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Concrete Angel

El ron viene y va de una orilla del vaso a la otra, ondeando en silencio, tan solo se crispa cuando detengo mi mano. Miro a través del vaso el lugar donde me encuentro, no hay muchas personas en la cantina, se logra ver a unos cuantos hombres ocultos por la penumbra, el resto es ausencia.

No es una noche para grandes tumultos y eso es un alivio, no quiero estar en medio del barullo de la gente. En este momento me repugna la idea de los lugares llenos, quiero estar sola, es lo único que deseo.

La luz fluorescente alienta mi desgano, su palidez me hace ver marchita. Mientras bebo un poco de ron me entrego a recuerdos y pasados que parecen inexcusables.

Repaso el sueño que tuve hace unos días: estaba descansando a orillas del Orinoco, no lo conozco, pero sabía que ese río era el Orinoco. Sus aguas se arremolinaban con intensidad y me llamaban: métete, decían, sumerge tu cabeza y tus brazos.

Estaba completamente seducida por el paso de la corriente, por el color y por la furia del río, que no tendría compasión si me zambullía en sus aguas. Las ganas de echarme de cabeza dentro del torrente para perderme para siempre en su rugido eran brutales, hablo de una necesidad imperativa, ese tipo de deseo irresistible que nace en el centro del estómago y toma fuerza al interior del pecho.

Hubiese terminado en el fondo del río si mi marido no intervenía. Bastó un gesto suyo, sereno y exigente, para que yo desistiera de la idea de internarme en esas turbias aguas.

Martín Vargas, mi marido, no ha entendido el significado del sueño, he intentado explicárselo pero ha terminado tratándome como a una loca. Por eso preferí quedarme callada y beber en silencio.

El vaivén del ron termina por desbordar el vaso, un fino reguero del líquido avanza por mi mano, lamo rápidamente la piel que se humedece, antes de que el licor llegue a mi codo. Llevo el vaso a la boca y mientras asciende, mientras el ron y mi boca se encuentran, puedo verme en el reflejo, no me gusta nada lo que veo, luzco horrenda, traigo unas ojeras espantosas y el color de mi piel es umbroso. Verme me desconsuela.

Doy un sorbo largo como si me bebiera el Orinoco entero en ese trago y siento encenderse mis entrañas. Creo que ese ardor terminará consumiéndome, desde adentro.

Vargas me sugiere que deje de beber pero yo no le hago caso, me aventuro a dar un sorbo más, aunque ligero, apenas si remoja mi garganta. Desoigo a Martín Vargas a pesar de que entiendo su preocupación, sé que padece mi estado de ánimo, que le duele verme deprimida y enojada.

Lo que pasa es que él no tiene idea de lo que me ocurre, ignora que esta noche mi corazón se retuerce. Está muy lejos de saber cuán estropeado tengo el espíritu. Por eso desoigo sus llamados de atención. ¿Qué puede saber Vargas para aconsejarme?

Aunque no le endilgo la culpa de nada, no puedo decir que sea culpable de algo en particular, todo aquello que ignora es precisamente lo que hoy me perturba y tiene que ver con un acontecimiento ocurrido hace un año.

En una carretera a tres ciudades de distancia, bajo el presupuesto de una noche tibia y un angosto camino, dos niños cantaban repetidamente una conocida ronda infantil. O quizás dormían, mientras su padre procuraba llevarlos pronto a su destino, escuchando para relajarse o para disolver la noche y las tribulaciones, alguna melodía de Bartók o Gershwin.

De oeste a este se aproximó una camioneta Yukon modelo 94, conducida por una pareja de estudiantes de geología, que atravesó la carretera con un vago sopor y con las luces disminuidas por la neblina que empezaba a espesarse.

En ese punto en particular, donde oeste y este se encuentran, en la hora más cerrada de la noche, el Renault de la familia chocó con la camioneta de la pareja de estudiantes. La esquina frontal izquierda de la Yukon golpeó a 100 kilómetros por hora con la esquina frontal izquierda del Renault, ambos coches dieron tumbos, vueltas en la noche cerrada, giros en medio de una carretera atiplada y solitaria.

Los niños y la madre estremecieron el cielo con sus gritos, mientras el padre disfrutó de una instantánea muerte, originada por el gran orificio que se abrió en su pecho, ocasionado por el mutilado parabrisas y por el impacto del volante que colapsó sus pulmones, llenándolos de sangre. La muerte lo excusó de atender a la desgracia que sobrecogió a su familia.

La noticia de la muerte de Tomás me aplastó el pecho igual que a él, con la misma violencia, solo que yo no disfruté de una muerte inmediata. De aquellos días solo recuerdo la incesante melodía de Bartók que escuché por primera vez a su lado, con la que me encerré a desfallecer al interior del baño de mi habitación durante uno o dos días.

Sigo empinando el vaso y Vargas con el ceño fruncido me mira desilusionado. Me pregunto, con algo de indignación, que considero absolutamente razonable, ¿por qué él no puede ser un poco más firme para arrebatarme la botella, el vaso y el dinero, llevarme a casa, obligarme al empeño, al olvido, a la dicha? No, Vargas no es así, Vargas es incapaz de imponerse, nunca intervendrá frente a la voluntad de alguien, se allanará, sin sometimientos, con un dejo de benevolencia, de superioridad moral. Indicará su descontento, pero no tratará de imponer su voluntad.

Mirando su rostro afligido le pido que ponga mi canción, Vargas no responde, tiene el mentón apoyado en la palma de su mano, luce como un crío entristecido y tonto. Tiene un bello rostro, a pesar de la negrura que nos embarga: su rostro es bello, seco y enjuto, una boca pequeña que presagia enormes silencios, ojos enterrados en una mirada soberbia, pero a la vez gentil. La frente amplia, despoblada, el mentón grueso y potente. Luce masculino, con una firmeza serena, a pesar del abatimiento, a pesar de lo cansado y confundido que se encuentra, aún predomina en él un gesto de gravidez e imperturbabilidad.

—Quiero oír mi canción —repito, mientras giro el vaso en mi mano—. Por favor, Martín, pon mi canción una sola vez más.

Él, oscurecido por la tenue luz de los fluorescentes, se levanta, acaricia mi rostro y va hacia la máquina de discos, elige la canción y coloca una moneda.

Después de unos segundos empieza a sonar la voz de Martina Mcbride. Concrete Angel es mi canción preferida, aunque sé que es una mierda de canción. Supongo que se trata de uno de esos gustos culposos.

Empiezo a susurrarla, me siento sola, aturdida, pero no es que me entristezca la letra de la canción, es por muchos otros motivos. Uno de ellos es que hoy hace un año falleció mi amante en un accidente de coche, en una carretera a tres ciudades de distancia de donde yo estoy.

Through the wind and the rain / She stands hard as a stone / In a world that she can’t rise above.

Uno conoce a tanta gente en esta vida, por contingencia, por deseo, por fatalidad; a muchos nunca más los vuelves a ver, como al joven que conocí cantando Moonriver hace ya muchísimos años, afuera de una de las aulas de la universidad.

Puedo asegurar que era perfecto para mí, puedo asegurar que los días y las noches que pasé junto a él fueron felices, pero nunca más lo volví a ver, en algún punto de la vida nos perdimos el rastro. Durante estos años he soñado con su rostro varias veces, pero tan solo eso, pues no he vuelto a tener noticias suyas.

Como él, hay hombres y mujeres con los que mantienes conversaciones de una noche, charlas que se quedarán inconclusas para siempre, con los que te relacionas, pero de un momento a otro salen de tu vida, sin que te des por enterada.

He conocido a tanta gente en los aeropuertos, en el gimnasio, en el supermercado, muchos de esos sujetos pudieron haber sido espléndidos amantes o por lo menos divertidos compañeros, sin embargo, todos pasaron de largo, fueron parpadeantes apariciones en mi vida.

A Tomás lo conocí hace cuatro años, en una tienda departamental que queda cerca de mi casa. Ese día las calles estaban llenas de hojas ocres y amarillas que crujían sonoramente ante cada pisada. Quizá fue por eso, por el clima, por esa manía que tengo de relacionarlo todo, que al verlo solo pude pensar en el viento, en las hojas, en la lluvia, en los días nublados. «Esos tipos salen únicamente en esta época del año», pensé, pues Tomás era a primera vista un sujeto de una impactante austeridad.

Creí que aquella plática que sostuvimos, tan casual, tan insulsa, no me conduciría a nada, pensé que aquel sujeto vestido con un abrigo de pana y de expresión seria pasaría de largo en mi vida, sin hacerme la más mínima mella.

Pero me equivoqué, pues un par de meses después iba en su coche, escuchando el Allegro Bárbaro de Bartók, nos dirigíamos por primera vez a un motel ubicado a las afueras de la ciudad, lugar donde pasaríamos mucho tiempo durante los tres años siguientes.

Escucho cómo mi voz se quiebra mientras canto. Tomo lo que resta en el vaso, Vargas me contempla de soslayo, mientras se apoya sobre la gramola.

Siento pena por él, no quiero herirlo, en este instante tengo ganas de arrullarlo entre mis brazos, para callar las tontas ideas que inundan su cabeza, me gustaría que sus besos suavicen la decepción y me perforen hasta la médula misma, pero no, él no se acerca, no insinúa ningún gesto de emoción, me deja sola, en el único momento en el que deseo irrenunciablemente su compañía.

Somebody cries in the movie that night / The neighbors hear, but they turn out the lights

—¿Martín, a ti te gusta esta canción? —pregunto a Vargas sintiendo cómo mi voz se quiebra mientras hablo. Me responde afirmativamente con un movimiento de su cabeza.

—Es bonita —dice con un tono inseguro.

¡Qué tonto es Vargas! Pienso, no tiene carácter, Concrete Angel es una mierda. Me enfada que diga esas cosas solo por ser complaciente conmigo.

Lo miro decepcionada, él se acerca e intenta abrazarme, yo me sacudo: déjame, le digo. Vargas obedece con desconsuelo, se queda sumergido en el tenue reflejo que se produce por el barniz de la mesa y el pálido alumbramiento de los fluorescentes.

Pido una Viux Temps helada, es la única cerveza que me gusta. El cantinero mira el rostro de Vargas buscando su aprobación, antes de servírmela, luego de ver el gesto impotente que ostenta mi marido no tiene más remedio que hacerlo. También una para mí, dice Martín Vargas, es lo primero que toma en toda la noche.

—Deberías marcharte, Martín, no sé qué haces aquí. Sé cuidarme sola y lo único que deseo es estar un momento tranquila. Déjame por favor, te lo he dicho durante toda la noche y te lo vuelvo a repetir: ¡déjame sola Martín! —insisto con enojo.

—No te preocupes por mí —responde él— no me voy a marchar de acá, si no es contigo— finaliza con un gesto algo severo, pero que deja ver su frustración.

—No quiero que seas dulce conmigo, por primera vez en tu vida deberías hacerme caso, déjame sola por esta noche

—le reprocho con maldad. Él tiene la cabeza ladeada hacia un costado, se queda en silencio—. Si estuviera en tu posición me hubiese marchado hace mucho tiempo de este lugar. ¡No entiendo cuál es tu necedad por quedarte junto a mí! ¡Márchate, Martín! ¡Te lo suplico!

Hay un incómodo silencio que se acrecienta, una espesura honda que me vuelve loca. Vargas se levanta de su asiento y vuelve a ir hasta la gramola, coloca una vez más la canción de Martina McBride.

—¡No te pedí que lo hicieras! —le grito desde mi lugar.

—No es para ti, es para mí —responde con enojo mi marido.

El cantinero me mira con desprecio, seguramente está de parte de él, lo cual no es reprochable, yo soy la bruja y Vargas solamente es el buen hombre que me soporta.

La gente no entiende nada, no sabe nada de las cosas sutiles que se tejen entre una pareja, de los miserables detalles que lo transforman todo. Al diablo con el cantinero, que se joda él y toda su parentela.

La canción termina y todo luce tan sucio en este lugar. ¿Cómo diablos di con esta vida?, me pregunto, con verdadero estupor, pues alcanzo a vislumbrar el gris de la realidad que me circunda. Me duele, me provoca desconsuelo reconocer mi contexto, doy un sorbo grande al vaso de cerveza.

Desearía llorar pero no quiero dar pie a que Vargas intente consolarme, hoy no estoy para esa clase de humillaciones, así que me trago las lágrimas mientras bebo enérgicamente. Al terminar la cerveza todo se oscurece, todo luce inútil, estoy completamente vacía, esa es la única verdad comprobable.

Tomo mi abrigo y mi bolsa y salgo del bar de manera intempestiva. Realmente huyo de aquel lugar, porque no puedo huir de lo otro. La noche está fría, las ráfagas de viento encuentran mi cara descubierta y la golpean. Vargas sale de manera apresurada.

—¿Has pagado la cuenta? —le digo con cinismo.

—Claro que sí, Valeria —me responde con más amabilidad de la que merezco.

Vamos en el coche escuchando algo de música country, me parece que es Rodney Crowell, las luces de las farolas tienen un acento triste, prolongan una atmósfera mansa y somnolienta.

Nadie camina ya por las calles, pocos coches transitan por las avenidas, la desolación es completa y a pesar de que preferiría ir caminando, enterrada bajo todo ese desierto, me subo en la urgencia de Vargas por llegar pronto al hogar.

Tremenda mentira esa de hogar, desde hace mucho que no es un refugio, que solamente es una trinchera que empieza a desbaratarse. Martín mantiene la vista en la carretera, no lo hace por concentración, evade mi rostro que luce amargado. Mi maldita actitud inconforme salta a la vista, se yergue en los retrovisores, en el reflejo del parabrisas, en la noche que se descuelga del tiempo y hace que las horas duren horrores. ¡Ya quiero se acabe todo esto! Es lo único que deseo, ir a dormir y que las luces del universo se apaguen por completo.

Miro a Vargas de reojo, estamos cerca de llegar a casa, toda su patilla está ganada por las canas, luce prematuramente viejo, como si el rigor de los años hubiese caído sobre él. Me da miedo que la juventud se agote tan rápido, que la decrepitud nos gane.

Recuerdo un viaje en coche que hicimos juntos hace ya muchos años, en ese entonces su cabello era completamente negro y algo más que abundante, su piel tenía un leve bronceado. Aquel recuerdo es doloroso, pero me sumerjo hasta el fondo, con algo de perversión.

En aquella ocasión íbamos escuchando el American Garage de Mays y Metheny, el disco favorito de Martín. De hecho, era raro que durante un viaje junto a él no escucháramos ese disco, era algo así como la banda sonora de todos los trayectos de nuestra vida.

¡Qué frío hacía esa noche!, las luces de la carretera apenas si se atrevían a irrumpir en la neblina espesa, el aire acondicionado se encontraba a tope para reducir el empañamiento de los vidrios, de vez en cuando yo sacaba mi cabeza por la ventanilla para ayudar a Vargas a distinguir el camino en los tramos particularmente difíciles.

En un momento la carretera se volvió intransitable, la neblina obstaculizó la visibilidad, mi esposo decidió orillarse en un rellano y hacer un alto al viaje. Nos quedamos en medio de la nada, escuchando el disco completo de Mays y Metheny, mientras comíamos galletas de avena con chocolate.

La espera se prolongó durante un tiempo, la carretera estaba despoblada y el frío iba concentrándose de a poco en nuestros cuerpos, en nuestra ropa, que empezaba a sentirse húmeda y pesada. Vargas reclinó mi asiento y se acomodó a mi lado para apaciguar la helada, yo deposité mansamente mi cabeza sobre su pecho y él me arropó con su abrazo.

Recuerdo el profundo latido de su corazón, que se colaba por mi oído y se fundía con mis propios latidos, mientras él acariciaba mi cabello con infinita dulzura. La música de Mays y Methenys creó una atmósfera tan enrarecida que junto con la luz blanquecina y helada que se filtraba por los vidrios empañados terminó alentando un deseo muy difícil de precisar, horrible por sus proporciones.

Esa noche desencadenó espíritus adentro de mí, alados demonios que revolotearon en mi entraña y caldearon mi sangre. El deseo al que aludo, al que regreso con necedad, era el de devorarnos, pero un ímpetu sexual es una idea tan miserable y sencilla para asemejar las circunstancias del deseo que nos embargó esa noche, que no sirve de nada mencionarlo para ejemplificar lo que digo.

Las ansias que teníamos respondían más a una voluntad por arrastrar al otro y despedazarlo de manera violenta, friccionar su cuerpo hasta hacer de su carne algo fluido, mezclar músculos y nervios hasta disolvernos en esa vorágine infeliz.

Vargas con algo de dificultad se deshizo de mi pantalón y, con mi venia, botón por botón fue encontrando la piel desnuda, mis pechos tibios y menguados, ante el roce de sus manos fueron creciendo, el tacto de mis pezones ardió acentuado por el recorrido de las yemas de sus dedos. A la vez que me propinaba sendos besos al límite de la frente, que encumbraron todos mis sentidos, incentivando además ese algo ominoso y terrible que se movía adentro de mi vientre como una serpiente ciega que daba tumbos y botes contra las paredes de su cueva.

Había una cierta promesa maldita en todos nuestros movimientos, algo terrible que se cocinaba en esa noche helada. Yo tenía tantas ganas de entregarme a él, a nadie más, solo a Vargas, únicamente a Vargas, aunque presentía eso malhadado que se estaba promoviendo en aquel instante.

Así, los dos terminamos arrojándonos a una rotunda desnudez, en el frío más terrible del año. Fue una cópula instintiva la que llevamos adelante, llena de urgencia y angustia. Estábamos afectados por el frío y por una necesidad de calor corporal. Sin decirnos palabra alguna, ni pronunciar quejidos, enmudecidos por la violencia de nuestro propio deseo, de las ganas que nos arrobaban y nos quitaban el aliento, nos sumergimos en lo desmedido y tosco.

Llegamos al límite, mientras él me penetraba, con una cadencia agitada, yo le veía la cara al desastre, sentía en mi vientre algo oscuro. Aunque aquel acto promovía cierta felicidad, era tan rara que al final terminaba espantándome. Poco a poco iba sintiendo que una masa blanca y traslúcida abandonaba mi cuerpo, se desmadejaba y se perdía en el exterior.

Antes de terminar, nuestro aliento y fuerza decrecieron. Las ganas y los sueños se replegaron en mi estómago. Descubrí el vacío, por primera vez supe lo que aquella palabra significaba. Lo sentí como un agujero que me atravesaba completamente el abdomen de pared a pared. Ese fue el orgasmo más fragoso de mi vida, en su torrente algo dentro de mí se deshizo.

Una vez incorporados, con la carretera despejada como si la mano de Dios hubiese barrido la neblina, seguimos adelante, sin música, sin palabras, sin amor, escuchando apenas el sonido de los grillos y el del motor del carro.

Cuando llegamos al hotel mi esposo se desplomó, cayó rendido en un sueño instantáneo, por mi parte, no pude dormir, ante el roce de las sábanas solo podía darle vuelta a una idea, no existía ningún otro pensamiento en mi mente, después de esa noche no volveríamos a ser los mismos, todo se había acabado. Las lágrimas se aproximaron, lloré durante horas y en silencio, evitando despertar a Martín.

A partir de ese día mi amor por mi esposo también se deshizo, fue como despertarme de un largo sueño, un sueño al que ya no podía regresar.

La madrugada está menguando, los ojos de mi marido evitan el contacto directo con mis ojos. Llegamos a casa, pienso que somos dos extraños interfiriendo el uno con el otro. Me duele saber que no tengo escapatoria, que vaya a donde vaya no habrá nada reconfortante. Subo a la habitación, Vargas se queda en la cocina lavando los trastes.

Entro a nuestra recámara, me saco los zapatos y dejo la cortina abierta, miro por la ventana un rato, me coloco justo por donde entra un haz de luz, mi cuerpo obstruye su trayecto y el cuarto queda en penumbras. En muy pocas casas de la cuadra hay algún tipo de movimiento, ahí están los insomnes, los solitarios. El resto de vecinos descansan, comparten felizmente el lecho, estrechan sus cuerpos para no sentir frío, sumen sus temores en la garantía de tener al ser querido en sus brazos, duermen a la espera del futuro y mientras los miro el vacío me lleva, me arrastra.

Me acuesto en la cama y agarro una caja de pañuelos desechables, me cubro la cara con las manos e intento llorar, doy unos cuantos berridos, un par de lágrimas afloran, el resto del lamento se represa en mi garganta. Tengo frío, un frío adentro del cuerpo. Todo está oscuro.

Hace unos meses visité al muchacho que conducía la Yukon contra la que se estrelló Tomás, motivada por una necesidad de aclarar esa historia. Sus palabras fueron reconfortantes; entristecido hasta el límite de lo conmovedor o de lo risible, me narró los días previos al accidente, me describió el aroma de su novia que aún estaba impregnado en su nariz, las insoportables ganas que tenía por revertir el viaje y la muerte.

Aquella tarde lloré mucho y el joven me acompañó con unas lágrimas pudorosas, nos abrazamos en silencio, por lástima mutua, movidos por un arrepentimiento compartido, un arrepentimiento lejano de las causas concretas. No he vuelto a llorar después de aquella tarde, a pesar de que tengo las ganas acumuladas.

Busco en el clóset ropa abrigada, reviso cada prenda, me incomoda lo que veo, nada me gusta, tengo ganas de arrojar todo a la basura, quedarme desnuda y morirme de frío. Reviso los cajones de la cómoda, el baúl donde conservo ropa que nunca más usaré. Encuentro un abrigo, está un poco raído, las fibras de lana se han puesto algo duras por la falta de uso, por el tiempo y el polvo, me lo pongo, me brinda algo parecido a la protección, lo acaricio con mis manos, un ligero bienestar me invade, es como si un antiguo cariño regresara a mis brazos, me tumbo en la cama y doy un gran suspiro.

Once años atrás luego de un concierto de Richie Havens, Vargas y yo caminábamos por un callejón oscuro, hacía mucho frío, Vargas traía una camisa a rayas que me encantaba, su cabello crecido y despeinado, una barba incipiente y sus anteojos de marco de carey, su sonrisa firme se expandía con mucha seguridad sobre su rostro solemne. Pasamos por una tienda muy pequeña llamada La Farola Turca, Vargas sin decirme nada entró ahí y casi al instante salió con aquel abrigo, póntelo, me dijo, hace mucho frío.

Esa noche en su casa escuchamos música hasta el amanecer, abrazados, sin decir palabra alguna: Django Reinhardt, Charlie Parker, George Shearing, Natalie Cole, Paul Simon, Billy Joel, Jaco Pastorius, todos los discos sin ninguna reserva o comentario, sin críticas o estúpidas alabanzas, lo único que hicimos fue escuchar música, sin más pretensiones, abrazados, convencidos el uno del otro, yo con el abrigo puesto me estreché contra su cuerpo, él haciéndome sentir su respiración me protegió con su abrazo.

¿Dónde quedó todo eso? ¿Adónde se fueron el convencimiento, y las ganas de escuchar música juntos? ¿En qué momento se perdió la confianza de quedarnos en silencio el uno junto al otro sin tener miedo? Ahora es tarde, somos dos extraños que comparten un espectro de pasado y un mismo techo, ahora estar el uno al lado del otro solo nos lleva a hacernos daño.

Es cierto que seguí a Tomás con una loca voluntad, que lloré días y días por su muerte, que busqué al joven contra el que chocó para indagar acerca del accidente en el que perdió la vida, pero de ninguna manera puedo decir que amé a Tomás. Solo fue la inercia de aquella noche helada en la carretera que me arrebató el amor por mi esposo y toda mi sustancia interior y que aún hoy me sigue atormentando, lo que me motivó a buscar a otra persona, lo que me arrojó a esta desazón que ahora me persigue.

Escucho los pasos de Martín al subir por las escaleras, tengo miedo de que entre a la habitación, ya no sé cómo comportarme con mi marido. Me siento incómoda a su lado, ya no quiero seguir fingiendo sentimientos, solo quiero dormir. Solo quiero arrojarme de cabeza al Orinoco.

Vargas entra al cuarto, cierra la cortina y enciende la luz.

—Por favor, Martín, apaga la luz —le digo, él me hace caso enseguida, escucho cómo se quita los zapatos y se acuesta a mi lado, procura no tener contacto con mi cuerpo, aun sin mirarlo sé cuál es su semblante, puedo sentir su abatimiento.

—Martín —digo motivada por la lástima, por la necesidad de arreglar algo que está echado a perder desde hace años—, me gustaría escuchar música, ¿puedes poner uno de tus discos?

Lo tomo del brazo y sujeto su mano con ternura, miro su rostro y puedo distinguir el alivio que tiene al sentir mis insinuaciones de cariño.

Él se levanta, trae el equipo de sonido y coloca un disco de Benny Goodman, se sienta a mi lado y me acaricia el cabello, yo lo abrazo fuertemente y al instante empiezo a llorar, las lágrimas por fin fluyen, caen con estrépito, no paran, dan origen a la inundación.

Martín no dice nada, solo me sujeta con firmeza y pasa sus dedos largos y delgados por las hebras de mi cabello, suelta los broches de mi peinado y deja que mi cabellera quede extendida cuan larga es. Yo sonrío, le acaricio el rostro, siento su barba, sus labios resecos, la temperatura de su piel, y no puedo contener todas las emociones que me embargan, tengo tantas cosas que quiero que Martín me perdone, tantas cosas que perdonarle.

Agarro un pañuelo y me seco las mejillas, él con el dorso de su mano ayuda a quitar las lágrimas de mis ojos. Vargas también llora, muy poco, son unas pequeñas lágrimas que se escapan por las orillas de sus ojos. Benny Goodman sigue su camino, la senda de una música que acaricia nuestras pieles, que no tardan en erizarse.

Empiezo a besar la mano de Vargas mientras le quito sus anteojos, mis lágrimas siguen cayendo, un flujo incontenible, desabrocho la camisa de mi marido, él se despoja de sus pantalones, yo no dejo de besarlo, en todos los lugares donde encuentro piel desprotegida.

Martín queda desnudo y yo empiezo a desnudarme también, me quito el abrigo y siento el frío que se agarra a mis huesos.

Ambos quedamos expuestos, vulnerables. De alguna forma me convenzo de que volveremos a ser los mismos de antes.

Mi esposo invade mi piel con sus besos, se esmera por que sienta sus caricias, hambriento desboca su tacto, inicia recorridos con sus manos, cubre espacios, muerde extensiones de piel, acomete con su boca y su saliva los poros. En mis piernas tiende sus mejillas, descansa mientras su mano hurga en los rincones y en las turgencias de mi cuerpo. Yo me agarro fuerte a su espalda, tengo miedo de perderlo otra vez.

Hacemos el amor por una hora, quizá algo más, el disco de Goodman deja de sonar sin que nos percatemos. Me levanto y me ducho junto a él, luego caemos rendidos.

Dormimos hasta el mediodía, la luz de la mañana entra por los resquicios que dejan las cortinas. Martín acerca su boca hasta mi oreja, me muerde suavemente el lóbulo, yo estiro mi brazo y lo agarro con dulzura del cabello, le toco la espalda y experimento una imborrable sensación de ternura, me lleno de él. Lo aprieto contra mí, su rostro está vuelto hacia un lado, puedo oler su cabello, aún huele a shampoo.

Cierro los ojos y me dejo invadir por ese aroma, nos acomodamos perfectamente en un abrazo cerrado y reparador durante varios minutos. Por mí, podríamos haber estado abrazados en la cama durante todo el fin de semana, sin embargo, siento los movimientos de Martín del modo en que se sugiere que el abrazo debe terminar. Así que lo suelto, no bruscamente, lento, muy lento, como para que la sensación que tengo en mi abdomen dure mucho más.

—Quédate en la cama —le digo—. Hoy no nos vamos a parar en todo el día, nos quedaremos escuchando música. ¿Te parece, Martín?

Él extiende su sonrisa franca y hermosa

—Claro que sí, Valeria —me responde en un tono amoroso.

—Está bien, tú aguarda aquí, no te muevas, yo voy a comprar algo para comer y regreso enseguida —le anuncio. Vargas asiente con la cabeza y me mira inmerso en una satisfacción elemental.

Voy hasta un mini súper que está a la vuelta de la casa, compro leche, huevos, jamón y algo de cereal. Mientras hago fila para pagar voy tarareando Concrete Angel, la cajera me mira y sonríe: que tenga un buen día —dice—, le agradezco y continúo tarareando la canción hasta que salgo del lugar.

Recorro la calle y miro las casas de los vecinos, arrastro un poco los pies, pateo los guijarros del camino, trueno las hojas secas que se amontonan sobre la acera, todo el vecindario me parece feo, en el suave paseo que dan mis ojos desnudo las formas de la realidad, que luce descompuesta, como si se tratase de fichas de un gran puzzle mal ubicadas.

Probablemente es la metáfora de mi vida, un puzzle que no he sabido armar de forma correcta, donde quedan piezas sobrantes y muchas otras que encajaron a la fuerza, pienso con melancolía. Recito las últimas estrofas de Concrete Angel y me percato con asombro de que la canción ha terminado.

Descubro mientras camino y observo a mis vecinos, en su ajetreo diario, que mi canción también se acabó, me parece la cosa más inteligente que he pensado. Hago un alto para ser indiferente con el mundo. Estoy cansada y entiendo, no con mucha claridad, pero entiendo, que la historia llegó a sus compases finales.

Las canciones se acaban y aunque las vuelvas a escuchar una y otra vez, sabes cuál será el desenlace. Mi canción llegó a su fin, pienso absorta, no importa las veces que quiera volver a escucharla, la canción ya se terminó.

Deposito mi cuerpo, mi universo pequeño, sobre una banca en la esquina de un parque. Zurrada por los alcances de mis pensamientos me distraigo ante el paso del tiempo. Cierro mis ojos con convicción, miro hacia dentro y logro ver el transitar de las aguas del Orinoco, y aunque Vargas o su impronta moral intentan detenerme, esta vez no le hago caso. Siento que he pasado demasiado tiempo contemplando la vaporosa ascensión de la tarde.

La luz que desprende el río es fría como la de una luna de color limón, en mi pecho se agitan demonios y virtudes aladas. Doy pasos enérgicos hasta llegar a la orilla, antes de que pueda arrepentirme pego un salto, una fuerza sobrenatural me jala, es un jalón brutal, mi cuerpo gira incesante, no puedo describir exactamente lo que veo.

Hay espuma gris y negra, ráfagas terrosas, ambarinas, que se suceden como manchas gruesas de pintura. Mi trasero está pegado a la banca del parque, pero mi cuerpo, el resto de mi cuerpo da violentos botes al son de la corriente. Avanzo en una dirección desconocida, hacia el este, quiero avanzar hacia el este.

El rugido es fuerte, tan fuerte que llega a rozar el silencio absoluto, mientras presiento que llego al fondo del río, ocurre precisamente lo contrario, miro cómo mi cuerpo se desplaza hacia arriba, el río se confunde con el cielo, se hacen uno solo, mi cuerpo asciende por encima de las copas de los árboles del parque, donde dejo abandonadas las bolsas del mercado, ahí quedan huérfanos los huevos, el jamón, la leche y el cereal.

Surco las nubes atravesándolas como natilla. Desde esa altura puedo ver a Vargas recoger su ropa y sus pertenencias, poner todo en un par de maletas, tomar su chamarra beige y partir en el Nissan. Mientras me abandona escucha el American Garage de Mays y Metheny.

Voy más allá, en el tránsito de la corriente, del río que ya no existe, que es el cielo y a la vez el tiempo. Veo a los hijos de Tomás que atienden a sus clases con esa mirada seria y hosca que ostentaba su padre, tengo lástima por esos hijos que no son míos.

La corriente me lleva, veo el mundo, es de un color precioso, las vallas publicitarias tan solo empañan un poco la luz verde de los pequeños pastizales que sobreviven al concreto, pero son tan verdes que emocionan.

Y aunque algo adentro mío implora para que abra los ojos, no puedo dejar de volar o nadar o dejarme arrastrar por esa corriente. La canción ya se acabó, aunque la melodía todavía persista, me digo. Así que escucho lo que suena detrás o en medio del rugir de las aguas y de las nubes. Escucho, logro oírlo, es una canción de amor. ¿Para quién estará sonando?

Habitaciones con música de fondo

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