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Una vez que el perro te llega al corazón, ya no hay vuelta atrás. Los científicos, siempre ajenos a todo romanticismo, lo llaman «vínculo entre perros y humanos». La palabra «vínculo» no refleja solo la estrecha conexión, sino también la reciprocidad; no está únicamente el sentimiento mutuo, sino también el afecto. Queremos a los perros, y ellos (suponemos) nos quieren. Tenemos perros, pero también ellos nos tienen a nosotros.

Podemos llamarlo vínculo entre perros y humanos, pero así no establecemos bien nuestras prioridades. En gran medida, el perro resume todo lo que representa la relación simbiótica que tenemos con nuestros cachorros. Prácticamente, todo lo que hace el perro fortalece esta relación: sus efusivos saludos y su irremediable mal comportamiento. Los escritos de E. B. White, que vivió con una docena de perros a lo largo de toda su vida (algunos de los cuales conocerá el lector por las colaboraciones de White en The New Yorker), son un ejemplo de la humanidad que tal vínculo nos permite ofrecer a los perros. Cuando los estadounidenses se enteraron de que los rusos iban a mandar una perra al espacio, White explicó que sabía la razón: «La pequeña Luna está falta de un perro que le ladre».

O, simplemente, se puede suponer que, si vamos a ir a la Luna, querremos llevarnos a nuestros fieles compañeros. Están a nuestro lado desde muchos miles de años antes de que soñáramos con viajar al espacio: antes de los cohetes espaciales y de todos los avances tecnológicos que llevaron a ellos; desde antes de la fabricación de metales o la construcción de motores. Antes de que viviéramos en las ciudades, antes de que existiera cualquiera de los elementos reconocibles de la civilización actual, ya convivíamos con los perros.

Cuando, inconscientemente, los primeros seres humanos decidieron domesticar a los lobos de su alrededor, cambiaron el curso del desarrollo de la especie. Asimismo, cuando decidimos cruzar, comprar o rescatar a un perro, establecemos una relación que nos va a cambiar. Nuestro día a día será diferente: a los perros hay que sacarlos a pasear, alimentarlos y cuidarlos. Y eso nos cambia la vida. Con su presencia a nuestro lado, se abren camino hasta llegarnos al alma. Y eso es algo que ha mudado el devenir del Homo sapiens.

En el siglo XXI, la historia de nuestra interacción con los perros ha llevado a que haya personas dedicadas a la investigación de la cognición canina. Y aquí es donde yo entro en escena: mi trabajo es observar y estudiar a los perros. No mimarlos ni jugar con ellos: simplemente, me fijo en lo que hacen. Eso sí, con cariño. Muchas de las personas que solicitan trabajar conmigo en el Laboratorio de Cognición del Perro se llevan un buen desengaño cuando se enteran de que nuestro trabajo no implica alojar a los perros, ni siquiera tocarlos.* Cuando realizamos experimentos conductuales, con preguntas sobre si el perro sabe distinguir por el olfato una pequeña diferencia en la comida, o si prefiere un olor a otro, todos los que estamos en la habitación tenemos que mostrarnos completamente pasivos ante él. Esto significa no hablarle, ni acariciarlo, ni llamarlo ni responder a sus arrumacos. Ni siquiera intercambiar con él miradas fervientes ni hacerle cosquillas por debajo del hocico. A veces llevamos gafas de sol en su presencia o damos la espalda al perro que, por la razón que sea, se nos queda mirando. En otras palabras, en la habitación donde experimentamos con los perros, nuestra postura está a medio camino entre la del árbol y la de una mala educación inexcusable.

No es que seamos personas distantes. Simplemente, que es muy difícil observar lo que pasa sin tomar partido en ello: las herramientas que usamos los estudiosos de la conducta animal (los ojos) son las mismas que empleamos para otros fines, de ahí que no sea fácil ajustarlas para ver lo que realmente ocurre delante de nosotros, y no lo que quisiéramos ver.

Hecha tal salvedad, digamos también que los humanos somos animales observadores por naturaleza. Para esquivar a los depredadores o dar caza a una presa, nuestros ancestros homínidos tenían que observar lo que hacían los animales, estar atentos a la aparición de cualquier cosa que se moviera entre la hierba o los árboles: les afectaba. Su habilidad observadora marcaba la diferencia entre comer o ser comido. Por tal razón, mi trabajo da un giro de ciento ochenta grados al de la evolución: yo no busco el elemento más nuevo en una escena. Al contrario, mi objetivo es observar aquello de lo que sabemos menos, todo lo que nos es más familiar, para volver a mirarlo de otra forma.

Estudio a los perros porque me interesan en sí mismos, no solo por lo que nos puedan decir sobre los humanos. Sin embargo, todos los aspectos de la observación atenta del comportamiento del perro tienen un componente humano. Miramos a nuestros perros, ellos nos responden moviendo la cola, y nosotros nos preguntamos por los antiguos seres humanos que conocieron a sus primeros protoperros. Nos hacemos preguntas sobre la mente del perro porque nos interesa saber cómo funciona la nuestra. Analizamos cómo reaccionan ante nosotros (de forma tan distinta de la de otras especies). Nos preguntamos por el efecto, saludable o nocivo, que convivir con ellos tiene en nuestra sociedad. Miramos a los ojos de los perros y queremos saber qué ven cuando nos devuelven la mirada. Tanto nuestro modo de vida con los perros como nuestra ciencia respecto de ellos reflejan intereses humanos.

En mi estudio científico de los perros, he ido adquiriendo una conciencia cada vez mayor de la cultura del reino canino. Los perros llegan a nuestro laboratorio con sus amos y, aunque a veces solo nos fijamos en la conducta del miembro cuadrúpedo de la pareja, la relación del amo es el elefante en la habitación. Como persona que siempre ha vivido con perros, es la cultura en la que estoy inmersa. Sin embargo, empecé a verlo todo más claramente desde la perspectiva del forastero, con la bata blanca del laboratorio puesta. Las formas que tenemos de adquirir, bautizar, entrenar, criar, hablar y ver a nuestros perros merecen más atención. Los perros pueden pasar de estar unidos a nosotros a estar atados por nosotros. Gran parte de lo que aceptamos como modo de vivir con los perros es extraño, sorprendente, revelador, incluso perturbador… y contradictorio.

La presencia del perro en la sociedad está llena de contradicciones. Sentimos su animalidad (le damos huesos para comer, lo sacamos a hacer pis a la calle), pero le aplicamos un sucedáneo de humanidad (le ponemos impermeable, celebramos su cumpleaños). Para conservar el aspecto de la raza, le recortamos las orejas (para que parezca más cánido salvaje), pero le comprimimos la cara (para que se parezca más a los primates). Hablamos de machos y hembras, pero le reglamentamos la vida sexual.

Los perros poseen un estatus legal de propiedad,* pero reconocemos su capacidad y su voluntad de actuar: desean, deciden, exigen, insisten. Son objetos, según la ley, pero comparten nuestros hogares (y a menudo el sofá y la cama). Son de la familia, pero tienen dueño; los valoramos, pero también los abandonamos. Les ponemos nombre, pero sacrificamos a millones de ellos que nunca lo tuvieron.

Celebramos su individualidad, pero los criamos para la uniformidad. Generamos razas fantásticas, y con ello destruimos la especie: hemos creado perros de hocico corto que no pueden respirar bien, perros de cabeza pequeña en la que apenas les cabe el cerebro, perros gigantes que no pueden aguantar su propio peso.

Se han hecho familiares, pero de este modo han quedado ocultos. Hemos dejado de considerarlos por lo que son. Les hablamos, pero no les escuchamos. Los vemos, pero no los miramos.

Es algo que nos debería alarmar. Sentimos interés por los perros por su condición de perros, de no-humanos. Son amables y efusivos embajadores del mundo animal del que cada vez nos distanciamos más. Con nuestra mirada cada vez más dirigida a la tecnología, hemos dejado de estar en un mundo poblado de animales. ¿Animales en nuestra propiedad, en nuestra ciudad? Una molestia. ¿Animales en casa que no han sido invitados? Mascotas. ¿Los nuestros? Miembros de la familia, pero también propiedad privada. Parte de lo que nos enamora de los perros de esta última y encumbrada categoría es que no son como el resto de la familia. Detrás de esos ojos abiertos de par en par, hay una especie de «otro»: alguien misterioso e inexplicable que nos recuerda a nuestro yo animal. Y, sin embargo, parece que hoy hacemos cuanto podemos para eliminar la animalidad de los perros del mismo modo que sacamos al género humano del mundo natural, con el teléfono pegado a la oreja, visitando a los amigos a través de la pantalla (no personalmente), leyendo en la pantalla (no en libros), visitando lugares en la pantalla (no a pie).

Estoy reflexionando sobre los perros con los que vivimos y acerca de lo que ellos puedan pensar de nosotros. Bajo por la acera con mi perro Finnegan y veo nuestra imagen difusa reflejada en el mármol pulimentado del edificio junto al que pasamos. Finn va brincando ligera y perfectamente siguiendo mi larga zancada. Formamos una única sombra en las losas, unidos en el movimiento y en el espacio por algo más que la correa que supuestamente nos enlaza.

La explicación de por qué se estrechó ese lazo corredizo que nos une podemos buscarla en la multitud de formas que tiene el perro de hablarnos de nosotros, de nuestra condición personal y societal. Como investigadora con muchos años de experiencia, así como persona que ama a los perros y vive con ellos, mi objetivo es explorar lo que mi ciencia dice sobre ellos, acerca de esos animales y de nosotros mismos. Y, más allá de la ciencia, me interesa saber cómo las rarezas humanas y las leyes de nuestra cultura revelan y limitan el vínculo entre los humanos y los perros.

¿Cómo convivimos con los perros hoy? ¿Cómo deberíamos convivir con ellos mañana?

Mi perro y yo

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