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Leonor Montijo Una vida para el piano
ОглавлениеA mí, el que me aguanta, me aguanta.
Leonor Montijo Beraud, pianista y maestra, repela cuando ve a Jorge Bidault, mi camarógrafo, bajar su equipo del auto. ¿Qué es eso?, pregunta y luego afirma su negativa: yo no quiero fotos, ya estoy vieja y no me gustan. No son fotos, maestra, es video. ¡Peor!, no, eso no lo quiero.
Cuando le llamé para acordar la cita no le dije lo de la cámara. Mea culpa. Estaba claro que nos esperaba aquel 22 de junio de 2016: antes de que timbráramos ya había escuchado el sonido del auto y abrió la puerta de su casa, ubicada ¡en la calle Beethoven!, en La Estancia. Estaba arreglada y perfumada, en excelentes condiciones físicas. Tuvimos que hacer una leve labor de convencimiento para que admitiera la cámara. En el fondo sentí que sí quería, que el rechazo era algo instintivo de quien se siente un poco inseguro con su imagen.
Un par de veces nos dijo su edad en voz baja, como si estuviera cometiendo una indiscreción consigo misma –tengo 86, decía susurrando. Pues no se le notan, maestra. Cómo no, si ya estoy grande. ¡Qué va! ya quisieran otros estar como usted... y así durante un ratito.
Lo cierto es que Leonor Montijo, sonorense nacida en Hermosillo, tenía aquella tarde un aspecto envidiable, una lucidez y memoria notables y un acento norteño que a pesar de sus muchos años en Guadalajara no ha perdido del todo.
Mi mamá y mi tía Leonor eran pianistas. Mi mamá, que se llamaba Magdalena Beraud, fue mi primera maestra y yo siempre digo que es la mejor que he tenido. Nadie me ha corregido las manos ni nada, después de ella. Pero como a los catorce o quince años, nada menos que el señor obispo de Hermosillo habló con mi mamá y le dijo que yo tenía que salir de ahí. Mi mamá se enojó y le dijo: ¿Qué, no soy yo buena maestra? Sí, eres muy buena pero Leonor tiene que ver otro mundo. Y entonces me vine aquí y me hice jalisciense, porque tengo setenta años viviendo aquí.
En la espaciosa sala de su casa hay tres pianos: un Steinway negro de cola completa que alguien prácticamente le regaló hace algunos años: usted es quien debe tener ese piano, le dijeron; un Petrov color café, también de cola, que se trajo desde Hermosillo; y un piano vertical que completa el trío. Ahí aún recibe a algunos alumnos ocasionalmente, aunque las clases las sigue dando en la Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara, donde ha laborado los últimos 56 años. Es maestra emérita y ya está jubilada, pero no quiere abandonar sus clases, porque puede, porque quiere y porque sus alumnos no la dejan ir: “Ahorita en la UdeG tengo once, pero no tengo idea de cuántos alumnos he tenido a lo largo de mi vida, deben de ser muchos, más de mil. De repente me dicen en la calle, ¡maestra, yo fui alumno suyo!, y no sé quién es. Tendría que hacer la lista de los alumnos que he tenido”.
¿Y cómo ha sido usted como maestra?, le pregunto aún conociendo su bien ganada fama de estricta.
Bueno, pues el que me aguanta, me aguanta. No cualquiera, porque sí soy medio mala. He sido mala....pero la cosa es esta: mi madre así me trajo, fue muy dura conmigo desde los siete años: ¡cuenta, levanta el dedo, la nota, lee esto!, y yo tengo que ser igual, porque si no tienen disciplina, ¿para qué entran? La disciplina es básica para esto. Yo he conocido algunos muy talentosos y no llegan a nada, ¿por qué? Porque no tienen disciplina.
Leonor al piano.
Javier Juárez Woo5 fue su alumno en alguna época de su vida. Antes Javier había tenido varias maestras célebres de Guadalajara: por ejemplo Áurea Corona, quien también tenía fama de severa. Contaba Javier: “Corría la leyenda de que daba regletazos para corregir la posición de las manos, pero como yo recibía la clase a las 7:00 am, ella estaba fresca y dichosa. Vivía en la planta alta de la Escuela y recuerdo que su aparición era precedida por una irrespirable nube de Esteé Lauder. Con ella estudié la tripleta usual: Beyer, Bürgmuller y Lemoine”.
La accidentada carrera pianística de Javier se interrumpió. Luego continuó con Amelia García de León, quien “ decidió que mis oídos estaban ‘anquilosados’ con armonías propias de los métodos que había estudiado antes, de manera que decidió que había que deconstruir aquello... ¿cómo?, estudiando, en mi caso, Mikrokosmos i, ii y iii de Bartok”. Luego de otra interrupción, Javier volvió a la escuela de la maestra Corona y ahí se convirtió en alumno de Leonor Montijo:
Nada más llegar a la primera sesión, la maestra me interrogó sobre mis anteriores profesores. Al enterarse de que habían sido cinco, comentó: ¡Malo, tener tantos profesores nunca es bueno!
Pues de ahí pal real: mi postura, mi cuenta del tiempo, mi solfeo, mi incapacidad para ejecutar “pianísimo”, todo eso me fue achacado. Además, después de haber tocado Bach y algún Schumann, me puso una sonata facile de Clementi, o sea una degradación. Las cosas se hicieron tan tensas que pensé que en algún momento le iba a faltar al respeto y hasta ahí quedó mi carrera. Ahora creo que ya no tendré tiempo de volver a recibir clases, de manera que todo aquel talento se fue a la goma, ni modo.
En cambio, otra de sus alumnas, Rosa María Valdés, habla de Leonor con mucha admiración:
Leonor con el maestro Arturo Xavier Gozález.
Vivo en Guadalajara pero soy sinaloense, así que nunca me sorprendieron ni su tono de voz ni sus regaños durante mis largos años como su alumna. Eso sí, siempre la caracterizaron su puntualidad, su disciplina y su pasión por la música. Está actualizada sobre pianistas internacionales, la emocionan los nuevos proyectos, y siempre está pensando en el siguiente programa para estudiar. Tiene gran disposición para viajar, conocer lugares nuevos, restaurantes y comidas. Me encanta su actitud optimista ante la vida.
Cuando salió de Hermosillo, Leonor llegó a Guadalajara y su primer profesor fue el presbítero Manuel de Jesús Aréchiga, quien además de maestro fue un reconocido pianista, además de organista de la Catedral de Guadalajara durante veintisiete años. También fue director de orquesta y coros. Después viajó a la Ciudad de México y estudió con Fausto García Medeles, fue a Londres con el notable pianista suizo Albert Ferber. Tuvo contacto, por medio de Arturo Xavier González, con el gran pianista Alfred Brendel, quien incluso le llegó a corregir su interpretación de la fantasía Wanderer de Schubert (contaba Leonor que, cuando fue a Viena, Brendel la reconoció y exclamó al verla: “¡Guadalajara!”). Luego quiso regresar a México por consejo de su amiga María Teresa Rodríguez –“la mejor pianista mexicana” según Leonor–, pero se encontró con Domingo Lobato, quien insistió en que la necesitaba en Guadalajara.
No, le dije, me voy a México. ¡No!, me dijo, te quiero aquí. Primero no le hice caso y me fui a México, y no sé cómo consiguió mi teléfono, a los tres días me llamó y me dijo que ya estaba mi nombramiento en la Escuela de Música de la Universidad, que él dirigía. Me regresé y le dije: Nomás por un año. Sí, cómo no, un año...¡tengo cincuenta y seis años en la Escuela de Música!
Su relación con el maestro Lobato, reconocido compositor de origen michoacano pero avecindado en Guadalajara hasta su muerte, ocurrida el 5 de noviembre de 2012, fue muy cercana:
Fue como si el cielo nos hubiera querido poner juntos porque llegamos a Guadalajara en el mismo año, 1946, él de Morelia y yo de Sonora. Fue mi maestro de armonía, de contrapunto y de composición. Luego fui hasta su secretaria, fue mi compadre, le bauticé a la última hija. Éramos muy amigos. Todavía veo mucho a su familia: a su esposa, a sus hijos. Siempre he estado en contacto con ellos y yo no dejo de tocar cosas del maestro Lobato. Es raro un recital en el que no ponga algo del maestro.
El viejo edificio donde estuvo la Escuela de Música de la Universidad, construido por el arquitecto Alfredo Navarro Branca, fue demolido el 12 de diciembre de 1980. Un clásico “sabadazo”: para evitar las críticas por la destrucción de un inmueble querido y valorado, se recurrió a los hechos consumados, un día en el que nadie podría haberlo impedido. A la muerte del rector de entonces, Jorge Enrique Zambrano, en 2016, se supo que la decisión no había sido solamente de él, sino que el gobernador Flavio Romero también había estado de acuerdo. Da lo mismo. Hay una foto anónima que ha circulado y que consigna el dramático momento del derrumbe, triste documento que registró la destrucción de una pieza importante del patrimonio de Guadalajara. Pero claro, había que construir un nuevo edificio administrativo para la Universidad y aquella antigualla ubicada en Juárez y Tolsa estorbaba.
Dos días después de la destrucción, el 14 de diciembre de 1980, organizaciones ciudadanas como Pro Hábitat, la Sociedad de Información sobre Guadalajara y la Unión de Artistas Plásticos publicaron un desplegado de indignación en el diario El Occidental, pero el daño ya estaba hecho:
La ciudadanía tapatía ha presenciado indignada el bochornoso y denigrante espectáculo de la alevosa destrucción de un edificio que formaba parte de nuestro patrimonio histórico, cultural y urbano. Es indignante e incomprensible porque la autoridad de la más alta institución cultural del estado, cuya misión es preservar y difundir la cultura, es la que en forma arbitraria y soberbia destruyó un edificio que nos pertenece a todos, sin importarle a las autoridades y a la opinión pública.
El dolor por la pérdida de aquel amado edificio ha acompañado a la maestra Leonor toda su vida: “Es algo que traigo como una espina en el corazón, fue muy doloroso que lo tiraran, cada vez que me acuerdo me dan ganas de llorar, sobre todo porque ahí estaba la Sala Juárez que era una hermosura... ¡tantos conciertos que hicimos ahí! ¡Yo hasta barrí la Sala Juárez!”.
La Sala Juárez era el sitio de los conciertos, especialmente para la música de cámara. Leonor tocó ahí, igual que muchos de sus colegas, infinidad de veces, en recitales de piano solo o acompañando a otros instrumentistas o cantantes, lo cual se convirtió en su especialidad.
Después de que tiraron el edificio, y con él la entrañable sala, la escuela de música se mudó al Exclaustro de San Agustín, a un costado del teatro Degollado. Ni modo, desde entonces Leonor va ahí a dar sus clases, escaleras arriba en el Claustro. “Ahí tengo a mis muchachos, voy arriba y hasta eso que estoy contenta”.
Leonor, Carmen Peredo y Arturo Xavier González.
En aquellos tiempos lejanos había un ambiente de mucha camaradería entre los colegas músicos. La Universidad era diferente: “los maestros nos juntábamos para todo, para discutir, para votar. Nosotros decidíamos quién iba a ser el director, votábamos para eso, ahora ya no”.
Todos eran muy amigos y salían con frecuencia por las noches: con Carmen Peredo, su gran compañera fallecida en 2017, hasta pocos días antes de su muerte se juntaba a tomar café algunas tardes. Otros también se han muerto ya: el compositor y maestro Hermilio Hernández; Ernesto Flores; Arturo Xavier González, chelista con quien Leonor mantuvo durante muchos años uno de los duetos más memorables en la historia musical de la ciudad.6 “Arturo y yo fuimos casi hermanos. Sus hijas me dicen mamá y su esposa fue también muy amiga mía. Yo viví con ellos como familia. Tocamos en todos los pueblos de Jalisco, en los de Sinaloa, a muchas partes fuimos. A las hijas yo las vi nacer. Lamentablemente murió muy joven, a los 57 años”.
Con Arturo Xavier González le surgió a Leonor el gusto por acompañar, y se convirtió en la más solicitada pianista para ello. Claro que también tocaba mucho sola en recitales o con orquestas como la Sinfónica de Guadalajara desde la década de los cincuenta: música de Bach, el Concierto número 4 de Beethoven, las Variaciones Sinfónicas de Cesar Franck, el Concierto en Re bemol de Gonzalo Curiel y muchísimas cosas más. Pero siempre ha encontrado un placer especial en tocar con alguien, de manera más íntima:
Yo he tocado mucho sola, desde que estuve en Londres toqué con orquestitas del Conservatorio, pero antes de irme para allá conocí a Arturo Xavier González y él fue el que quiso que comenzara a acompañarlo y ya no me dejó, lo acompañé como 30 años. Claro que también acompañé a otros: a Manuel Enriquez, a Carlos Prieto. Y es que lo que me dejó Arturo fue el gusto por acompañar. Él era una cosa increíble, un músico muy completo. Pocos chelistas han tenido un sonido como el suyo, un sonido precioso, era un musicazo y tuve la suerte de tenerlo cerca, porque aprendí mucho de él. Tocamos muchísimas cosas, yo creo que nadie ha tocado tanta música como la que toqué con el Güero. A veces cuando toco con algún chelista joven de la escuela y no me gusta cómo suena, le digo: No te estoy regañando yo, te está regañando el Güero desde allá arriba.
Para Leonor Montijo el piano ha sido su vida. Todo se lo han dado mutuamente, es su pareja, su marido. Leonor nunca se casó porque su matrimonio fue con el piano pero, paradójicamente, él le ha dado muchos más hijos que los que podría haber tenido con una pareja: sus montones de alumnos que la siguen visitando, que la vienen a ver a su casa.
Ese piano en el que ha tocado de todo: desde su gran amor por los impresionistas heredado de la sangre francesa de su madre –“¡Imagínate: ella tocaba a Debussy cuando aún estaba vivo Debussy!”–, hasta la música exigentísima de Brahms –“¡es el más difícil para interpretarlo bien!”.
Cuando decidí dar por terminada la entrevista, la maestra nos dijo: “¿Y no se quieren tomar una cervecita?”. Tratamos de negarnos sin mucha convicción, pero finalmente se la aceptamos y seguimos la charla ya más relajados, sin cámara ni micrófono. Jorge se anima a pedirle que toque algo. Ella también rechaza la petición al principio, pero casi de inmediato se sienta en el Steinway: “Tengo los dedos tiesos, estoy medio temblorosa, me puso nerviosa la entrevista”, dice, pero con todo y todo comienza a tocar. “Les voy a tocar una pieza del maestro Lobato, es La Guacamaya Pinta de Domingo Lobato”. Y se arranca con la melodía de aire folclórico que por lo visto le encanta tocar.
Después de eso tratamos de despedirnos, pero nos ataja con cierto aire pícaro: “¿No quieren que les toque un bolero? Me sé todos, el que ustedes me pidan me lo sé”. Y se sienta de nuevo al piano para atacar una versión muy adornada de “Tú, mi delirio”, del cubano César Portillo de la Luz.
Se nota que también le encanta tocar eso a Leonor Montijo.
5 Biólogo de profesión y amante de la música. Fue amigo de Julio Haro, el líder del grupo El Personal, y llegó a cantar coros en el disco No me hallo de ese grupo y en alguna presentación ocasional. Como parte de su profesión de biólogo trabajó en el Museo de Paleontología de Guadalajara y fue profesor en la Escuela de Conservación y Restauración de Occidente (ecro). Javier murió en diciembre de 2017.
6 Más sobre Arturo Xavier González en el capítulo siguiente.