Читать книгу La vida, la muerte y el más allá a través de la Biblia - Alfonso Pérez Ranchal - Страница 11

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PREFACIO

La muerte acecha día tras día. Su realidad no puede ser negada ni su presencia ocultada y es por ello por lo que el ser humano ha intentado darle algún tipo de respuesta, alguna forma de explicación. A pesar de la larga historia de la humanidad, de las diferentes culturas y pueblos, esta respuesta no ha sido tan diversa, tan distinta, hasta tiempos recientes con la generalización del ateísmo en la sociedad occidental.

Desde que tenemos noticia, el ser humano ha pensado que con la llegada de la muerte no finalizaba todo. Por supuesto, era un misterio, como lo es para nosotros al presente, pero creía que habría un «viaje» al otro lado, no solía tener dudas al respecto. Para que este tránsito se realizara con éxito los que quedaban debían llevar a cabo toda una serie de ritos, de cultos y de cuidados al difunto.1

De todo este proceder se desprendía el convencimiento de que la pérdida de la vida era un sinsentido, un golpe que rompía los sueños, los propósitos, las expectativas de la persona. Era el límite por antonomasia que marcaba el antes y el después de la existencia terrena, por lo que provocaba temor y esperanza, miedo y expectación. Nuestra historia no se entiende sin esta relación con la muerte, tanto es así que «Algún filósofo ha definido al hombre como el animal que conserva sus muertos».2

En el pasado se acudió sobre todo a la religión, a la filosofía y desde el siglo XIX el enigma de la muerte se abordó desde la filosofía de corte atea que, fue tomada posteriormente por un determinado enfoque en psicología y por un sistema político y social.3

Con la Modernidad todo ello se envolvió en un manto de cientificismo que hizo que cualquier cuestión relacionada con las preguntas esenciales de la existencia fuera considerada innecesaria. La ciencia parecía que había relegado a Dios al pasado, a otra época, e incluso se miraba de reojo y con desdén a la metafísica filosófica. Pero las grandes tragedias de la primera parte del siglo XX dieron al traste con todo este optimismo. Las dos guerras mundiales y la pérdida de la inocencia nuclear con las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki pusieron de manifiesto que nuestro mundo tenía el tiempo contado, que no era «eterno» en su discurrir y que la mayor amenaza que tenía el ser humano era la que provenía del propio ser humano.

El Modernismo fracasó y lo que queda desde entonces son un cúmulo de fragmentos que se unen aquí y allí con todo tipo de ideas y creencias.

Al presente, y desde hace algún tiempo, la sociedad occidental ha decidido ignorar, en lo posible y por el temor que produce, la realidad de la muerte, o bien considerarla como si se tratara de una especie de juego morboso. Es esta la actitud de la Posmodernidad y así se intenta por todos los medios que la enfermedad la vejez y la muerte queden fuera del centro de atención o, en claro contraste, abordar esta última como un tipo de espectáculo tal y ocurre con las películas de acción o de terror y con los videojuegos del mismo género. Esto a todas luces produce una cauterización de la conciencia, lo que trae como consecuencia patrones de comportamiento psicopáticos, una ausencia muy significativa, en no pocos individuos, de empatía.

Los medios de comunicación tradicionales e Internet hacen una labor esencial en esta deriva ya que buscan sobre todo entretener y la publicidad está dirigida a crearnos necesidades que realmente no tenemos, pero que si las satisfacemos, nos prometen, seremos más jóvenes y felices. Es por ello por lo que a las personas mayores se las tienen en los asilos, a los enfermos en los hospitales hasta que fallecen. Somos parte de una sociedad frenética, repleta de actividades y compromisos. Aquellos que tienen la desgracia de no poder seguir este ritmo quedan relegados. Sus familiares deben seguir ocupados, yendo de un lugar a otro, no hay tiempo para cuidar como antaño de los seres queridos.

De esta forma, las personas son parte de una inmensa maquinaria, son consideradas de acuerdo a su capacidad de producir. Si por alguna razón ya no son estimadas como válidas, sencillamente se reemplazan por otras, tal y como se realizaría con un engranaje o pieza defectuosa. Son los medios para conseguir un fin y este fin no es otro que el beneficio económico.

Pero la vida está directamente relacionada con la muerte y la muerte con la vida. Una no puede existir sin la otra. En el mismo momento en el cual nacemos el reloj se pone en marcha y el primer día de nuestra existencia es también uno menos de los que pasaremos en esta tierra.

Esta relación de la vida y la muerte también toma su significación de lo que se piense que hay después. Una persona vive de acuerdo con una serie de creencias, basándose en ellas es que piensa y actúa.

Muchas de estas creencias suelen estar «escondidas», no están en la parte consciente de la psique, pero se tienen. Si, por ejemplo, la única existencia en la que creemos es la presente, actuaremos de una forma que se amolde y sea coherente con esta línea de pensamiento. De ahí que la muerte no tendría el menor de los sentidos, y mucho menos el preguntarse si hay algo tras ella. Como resultado, toda una cosmovisión de lo que es la vida, de la nuestra y la del resto del planeta marcará nuestro estar, nuestras actitudes y, en muchos casos, nuestros principios morales.

Es por ello por lo que tanto el hedonismo como el consumismo son dos ideologías omnipresentes. La primera tiene como fin disfrutar todo lo que se pueda sin importar, en muchas ocasiones, las consecuencias; la segunda el de poseer cada cosa que se desee o que nos hagan desear, aunque para ello se tenga que hipotecar la propia vida.4

Si no existe nada más que este mundo material pues acaparemos y gocemos todo lo posible de él. Es la cultura del narcisismo, de lo individual, de la verdad de cada uno… lo que también significa que vivimos en una cultura de gran frustración como pone de manifiesto, por ejemplo, los elevadísimos índices de suicidio entre los jóvenes o el desbocado consumo de antidepresivos.

El reprimir todo pensamiento de la muerte y el vivir como si dispusiéramos de tiempo infinito nos vuelve superficiales e indiferentes. Puesto que en el fondo sabemos que la muerte puede llegarnos cada día, entonces vivimos con una conciencia reprimida de la muerte, y esto nos arrebata el contacto con la realidad. La idea de vivir sin la muerte y la teoría de que la muerte «no es un suceso de la vida», actúan también como incitaciones al rechazo de la vida y no son sino una idolatría de la vida. Toda persona sabe que su existencia tiene un plazo limitado. El vivir como si no existiera la muerte es una ilusión engañosa con respecto a la vida. Toda persona que vive conscientemente, sabe que la muerte no solo es un «suceso de la vida», sino que es el «suceso de la vida», y que todas sus actitudes ante la vida contienen actitudes ante la muerte de esa vida suya.5

Curiosamente, en una medida similar al crecimiento del escepticismo para con el cristianismo, se aceptaron como posibles todo tipo de creencias, especialmente las de procedencia oriental. Al presente parece que casi nadie cree en la resurrección de Jesús, pero muchos son los seguidores de la parapsicología, de la ufología y no son menos los que creen en algún tipo de reencarnación. Llamativa es esa frase generalizada y tan indefinida de «algo tiene que haber» cuando se pregunta por si se concibe algo más allá de nuestra realidad presente.

Ya no se puede seguir creyendo en las respuestas clásicas del cristianismo, se dice, y así se contraponen explicaciones «racionales» mientras que, a la par e incomprensiblemente, se exhibe una ausencia total de reflexión crítica para con otras alternativas, se aceptan sin más. Esto pone de manifiesto que la religiosidad en el ser humano, del tipo que sea, lejos de desaparecer se ha orientado en otras direcciones.

Para N. T. Wright se trató de un «golpe de estado intelectual»6 llevado a cabo por la Ilustración por medio del cual pasó como un descubrimiento propio y novedoso la afirmación de que los muertos no resucitaban, lo cual era algo que ya había sido asegurado por Homero y Esquilo. Ahora se podía afirmar sin ningún rigor que ya sabíamos que estas creencias pertenecían a mentes poco desarrolladas, infantiles o premodernas.

Pero la existencia tiende a ser asfixiante en muchos momentos, sobre todo cuando la edad avanza y los golpes se acumulan. «La muerte -dice Karl Rahner– es lo más trágico de la vida humana. No en balde designa la Escritura la situación del hombre diciendo que está sentado en las tinieblas y sombra de la muerte (Lc 1, 79)».7

Como consecuencia, la frustración y el aparente sin sentido se abre paso, y así se consideran y aceptan estas otras alternativas mencionadas anteriormente y que además tienden a ser más amables. No demandan casi nada y ofrecen mucho, algo muy alejado del mensaje evangélico que enfrenta a la persona, que la sitúa en el centro para que de esa forma se mire en el espejo de la perfección moral de Jesús. El resultado siempre es deficitario y así se produce una situación enormemente incómoda para ella, de crisis, ya que en ese mismo momento también aparece una exigencia para que dé un giro radical a su vida. Ahora debe tomar una decisión.

A finales de la década de los 70 del siglo pasado el interés por la muerte y la otra vida tuvo un resurgir en la literatura destacando los trabajos pioneros de E. Klubler Ross.8 Este interés se extendió durante la década siguiente.

Desde hace algunos años es la neurociencia la que ha tomado el relevo en el intento de explicar la religiosidad en el ser humano. Lo que sigue siendo incuestionable es que podemos mandar una sonda a Marte, pero la persona sigue siendo finita, mortal y frágil y no pocas se preguntan por qué existen, si hay algo más.

Y es que la fe en el «progreso» ha dejado un reguero incalculable de cadáveres a su paso, y entiéndase esto tanto metafórica como literalmente. Se decidió mandar a Dios a las alturas y a la par ofrecer la propia vida a otro tipo de deidad, al «dios progreso». Se creyó con los ojos cerrados en la ciencia, la tecnología y en algunas ideas políticas totalitarias, y esto dejó como consecuencia una humanidad sin futuro, ni inmediato ni eterno.

No era competencia de la ciencia ni de la tecnología la pregunta por el sentido de la vida, y es por lo que fracasó cada vez que se quiso, y se quiere, abordar desde aquí. El corazón de la metafísica sigue palpitando y la teología reclama el espacio del que jamás debió ser expulsada. Ya es hora que hagamos regresar a Dios desde su forzoso exilio celeste y lo coloquemos en medio de nosotros.

La cuestión de qué entendemos por el «más allá» se trata, por tanto, de una respuesta por el «más acá». Se quiera o no, la vida, la muerte y el más allá es un todo inseparable. «Esforzándonos, como Jesús y con Jesús, en vivir la vida en armonía con la voluntad del Padre, construiremos aquí el más allá. Paradójicamente, el más allá exige que tomemos en serio la vida presente, el “más acá”».9

La Biblia contiene una explicación clara en relación al sentido de la vida, en cómo enfrentar la muerte y qué hay tras la misma. Las Escrituras son un libro religioso que no se toma a la ligera esta cuestión. En absoluto considera que debamos ser indiferentes ante la muerte, tampoco que tenga que ser escondida como algo temible y sin remedio o tratada desde una enfermiza superficialidad.

El libro sagrado de los cristianos recoge la experiencia de un pueblo que se sabía escogido por Dios, pero que no logró ver cierta claridad sobre este tema hasta que no transcurrió un lapso de tiempo considerable. Su idea definitiva de qué era exactamente la muerte, dónde iba la persona que fallecía y cómo considerar la posterior existencia fue el resultado de un proceso lento y dilatado. En este discurrir hubo épocas yendo casi a oscuras, a tientas, en donde diferentes protagonistas iban adelante mostrando una enorme fe. Algunos pensaban que si Dios era eterno, y por tanto no podía conocer la muerte, algo parecido le debía ocurrir a los justos. En medio de esta niebla la revelación se iba dando, poco a poco, de forma progresiva.

Debemos esperar hasta el llamado período del exilio para contar con algún dato o idea significativa, pero sería sobre todo en el tiempo intertestamentario en donde se daría su gran desarrollo. Sin duda, con Jesús de Nazaret se presentará la respuesta definitiva al gran enigma de la humanidad, él decía ser la Resurrección y la Vida.


1.Ver ROPERO, Alfonso. “La inmortalidad del alma, ¿doctrina bíblica o filosofía griega?”. Alétheia, nº 8, 1995, p. 41.

2.Ignacio Rodríguez en PIÑERO, Antonio y GÓMEZ SEGURA, Eugenio. El juicio final. En el cristianismo y las religiones de su entorno. Madrid, Editorial Edaf, 2010, p. 67.

3.Tal fue la obra de Ludwig Feuberbach La esencia del cristianismo del año 1841 en donde explicaba la idea de Dios como una proyección del propio hombre. Así, sostenía que se trataba del deseo, de la necesidad, del sentido de trascendencia lo que había llevado al ser humano a inventar a Dios. Por tanto, Dios no habría creado a las personas a su imagen y semejanza sino a la inversa. Este punto de partida fue después tomado por Sigmund Freud para explicar, desde la psicología, la religiosidad en el ser humano y así también, desde un ángulo y propósito diferente, Karl Marx (la religión como opio del pueblo).

4.Es parte de lo que Zygmunt Bauman en su libro Vida Líquida. Barcelona, Espasa Libros, S. L. U., 2006, denomina «vida líquida» en medio de una sociedad «moderna líquida». Este brillante sociólogo apunta que «El consumismo es, por ese motivo, una economía de engaño, exceso y desperdicio. Pero el engaño, el exceso y desperdicio no son síntomas de su mal funcionamiento, sino garantía de su salud y el único régimen bajo el que se puede asegurar la supervivencia de una sociedad de consumidores. El amontonamiento de expectativas truncadas viene acompañado paralelamente de montañas cada vez más altas de artículos arrojados a la basura, productos de ofertas anteriores con los que los consumidores habían esperado en algún momento satisfacer sus deseos (o con los que se les había prometido que podrían satisfacerlos» (p. 111).

5.MOLTMANN, Jürgen. La venida de Dios. Escatología cristiana. Salamanca, Ediciones Sígueme, 2004, pp. 80, 81.

6.WRIGHT, Nicholas T. Sorprendidos por la esperanza. Repensando el cielo, la resurrección y la vida eterna. Miami, Convivium Press, 2011, pp. 118,119.

7.RAHNER, Karl. Sentido teológico de la muerte. Barcelona, Editorial Herder, 1965, p. 10.

8.Para una consideración de las llamadas «Experiencias cercanas a la muerte» (ECM) se puede consultar Vida después de la muerte de Samuel Vila, Terrassa, Barcelona, CLIE, 1990, pp. 184-248, 286-303, en donde el autor tiene una opinión positiva sobre las mismas y les confiere total credibilidad; y ¿Vida Eterna? de Hans Küng, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1983, pp. 27-49, para una consideración crítica de las mismas.

9.Marc Sevin en GOURGUES, Michel. El más allá en el Nuevo Testamento. Estella, Editorial Verbo divino, 1987, p. 4.

La vida, la muerte y el más allá a través de la Biblia

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