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IV
Оглавление«Señor de Avrigny:
»He cumplido veintitrés años, me llamo Amaury de Leoville y llevo, por lo tanto, uno de los apellidos más antiguos de Francia, venerado en los consejos e ilustre en los ejércitos.
»A fuer de hijo único, heredé de mis padres una fortuna de tres millones de francos en bienes raíces, que me producen más de cien mil de renta.
»Enumero estas circunstancias, que son hijas del acaso y no debidas a mi propio mérito, considerando que con este patrimonio, con la nobleza de mi estirpe, y con la protección de los que me aman puedo escalar la cumbre de la carrera de la diplomacia, a la que me he consagrado.
»Caballero: tengo el honor de pedir a usted la mano de su hija, la señorita Magdalena de Avrigny.»
«Querido tutor:
»Terminada mi carta oficial al señor de Avrigny, carta descarnada y seca como todo formalismo, ¿permite usted a su hijo que le hable con el lenguaje de la gratitud y de los sentimientos que llenan su corazón?
»Amo a Magdalena y ella corresponde a mi afecto. Si hemos tardado tanto en hacerle a usted esta confesión, es porque nosotros no habíamos sondeado aún nuestras almas.
»Este amor ha ido tomando cuerpo tan lentamente y se ha revelado de un modo tan súbito, que nos sorprendió a los dos como un trueno que estallara en un día despejado. Me he educado junto a ella y bajo la vigilancia de usted, y cuando el novio sustituyó al hermano, no supo darse cuenta de este cambio.
»Se lo demostraré a usted.
»Me acuerdo aún de los juegos y las caricias de nuestra niñez, pasada en la hermosa quinta que usted posee en Ville d'Avray, ante los benévolos ojos de la señora Braun.
»Magdalena y yo aprendimos allí a tutearnos. Corríamos por las extensas alamedas en cuyo fondo se ocultaba el sol; saltábamos bajo los corpulentos castaños del parque en las hermosas noches de verano; dábamos deliciosos paseos por el agua y emprendíamos largas excursiones por el bosque.
»¡Oh! ¡Qué feliz tiempo aquél!
»¿Por qué nuestras existencias, confundidas en su aurora, han de separarse sin haber llegado siquiera a la mitad de su carrera?
»¿Por qué no he de ser para usted en realidad un hijo, como lo soy ya de nombre?
»¿Por qué no hemos de seguir Magdalena y yo haciendo la misma vida?
»Me parece todo ello tan natural, tan sencillo, que mi imaginación inventa mil obstáculos; pero ¿existen realmente, querido tutor?
»Quizás me juzga usted joven y frívolo en demasía; pero le llevo a ella dos años y la frivolidad no es elemento esencial de mi carácter.
»Hasta me atrevo a decirle que si soy frívolo no lo soy por naturaleza, sino porque usted me ha aconsejado que lo sea.
»Dispuesto estoy a renunciar a todos los placeres cuando usted lo quiera; bastará para ello una palabra suya o una indicación de Magdalena, pues la amo tanto cuanto a usted le respeto, y la haré dichosa, se lo aseguro.
»¡Sí! ¡muy dichosa! ¿Me considera usted muy joven? ¡Mejor! Así podré dedicar más tiempo a amarla. Mi vida entera le pertenece.
»Usted, que adora a su hija, sabe de sobra que cuando se ama a Magdalena es para siempre.
»¿Acaso sería posible dejar de amarla? Fuera insensato quien tal imaginara. Verla, contemplar su hermosura, y los inmensos tesoros de bondad y de fe, de amor y castidad, que encierra su alma equivale a quedar subyugado, confesando que no hay en el mundo mujer que se le iguale. Creo que ni en el Cielo hay un ángel que pueda serle comparado. ¡Oh, tutor, padre mio! La quiero con toda mi alma. Escribo con esta incoherencia porque expreso las ideas tal y como se me agolpan a la mente. De sobra comprenderá usted que este amor me enloquece.
«Confíemela, querido tutor. No nos separaremos de su lado para que pueda usted ser nuestro guía. Usted no nos abandonará; velará por nuestra dicha, y si algún día ve asomar a los ojos de Magdalena una lágrima, una sola lágrima de pena o de tristeza cuya causa sea yo, eche mano a una pistola y levántame la tapa de los sesos: lo tendré muy merecido.
»Pero no, no haya cuidado: Magdalena no tendrá por qué llorar.
»¿Quién sería capaz de hacer verter a ese ángel, a un ser tan bueno y delicado, a quien una palabra algo severa lastima, a quien un pensamiento celoso causaría la muerte? Sería una infamia, y ya me conoce usted, querido tutor, y sabe que no soy ningún infame.
»Su hija será feliz, padre mío. Ya ve que le llamo padre: ésa es otra costumbre que usted no querrá extirpar. Pero de algún tiempo a esta parte me mira y me habla con una severidad a la cual no me tenía acostumbrado, sin duda por mi tardanza en decirle lo que hoy le escribo, ¿no es verdad?
»Sí es así, me lisonjeo de haber hallado para justificarme un medio muy sencillo que me ha proporcionado usted mismo.
»Está enfadado conmigo porque cree que no le he sido franco, porque le he ocultado como un agravio este amor que no debía ni podía ofenderle. Lea usted en mi corazón y verá si hay que culparme.