políticas no están motivados para formularlas con base en los objetivos de la sociedad, por el contrario, tienden a maximizar sus propios intereses: poder, estatus, relaciones, dinero;

e. Los formuladores de políticas no están motivados para maximizar el alcance de los objetivos. Ellos no persiguen encontrar la mejor solución, sino procurar encontrar una solución que pueda funcionar;

f. Las grandes inversiones ya realizadas en programas y políticas existentes impiden que los formuladores reconsideren alternativas limitadas por las decisiones anteriores;

g. Existen diversas barreras para la recolección de toda la información necesaria para conocer todas las alternativas políticas posibles y sus consecuencias;

h. La insuficiente capacidad predictiva de las Ciencias Sociales de un modo general, a fin de habilitar a los formuladores de políticas para entender la extensión total de las consecuencias de cada alternativa política;

i. La coordinación de la formulación de políticas se torna difícil, en las grandes organizaciones, debido a su naturaleza fragmentaria, impidiendo que los inputs de todas las fuentes lleguen al núcleo decisorio.

j. Todo lo anterior pone en evidencia la dificultad real de que el método de la Teoría Racional sea el predominante en la formulación de Políticas Públicas en las sociedades reales (De Santana, 1986, citado en Vargas, 1999).

Los responsables de la elaboración de políticas no solo se enfrentan con la dificultad de tratar que sus decisiones se apoyen en la opinión pública o sobre criterios racionales, sino también a las presiones provenientes del sistema político, las pretensiones regionales y de los diversos grupos de interés, la herencia del pasado, la naturaleza específica de la acción gubernamental –que incluye elementos de fragmentación administrativa, y a las consideraciones económicas–.

Es por ello que De Santana (1986) nos plantea cómo en la formulación de políticas públicas inciden de manera relevante la denominada ‘racionalidad política’ que se fundamenta en la lógica propia de los actores políticos y que se expresa en el modelo incremental, por una parte, y las presiones de grupos o los intereses de élites existentes en la sociedad, por otra.

El incrementalismo es una de las concepciones más ampliamente difundidas dentro de los diferentes estudios sobre la política pública. El texto más completo sobre el asunto es del Economista Charles E. Lindblom, que ha generado una gran cantidad de estudios exploratorios en la misma línea de raciocinio.

El incrementalismo considera la política pública como una continuación de las actividades del Gobierno anterior, con pocas modificaciones, llamadas incrementos. De acuerdo con Lindblom, los formuladores de decisiones y de políticas no revisan anualmente el conjunto de políticas existentes, no identifican los objetivos sociales a través de investigaciones sobre costos y beneficios, no escalonan las preferencias con relación a las políticas alternativas disponibles. Por el contrario, problemas como el tiempo, conocimiento y costo impiden que los formuladores de políticas identifiquen la totalidad de las opciones políticas y sus respectivas consecuencias. El modelo incremental reconoce la naturaleza poco práctica de la formulación de políticas “absolutamente racional” y describen un proceso más conservador de formular las decisiones.

Aparece una evidente contradicción entre la teoría de Lindblom y el modelo racional: El incrementalismo es la antítesis del racionalismo.

El proceso incremental se da a través de pequeños cambios de la política, de reducidas innovaciones o transformaciones (es un modelo conservador) con un amplio compromiso con las políticas anteriores. Aquí los formuladores de políticas generalmente aceptan la legitimidad de los programas en ejecución y concuerdan en continuar con las políticas preestablecidas.

Dye ha hecho una pequeña exploración al respecto de los incrementos de la política. Algunas de las razones expuestas son:

Los tomadores de decisión gubernamental no disponen del tiempo, los conocimientos o recursos financieros para examinar todas las alternativas con relación a la política existente.

Los formuladores de políticas aceptan la legitimidad de las políticas anteriores, en función de la incertidumbre acerca de políticas nuevas o diferentes.

La existencia de inversiones voluminosas aplicadas a un stock de capital existente desaconseja cualquier cambio muy radical. Desde el punto de vista político el incrementalismo puede ser aconsejable.

La formulación de la política y la concordancia es más factible cuando los puntos en discusión constituyen apenas incrementos o decrementos o modificaciones a los programas existentes.

El perfil de los formuladores de políticas tiende a recomendar el modelo incremental. Raramente los seres humanos tienen el sentido de maximizar todos sus valores, con mayor frecuencia tratan de satisfacer intereses individuales. No es común la búsqueda exhaustiva de la “mejor manera”, se contentan con encontrar una solución que funcione. Cambios radicales son más lejanos que viables.

En ausencia de metas y valores precisos es más cómodo al Gobierno dar continuidad a los programas existentes en lugar de involucrarse en el planeamiento de políticas específicas.

De acuerdo con los analistas y adeptos del incrementalismo, las decisiones y políticas incrementales son típicas de la vida política, aunque no resuelvan problemas y solo los mantengan a distancia. Las políticas incrementales son hechas diariamente, en circunstancias políticas comunes por los congresistas, ejecutivos, administradores y líderes de partido. Por otra parte, el carácter incremental de la formulación de políticas es frecuentemente disfrazado, porque para los gobiernos es siempre despreciativo que se perciba en el pueblo, que sus planes y políticas no son sino pequeños incrementos en los trabajos de los Gobiernos anteriores (De Santana, 1986).

Y en lo relativo al peso que tienen las élites, nos plantea el colega brasileño:

La referencia a élite requiere inmediatamente, una asociación al concepto de poder. Ambos se complementan. De acuerdo con la teoría de la élite, existe en toda sociedad, siempre y exclusivamente, una minoría que es detentadora del poder y que gobierna, en contraposición a una mayoría sin poder, que no gobierna. Norberto Bobbio conceptúa la teoría de la élite como la teoría según la cual, en cada sociedad, el poder político pertenece siempre a un restringido círculo de personas: el poder de tomar y de imponer decisiones válidas, para todos los miembros del grupo, aunque tenga que recurrir a la fuerza en última instancia.

Cualquier referencia a la teoría de la élite, coloca a Paretto, Mosca y Michels como precursores de esa línea de pensamiento político. Es Vilfredo Paretto quien afirma que, siendo los hombres desiguales en todos los campos de sus actividades, se disponen, en varios niveles, que van del superior al inferior. Aquellos que hacen parte del estrato superior son las élites; el estrato inferior, más numeroso, es dirigido y regulado por la primera.

La política pública puede ser analizada bajo el prisma de las preferencias y valores de la élite gobernante. De acuerdo con la teoría de las élites, a pesar de la afirmación frecuente de que la política pública refleja las demandas del pueblo, esto configuraría más un mito que una realidad. Los presupuestos de la teoría de las élites sugieren que el pueblo es indiferente y está mal informado en cuanto a las políticas públicas y, son las élites, menos numerosas, las que efectivamente expresan la opinión de las masas respecto de las cuestiones políticas, mucho más de que las masas expresen la opinión de las élites. Las políticas fluyen de arriba hacia abajo y no se originan por lo tanto de las demandas de las masas.

Un tratamiento resumido en términos analíticos sobre la teoría de las élites es dado por Dye, cuando resume los siguientes aspectos en términos de las implicaciones de la teoría de las élites para el análisis político:

Los cambios e innovaciones en la política pública surgen como el resultado de las definiciones llevadas a cabo por las élites en relación con sus propios valores. Dado el perfil conservador de las élites y, por consiguiente, sus intereses en la preservación de un statu quo, los cambios en la política pública serán mucho más conservadores que revolucionarios. Las políticas públicas son modificadas con frecuencia, pero raramente son sustituidas. Los valores de las élites, destaca Dye, pueden ser genuinamente virados para el interés público. Un sentido de “nobleza obliga” puede permear los valores de las élites y, por consiguiente, el bienestar de las masas puede ser un elemento importante en el proceso decisorio de las élites. Dye llama la atención alertando que el elitismo no significa que la política pública será, necesariamente, contraria al bienestar de las masas, pero es claro que la responsabilidad por ese bienestar reposa en los hombros de las élites y no en los de las masas.

Los sentimientos de las masas son manipulados por las élites mucho más frecuentemente de que los valores de las élites sean influenciados por los sentimientos, de las masas. De esa forma, las elecciones populares y la oposición partidaria no habilitan a las masas a gobernar.

Entre las élites hay un consenso en cuanto a los valores fundamentales del sistema y someten las alternativas políticas encuadradas dentro del consenso necesario. Elitismo no significa que los miembros de la élite nunca entran en conflicto o nunca disputan entre sí posiciones superiores, pero la confrontación se concentra en un número muy limitado de aspectos.

La teoría de las élites no es inmune a las críticas. Se ubican dentro de sus principales críticos, Robert A., Dahl, Paul M. Sweezy y Schumpeter (De Santana, 1986).

A pesar de estas numerosas dificultades señaladas, que indicarían una tendencia más fuerte en la dirección de darle continuidad a la acción del gobierno, los responsables de toma de decisiones públicas a veces se salen de la línea establecida y se comprometen en la vía de la innovación. Es pertinente señalar con Joan Subirats (1988)

[…] que toda política pública es algo más que una decisión. Normalmente implica una serie de decisiones. Decidir que existe un problema. Decidir que se debe intentar resolver. Decidir la mejor manera de proceder. Decidir legislar sobre el tema, etc. Y aunque en la mayoría de ocasiones el proceso no sea tan “racional”, toda política pública comportará una serie de decisiones más o menos relacionadas9.

Hay una gran diferencia entre el discurso de la política y lo que de él se concretiza. Siempre se va a encontrar una brecha entre lo que es la intencionalidad de la política y lo que recibe específicamente el ciudadano. Ese proceso se presenta de manera continua en la gestión pública.

Como lo anota Louis Valentin Mballa (2017)

[…] las políticas públicas son procesos racionales que incorporan datos y evidencia objetiva para atender una situación problemática en la sociedad. Además, consideradas como sistema complejo y con base en el criterio de la no linealidad de sus procesos nos damos cuenta de que las políticas públicas no son relaciones mecánicas del tipo medio-fin, de ejecución automática, en las que lo decidido en la fase de formulación es o debe ser lo que va a dar sentido a la razón de ser (ontología) de las políticas públicas. Por el contrario, es una compleja interconexión de procesos en la cual, los problemas públicos son constantemente redefinidos, reinventados y reorientados hacia su solución. Esta última afirmación nos lleva a explorar el fin último de las políticas públicas: la solución de los problemas públicos (Mballa, 2017, pp. 108-109).

1. La ejecución o implementación es la materialización de las decisiones anteriormente tomadas y que involucran instituciones estatales y crecientemente una amplia participación privada (empresarial, ciudadana o de las ONG). Paradójicamente esto hace que la administración pública no sea simplemente un espacio de conflictos inter o intraburocráticos, sino también un espacio para el control ciudadano, lo cual genera tensiones novedosas10.

En el proceso de implementación de la política pública, es decir, de volver realidad el discurso político, está involucrado el personal institucional-administrativo, pero también las presiones de los actores políticos y sociales. Toda política pública implica la existencia de unos sectores sociales que reciben los beneficios y otros que eventualmente no lo hacen, y cada uno de esos sectores, a través de los distintos mecanismos posibles, intentan o se esfuerzan por presionar a la administración pública. En una visión simplista lo ideal sería que no existieran esas presiones, pero lo real es que se presentan. De manera que el quid del asunto está en la forma cómo la administración pública procesa esas presiones como algo que forma parte de su permanente quehacer11.

2. La evaluación hace referencia a la posibilidad de valorar a posteriori los resultados, efectos o impactos de la Política Pública ya sea para introducir correcciones (reformulaciones o modificaciones en su ejecución) o para aprender para la gestión pública futura.

La evaluación de políticas y programas tiene un enorme potencial transformador: organizaciones públicas y sociales que rinden cuentas, aprenden y están orientadas a resultados; debate público informado por evidencia; reducción de asimetrías de información sobre el destino y el sentido de la movilización de recursos públicos; contribución a la legitimidad democrática y a la gobernabilidad. No obstante, […] la evaluación es un asunto esencialmente político: más allá del despliegue –necesario– de los métodos de las ciencias sociales, la evaluación tiene una función política, determinada por un contexto social particular (como lo señalan Peter Rossi, Howard Freeman y Mark Lipsey en este texto) (Maldonado y Pérez Yarahuan, 2018, pp. 23-24).

Por lo anterior se debería pensar en un tipo de evaluación ‘formativa’ y no ‘sumativa’ y para ello es fundamental disminuir el peso de la cultura autoritaria presente en la administración pública; esa que lleva a que todo funcionario público de alto o mediano nivel de antemano plantea tener respuestas para todos los problemas y que impide la posibilidad de que se acepten los errores y que los mismos se transformen en oportunidades de aprendizaje.

Ahora bien, es importante estos distintos momentos del ciclo o proceso de la política pública se entrelazan y se superponen por momentos, no son lineales,

Pineda (2007) considera que estas etapas en realidad se entrelazan, se concatenan y empalman entre sí, de modo que el diagrama de la política pública no se corresponde a una línea horizontal, sino más bien a una espiral en que las etapas se repiten una y otra vez en ciclos, por una parte, si las cosas marchan bien, se van haciendo cambios y avances paulatinos en el logro de las metas y objetivos; por otra parte, no se descarta el escenario en que las cosas no siempre marchan hacia adelante sino que hay pasos hacia atrás e incluso retrocesos. A veces, hay círculos virtuosos pero también hay círculos viciosos que pueden hacer que la espiral del ciclo de las políticas públicas sea ascendente de avances o descendentes de retrocesos e incluso circular de estancamiento (Mballa, 2017, p. 122).

Todas las políticas públicas tienen un alto grado de incertidumbre y por ello los responsables de estas deben tener una gran capacidad de acomodación a situaciones nuevas e imprevistas, por lo que se requiere de un buen manejo de la lógica de la planeación estratégica que ayude a pensar y trabajar con varios escenarios posibles.

La administración pública y las políticas públicas en el contexto de un nuevo tipo de Estado

En el caso colombiano, tradicionalmente la administración pública ha sido el soporte material del sistema clientelista y por ello las tendencias de reforma apuntan hacia el otro extremo: intentar una administración pública que haga caso omiso del sistema político como sistema de poder. En esa perspectiva existe la pretensión de considerar la administración pública de tal manera que “presupone que la actividad administrativa puede subordinarse a la razón y que el comportamiento de las estructuras y organizaciones pueden orientarse hacia el logro de fines determinados, seleccionando los medios más adecuados” (Medellín, 1992)12, es decir, es el intento de poner en vigencia un paradigma tecnocrático en la gestión pública.

Sin embargo, la realidad de los sistemas políticos parece mostrar que la racionalidad técnica y la racionalidad política –la que se basa en la concertación y la negociación– tienden a articularse en función de unos intereses y objetivos determinados por los grupos con poder.

En ese sentido debemos señalar que la administración pública debe partir de reconocer la existencia del sistema de poder político y de las presiones sociales con los cuales debe interactuar de manera transparente, es decir, con ‘reglas del juego’ claras y precisas.

Esto implica que la administración pública y su ‘lógica’ es el producto de transacciones entre partes, por arreglo y concertación de intereses y objetivos, buscando que cada uno de ellos se encuentre en un interés y objetivo que los vincule. De manera que la función del administrador público es básicamente el convertirse en un mecanismo muy fuerte de concertación de intereses en la búsqueda de objetivos colectivos que sean la síntesis de diversos intereses grupales.

Sobre el entendimiento de la gobernabilidad democrática

El término gobernabilidad se ha popularizado dentro del lenguaje de los analistas políticos, de los gobernantes y de los políticos profesionales en los últimos años. No obstante, es evidente que se usa de manera indistinta para hacer referencia a distintos tipos de situaciones políticas. Intentemos, por ello, hacer un breve recuento, un acercamiento al ‘estado del arte’ de la discusión acerca del significado y alcance del término13. Usualmente el término gobernabilidad se usa

[…] para describir una condición social en la cual existe una adecuada relación entre el gobierno y la sociedad civil. Es decir, una relación que permite al gobierno ‘gobernar’, porque los ciudadanos respetan la autoridad establecida y no recurren a métodos violentos o ilegales para influir en las decisiones públicas (salvo minorías claramente identificadas); pero que también permite a los ciudadanos mantener expectativas razonables sobre el comportamiento del gobierno en términos de eficacia de la acción institucional –como respuesta a demandas sociales extendidas– y respeto al estado de derecho (Rojas Bolaños, 1994).

Siguiendo a Antonio Camou (2000),

[…] un paradigma de gobernabilidad reúne el conjunto de respuestas firmes que una comunidad política construye a efectos de resolver los problemas de gobierno; …conjuga así orientaciones generales de cultura política, un conjunto de fórmulas institucionales para la toma de decisiones entre los principales actores estratégicos de la sociedad y una serie de acuerdos básicos en torno a un conjunto de políticas públicas estratégicas (Camou, 2000).

Refiriéndose a la región latinoamericana Edelberto Torres Rivas (1995) entiende la gobernabilidad como “la cualidad de la comunidad política en que sus instituciones actúan eficazmente, de un modo considerado legítimo por la ciudadanía, porque tales instituciones y sus políticas les proporcionan seguridad, integración y prosperidad y garantizan orden y continuidad al sistema”.

El denominado Club de Roma en su informe sobre ‘La capacidad de gobernar’, elaborado por un grupo de especialistas bajo la dirección del profesor Dror, de Ciencia Política de la Universidad de Jerusalén, se aproxima al entendimiento de la gobernabilidad como “el mecanismo de mando de un sistema social y sus acciones que se esfuerzan por proporcionar seguridad, prosperidad, coherencia, orden y continuidad al sistema”14.

Analíticamente podríamos diferenciar cuatro esquemas acerca de cómo garantizar una gobernabilidad:

1. La gobernabilidad neoliberal. El término es introducido en los estudios propiciados por la Comisión Trilateral en los años 70, en los cuales se “constataba la existencia de insatisfacción y falta de confianza en el funcionamiento de las instituciones democráticas de gobierno en América del Norte, Japón y Europa Occidental” (Rojas Bolaños, 1994)15. A partir de allí se produce un ejercicio, relativamente arbitrario, de extrapolar estas conclusiones a las democracias en general.

Con base en lo anterior se señala que la democracia era obstaculizada por la ‘sobrecarga’ de demandas las cuales producían ingobernabilidad por lo siguiente:

a. Vuelve a los gobiernos ineficaces en lo que se refiere a su capacidad para responder a los compromisos adquiridos por las presiones que vienen de la sociedad, dentro de los límites impuestos por la economía;

b. los ciudadanos pierden su fe en las instituciones democráticas y en los dirigentes políticos, al no ver cumplidas sus expectativas en términos de respuestas a sus demandas;

c. se resquebraja la obediencia espontánea a las leyes y a las medidas gubernamentales, que es requisito indispensable para lograr un clima de gobernabilidad (Rojas Bolaños, 1994).

Esta perspectiva de entender la gobernabilidad está fuertemente marcada por las tendencias sistémicas de la ciencia política norteamericana y en particular por autores como David Easton y Gabriel Almond que consideran que “la función de las instituciones políticas es la de dar respuesta a las demandas que provienen del ambiente social o, de acuerdo con una terminología común, de convertir las demandas en respuestas” (citado en Bobbio, 1989)16.

La solución a la ‘sobrecarga’, según los teóricos de esta versión de la gobernabilidad, va a ser la denominada ‘receta neoliberal’, que se puede sintetizar en las siguientes medidas17:

a. reducir de modo significativo la actividad del gobierno;

b. disminuir las expectativas de los grupos sociales, minimizando las esperanzas acerca de la intervención del Estado para salvar o sanear cualquier situación;

c. aumentar los recursos o entradas a disposición del Estado;

d. reorganizar las instituciones estatales (simplificación) para aumentar su eficacia.

Desde estas perspectivas, la consolidación del orden y la garantía de la gobernabilidad conlleva reformar radicalmente el Estado, regularizar el funcionamiento de la sociedad, de los comportamientos individuales y poder hacer materia de previsión el funcionamiento del mercado. La gobernabilidad, así entendida, implica que la sociedad se regule ya sea por el mercado en lo económico, o por la democracia en lo político-institucional.

Esto se va a reflejar en un reforzamiento de las tendencias institucionalizadoras y el ‘recalentamiento’ de las tesis de analistas de los años 50, como Samuel Huntington, quienes plantean que

[…] la causa de la inestabilidad política y la violencia que experimentan las sociedades en desarrollo es en gran medida resultado del rápido cambio social y de la veloz movilización política de nuevos grupos, en un contexto de lento desarrollo de las instituciones políticas (Ozslak, 1990).

Es la socorrida tesis del desfase entre la modernización económica y social y la relativa parálisis de la transformación institucional y lo que explica que buena parte de los esfuerzos reformistas de los últimos tiempos pongan todo el acento en la modernización institucional.

Esta perspectiva es fuertemente criticada por varios analistas en los siguientes términos18: Es una visión conservadora porque se plantea que la democracia lleva dentro de sí los gérmenes de su propia destrucción, que más allá de ciertos límites la democracia –en la medida en que posibilita la participación amplia de los ciudadanos– crea ingobernabilidad, de lo cual se derivaría que la solución es la democracia restringida. Pero, además, las recomendaciones de la Trilateral se ubican en la perspectiva elitista de la política que, al considerar gobernabilidad y democracia como conceptos encontrados, arguye que la gobernabilidad es un asunto que tiene que ver con el comportamiento de las élites gobernantes, de manera que son ellas las que deben fijar las coordenadas para mantener o encontrar el rumbo perdido.

Adicionalmente, se podría señalar que en las sociedades del mundo en desarrollo la llamada insuficiencia de gobernabilidad se debe, en estricto sentido, no a su pérdida sino a la ausencia de condiciones para alcanzarla: inexistente o precario desarrollo de las instituciones de bienestar social, una democracia política y participación ciudadana insuficientes, un sistema de representación de intereses distorsionado. Como afirma Torres (1995)

[…] aquí, no aparece un ‘exceso’ de sociedad civil frente al Estado, capaz de ‘sobrecargar de demandas’ al sistema, sino justamente lo contrario, la necesidad de fortalecerla en el sentido literal de vigorizar la participación popular, como condición y resultado de la vida democrática (Torres Rivas, 1995).

2. La gobernabilidad tecnocrática. En los años 90 los organismos financieros internacionales de nuevo sitúan el término gobernabilidad (governance) en el centro de la discusión con un marcado sesgo tecnocrático. El Banco Mundial (1992) a través de su informe sobre Governance and Development y el Banco Interamericano de Desarrollo BID con su propuesta de ‘Buen Gobierno’ relanzan y popularizan el término. Para los organismos financieros internacionales, la governance se debe entender como la manera en la cual es ejercido el poder del Estado, sobre todo en el manejo de los recursos económicos y sociales, con un especial énfasis en la rendición de cuentas (accountability), el marco legal para el desarrollo económico, el acceso a información confiable y la transparencia en la toma de decisiones (Rojas Bolaños, 1994)19.

Dentro de esta perspectiva, se plantea que la gobernabilidad sería garantizada por la adopción de las lógicas gerenciales propias del sector privado o si se quiere, trasladando al sector público un cierto modelo tecnocrático de operar.

3. Un esquema de gobernabilidad socialdemócrata. La literatura sobre el tema hace referencia a tres dimensiones de la ingobernabilidad, que Philippe C. Schmitter (1988), desde una perspectiva académica, nos sintetiza de la siguiente manera:

a. La tendencia a acudir a métodos extralegales de expresión política; es decir, indisciplina expresada en los esfuerzos de los ciudadanos de influir en decisiones públicas por métodos violentos, ilegales o anómalos;

b. la disminución de cohesión de las élites y de su hegemonía, esto es inestabilidad, expresada en el fracaso de los actores de las élites políticas para conservar sus posiciones de dominación o para reproducir las coaliciones preexistentes;

c. el declive de la capacidad del Estado para conseguir los recursos necesarios y ejecutar sus políticas, lo cual refleja ineficacia, o sea la disminución de la capacidad de los políticos y administradores para alcanzar los objetivos deseados y asegurar el acatamiento de ellos por medio de medidas de coordinación obligatoria o de decisiones emanadas de la autoridad del estado.

Schmitter (1988) señala que la intensidad de estos fenómenos varía de un país a otro y anota que si bien algunos podrían ser calificados como ingobernables en las tres dimensiones, otros solamente lo serían en una o dos de ellas. Y concluye que los grados de gobernabilidad están en relación con la manera en que se ‘lleva a cabo la mediación’ de intereses bien diferenciados entre la sociedad civil y el Estado, con lo cual toma partido por un modelo de corporativismo social y en el cual la fuerza de partidos socialdemócratas reformistas parece estar relacionada con mayor gobernabilidad de la sociedad. Lo anterior es de gran importancia, por cuanto es una conclusión opuesta a la de los estudios de la Trilateral. Mientras que para esta la ingobernabilidad se asociaba a la ‘sobrecarga de demandas’, para Schmitter es la existencia de mecanismos de mediación, entre otros, lo que puede garantizar la gobernabilidad.

No hay duda de que este estilo de gobernabilidad, altamente inspirado en las experiencias socialdemócratas europeas –especialmente nórdicas– se basaría en la existencia de organizaciones sociales que operen como canales para tramitar las demandas de la sociedad y la construcción de escenarios de concertación social en los cuales dichas demandas se jerarquicen como producto de un ejercicio de concertación entre sus participantes.

4. La gobernabilidad democrática. Dentro de esta panorámica analítica acerca del entendimiento de la gobernabilidad es necesario señalar lo planteado por Michael Coppedge (1993, citado en Rojas Bolaños, 1994), quien introduce la dimensión del poder –entendido como relaciones de intercambio desigual entre actores en una determinada arena– en el estudio de la gobernabilidad. La gobernabilidad es, entonces, el producto del juego de poder relativo de los grupos relevantes en la arena pública; específicamente, el producto del respeto a ese poder por parte de las instituciones formales e informales que conforman el proceso político. Los síntomas de ingobernabilidad (corrupción, violencia, protesta ciudadana, descoordinación entre el poder ejecutivo y el legislativo, etc.) deben ser vistos como las reacciones a la ausencia de respeto al poder relativo de los grupos, independientemente de su tamaño o de su peso electoral.

Y añade Coppedge (1993, citado en Rojas Bolaños, 1994), estableciendo una distinción entre gobernabilidad y democracia, que la gobernabilidad requiere de la efectiva representación de los grupos en proporción a su poder, mientras que la democracia requiere de representación de grupos en proporción al número de votos. En otras palabras, la democracia respeta la lógica de la igualdad política mientras que la gobernabilidad respeta la lógica del poder. En principio, entonces, democracia y gobernabilidad inevitablemente entran en conflicto, lo que implicaría que una sociedad gobernable no necesariamente tiene que ser democrática.

A partir de lo anterior M. Coppedge (1993, citado en Rojas Bolaños, 1994) nos propone algunos procedimientos para avanzar hacia lo que se puede denominar como la gobernabilidad democrática: primero, debe ser fruto de un acuerdo nacional; segundo, se redefine periódicamente como todo acuerdo y, tercero, depende de la habilidad del gobierno para establecer canales de comunicación y realizar negociaciones con diferentes grupos sociales.

Las condiciones para la gobernabilidad democrática, según Coppedge (1993, citado en Rojas Bolaños, 1994) serían las siguientes para todos los grupos políticamente relevantes:

a. Ser capaces;

b. estar dispuestos a confiar en una fórmula o regla del juego en su arena;

c. los grupos que no son de masas (empresariales, militares, iglesia, etc.) deben estar dispuestos a aceptar fórmulas democráticas –que dan gran peso a los cuerpos de masas–;

d. los funcionarios electos deben representar al pueblo en general en algún grado significativo;

e. los funcionarios electos deben estar dispuestos a aceptar fórmulas que concedan representación efectiva a los grupos que no son de masas;

f. los funcionarios electos deben ser capaces de tomar decisiones, las cuales requieren la creación y mantenimiento de apoyos activos mayoritarios.

Siguiendo el argumento de Coppedge, Rojas Bolaños (1994) concluye que la gobernabilidad democrática

[…] no es solo producto de la capacidad de los grupos políticos para moverse dentro de determinadas reglas del juego –una especie de concertación, sin amenazas constantes de rupturas salvo las meramente retóricas–, que siembren la incertidumbre en el conjunto de la sociedad [...] [Adicionalmente anota que] La estabilidad de un régimen no se puede conservar en una situación de exclusión social y política para algunos de esos actores (Rojas Bolaños, 1994).

La gobernabilidad democrática, entonces, seria producto de un proceso permanente de concertación entre actores estratégicos políticos y sociales, a partir de unos pactos o acuerdos entre los mismos, renegociados de forma periódica.

Esto pone nuevamente sobre el tapete la tensión entre gobernabilidad y democracia. No podemos olvidar que la legitimidad de un régimen político se sustenta en dos elementos fundamentales: uno, en la participación de la mayoría de los miembros de la sociedad en la conformación de sus instituciones y en el nombramiento de los transitorios dirigentes de las mismas y, dos, en que los miembros de la sociedad resulten beneficiados del desarrollo económico en términos de su calidad de vida, es decir en la eficacia de la gestión pública. La legitimidad no es simplemente un problema político, sino también económico y social.

La gobernabilidad en estos tiempos implica sobre todo “la posibilidad de que los gobiernos puedan transformar el poder potencial de un conjunto de instituciones y prácticas políticas en una capacidad explícita para la definición e instrumentación de políticas públicas” (Mayorga, 1992). Y no siempre “un sistema de gobernabilidad basado en criterios de efectividad, previsibilidad y racionalidad” (Mansilla, 1992) se posibilita, en sociedades profundamente desigualdades, con la vigencia del deber ser democrático.

Algunas tendencias contemporáneas nos presentan este entendimiento de gobernabilidad: “un estado es gobernable cuando cumple requisitos mínimos tales como: control efectivo del territorio, monopolio de la fuerza y formulación e implementación de políticas públicas” (Fonseca y Belli, 2004).

Igualmente, otras perspectivas nos hablan de gobernabilidad como un “conjunto de mecanismos, procesos y relaciones e instituciones mediante los cuales los ciudadanos y grupos articulan sus intereses, ejercen sus derechos y obligaciones y median sus diferencias” (Fonseca y Belli, 2004)

5. De la gobernabilidad a la gobernanza. En el mundo contemporáneo y en el contexto de aceptación de la idea que el Estado no es el exclusivo actor del desarrollo, sino que hay una pluralidad de actores,

[…] se descubrió que para gobernar un país hacia metas de bienestar se exigen más capacidades, actores y acciones que las del mero gobierno y dada la insuficiencia gubernamental y la necesidad del aporte social, se entendió que el modo directivo de gobernar se tenía que modificar para hacerlo capaz de diseñar la forma de crear interdependencia más que dependencias, coordinar más que subordinar, construir puentes más que pirámides (Aguilar Villanueva, 2006).

En paralelo comienza a emerger la concepción del gobierno más centrada en la idea de coordinar y dinamizar y toma fuerza en algunas escuelas de pensamiento el concepto de gobernanza;

[…] fue tomando forma entonces el componente esencial y peculiar de la gobernanza, distinto del enfoque de la cuestión de la (in)gobernabilidad con su énfasis unilateral en las capacidades del gobierno, que destaca la interdependencia o asociación entre actores gubernamentales y sociales como la condición sin la cual no es posible que haya dirección de la sociedad (Aguilar Villanueva, 2006),

Siguiendo de nuevo a Aguilar Villanueva, se puede señalar que

[…] el enfoque propio y distintivo de la gobernanza es el que destaca la insuficiencia del actuar del gobierno para gobernar las sociedades contemporáneas, aún en el caso de que contara con la máxima capacidad institucional, fiscal y administrativa y supiera aprovecharla a nivel óptimo. El gobierno es insuficiente para la gobernación de la sociedad (Aguilar Villanueva, 2006).

La participación desde los paradigmas más relevantes en ciencias sociales 20

Entendido el concepto de paradigma como “un conjunto de proposiciones o de enunciados meta teóricos que apuntan, menos sobre la realidad social que sobre el lenguaje a emplear para tratar de la realidad social” (Boudon y Bourricaud, 1986); podemos hablar de cuatro grandes paradigmas en las ciencias sociales, estos no representan todos pero constituyen los fundamentales:

1.Estructural-funcionalismo

2.Marxismo-estructuralista

3.Interaccionista

4.Accionalista

Veamos de manera sucinta los principales enunciados y el significado de la participación desde la perspectiva de cada uno por cuanto, dependiendo de los paradigmas dominantes en cada momento, tendremos una particular forma de entender y valorar la participación. No podemos olvidar que los grandes paradigmas de las ciencias sociales no solo contribuyen a orientar las políticas públicas –internacional y nacionalmente–, sino que además condicionan ideológicamente a los intelectuales y sus lecturas de la realidad. Podemos señalar que los dos primeros colocan al Estado como el actor central del desarrollo y eran los paradigmas predominantes hasta hace algunos años y los otros dos ponen el énfasis en la sociedad y parecen ser los paradigmas emergentes del momento:

1. La perspectiva estructural-funcionalista, mira el desarrollo como un proceso de modernización21 a través del cual se da el paso de la ‘sociedad tradicional’ a la ‘sociedad moderna’ y supone que el desarrollo es el abandono de la mentalidad tradicional y la adopción de una mentalidad moderna. Desde esta perspectiva, los obstáculos al desarrollo son la resistencia a los cambios y las dificultades para la adopción de los valores y normas de la sociedad moderna.

El desarrollo requiere, entonces, acciones en los siguientes campos:

a. en lo económico, desarrollar la economía de mercado a través de procesos de industrialización. Para ello es necesario la inversión de capital; creación de infraestructura para garantizar la movilidad e intercambio de productos, personas y capital; reestructuración y formación de la mano de obra; darle capacidad de compra para estimular el consumo; introducir innovaciones tecnológicas; diversificar las exportaciones; desarrollar el sistema bancario. Es el capitalismo de Estado el modelo económico priorizado que en el caso de América Latina lo expresa muy bien la propuesta de desarrollo de la Comisión Económica para América Latina (Cepal).

b. En lo social, introducir modos de vida, de pensamiento y de consumo propios de la sociedad moderna; limitar el crecimiento poblacional; organizar sobre bases nuevas los procesos de socialización primaria; dar a la mayoría de la población acceso a los servicios básicos –educación, salud, vivienda; impulsar la creación de organizaciones sociales–, partidos, sindicatos, grupos de presión; mejorar el estatus de la mujer en la sociedad.

c. En lo político, dar al Estado el rol protagónico en la conducción de la modernización; buscar la integración nacional; estimular la democracia liberal como forma política ideal; desarrollar la administración pública.

Los actores fundamentales del desarrollo, en esta perspectiva son las élites modernizadoras estatales (políticos, empresarios, intelectuales, militares) que actúan como transmisoras de la mentalidad moderna.

Dentro de esta perspectiva, la participación de los actores sociales parece verse como un ejercicio controlado y tutelado por el Estado en la búsqueda del gran objetivo de la modernización. La participación debe orientarse en lo político a fortalecer la democracia liberal-formal de tipo representativo, y en lo social a consolidar las organizaciones propias de la democracia representativa, como el gremio, el sindicato y el partido. Aquí la participación parece asociarse fundamentalmente a derechos.

2. La aproximación del marxismo-estructuralista veía el desarrollo como un proceso de liberación antimperialista y anticapitalista, que posibilite, a posteriori, el desarrollo de las fuerzas productivas. Desde este paradigma, el obstáculo esencial al desarrollo es la relación capitalista de producción y su expresión imperialista que manifiesta en relaciones asimétricas entre los capitalismos centrales y periféricos. El desarrollo no es posible si no se suprime la relación de explotación.

Las condiciones del desarrollo van a estar asociadas a dos momentos claramente diferenciados: 1. La toma del poder por la organización revolucionaria, ya sea a través de la guerra, del golpe militar o de las elecciones, lo que en la mayoría de las situaciones va a implicar un periodo de transición en que se desarrolla un régimen político de dictadura (partido único, exclusión de derechos a sectores sociales burgueses). 2. Una vez en el poder, ejecutar la política económica (diversificación de la producción interna y aumento de las exportaciones) y social (satisfacer las necesidades básicas de la población). Las políticas de desarrollo se van a sustentar en el rol fundamental del Estado, con una ‘estatización de la sociedad y de la economía’.

El actor fundamental del desarrollo es la élite revolucionaria de la organización política –o político-militar– que aporta a los sectores explotados de la sociedad la conciencia nacional y social.

Aun cuando en el discurso se considera una convocatoria a una gran participación de los sectores subordinados de la sociedad, esta va a ser entendida como controlada y tutelada dentro de los parámetros señalados por las élites revolucionarias, que son las que mejor interpretan las necesidades nacionales y sociales. La participación desde esta perspectiva se va a asociar fundamentalmente a control y derechos.

3. La perspectiva interaccionista planteaba el desarrollo como producto de la competición de los intereses individuales. El obstáculo fundamental al desarrollo proviene del excesivo peso del Estado en la economía (carencia de empresarios privados, ineficiencia e ineficacia en el sector público y privado) y en la sociedad (paternalismo en relación con el Estado, dificultades para practicar la democracia política y consolidar la integración nacional).

El desarrollo requiere la creación de condiciones que posibiliten que la suma de los intereses individuales construya efectivamente el interés colectivo, es decir, crear ‘reglas del juego’ para que todo el mundo gane, comenzando por aquellos mejor posicionados y haciendo extensivos los beneficios a los demás de manera posterior. La idea-fuerza es la confianza total en las supuestas virtudes de la competencia. Se trata de reducir la importancia del Estado y transformar su rol intervencionista y desarrollar la iniciativa privada en todos los campos, lo cual a la larga estimulará el progreso general. Las políticas de desarrollo se basan en la privatización, la competencia, la internacionalización, la iniciativa privada. El Estado solo debe jugar un papel regulador que no suplante la acción de los agentes privados, sino que los estimule.

Sin embargo, el Estado central guarda para sí la orientación del proceso global del desarrollo a través de la planeación, el manejo presupuestal, el control del orden público y la política exterior. En lo político se trata de reestructurar la democracia liberal de corte representativa y centrada en lo político y estimular formas de democracia participativa desideologizadas basadas en la acción privada. Es la concepción neoliberal del desarrollo que considera necesario neoliberalizar el Estado, la economía y la sociedad.

Los actores fundamentales del desarrollo son las élites modernizantes privadas (nacionales e internacionales) que van a jalonar el proceso de competencia.

Dentro de esta perspectiva, la participación parece encontrar un gran espacio ya que se la concibe como elemento central de los procesos de desarrollo y se la estimula en varias dimensiones: en lo político, profundizándola hacia formas de democracia participativa –aun cuando esta se restrinja a los aspectos considerados como accesorios en la conducción global, mientras que simultáneamente se le desideologiza; en lo social, concibiéndola como elemento central para suplir las carencias de la acción estatal en lo atinente a las necesidades básicas –aun cuando esto conlleve mayores costos en trabajo o en dinero para las comunidades; en lo económico, llamando a la iniciativa privada como motor central del modelo económico.

4. La aproximación accionalista o aquella que concibe el desarrollo como producto de la dinámica de los movimientos sociales. Según Alain Touraine, uno de los más destacados exponentes de este paradigma, el desarrollo es visto como el proceso de pasar de sociedades con historicidad débil hacia sociedades con historicidad fuerte. La historicidad es entendida como la capacidad de acción de la sociedad sobre ella misma. El desarrollo se sitúa en la perspectiva de un socialismo autogestionario no muy bien definido y las políticas de desarrollo deben apuntar a la satisfacción de las necesidades de base de las mayorías.

Los obstáculos al desarrollo se ubican en la existencia de una sociedad bloqueada por 1. Clases dominantes que han sido incapaces de transformarse en dirigentes en el sentido de lograr consolidar un proyecto nacional alrededor de sus orientaciones que integre las distintas clases sociales. 2. Sistemas políticos cerrados, rígidos y muy autoritarios que excluyen la participación de muchas fuerzas sociales y políticas. 3. Una organización social fragmentada y muy heterogénea y con fuerte dependencia del exterior.

Las condiciones para que el desarrollo se dé apuntan, entonces, a la superación de los obstáculos anteriores a través de la dinámica –en ocasiones conflictual– de los movimientos sociales: consolidar una clase superior dirigente; construir un sistema político e institucional abierto, incluyente, y lograr una organización social con mayores niveles de homogeneidad y autonomía.

Los actores fundamentales del desarrollo son los movimientos sociales de los sectores subordinados de la sociedad, estos son actores fundamentalmente sociales y no directamente políticos. Los grupos de base que buscan creciente autonomía de la sociedad civil frente al Estado y liderados por unas especies de ‘élites solidarias’ serían gérmenes de movimiento social en formación.

Dentro de esta perspectiva la participación es valorada como la posibilidad de los actores subordinados de la sociedad de construir su propio proyecto abarcando tanto lo político (democracias participativas incluyentes), lo social (como mecanismo para definir aspectos de la vida cotidiana de la gente), y lo económico (en la orientación de las políticas estatales y en el desarrollo de proyectos económicos autogestionados). La participación como negociación es de gran relevancia en esta perspectiva.

No hay duda de que lo deseable en una sociedad democrática es que se logre construir un estilo de gobierno basado en lo que podríamos denominar una gobernabilidad democrática –o una gobernanza democrática. Para su consecución es fundamental la participación de los actores políticos y sociales estratégicos. Es en este escenario donde las posibilidades de la participación son más reales y, como parte de ellas, el control social, como en este escrito lo hemos entendido.

Podríamos cerrar este aparte señalando que paradójicamente en un escenario como el contemporáneo, en el que pareciera primar una mezcla de los denominados paradigmas interaccionista y accionalista y donde crecientemente se acepta la importancia de un rol central del Estado –sin que esto signifique un retorno a los modelos estatistas del pasado–, las posibilidades de la participación –con las restricciones antes mencionadas– parecieran tener mayores posibilidades de expresarse y de contribuir a consolidar estilos de gobierno más democráticos y con mejores resultados en su gestión e incidir en todo el proceso de las políticas públicas.

Legitimidad, políticas públicas y negociación

Tradicionalmente el problema de la legitimidad se entiende en relación con la aceptación social de un gobierno por parte de la sociedad y sus fundamentos en generalidades abstractas (ciudadanía, nación, pueblo, sociedad civil). Hoy en día el problema de la eficacia de la gestión pública adquiere mayor relevancia en la medida en que crecientemente es un elemento asociado a la legitimidad democrática, podemos señalar con Giovanni Sartori que “una legitimidad dudosa puede ser reforzada por la eficacia del gobierno; inversamente, una legitimidad en principio fuerte puede ser debilitada por su ineficacia” (Sartori, 1991).

El problema de la legitimidad debe ser una preocupación permanente de los funcionarios públicos de alto nivel y no solo una preocupación para los políticos. La administración pública tiene una doble legitimidad, por un lado, la derivada del sistema político (onda larga) y del proceso electoral y que es ‘transferida’ a la administración pública por las autoridades electas y, por otro lado, la derivada de la eficacia en la prestación de sus servicios (onda corta) y en la cotidianidad de la relación con sus usuarios. Esto es lo que nos permite percibir sectores de la administración pública con mayores niveles de legitimidad que otros, lo cual está mediado por los niveles de eficacia en el cumplimiento de su función22.

Por ello, el funcionario público contemporáneo debe ser muy buen técnico, pero esto por sí solo no es suficiente. Se requiere adicionalmente y cada vez con mayor peso, una gran comprensión de la dinámica del sistema político, es decir ser capaz de “hacer dialogar la política y la técnica para discutir, tanto la direccionalidad (objetivos) como las directivas (operaciones y medios)” (Matus, 1990). Lo que quiere decir, con habilidad para concertar y negociar no solo al interior de la estructura burocrática, sino también con el sistema político y con las organizaciones sociales.

Esto no significa que su capacidad técnica se pierda, por el contrario, esta debe ser un recurso de poder importante que le ayude a fundamentar sus argumentos en los procesos de negociación. Por consiguiente, no se trata de alguien pasivo que ‘toma nota’ de lo que quieren las organizaciones sociales o los grupos de poder, sino alguien que es actor y que por consiguiente opina, interviene y argumenta.

El funcionario público de alto nivel debe ser un gestor de políticas públicas, un promotor de cambios e innovaciones, un impulsor de reformas, con capacidad de ejercer la conducción en épocas de crisis, asumiendo los desafíos económicos y sociales que esto conlleva y con capacidad de manejar buenas relaciones con las autoridades gubernamentales, el sistema político y las organizaciones sociales. Lo anterior implica liderazgo, capacidad de toma de decisiones, creatividad, manejo de técnicas de planeación, capacidad analítica, capacidad organizacional, capacidad de negociación, compromiso y responsabilidad social23.

Una gestión pública con perspectivas positivas debe comprender:

1.Identificar, ordenar y optimizar el uso de los recursos disponibles.

2.Romper la inercia institucional de dirección y gestión, creando condiciones para impulsar los cambios requeridos.

3.Impulsar una dinámica institucional de dirección y gestión.

4.Ganar capacidad para el manejo de la incertidumbre, que permita anticiparse a situaciones conflictivas y resolver problemas.

5.Ganar destreza para concretar alianzas o resolver conflictos que permitan viabilizar las acciones a emprender.

Y todo lo anterior sintetiza el proceso de formulación, implementación y evaluación de políticas públicas.

Para que ello sea posible se requiere un gran énfasis en la formación de los funcionarios públicos de tal suerte que se desarrolle en ellos un real espíritu democrático, en el sentido de entender y valorar al otro como distinto, como diferente, quien tiene otras opiniones, pero con quien hay que convivir, con quien hay que concertar y llegar a acuerdos y quien eventualmente puede llegar a tener una parte de verdad. Esto, sin duda, se asocia con una característica que debe tener el funcionario público y es una gran sensibilidad hacia los problemas de la comunidad, que le ayude a estar en ‘sintonía’ con la gente y de esta manera poder estimular y apoyarse en los procesos de participación social, así estos por momentos contengan altos elementos de criticidad.

En ese sentido hay que desterrar el dogmatismo de la administración pública, lo cual quiere decir que se pueden tener y defender posiciones sobre los diversos asuntos de su incumbencia, pero se trata de que las posiciones se confronten con todos los sectores interesados y se esté siempre abierto a los cambios, a las modificaciones. Podemos concluir afirmando que la política pública mejor intencionada y con los objetivos más loables no logrará mayores resultados si no se crean las condiciones de conducción que posibiliten un adecuado proceso de implementación, evaluación y reformulación de la misma.

La política de paz, seguridad y defensa del Estado colombiano posterior a la expedición de la Constitución de 1991

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