Читать книгу Habitaciones con música de fondo - Alexis Zaldumbide Manosalvas - Страница 4
ОглавлениеCuando cumplí dieciocho años mi mamá me obsequió un reloj suizo, un Tissot Quickster, y me dijo que evocaba el cielo y el mar. Aunque no era el Esmeralda de Girard Perregaux que había pertenecido a Porfirio Díaz, se trataba de un buen reloj y seguramente me duraría toda la vida.
El regalo tenía que ver con una historia que mi abuelo me había contado con su voz de gánster muchos años atrás, acerca del reloj que utilizaba Don Porfirio Díaz, presidente de México por más de 34 años, un tourbillon sobre tres puentes de oro, el más famoso realizado por la casa de relojes suizos Girard Perregaux, un reloj de verdad y no esa baratija que yo llevaba atada a la muñeca. Aún recuerdo sus palabras exactas.
Luego de esa conversación sentí la necesidad urgente de deshacerme de mi reloj verde fosforescente que tenía como fondo un dibujo de dos delfines azules que se entrelazaban. Sin pensarlo dos veces arrojé mi chuchería al fondo del escusado y jalé la cadena. Con un ligero remordimiento, con una tardía aflicción, miré cómo las correas se movían con una rara belleza y los delfines se convertían en un destello azulado casi indistinguible bajo el agua.
Para mi décimo cumpleaños exigí a mi madre que me comprara un tourbillon de tres puentes de oro como el Esmeralda que había pertenecido a Porfirio Díaz. Obviamente nunca cedió a mi capricho, aunque ocho años después me obsequió el Tissot como una compensación tardía.
He llevado este reloj desde entonces, con la rara convicción de que sería el único objeto que duraría más que mi propia vida. Incluso me había imaginado el improbable escenario en que se lo heredaba a un hijo o a un nieto.
Por desgracia, hoy mi Tissot ha dejado de funcionar, ha exhalado su último tic tac marcando las tres y treinta como hora de su deceso.
Mirando por el balcón de mi habitación el atardecer marino, he concluido que el Tissot ha sido incapaz de soportar la crudeza del aire salado, la delgada arena que vuela con la brisa y que enhiesta el cabello. Son los prodigios del clima costero, su capacidad para herrumbrar y enmohecer todo a su paso, para despellejar las paredes y dañar los alimentos.
Mientras me encontraba en el balcón, Emir tocó a mi puerta, traía cara de hastío. Me preguntó si quería acompañarlo a tomar una cerveza en el bar del hotel, le dije que lo alcanzaría luego, que primero me daría un baño. Aunque lo que hice fue quedarme viendo la puesta de sol, no en actitud contemplativa, el mío era un gesto de indolencia.
Cuando bajé al bar me sorprendió encontrar a Emir solo, sentado con cara de orfandad mirando hacia el malecón. Pensé que Sofía estaría con él, eran esa clase de parejas que no se despegaban nunca: incluso luego de siete años de relación, tenían una cercanía envidiable. Su noviazgo era estrecho y natural: el silencio de Emir, sus cualidades analíticas y su serenidad empataban perfectamente con la sonrisa de Sofía, con su prudencia y capacidad para relacionarse con la gente de manera inmediata.
Mi presencia parecía poner equilibrio a ese vínculo, por eso terminé inmiscuido en su relación de manera cercana. Cuando me propusieron viajar con ellos a la playa no me pareció una mala idea, no sentí que mi participación sería accesoria o inoportuna, además, quería sentirme parte del universo de estabilidad e incluso bondad amorosa que ellos habían forjado.
Las doce horas de trayecto hasta llegar a la playa fueron extrañas. Al principio pensé que estaba otorgándole atribuciones erróneas al silencio que reinaba al interior del Honda Pilot, luego consentí que la mudez se debía a un desinterés común, a una falta de ímpetu por relacionarnos, estábamos mareados por la ruta de la sierra y nadie es muy comunicativo cuando siente náuseas.
Apenas llegamos al hotel me recluí en mi habitación para vomitar toda la tarde; recién por la noche me junté con ellos, tomamos algo y caminamos por el pueblo. Sofía se compró unos aretes de plumas, llevaba una camisa verde y el cabello recogido, los aretes le brindaron un aspecto armonioso y atractivo. Al verla pensé en lo fácil que resultaba para una mujer transformarse, un par de aretes podían ejercer un efecto de cambio profundo.
Al salir del puesto de artesanías Emir abrazó a su novia, la tomó por la cintura mientras besaba su cuello, y ella respondió al gesto con una débil sonrisa y una caricia lenta en su mejilla. Sentí un poco de celos al mirarlos, pensé que yo necesitaba esa clase de cariño en mi vida, hasta ese instante no lo había recibido; me sentí marginado de la gracia, de la felicidad.
A las once de la noche quise dar una vuelta, caminar por la playa sin un rumbo fijo. Llegué a una cabaña iluminada donde un grupo de jóvenes habían levantado una fogata. Al principio intenté integrarme pero vi que ellos no estaban dispuestos a hacerme un espacio, me senté cerca, compré una botella de tequila y bebí pausadamente mirando el fuego.
Amanecí a unos pasos de las cenizas de la fogata, con un gusto salobre en la boca y mi cabeza a punto de reventar por la jaqueca. Me deshice de la arena de mis bolsillos y de las bastillas de mi pantalón, y fui caminando descalzo hasta el hotel, dormí por horas, me levanté sediento ya muy entrada la tarde, fue cuando descubrí que el Tissot había dejado de funcionar.
Cuando llegué al bar Emir ya iba por su tercera cerveza, al verme hizo un ligero gesto a manera de saludo, enseguida pidió dos cervezas más y un plato de papas fritas. En la pantalla posicionada frente a nuestra mesa pasaban la repetición de un partido de fútbol.
Antes de que yo me animara a realizar la pregunta obvia, Emir con un tono sereno pero entristecido me dijo que Sofía se había marchado.
—Esta tarde la acompañé a la estación de autobuses
—enunció resignado.
Me quedé en silencio durante un rato, pensé que incluso los mecanismos más eficientes fallaban, una imagen se formó en mi mente con una precisión alucinante, observé un gran barco herrumbrado, sus goznes llenos de óxido, la proa destrozada, las velas raídas, un buque agonizante atravesando el mar, con actitud decidida pero sin ninguna posibilidad de sobrevivir.
—Siete años no se olvidan con facilidad —alcanzó a decir con desconsuelo.
—A veces uno no puede hacer nada al respecto —respondí tratando de darle ánimos.
Emir tomó una papa frita, me dijo que ya llevaban algún tiempo mal, que la relación se había deteriorado, pero no sabía reconocer el punto exacto del cambio. De todas maneras Emir quería a Sofía y asumir su ausencia, el peso de su partida, le dolía.
Nos levantamos de la mesa del bar, él pagó la cuenta, salimos un poco apesadumbrados, nos sentíamos incompetentes para decidir qué hacer con nuestro silencio, dimos una vuelta por el malecón, la brisa aplacaba el bochorno, el ambiente era agradable. Aun así, quería regresar a mi habitación y descansar, pero Emir compró una botella de ron y me invitó a beber con él, no me negué porque lo vi abatido.
Fuimos a su dormitorio y al llegar puso un disco de corridos norteños que habíamos comprado para mantenernos despiertos en la carretera. La música perdió espacio ante el silencio abismal que pesaba sobre nuestras vidas.
En aquel lugar había un vacío con forma humana, nos hacía falta la voz de Sofía, su mediación prudente y sus dejos de madre preocupada, ambos nos habíamos acostumbrado a su presencia suave y directa, era la primera vez en siete años que estábamos solos y ese peso, esa extrañeza era la que nos impedía relacionarnos con facilidad, retomar nuestra amistad de manera fluida.
—He pensado que sería bueno hacer un viaje largo, fuera del país —dijo Emir intentando romper el silencio.
—Es una buena idea, tal vez deberíamos retomar el plan de conocer Europa —respondí luego de sorber un trago de ron.
—Me gustaría ir a Inglaterra, ver un partido de la Premier Ligue, siempre he tenido curiosidad de ver un partido del Liverpool —comentó Emir con supuesto entusiasmo—. Me gusta mucho el cántico de su fanaticada: Never Walk Alone gritan desde los graderíos, con una convicción inquebrantable, nunca caminarás solo, repiten una y otra vez como un compromiso que no se puede traicionar.
—Pase lo que pase nunca caminarás solo —respondí con un dejo mecánico.
Empezamos a hablar de fútbol, le conté que el partido que más me había emocionado en un mundial había sido el de Paraguay versus Francia en 1998, lo había visto en la cocina de mi casa un viernes por la tarde. Era la primera vez que un encuentro de mundial se definía por gol de oro, tanto anotado por Laurent Blanc para Francia en el tiempo extra. Lo impresionante de aquel duelo a mi entender había sido el corazón puesto por ambas selecciones. Carlos «El Colorado» Gamarra había jugado por la selección paraguaya con una costilla rota durante todo el partido, gesto que me parecía épico.
Emir me contó que tenía un buen recuerdo del mundial Italia 90, sobre todo de Toto Schillaci, un menudo delantero italiano que había saltado de la banca para convertirse en la estrella de ese campeonato y en su jugador favorito ese mundial, siendo el máximo anotador; junto con Jürgen Klinsmann, delantero de la selección alemana que ese año se había alzado con la corona. A pesar de que todo el mundo señalaba a Maradona como la máxima atracción, Emir había obviado su figura y de aquel mundial solo recordaba su rostro transformado por el llanto cuando su selección perdió la final y con ello la posibilidad de revalidar el título que habían conquistado en México 86.
Cuando Emir dejó de hablar sonaba una canción de los Tigres del Norte, y su gesto se volvió reflexivo.
—No sé qué pasa conmigo —me confesó luego de un instante, mientras se tomaba la cabeza con angustia.
Lo miré sin pronunciar palabra.
—No sé qué pasa conmigo —repitió—, todo el amor del mundo, la convicción y la fe que uno pone, al final no sirven para nada —dijo con tristeza.
Supuse que hablaba de su relación con Sofía.
—Desde hace un año que algo me pasa, me hallo desinteresado, siento que he perdido la energía, la chispa, ese impulso que moviliza la vida. Tengo tanto miedo de que día con día mi existencia se enfríe de tal manera que termine sin ánimo de vivir. Incluso he perdido el interés por el sexo, a Sofía la quiero pero ya casi no la toco, he perdido el interés sexual por ella, estoy padeciendo de un agotamiento de mi espíritu que me parece que no tiene solución.
Tomó un respiro y luego dio un prolongado sorbo de su vaso hasta que el ron desapareció. No dije nada, me quedé en silencio observando el rostro de Emir como quien mira un pálido incendio sobre una montaña.
Al llegar a mi habitación observé la luna, escuché el sonido del mar, las olas rompiendo contra la arena, pensé en las voces de las sirenas, hermosas rapiñas que solo pueden vivir en el mar y de vez en cuando se acercan a las costas.
Al día siguiente tomamos el desayuno en la playa y no mencionamos nada acerca de la noche anterior. Un par de horas más tarde entramos al mar y dejamos que el oleaje nos meciera, contemplamos con aire ridículo el horizonte escuchando apaciguados al océano. Entrada la tarde paseamos a lo largo de la orilla, cuando nos disponíamos a regresar al hotel Emir divisó a un grupo de muchachos que con unas hojas de palma construían unas improvisadas porterías, se acercó a ellos y les preguntó si podíamos jugar.
Correr, patear el cuero húmedo con los pies descalzos, imponer el peso de mi cuerpo pesado y torpe sobre los delgados jóvenes de quince y dieciséis años me resultó reconfortante. Jugamos tres partidos, lo hicimos para expulsar demonios, para repeler nuestra mala fortuna y evadirnos de lo vergonzoso que cubría nuestras vidas.
Al final de la tarde cuando varios de los muchachos se habían ido, llegaron una chica y su hermano para reforzar al equipo rival. La muchacha a pesar de su corta estatura era fuerte y no se intimidaba, su manejo de la pelota era bueno, su hermano tenía mucha velocidad, seguramente practicaba atletismo, tenía la estampa de fondista.
El partido fue muy reñido, quedamos igualados antes de que un disparo de Emir enviara el balón hasta el mar. Aproveché ese momento para tomar un respiro y sobar mis pies adoloridos.
Una muchacha espigada que vestía unos shorts y una camiseta del Inter de Milán nos acercó la pelota, su piel blanca mostraba una leve quemadura solar, sus brazos ondulaban de manera muy bella al desplazarse. Nos preguntó si también podía jugar, nadie se opuso, así que entró en remplazo de un vendedor que tenía que regresar a su negocio.
De lejos parecía mucho mayor de lo que en realidad era, al fijarse muy bien en su rostro se podía ver una juvenil inocencia. Cuando tuve la oportunidad de ponerme cara a cara me di cuenta de que apenas era una niña de doce o trece años, sus facciones finas y su sonrisa amplia la hacían lucir atractiva y mayor.
Parecía disfrutar mucho del juego, se enojaba cuando perdía un balón, gritaba y daba instrucciones a sus compañeros de equipo, azuzaba a los contrarios y cada vez que una jugada le salía bien mostraba un júbilo sin disimulo.
Cerca del borde de la cancha se había juntado un grupo pequeño de personas que miraban el encuentro. Entre ellas se destacaba un hombre alto y barbado que lucía una prominente calva, aquel sujeto con sus manazas gesticulaba un sinnúmero de indicaciones.
Las dos muchachas empezaron a moverse por toda la cancha, dando pases y acercándose al gol, aunque fue nuestro equipo, por intermedio de Emir, el que rompió la paridad, tras un centro por la izquierda que disparó de volea para mandar el balón rasante por el lado derecho de la portería.
De todas maneras a los pocos minutos las dos muchachas llegaron a nuestra portería gracias al sprint del joven con pinta de corredor, que las dejo de cara al gol, para que solo empujaran el balón, primero anotó la mayor y tan solo una jugada después la más joven decretó el final del partido con un suave disparo de zurda.
Un par de horas después aparecieron en el restaurante del hotel el hombre calvo junto a la niña de la camiseta del Inter. Nos reconocieron y se acercaron con amabilidad a nuestra mesa.
Eran padre e hija, él se llamaba Oriol y ella Laia, estaban de vacaciones y también eran huéspedes en el hotel. Oriol nos contó que Laia había nacido en México pero que vivían en Barcelona. Su esposa y él eran de Catalunya, sin embargo, todos los años regresaban a México para vacacionar.
La muchacha intervenía siempre que su padre decía algo que a ella no le parecía adecuado o cuando sentía que la estaban poniendo en ridículo. A pesar de su edad su belleza causaba asombro, detrás de su rostro infantil flotaba cierta agudeza y el desenfado que tienen las mujeres hermosas.
Emir invitó una cerveza a Oriol quien compartió la mitad con su hija. «Está muy acostumbrada a la bebida», dijo con un vozarrón y luego soltó una carcajada. Laia miró a su padre y para confirmar sus palabras de un solo sorbo se terminó la cerveza.
—¿Te gusta el Inter? —pregunté a la niña, ella me dijo que prefería a los equipos latinoamericanos, al Boca, al Santos, a los Pumas, pero que su tío le había regalado la camiseta y que por eso la usaba.
Emir habló sobre un texto que había escrito Pasolini en 1971 sobre el fútbol europeo y el fútbol latinoamericano, identificando al primero con la prosa y al segundo con la poesía. Emir nos explicó que en el texto Pasolini hablaba sobre el lenguaje del fútbol como un sistema de signos, en el que el partido debía ser interpretado como el discurso dramático donde se articulaban las palabras futbolísticas y su sintaxis, los goles venían a ser el momento profundamente poético de este discurso. Desde esta perspectiva el fútbol en Europa era funcional, respondía a un sistema secuencial y lógico, por eso lo asimilaba con la prosa, mientras que el fútbol latinoamericano, especialmente el practicado por Brasil, resultaba lírico, poético, libre y creador. Emir dejó en claro que esta clasificación hecha por Pasolini no suponía que el director italiano haya tenido una preferencia por uno o por otro estilo.
A Laia le gustó aquella exposición erudita de Emir, Oriol comentó efusivamente acerca de su experiencia entrenando a un brasileño en un equipo de adolescentes en Barcelona, la capacidad pulmonar y la gambeta endiablada que tenía, al tiempo en que pedía otra ronda para todos, incluida Laia.
La conversación se extendió hasta que cerraron el restaurante, para ese entonces ya habíamos bebido cinco rondas de cerveza.
Esa noche tuve un sueño extraño: estaba en la cama con Sofía, ambos nos encontrábamos desnudos, sus pechos redondos y pequeños apuntaban al cénit, ella cantaba con una triste tonada que parecía provenir de otro mundo, de otro tiempo. Frente a nosotros estaba Emir atado de pies y manos, mientras más fuerte cantaba Sofía más parecía sufrir Emir, la voz de ella era nítida y perturbadora.
Desperté y me sentí solo, una soledad que ya había experimentado antes, que provenía de mi abdomen. Una soledad soportable de la que me iba a reponer, pero que era desagradable.
A primera hora de la mañana fuimos a una playa nudista que quedaba a cuarenta minutos de donde estábamos. Conduje el Pilot de Emir, lo hice para olvidar el pasado, apretando el acelerador hasta que la aguja del velocímetro vibró de miedo, persiguiendo una corazonada de felicidad a 170 kilómetros por hora. Quería llegar de inmediato al futuro, saltarme el presente y sus destellos de luz nada prometedores, sus sucedáneos, su abulia, los sueños tan débiles como el cristal, en la velocidad deseaba encontrar lo perdido, esos orgasmos de la adolescencia, la cama de la última novia amada con locura, el tiempo en el que era difícil creer en la desidia, en la melancolía, en el incumplimiento de todas las promesas.
Ese día nadé con la convicción de llegar a un puerto seguro o en su defecto ser atrapado por las toneladas de agua del océano. Pensaba en mi reloj que no había durado más que una década y media, que no se parecía en nada al Esmeralda de Porfirio Díaz que seguía marcando la hora con un paso constante e inagotable.
Sentados en la arena con un par de cervezas en la mano y nada que decir, vimos pasear los cuerpos desnudos de una decena de personas, gente grande y de carnes flojas, cuerpos redondos y rosados, mujeres con los pechos marchitos, ancianos dorando sus pieles con el sol más inclemente de la mañana, europeas de nalgas firmes que dejaban ver su débil y rubia pelambrera púbica. La luz juvenil de la carne, el ocaso, la tristeza de los cuerpos envilecidos por el tiempo. La motivación para vivir debe ser muy grande para seguir adelante a pesar del acometimiento de la vejez, de los estragos del tiempo, pensé. Fue inevitable desear una vida breve, dejar un cadáver joven.
Conversamos un poco sobre el sexo y las relaciones, con una enorme desilusión. No nos había ido bien, la historia que compartíamos estaba plagada de desencanto y pesimismo. Emir me dijo que no era algo solo de los dos, que toda la generación estaba atrapada en esa herida, en la imposibilidad de perseverar en el amor, incluso en el odio. «No somos capaces de lidiar con promesas largas ni con pasiones fuertes», afirmó con seguridad y aflicción.
Al regreso él manejó, preferí acurrucarme y mirar por la ventana el paisaje. En el espejo retrovisor vi un detalle de mi rostro, fue una imagen muy comprometida con la desilusión.
Cuando llegamos al hotel nos encontramos con Laia que estaba sentada en el lobby, conversamos con ella un rato y luego fuimos juntos al bar. Compartimos una mesa que daba al malecón y vimos un partido de la liga nacional, dos equipos pequeños se enfrentaban en un duelo intrascendente. Fue un rato entretenido, bebimos, conversamos y gritamos dos goles, nos olvidamos de las promesas rotas, de las palabras difíciles de tragar, de las apuestas al futuro que íbamos perdiendo.
Laia nos habló de su casa en Barcelona, de sus recorridos en bicicleta, de una novela de Niccolo Ammaniti sobre un niño que descubre que su familia ha participado en el secuestro del hijo de un empresario italiano. Del clima y sus rasgos aleatorios, de su falta de estabilidad. Oriol había salido a un pueblo cercano con su madre y ella no había querido acompañarlos.
Laia era encantadora, tenía una espontaneidad que nosotros habíamos perdido hacía mucho tiempo, era natural y carecía de poses atormentadas, expresaba su cariño sin complicaciones o segundas lecturas, te abrazaba sin pensarlo dos veces con toda su pequeña estructura ósea, el cálido aroma de juventud aplacaba nuestros demonios, su abrazo resultaba curativo.
Tal vez por eso nos quedamos tanto tiempo en el bar, riéndonos, disfrutando de la simpatía que se nos había olvidado que poseíamos, la risa era franca y enorme, a veces simple y ridícula. Lo infantil de Laia nos transmitía calma.
Cuando la noche cayó por completo subimos al cuarto de Emir, él abrió una botella de aguardiente, los tres bebimos y jugamos en el piso con una esfera de silicona que decoraba una de las mesas de la habitación, las carcajadas inundaron el lugar, una dulzura nos cobijó, la brisa salina, el pequeño rigor del alcohol, el calor como motivo de nuestras vidas.
La felicidad a veces se expresa en pequeñas dosis. En ese instante los tres fuimos muy felices.
Después nos tendimos en el piso y saboreamos los rezagos de nuestro gran alboroto. Laia descansaba sobre los pies de Emir, los veía y sentía un lazo único, una conexión hermosa con esas dos personas.
La noche se había instalado en la habitación, una ligera luz externa amansaba la oscuridad, las facciones de Emir y Laia estaban ocultas por ese lamido de la penumbra.
Una calma profunda había llegado a nuestro espacio, las persianas se agitaban por el viento marino que soplaba con insistencia, yo me sentía transmutado. Al poco tiempo empezó a hacer frío, al punto de que me puse a temblar, sentía un ligero malestar, como una baja de presión, algo oscuro e interno, Laia miró mi rostro y me sugirió que fuera por algo más abrigado que procurara comer algo dulce.
Regresé a mi cuarto y al entrar recibí un golpe de aire que me hizo tambalear, la cama estaba tendida y lucía ajena a mis recuerdos, las cortinas ondeaban, me acerqué al balcón, exploré la noche y sentí náuseas, esas arcadas que incluso sacuden los testículos, que hacen retorcer tus órganos internos, pero no vomité.
Agarré un yogur de fresa que guardaba en la mini nevera y me lo bebí de un solo trago, tomé un suéter de lana y regresé a la habitación de Emir, tambaleándome, cuidando los pasos que daba.
Al entrar supuse lo que estaba pasando tan solo por el aroma, una mezcla de humedad y sopor amargo, alcé la vista y observé que al fondo del lugar, justo al pie de la cama, se encontraba Emir con el pantalón abajo, sujetaba con sus manos las delgadas piernas de Laia mientras se balanceaba penetrando su cuerpo con una cadencia arrítmica, al tiempo oí los quejidos de la muchacha, un sonido que era una mezcla de entusiasmo y horror. Emir soltaba pequeños gemidos, hinchaba sus pulmones y exhalaba bocanadas de aire.
Me recliné en la pared y me senté, contemplé la escena con estupor y a la vez desidia, no dije nada, no moví un músculo, no pensé, tan solo yací en el suelo como un pequeño mueble inservible.
No pasó mucho tiempo hasta que sonó la puerta, Emir se paralizó, yo reaccioné de inmediato y de forma mecánica respondí al llamado. Al abrir me encontré con la cara de Oriol que de entrada me vio con rostro de preocupación e inquietud, pero no tardó ni dos segundos en fijarse en la escena que acontecía al fondo de la habitación, que lo transformó por completo.
Emir no había soltado las piernas de la muchacha y nos miraba como si estuviera perdido en otra dimensión. El padre de Laia con un portentoso movimiento me tumbó al piso y corrió como una bestia desbocada tras Emir, quien no se inmutó, apenas si parpadeó al sentir la embestida de ese toro enfurecido. Oriol derribó a Emir y estampó su puño en la cara de mi amigo una y otra vez, mientras profería una serie de insultos.
Duró solo un segundo pero pensé en el canto de las sirenas, la diferencia entre su embrujo y el embrujo que producía la lira de Orfeo, dos sonidos distintos, dos formas distintas de cautivar a los mortales. La una desde la anarquía, desde el caos, la otra desde la belleza, el orden y la gracia. Me levanté, agarré la bola de silicona y reventé la cabeza de Oriol de un solo golpe. La mirada de Laia era la de una sierva asustada, respiraba muy fuerte, sus fosas nasales se hinchaban como fuelles, su leve vello púbico brillaba con una pálida luz de luna. Saqué a Emir de la habitación a rastras, tomé las llaves de su coche y manejé toda la noche.
Emir estaba herido, no solo por los golpes que había recibido, estaba herido adentro, en su voluntad. Mientras manejaba lo miraba de reojo, su piel blanca y delgada como papel de china evocaba un cambio drástico. Me preguntaba qué había pasado en su interior, en qué momento se había operado la transformación. ¿Cómo había emergido el mal?
Me sorprendió no reprochar el comportamiento de Emir ni el mío, no tener un sentimiento de culpa sancionadora. Nadie es tan bueno, nada es tan bueno en la vida, todo se corrompe, se daña, se pudre, pensé. De nuevo vi la imagen de un gran barco herrumbrado, sus goznes llenos de óxido, la proa destrozada, las velas raídas, un buque agonizante atravesando el mar, con actitud decidida pero sin ninguna posibilidad de sobrevivir.
A mitad de camino paré el coche, en la orilla de la carretera vomité, por mi boca emergió un dulce líquido con sabor a fresa. Regresé al coche y no me detuve hasta llegar a la casa de Emir, luego tomé un taxi hasta mi departamento.
Desde ese día no he vuelto a verlo, ni a él ni a Sofía, no he sabido nada de sus vidas, tuve la precaución de salir del país por un tiempo, habíamos dejado nuestros documentos y nuestra ropa en el hotel, no sería muy difícil dar con nosotros, por eso preferí dejar que las aguas se calmaran mirando desde una orilla lejana.
El viaje ha logrado apaciguar cierto malestar, frenar mis impulsos, el padecimiento ha disminuido. He logrado evadir el canto de las sirenas, eso es lo que pienso, además orienté de mejor manera mis expectativas de vida, aunque sigo estando solo.
Hace unos días un ex trabajador de la Girard Perregaux examinó mi reloj. Su comentario aclaró muchas de mis dudas, mi Tissot Quickster era una falsificación de buen aspecto. Pensé para mis adentros que Emir, Sofía y yo también éramos falsificaciones, personas que aparentaban estabilidad, cordura y sensatez, pero en realidad estábamos dañados, rotos, éramos productos de mala calidad que pretendían hacerse pasar por mercancía fina. Me dijo que podía venderme un reloj original a un precio razonable, pero desistí de la oferta, ya no me interesa tener un reloj, medir el tiempo, pensar en la vejez y la decrepitud del cuerpo.
Unos días antes visité el campo del Liverpool en Anfield Road, escuché a la fanaticada cantar el famoso Never Walk Alone como un grito unísono. Ese día el equipo perdió en una pobre exhibición futbolística. Ante mi desconcierto, vi cómo los seguidores de los Reds salían del escenario antes de que se terminara el cotejo. Tuve ganas de hablar con Emir, discutir con él acerca de las ventajas de caminar solo, de no fiarse de ninguna promesa y hacer la vida sin considerar la lealtad, la compañía o la perdurabilidad como opciones.