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Arturo Xavier González,
Domingo Lobato y Manuel Cerda Entre lo sagrado y lo profano

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Los tres músicos de este texto pertenecen a generaciones distintas, dos de ellos ya murieron. ¿Qué los unió? La respuesta se desprende de esta crónica, pero adelanto que hubo una conexión importante entre los tres: el maestro Lobato dirigió la Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara durante muchos años, y en esa escuela Cerda y González fueron maestros. Pero hay más: Manuel tocó durante un periodo largo en la orquesta de baile de Arturo Xavier González y también fue alumno de Domingo Lobato. En todo caso los unió su amor por la música, por la enseñanza, y por la institución educativa donde pasaron tantos años: la Universidad de Guadalajara.

Mediaban los años setenta. Para los de más edad solía haber una orquesta, casi siempre la del maestro Arturo Xavier González, la más popular de todas y acaso la mejor; para los jóvenes algún grupo que tocara las canciones de moda, esas que reproducía la AM: Radio Internacional o Canal 58. Las fiestas –graduaciones, bodas, quinceaños– solían realizarse en salones de hoteles donde solamente podían tocar músicos que pertenecieran al sindicato. La primera vez que contrataron a aquel “conjunto moderno”, como se les decía, apareció ante ellos alguien que se identificó como delegado y les dijo que no podían tocar esa noche pues no eran sindicalizados. Pero había una forma: pagar una “cuota de desplazamiento” que él mismo se encargaba de cobrar otorgando a cambio los recibos correspondientes. Luego, el delegado se subía al escenario y tocaba el sax con la orquesta de los mayores. La orquesta de verdad sonaba bien, en ella participaban algunos de los mejores instrumentistas de la ciudad, los arreglos eran muy pulidos y el repertorio ponía a bailar a todo mundo. No en balde tocaban tanto: en Guadalajara, en el interior de Jalisco y en otros estados de la república a donde viajaban con mucha frecuencia. Don Arturo, el director, a quien también apodaban el Güero, se paraba al frente y decía cuál era la pieza que seguía, daba la entrada y luego dirigía con ademanes suaves y mirando ocasionalmente al público a través de sus gruesos lentes, con una sonrisa. Entre los músicos había uno que tocaba el piano con enjundia y concentración, aunque a veces se reía y hacía bromas con sus compañeros mientras ejecutaba pasajes intrincados. Era Manuel Cerda, un músico con una gran formación académica, como muchos otros de los integrantes de aquella agrupación.

Proveniente de una familia de músicos de La Barca, Jalisco, Manuel Cerda Ortiz nació en 1949. Además de músico, su padre era carpintero;

el abuelo era músico, un tío abuelo fue trompetista fundador de la Sinfónica Nacional en tiempos de Carlos Chávez. Otro tío, también trompetista, tocaba en la Banda de Marina. En la casa se escuchaba música todo el día. A Manuel, su padre le empezó a enseñar desde muy pequeño: a los cinco o seis años lo ponía a cantar escalas y luego lo mandó a un coro infantil. Poco después quiso aprender piano pero lo único que había a la mano era un armonio en la iglesia y ahí comenzó a tocar y a relacionarse con la música religiosa. El siguiente paso era la Escuela de Música Sacra, en Guadalajara, pero aún era muy niño para ingresar, así que primero se metió a la academia del maestro Rosalío Ramírez. Cuando cumplió quince ya lo aceptaron en dicha escuela.

El sueño de Manuel era convertirse en maestro de capilla, como lo habían sido grandes músicos en distintos lugares del mundo, pero después del Concilio Vaticano II se determinó que solamente las principales catedrales los tuvieran. Además, con esos cambios se dejaron de cantar las grandes misas en la mayoría de las iglesias, lo cual decepcionó un poco a Manuel, quien se consoló con estudiar la Licenciatura en Órgano.

En eso estaba cuando la vida lo llevó provisionalmente por otro camino: un amigo lo convenció de ir a Puerto Vallarta a aventurarse con otros tipos de música, y lo hizo. Conoció músicos, tocó en bares y hoteles, escribió arreglos para grupos y, en general, se involucró con algo que le había sido ajeno: la música popular. Aquello –que era francamente profano– le gustó, pero había dejado a medias su carrera de composición, así que en algún momento decidió regresar a lo sagrado, a su escuela, y se inscribió con Domingo Lobato, un hombre estricto, duro, pero extraordinario maestro con quien aprendió contrapunto, fuga, y abrió sus oídos a otras maneras de concebir la música. Si a Lobato no le gustaba un trabajo, decía sin remordimientos: “Eso no sirve, vete, no me hagas perder mi tiempo ni pierdas el tuyo”.

Lobato fue, a decir de Manuel Cerda, el pilar de la composición en Jalisco. Él llegó a Guadalajara muy joven, como de veinticinco años, y formó a otros maestros como Hermilio Hernández, Víctor Manuel Amaral, Javier Hernández, Ramón Orendáin, José Luis González. “Como maestro le debemos todo”, dice Cerda con convicción. Pero ¿quién era Domingo Lobato?

“Yo había terminado mi magisterio, tanto en composición como en canto gregoriano en Morelia, y en el año del 46 vine a Guadalajara”, me contaba Domingo Lobato en una entrevista de 2011, menos de dos años antes de su muerte. Lobato había estudiado en Morelia con maestros como Ignacio Mier, Miguel Bernal Jiménez y el sacerdote José María Villaseñor. Luego llegó a la capital de Jalisco y se hizo cargo de la cátedra de composición en la Escuela Superior Diocesana de Música Sagrada (la Sacra, como se le conoce). En 1952 se abrió la Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara en donde desde entonces, y hasta su jubilación, trabajó impartiendo las clases de armonía, composición y análisis musical. Incluso fue director de la escuela durante dieciocho años:

En la primera etapa de lo que fue la escuela de música me tocó elaborar los planes de estudio y los programas de trabajo, asesorado por las relaciones que tenía yo en México con Blas Galindo, con el maestro Rodolfo Halffter, inclusive con Silvestre Revueltas –a quien conocí–, el maestro Ponce –que también conocí–, es decir los maestros de México más destacados. También el maestro Carlos Chávez que varias veces vino a Guadalajara y visitó la Escuela de Música de la Universidad, el maestro Julián Carrillo, que en el periodo de la gubernatura de Agustín Yáñez adelantó muchas de las relaciones de la escuela con el medio musical tanto de México como del extranjero.

Aquella misma entrevista se realizó en su casa, un día antes de un concierto de homenaje que con su música le habían organizado algunos maestros de la propia Universidad de Guadalajara, encabezados por su amiga y discípula Leonor Montijo. Yo le preguntaba: “¿Cómo se siente de que le hagan este reconocimiento?”, y el maestro respondía: “Siempre un reconocimiento es algo que lo enorgullece a uno. He conocido a casi todo el ambiente musical de Guadalajara, casi todos los profesores jóvenes y algunos ya mayores pasaron por mi cátedra”.

—¿Y qué siente de que toquen su música?

En realidad nunca pensé que se pudieran hacer conciertos con mi música. Mi composición era en mis ratos de descanso de la docencia y de la organización de la institución. Toda mi música ha sido muy accidentada, tanto dentro del terreno profano como en el religioso.


El maestro Arturo dirigiendo.

—¿Le habría gustado componer más durante su vida?

Yo creo que sí, y yo creo que mientras no me muera voy a componer alguna otra cosa. Siempre tiene uno un proyecto a pesar de los problemas visuales que padezco, pero de alguna manera tiene uno que salir adelante, no puedo estar solamente viendo el sol.

—¿Qué tipo de obra está componiendo?

Pues hay varias cosas porque algunas se quedaron pendientes. He corregido algunas otras que para muchos van a ser novedad porque fueron escritas hace veinte o treinta años.

—Pues ojalá que viva muchos años más.

Ahora está más de moda la gente muy longeva, pero quién sabe si nos toque o no...

Eso lo decía a sus 91 años, longevo ya era. Domingo Lobato murió el 5 de noviembre de 2012 a los 92 años.

Regresemos a Manuel, en quien el gusanito de lo popular, de lo profano, ya se había instalado. Al mismo tiempo que estudiaba con el maestro Lobato en la Sacra, entró a trabajar como pianista a la orquesta de Arturo Xavier González. La fecha la tiene muy presente: el 18 de noviembre de 1970. Durante once años estuvo ahí, primero nada más como pianista y luego también como arreglista.

Le pedí al maestro una oportunidad para escribir y me dijo: Ahí está la orquesta... y empecé a escribir arreglos para esas canciones, no sé si recuerdas por ejemplo aquella de Yellow River –original del grupo inglés Christie–. Puras cosas de esas, las que estaban de moda. Empecé a hacer algunos experimentos y Arturo me dio la oportunidad, aunque él era también muy exigente a pesar de que tocábamos música popular. Había otros arreglistas como Pepe Hernández o el mismo Arturo que a veces los escribía. Pero después me dejó a mí toda la responsabilidad de eso. Toda la música disco de aquellos años me tocó a mí. Y tanta confianza me tuvo que me invitó también a la Banda del Estado, que igualmente dirigía. Y me quedé diecisiete años como arreglista ahí también.


Manuel Cerda (cuarto de izquierda a derecha en la ultima fila) y cómplices musicales.

Pero el maestro González era consciente de las capacidades de Manuel Cerda también para la música más seria. Por ello le insistió en que continuara sus estudios de piano y le recomendó a la maestra Montijo, con quien efectivamente Manuel estudió. Ella lo puso a tocar cosas que no se veían en la Sacra: Hindemith, Bartok, Liszt, Chopin, así que, además de todo el aprendizaje con la música popular, Manuel también le debe a Arturo Xavier González un caudal de conocimientos en el terreno clásico, del cual sabía muchísimo. Dice Manuel con reverencia:

Nosotros le teníamos mucho respeto y admiración al maestro. Era muy amigable y siempre estaba dispuesto a ayudarte. Yo puedo considerarme afortunado de haber platicado muchísimo sobre orquestación con él. Me llevó a analizar a Sibelius, Tchaikovsky, Brahms, cosas así. Él sabía mucho porque había estudiado dirección con Celibidache, un gran director. Sabía, además, muchos trucos. Un día me dijo: Haz la Tocata y fuga en Re menor para la banda del Estado. Le dije, maestro, yo la toco en el órgano pero, cómo le voy a hacer con aquello de la sol la fa la mi la re... Y me dice, ¡Ay Manuel, por atriles! Mira: la sol la fa la mi la re , ti ri ti ri ti ri. ¡Pero no van a poder respirar, maestro! Y me dice: Un atril, otro atril, un atril, otro atril, alternándose las notas. Un colmillazo tremendo del maestro.

El literato Eusebio Ruvalcaba, quien escribió mucho sobre música, era hijo del célebre violinista Higinio Ruvalcaba, cuyo nombre se tomó para la sala de conciertos de cámara del Exconvento del Carmen, en Guadalajara. Higinio había sido integrante del Cuarteto Lener, uno de los más importantes de México. En ese cuarteto alguna vez tocó el chelo Arturo Xavier González. Eusebio le dedicó estas líneas: “Le decían el Güero. Tocaba Paganini al chelo como cualquier cosa. Nació en Tequila y murió en Guadalajara. Fue director de la Banda del Estado y de una orquesta de baile. Sus ojos eran verdes”.

Efectivamente, Arturo Xavier González Santana el Güero fue un chelista excepcional, el mejor de México, para algunos. Fue primer cello de la Orquesta Sinfónica de Guadalajara cuando la dirigía Manuel M. Ponce y tocó muchas veces como solista –los conciertos de Haydn, Saint-Saëns y Dvorak, por ejemplo– y además estuvo en el podio de director algunas veces: en 1953 dirigió Beethoven, Tchaikovski y Chopin; en 1963 una obra para orquesta de Hemilio Hernández y piezas de Khatchaturian, Rossini y Blas Galindo; en 1977, Franck y Sibelius... por citar nada más algunos ejemplos.

Y sí, nació en Tequila en familia de músicos: su padre Avelino González le enseñó a tocar la flauta, el clarinete, el saxofón, el trombón y el piano. Con su madre, Eloísa Santana, aprendió solfeo. Cuando aún era niño lo enviaron a Guadalajara y ahí estudió con Ignacio Camarena, quien le descubrió sus grandes dotes para el violonchelo, que se convirtió en su instrumento.

Tocó además con la Orquesta de Jalapa, a dueto con las pianistas Áurea Corona y Leonor Montijo, dirigió la Banda del Estado durante veintiocho años amenizando las serenatas en la Plaza de Armas y atendía su orquesta de baile. Eso sí, su vida fue corta: no había cumplido 58 cuando murió. Pero no se cuidaba, dicen. Era diabético y solía traer chocolates en las bolsas del saco, además de que las desveladas no ayudaban.

Carmen Peredo, quien fue muy amiga suya, contaba que era un músico extraordinario y con muchas facetas personales:

A veces llegaba a las dos de la mañana y gritaba desde la calle: ¡Gordo! –llamando a mi marido Ernesto, a quien le decían así–. ¿Quién es? ¡Soy Arturo, ábreme! Venía, se acostaba aquí y se quedaba hasta el día siguiente. Es que tocaba diario con su orquesta... era un tipo un poco exótico. Un día que me lo encontré me dijo: Mejor quisiera que me matara un coche antes que llegar a clases, porque no me siento bien. Acompáñame a la botica, Carmelita, para comprar mi medicina. Y compró unas pastillas medio alucinógenas, en forma de corazón, las vendían sin receta. Esas son las que tomo para aguantar las desveladas, me dijo. Y yo también agarré la maña, jajaja...

Manuel Cerda tiene su estudio de grabación cerca de la salida a Chapala y al aeropuerto, en El Álamo, una zona que pertenece al municipio de Tlaquepaque y que está muy cerca del famoso hotel El Tapatío y ahí es donde lo entrevisté el 5 de septiembre de 2016. Lo construyó en 1994 luego de una larga experiencia como arreglista de música comercial. En la década de los ochenta, y después de que se salió de la orquesta de don Arturo, lo solicitaban mucho para “afinar músicos” norteños, mariachis, bandas, tropicales. Iba a las grabaciones y cuidaba que todo estuviera afinado, lo cual era una labor a veces difícil. También orquestaba jingles y producciones de artistas muy diversos. Le iba bien: las compañías de discos lo llamaban, le pedían que fuera a dirigir grabaciones a México, a Estados Unidos, le solicitaban arreglos para orquesta. Prácticamente se alejó de la música seria durante esos años y se involucró en la música comercial. Se inclinó entonces por lo profano.

Y entonces se decidió a poner su propio estudio. Aprovechó que tenía clientes y continuó por ese camino de modo más independiente, convenció a la familia y se lanzó a la aventura. El estudio es espacioso: la sala de grabación permite meter a una orquesta, cosa poco usual en los estudios de Guadalajara. Manuel quería un lugar versátil, que le permitiera hacer muchas cosas, grabar cuerdas, un piano de cola, meter grupos numerosos, comentó: “He llegado a meter poco más de sesenta músicos de la Filarmónica de Jalisco... eso sí, apretaditos”. Contrató a un diseñador norteamericano especializado en estudios de grabación para que le hiciera el proyecto.

Ahí ha grabado a artistas comerciales de renombre: Julio Preciado, Pablo Montero, Ángela Carrasco, Bertín Osborne y muchos mariachis y bandas sinaloenses. También ha recuperado un poco el terreno clásico grabando orquestas, aunque a veces trasladándose a las ciudades de donde son oriundas: Jalapa, Querétaro, Aguascalientes. Trabaja mucho con José Guadalupe Flores, quien estuvo mucho tiempo al frente de la orquesta de Querétaro; ha grabado con él desde que dirigía la Filarmónica de Jalisco, ya grabaron las nueve sinfonías de Beethoven y tienen el proyecto de grabar próximamente las cuatro de Brahms.

Es obvio que con el tiempo ha actualizado la tecnología del estudio. Me mostró una pequeña bodega junto a la sala de controles donde tiene lo que va quedando en desuso. Con entusiasmo y cierta nostalgia me enseñó una antigua máquina para cinta de dos pulgadas, de las que se usaban mucho antes de la era digital; también tiene una reliquia de la que habla con orgullo: una vieja máquina primitiva de reverberación.

Manuel nunca se vio a sí mismo como maestro, sin embargo, ejerce la docencia desde hace veinte años en la Universidad de Guadalajara. ¿Cómo ocurrió? Un día en una comida, el director José Guadalupe Flores le dijo a Enriqueta Morales, entonces directora de la Escuela de Música de la Universidad: “Mira Queta, tú a quien tienes que invitar a dar clases es a Manolo, aquí presente”. La maestra Morales le confesó que desde 1975 habían intentado incluirlo como maestro pero hubo rechazos: ya hay demasiados “sacros”, dijeron. Había mucho pique entre ambas escuelas. En la Sacra se enseñaba mucha armonía, contrapunto y los alumnos que salían eran muy buenos organistas; en la UdeG lo fuerte era el piano.

“Querían que yo diera contrapunto y fuga... No maestra, yo hace mucho que no hago eso, ¡mejor doy orquestación!... —¿Cómo va a dar orquestación si no tenemos alumnos de composición? Usted da armonía, contrapunto, así apuntalamos la carrera de composición... Entonces propuse un programa, lo aceptaron y comencé”.

¿Qué pasará que en las últimas épocas se ha incrementado el interés de los jóvenes por inscribirse en composición? Quién sabe, pero el caso es que en el 2015 solicitaron ingreso treinta y solamente hubo cupo para diez. En el año siguiente se calculaba que tendrían que aceptar a veinte, pero Manuel dice que serían demasiados, que él no los puede atender a todos. Es necesario, en su opinión, renovar la planta docente, preparar más gente que entre al quite. “Hay mucho talento, hay una especie de boom. Por una parte me da gusto pero es necesario que se amplíe el número de maestros. Hemos cambiado dos o tres veces el plan de estudios pero nos hace falta gente. Yo no sé por qué llegó de pronto tanto entusiasmo por la composición”.

En los últimos tiempos Manuel ya casi no toca el piano, salvo en alguna grabación ocasional. Ha dedicado sus tiempos libres más bien a componer, actividad que había dejado de lado durante cerca de veinticinco años. La última que compuso en aquellos lejanos tiempos se llama El ciclo de la vida y estaba influida por Stockhausen y ese tipo de autores de vanguardia, con pocos instrumentos y una cinta grabada que incorporaba efectos electrónicos, reverberaciones y cosas así.

Reconoce que ha sido un tanto descuidado para organizar y promover su propia obra: ni siquiera ha tenido el cuidado de registrar sus composiciones y arreglos, lo cual le podría haber reportado beneficios económicos. Así es él, acaso por pertenecer a una época en la que no se daba tanta importancia a esos asuntos: lo central era hacer música y ya.


Manuel Cerda con su grupo de jazz.

Ahora ha estado principalmente reescribiendo algunas cosas que tenía guardadas: una obra en tres movimientos que se llama Influencias, un concierto para clarinete, otro concierto para metales que ya se tocó con la orquesta de Querétaro, una pieza que compuso por encargo para el Bicentenario de la Independencia. Estas dos últimas son de las pocas que han sido grabadas, una paradoja en la vida de Manuel Cerda: él, quien se ha dedicado a grabar tantas cosas en su estudio, ha sido poco grabado con su obra personal. Se lo hago notar y sonríe como diciendo: cosas de la vida... uno que ha tenido que andar en tantos asuntos, a veces medio sagrados, a veces medio profanos.

La música de acá

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