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A moDo DE Prólogo

Alexandra Kollontay es una expresión de la Rusia de su época en donde no era demasiado corriente que una muchacha de ascendencia aristocrática se deter­minara, desafiante, en la elección de marido y de a­dhesión a la causa de la transformación social radical. Las convulsiones de la segunda mitad del XIX periodo en el que nació nuestra autora fueron demasiado es­tremecedoras como para evitar que hasta segmentos de la propia nobleza abrazaran la causa de los relega­dos del opresor régimen zarista. No pocos individuos de procedencia aristocrática sacudieron su concien­cia frente a la brutal segregación social, a la pobre­za del proletariado, a las formas esclavas dominantes entre los propietarios de la tierra que soterraban a las poblaciones campesinas. Y también cuestionaran la moral y las costumbres de aquella sociedad que force­jeaba entre las formulaciones antiguas y las nuevas en el estrépito de clases que iba produciendo el desarro­llo capitalista. Basta la muestra exigua de Kropotkine, cuyo padre era príncipe y emparentado con la familia del zar, de Herzen hijo de un poderoso terratenien­te, de Ogariev que tenía el mismo origen, de Tkachov, cuya familia pertenecía a la aristocracia terratenien­te aunque de menor porte. Cualquiera fueran las disrupciones que se producían en la sociedad rusa, no hay cómo dudar del dominante ambiente sojuzgador de las mujeres, tal como ocurría en todas las socieda­des. Aunque Alexandra Domontóvich descendiente de la aristocracia era una adolescente pues nació en 1872, el feminismo ya se había entrañado en Estados Unidos de América, en Europa y también había gru­pos de agitación en las regiones del este europeo y en la propia Rusia. Las mujeres habían sido colocadas en el subsuelo jurídico de la inferioridad bajo la tutoría del marido en verdad tenían menos derechos que los menores de edad, se les confirió el sagrado mandato de la reproducción y el cuidado del marido y la prole, se les negaron los derechos de ciudadanía y en general se la apartó del régimen de lo público. La condición de su existencia se asimilaba a la esclavitud, situación que en Rusia y no sólo allí sino donde prevalecían las formas terratenientes “feudales” con la fuerza de traba­jo campesina, significó que entre las mujeres letradas, generalmente burguesas o de ascendencia aristocráti­ca, tales como Alejandra Kornilova, Sophia Perovskay y Rosalie Jakesburgar para citar sólo a un puñado de esas rebeldes hubiera manifestaciones de insurgencia feminista. Era concordante la condición femenina con la de los esclavos. Muy probablemente el trazado de es­tas feministas fuera de apego inescindible a la cues­tión social, tal como ocurrió con la propia Alexandra Kollontay. Basta recordar el antecedente de las huelgas obreras rusas de 1875 en el que participaron mujeres que no eran obreras y que fueron apresadas y conde­nadas con las propias trabajadoras, tal como decía el periodista Kravinsky señalando los cambios, “…Ahora un público asombrado mira las caras radiantes de es­tas jóvenes mujeres que con sus sonrisas dulces como las de un niño, se dirigían hacia un camino sin retor­no, sin esperanza, hacia la prisión central, hacia largos años de trabajo forzoso. La gente se decía: ‘Regresamos a la época de los primeros cristianos, empieza a exis­tir una nueva fuerza’.”

La configuración de los feminismos rusos tuvo mu­cho que ver con los propios contextos políticos, y has­ta las grandes divisiones suscitadas a inicios del siglo XX, dominaron las propuestas de identificación con las mujeres de los sectores sociales sumergidos. En términos de Karen Offen1, hubo una dominancia de patrones “relacionales” según los cuales la liberación femenina no era separable de la causa emancipatoria de las clases trabajadoras. Pero hacia 1905 las femi­nistas rusas, a propósito del sacudón revolucionario, dividieron claramente las posiciones. Se irguió con particular fuerza una renovación del movimiento que emulaba las consideraciones de la conquista de dere­chos sobre la base de la especificidad de la condición femenina. Más allá de las diferencias que podían se­parar a las adherentes de este reencauzamiento fe­minista sobre todo en materia de metodología de la acción, en Rusia surgió con vigor la tendencia que re­clamaba independencia de la acción reivindicativa y reclamaba por la emancipación de las mujeres en todas las clases sociales. Entre esos movimientos estaba la Liga por la Igualdad de las Mujeres, y hasta un Partido de las Mujeres Progresistas. Alexandra Kollontay se había casado con su primo de este apellido, para disgusto de sus padres que querían un partido “intere­sante” como era moneda corriente, y con quien tuvo un hijo se ubicó en la vereda de enfrente y asoció de modo imperturbable la liberación de las mujeres a las condiciones de posibilidad de liberación de las clases trabajadores de la opresión capitalista.

Los textos que siguen expresan claramente su punto de vista que suena enfático y contundente, aunque tal vez matizó un tanto en los años de madurez al contacto con las sociedades nórdicas en donde las feministas de esa región, con menguadas contemplaciones de clase, argumentaban acerca de la subalternancia de las muje­res. Se pueden leer en estos textos parte de las primeras producciones de la autora y también su autobiografía que llega hasta poco más de mediados de la década de 1920. Lamentablemente su promesa de continuar­la no se cumplió, de lo contrario podíamos habernos asomado a las difíciles circunstancias que la acompa­ñaron durante los años de la Segunda Guerra y la fase de climax del estalinismo con el que no comulgaba.

Las principales nociones del feminismo de Kollontay podrían así sintetizarse: a) Las mujeres no han sido forjadas a su condición secundaria por la Naturaleza sino por las condiciones sociales; b) el capitalismo es el responsable por el sometimiento de ambos sexos; c) la liberación de las mujeres sólo puede asegurarse con la modificación radical del sistema capitalista; d) la clase obrera está siempre más cerca de la liberación de las mujeres debido a su ínsita posición de “compa­ñerismo” y de “solidaridad esencial”.

Cuando Kollontay aborda la “grave cuestión sexual” de su tiempo, y debe entenderse como tal los proble­mas relacionados con las separaciones matrimoniales y especialmente con el adulterio, una facultad fran­queada para los varones, subraya lo morigerado de la crisis entre los trabajadores. Su entrañable identifica­ción con la clase la lleva a sostener la mejor correspon­dencia que existe entre esta y los auténticos principios de la moral, sobre todo cuando se trata de la familia. Dedica anatemas a las consagraciones facilistas de las “feministas burguesas” que critican la institución del matrimonio legal desde la perspectiva de la “unión o el amor libre” pero en verdad era un reclamo caro a las anarquistas, que tampoco comulgaban con las “fe­ministas burguesas”. No puede sustraerse la inter­pretación de estos textos tempranos de Kollontay del momento histórico que los forjaron. Su desconfianza en el feminismo de las “progresistas burguesas” arrai­ga en su oposición radical a cualquier iniciativa atri­buible a la dominación capitalista.

Desde mi perspectiva, Kollontay aumenta la pro­yección de su ejemplaridad a propósito de la actua­ción que le cupo como Comisaría del Pueblo durante unos meses, en el transcurso de 1918, cuando ya se ha­bía impuesto la Revolución. En ese cargo que constitu­ye la primera experiencia pública moderna en manos de una mujer y del que fue rápidamente separada por las oposiciones que suscitaba, llevó adelante reformas fundamentales para las congéneres. Su preocupación con el estatuto de la maternidad la coloca en una si­tuación aventajada, pues en relación a esta crucialidad de “destino” según el fórceps epocal su intervención fue relevante. En su autobiografía se demora especial­mente en esa saga. Ella había escrito un voluminoso análisis dedicado a la maternidad en el transcurso de su exilio alemán, pero debemos lamentar que no haya sido traducido. Sus preocupaciones con la condición del maternaje se basan en una interpretación más au­daz que refiere menos a las obligaciones que a las limi­taciones. Fue aguda en la percepción del significado de hacerse cargo de la crianza de la descendencia, espe­cialmente para las proletarias. Había en ello también una referencia propia, una resonancia de las enormes dificultades que vivió, obligada a largas separaciones de su pequeño hijo.

Alexandra Kollontay estuvo entre las socialistas pa­cifistas como ocurrió con la enorme mayoría de las líderes de la socialdemocracia alemana y debe recor­darse que se encontraba en Alemania hacia 1914, en­tre las que destellan Clara Zetkin, Rosa Luxemburgo, Luise Saumoneau2. Esto significó desacuerdos profun­dos con la mayoría de los varones, de modo subraya­do con quienes votaron los créditos de guerra aunque eran socialistas. Estas posiciones, más el ingredien­te de sus amonestaciones a la hipocresía de la moral masculina burguesa, y sus conflictos con la fórmula feminista que creía equivoca y egoísta de la conquista de derechos, sin estrecha colaboración con las clases trabajadoras, tejieron difíciles conflictos para nues­tra mujer. Se sobrepuso a los ataques aunque algunos fueron especialmente duros, pero debe concluirse que estuvo del otro lado de la heroína. Fue un ejemplar de estirpe femenina, rebelde y resiliente.

Dora Barrancos

1 Karen Offen, “Definir el feminismo. Un análisis históri­co comparativo”, Revista Historia Social, 1991, nº9 p 103136

2 Dora Barrancos, “Feminismos entre la guerra y la paz”, Revista La Aljaba, Vol, XX, 21016 p 1933

El amor y la mujer nueva

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