Читать книгу La mansión de Araucaíma y Cuadernos del palacio negro - Alvaro Mutis - Страница 11

III

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Esta mañana vinieron a contarme que «Palitos» había muerto. Lo apuñalearon en su crujía a la madrugada. Como sabían que venía a verme y a conversar conmigo, y a sus compañeros les contaba que yo era su «generalazo» y que era «muy jalador» —en esto aludía a la facilidad con que lograba convencerme de sus complicados negocios de leche, café y cigarrillos—, algunos de ellos vinieron a traerme la noticia.

Fui a verlo por la tarde al estrecho cuartucho que en la enfermería usan como anfiteatro. Sobre una losa de granito estaba «Palitos». Su cuerpo desnudo se estiraba sobre la lisa superficie en un gesto de vaga incomodidad, de insostenible rigidez, como hurtando el frío contacto de la piedra. Debajo, a sus pies, estaba el atado con sus ropas de preso, el uniforme azul, celeste ya por el uso, su cuartelera, sus botas de fajinero, y sobre la ajada página de una revista deportiva, sus objetos personales: una jeringa hipodérmica remendada con cáñamo y cera, una pequeña navaja, un retrato de Aceves Mejía con una dedicatoria impresa, un lápiz despuntado y una arrugada cajetilla de cigarrillos, casi vacía.

Me quedé mirándolo largo rato mientras un rojizo rayo de sol, tamizado por entre el polvo de Texcoco que flota en la tarde, se paseaba por la tensa piel de su delgado cuerpo al que las drogas, el hambre y el miedo habían dado una especial transparencia, una cierta limpieza, un trazo neto y sencillo que me hizo recordar el cuerpo de esos santos que se conservan debajo de los altares de algunas iglesias, en cajas de cristal con polvosas molduras doradas.

Allí estaba «Palitos», más joven aún de lo que pareciera en vida, casi un niño. Libre ya de la desordenada angustia de sus días y del uniforme que le quedaba grande y le hacía ver más desdichado, mostraba en la desnudez de su cadáver cierto secreto testimonio de su ser que en vida no le fuera dado transmitir y cuya expresión buscara acaso por los caminos de la heroína en los cuales se perdiera irremediablemente. La boca le había quedado semiabierta, en un gesto parecido al de los asmáticos que buscan afanosamente el aire; pero al mirarle de cerca se advertía un repliegue del labio superior que descubría una parte de sus dientes. Una mezcla de sonrisa y sollozo semejante al espasmo del placer. En el costado izquierdo mostraba una herida de gruesos labios por la que todavía manaba un hilillo de sangre negra con la consistencia del asfalto.

A los pocos días de mi llegada había aparecido de repente en mi celda con la mirada desencajada y un leve temblor en todo el cuerpo, como el que precede a la fiebre.

Me explicó que estaba dispuesto a lavar mi ropa, a limpiarme el calzado, a ir a la tienda por café, y así siguió ofreciéndome una lista de servicios con la presurosa angustia de quien transmite un santo y seña o comunica un mensaje urgente. No se esperó a que yo le pidiera nada y, al verme dudar, desapareció como había entrado, dejando el eco de sus atropelladas palabras.

«A ése téngale cuidado, compañero. Se llama “Palitos” y siempre está tramando alguna chingadera», me dijo alguno. No me ocupé en pedir más detalles y ya lo había olvidado por completo cuando volvió a aparecer de repente en medio de mi siesta:

«Mi jefecito, le hacen falta unas cortinas para la ventana. Tengo un cuate que me vende unas retebaratas... a ver si las compra, ¿no?».

«¿En cuánto?», le pregunté.

«Siete pesos, mi estimado. ¿Se las traigo?»

Le di un billete de diez pesos y salió corriendo. No volvió en varios días. Le comenté el asunto a un compañero ducho en la vida diaria del penal. «Pero a quién se le ocurre ir a darle diez pesos y tragarse esa historia de las cortinas. ¿No sabe que “Palitos” necesita reunir cada día cerca de dieciséis pesos para comprar su droga y para ello se vale de cuanta argucia pueda imaginar su mente de hábil ratero?» Recordé entonces la mirada acuosa y vaga de sus grandes ojos asombrados por la urgencia de la droga, el temblor que le recorría el cuerpo, la atropellada rapidez con que hablaba, como quien libra una carrera contra el tiempo, que se va cerrando implacable sobre el débil ser que pide a gritos esa segunda vida, sin la cual no puede existir.

Algunas semanas más tarde volvió «Palitos» a visitarme. Había encontrado una mina inexplotada de ingenuidad y ni siquiera se molestó en explicarme lo sucedido con los diez pesos. Debía tener ya una dosis de heroína que le permitía actuar con relativa tranquilidad y le daba al mismo tiempo cierta disposición comunicativa de quien quiere conversar mientras le llega el sueño. Fue entonces cuando me contó su vida y nos hicimos amigos.

No recordaba a su madre ni tenía la más remota idea de cómo había sido ni quién era. Su primer recuerdo eran las noches que pasaba debajo de una mesa de billar en un café de chinos. Allí dormía envuelto en periódicos recogidos en las calles y a la salida de los cines. Según él, tenía entonces seis años. A los ocho cuidaba un puesto de periódicos y revistas en Reforma, mientras el dueño iba a almorzar y a comer. Fue entonces cuando fumó por primera vez marihuana: «Me quitaba el hambre y me hacía sentir muy contento y muy valedor». A los once fumaba ya seis cigarrillos diarios. Por ese tiempo entró a formar parte de una banda de carteristas que operaba en Madero y 5 de Mayo. Para «trabajar» necesitaba estar «grifo» y, a buena cuenta de los cigarrillos que se fumaba, servía a sus jefes con una habilidad y una rapidez que bien pronto le dieron fama. Un día cayó en una redada. Lo llevaron a la delegación de policía y allí lo examinó el médico. «Intoxicación aguda por narcótico» fue el dictamen, y lo llevaron a un reformatorio de menores. De allí se escapó a los pocos meses y, escondido en un vagón de carga del ferrocarril, fue a dar a Tijuana.

Tijuana es la frontera. El paraíso de los narcotraficantes y los tahúres, el vasto burdel que opera día y noche al ruido ensordecedor de las sinfonolas y bajo las luces de mil avisos de neón. Tijuana es el absceso de fijación que hace posible el trabajo ordenado del resto de la rica región californiana y que permite que millones de americanos vayan a desahogar allí la tensión luterana de su conciencia y a probar los nefandos pecados cuyas maravillas les hacen adivinar los furiosos sermones de sus pastores. «Palitos», por un ordenado azar de la vida, había caído en el justo medio donde podía consumirse con mayor y más eficaz rapidez.

Allí conoció a una mujer —«mi jefa»— que lo usaba como cebo para los turistas interesados en «something special» al tiempo que como amante ocasional, cuando los dos caían semanas enteras en la ardua excitación de la heroína, de la que se sale como de una profunda zambullida. Ella fue la que le hizo probar el opio. Y aquí era de ver la mirada espantada de «Palitos» al recordar las pesadillas que le produjeron las primeras pipas. Tal como él lo narraba, parece que el poder de excitación del opio superaba su breve bagaje de imaginaciones y recuerdos sensoriales y, en lugar de proporcionarle placer alguno, le llenaba el sueño de pavorosos monstruos que lo agobiaban en el terror primario de lo desconocido, y le arrastraban los sentidos hacia comarcas tan lejanas de toda posibilidad de comparación con su mezquina experiencia, que, en lugar de ensancharle el territorio del ensueño se lo distorsionaban atrozmente. No resistió mucho tiempo y tuvo que dejar el opio y con él a su «jefa», de la cual se llevó algunas cosas que fueron a parar a la tienda de empeño.

Al regresar a México, volvió a entablar amistad con los carteristas, pero ya traía el prestigio de su viaje y el que le diera entre sus antiguos conocidos el haber vivido en Tijuana. Ya no trabajaba a cambio de droga. Cobraba en efectivo y compraba todas las dosis que le hacían falta. Sin ella no podía trabajar. Con ella adquiría una coordinación de movimientos y una velocidad de imaginación que lo hacían prácticamente invulnerable.

Hasta cuando un día planeó el golpe increíble, la jugada maestra. Compró unos pantalones de paño azul oscuro, una impecable camisa blanca y unos muy respetables zapatos negros. Se fue a unos baños turcos y de allí salió convertido en un pulcro muchacho de provincia, en uno de esos hijos consagrados que trabajan desde muy jóvenes para ayudar a sus padres y pagar el colegio de sus hermanas. La ascética expresión de su rostro le servía a la maravilla para completar el papel. Consiguió un maletín de esos que usan los agentes viajeros para guardar y exhibir las muestras de su mercancía, y con él en la mano entró a la más lujosa joyería de Madero. Esperó unos momentos a que el público se familiarizara con su presencia, y, de pronto, con serenidad absoluta y seguros ademanes, comenzó a desocupar una vitrina del mostrador. Brazaletes de diamantes, relojes de montura de platino, anillos de esmeraldas, aderezos de zafiros, todo iba a parar al maletín de «Palitos». Nadie sospechó algo anormal, todos creyeron que se trataba de renovar el muestrario de la vitrina y los empleados pensaron que sería un nuevo muchacho puesto a prueba por la gerencia. Cuando llenó su maletín, «Palitos» lo cerró cuidadosamente y se dirigió hacia la puerta con paso firme y tranquilo. En ese momento entraba el gerente de la firma, y por rara intuición que tienen los dueños de tales negocios cuando algo marcha mal, se lanzó sobre «Palitos», le arrebató la maleta y lo puso en manos del detective de la joyería. Al hacer inventario del botín se calculó que valía cerca de tres millones de pesos... «Yo ya tenía la transa para venderlo todo por cinco mil pesos... Droga para dos meses, mi jefecito. ¡Me amolaron regacho!»

Cuando llegó a Lecumberri y pasó por el examen médico, fue asignado a la crujía «F», la de los adictos a las drogas. Y allí esperaba el resultado de su proceso desde hacía tres años, durante los cuales se asimiló tan perfectamente a la vida de la crujía que, aunque le hubieran dejado libre, se habría ingeniado de manera de «echarse otro juzgado» para seguir allí.

Su delirante rutina comenzaba a las seis de la mañana. Vendía el pan del desayuno y la mitad del atole y con esto comenzaba a reunir la suma necesaria para proveerse de droga. Todas las malicias de la picaresca, todos los vericuetos de la astucia, todas las mañas en un esfuerzo gigantesco para lograr esa suma. Sin embargo, nunca le faltó «su mota y su tecata», que son los nombres que en Lecumberri se les da a la marihuana y a la heroína.

Ultimamente había logrado la productiva amistad de un afeminado «cacarizo» —como se llama a los presos que gozan de especiales prerrogativas a cambio de trabajos en las oficinas del penal— que le pagaba suntuosamente sus favores. En una riña causada por los celos de su protector, le habían dado esta mañana una certera puñalada en el corazón, en plena fila y mientras pasaban lista en la crujía. Se fue escurriendo ante los guardias que miraban asombrados el surtidor de sangre que le salía del pecho con intensidad que decrecía desmayadamente a medida que la vida se le escapaba en sombras que cruzaban su rostro de mártir cristiano.

Ahora, allí tendido, me recordó un legionario del Greco. La dignidad de su pálido cadáver color marfil antiguo y la mueca sensual de su boca, resumían con severa hermosura la milenaria «condición humana».

Al tobillo le habían amarrado una etiqueta, como esas que ponen a los bolsos y carteras de mano de los viajeros de avión, en la cual estaba escrito a máquina: «Antonio Carvajal, o Pedro Moreno, o Manuel Cárdenas, alias: “Palitos”. Edad 22 años». Y debajo, en letras rojas subrayadas: «Libre por defunción».

La mansión de Araucaíma y Cuadernos del palacio negro

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