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INTRODUCCIÓN
ОглавлениеEN 1907 APARECE EN MADRID, DENTRO DE LA COLECCIÓN La NOVELA SEMANAL (AÑO 1, NÚMERO 17), UN RELATO DE Amado Nervo titulado Un sueño. Fechado en el invierno de 1906 en la misma ciudad y con ilustraciones de Fernández Mota, la obra se inicia con una pequeña introducción donde el autor justifica la brevedad de su título como signo de una sociedad moderna que vive apresurada y siempre de paso:
Este cuento debió llevar por título Segismundo o la vida es sueño, pero luego elegí uno más breve, como para ser voceado en la Puerta del Sol por vendedores afanosos, entre el ajetreo y la balumba de todas las horas. Un sueño llamóse, pues, a secas, y con tan simple designación llega a ti, amigo mío...
El “cuento” que anunciaban estas líneas ha llegado hasta nosotros, hijos de una modernidad aún más acelerada, con el título de Mencía (Un sueño). La transformación se debió haber producido en 1917 en la segunda edición, donde destaca un cambio interesante en la nota “Al lector”, anuncia que el título es Mencía, breve igual que el anterior, pero esta vez no por las necesidades de la vida práctica moderna, sino por el “miedo de evocar la gigantesca sombra de Calderón”.*
Dentro de la vasta obra de Amado Nervo, Mencía (Un sueño) se encuentra clasificada con las novelas El diablo desinteresado (1916), Una mentira (1917), El sexto sentido, Amnesia y El diamante de la inquietud (las tres de 1918). En diversas formas existe en ellas una nota común: VIII la expresión masculina de la mujer ideal, figura inalcanzable, efímera, onírica, devaneo de los hombres que intentan poseerla. Mencía (Un sueño) destaca ostensiblemente entre estas narraciones porque conjuga varios atributos de la mejor prosa de Nervo, en que se hace evidente su habilidad para crear ambientes, personajes y pintar objetos y lugares con la parsimonia de un orfebre. La importancia que siempre concedió el autor en sus narraciones -y en varios de sus poemas- a los diálogos de los personajes se advierte en esta novela por la atractiva relación que establece entre los datos históricos en que abunda, la fantasía onírica y la vigilia.
Hay un interesante juego de tiempos y espacios en la obra que sólo la maestría de un buen narrador puede realizar sin malograr la fantasía o el montaje con imprecisiones cronológicas y sin perder de vista el objeto narrado. Separados por un tenue hilo de luz, dos mundos habitan en esta novela, dos mundos representados por un orfebre, Lope de Figueroa, que “no ha existido nunca”, como dice el mismo autor en la introducción, y un monarca que bien pudo haber existido. El sueño de uno de ellos sirve a Nervo para explorar algunos de los temas que lo absorbieron con frecuencia en su vida literaria: la brevedad de la felicidad que se encuentra en los placeres sencillos de la existencia, en la de un artesano entregado a su trabajo y al amor de su compañera; la pesadumbre de un mundo vacío en el que el hombre se halla solo, el mundo de la modernidad con sus adelantos tecnológicos: “Los hombres volaban, Mencía, y eran mucho más libres... pero no felices”, y la imagen femenina de la esposa ideal. A partir del sueño, caro tema romántico, el autor plantea el significado de la felicidad en un hombre en quien las palabras de Calderón no pueden ser menos ciertas:
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mejor bien es pequeño,
que toda la vida es sueño
y los sueños, sueños son.
Destaca de manera notable, como he mencionado, la imagen femenina que es llevada hasta el título de la obra, Mencía, nombre típicamente español, muy cercano a la provincia de Córdoba por aquello de la Villa Doña Mencía, o a la de León por sus uvas mencía que se producen en El Bierzo. ¿Qué habrá llevado a Nervo en la segunda edición de su novela a anteponer el nombre de este personaje al título anterior? Sin duda, el acceso a la obra es más sugerente y enigmático a través de esta dama, en quien el autor, como en ninguna otra de las mujeres que habitan sus relatos, hace más que evidente su ideal femenino, la pareja perfecta, esposa-madre, “casta, apacible, con un poco de hermana en su abandono, con un poco de madre en su ternura”. Quizá la respuesta al cambio de título puede hallarse en el peso simbólico que tiene esta mujer en el relato: Mencía representa una guía, es quien introduce al lector y a Lope en ese mundo del siglo XVI, nos abre la puerta de un pasado encantador que ella misma representa con toda la armonía de su figura.
En esta novela el autor parece rendir un homenaje a dos símbolos muy fuertes del arte y del espíritu español: la ciudad de Toledo y su eterno pintor, el Greco. Nervo pasea a su público entre los estrechos callejones toledanos, entre las plazas ruidosas de los mercaderes donde colores y olores se mezclan en una extraña fantasía. Monumentos, edificios, sinagogas, mezquitas, iglesias, la ciudad entera abrazada por el Tajo evidencia ese gusto modernista por el pasado y por las ciudades exóticas que emanan vapores de un viejo perfume.
No es difícil imaginar, a través de esta obra, la atracción que seguramente causó en Amado Nervo el paisaje de una ciudad que habrá conocido durante su estancia en España, así como la historia del lugar y las biografías de Domenikos Theotokopoulos y Felipe II, de donde extrae varios datos que no dejarán de asombrar al lector por la atractiva combinación que de ellos hace con la historia narrada.
El público de Mencía (Un sueño) puede sentarse una tarde a convivir en casa del Greco rodeado por los cuadros de su natal Candía -o Gandía, como apunta Nervo-, disfrutar de la música con que el artista acompaña la comida -una de las curiosidades de este pintor que jamás escapa a sus biógrafos-, convivir con uno de sus modelos favoritos, don Juan de Silva, conde de Montemayor, y escuchar hablar al autor de El entierro del conde de Orgaz de las tortuosas relaciones que mantiene con Felipe II o de las cuitas que obras como El expolio y El martirio de san Mauricio le llegaron a causar por la avaricia de sus contemporáneos o por su genio incomprendido.
Cuando se habla de Amado Nervo y el Greco no podemos dejar de lado el asombroso parecido entre el poeta y los personajes que habitan los cuadros del pintor, como señalaron más de una vez los contemporáneos del escritor modernista, entre ellos José Juan Tablada, quien llegó a escribir de su cofrade:
Nervo, indulgente y atemperado, pasaba como un melancólico caballero del Greco por aquella incesante kermesse flamenca... Un melancólico caballero del Greco, de los mismos que decoran con mística elación El entierro del conde de Orgaz... Lo parecía por su figura cenceña y nerviosa, por su palidez ascética; por el largo óvalo de su rostro, de noble nariz prócer, de finos labios, de singulares ojos [...]
O la observación que hizo Eugenio de Castro cuando conoció a Nervo en España sobre “su perfil señorial de caballero del Greco, nervioso y pálido”.
La ciudad de Toledo, modelo de algunos autores de la literatura del fin del siglo XIX y principios del XX que gustaron llevarla a sus obras como símbolo de la ciudad muerta, de la ciudad decadente, cobra un significado distinto en la novela de Nervo o, mejor dicho, reivindica su grandeza primordial. Es la Toledo viva, alegre, de 1580, escenario de la reflexión y del espíritu artístico que vive “los últimos años de su apogeo”. Con la misma admiración que se halla en los cuadros del Greco hacia este lugar, Nervo eterniza una Toledo vital que, en vez de rememorar decadente, prefiere evocar alegre, ruidosa, habitada por hombres y mujeres, niños y ancianos de las más diversas clases, vestidos de terciopelo, de caperuzas, de mantos, en constante movimiento, siempre pendientes de sus tareas, personajes que, a diferencia de los jóvenes que Maurice Barrés encuentra “cargados de siglos” en su libro de 1912, Greco ou le secret de Toléde, Nervo identifica con los de “una novela de Cervantes puesta en movimiento”.
El homenaje que rinde Mencía (Un sueño) a esos dos símbolos españoles no se limita a la evocación de sucesos más o menos reales; el relato semeja en muchos momentos un cuadro del Greco con sus alargados personajes, lánguidos, de finas facciones y espíritus ascéticos como la misma Mencía, “alta, esbelta, armoniosa”, de “ojos oscuros y radiantes, [que] iluminaban el óvalo ideal de un rostro de virgen”. O aquel “teólogo largo y anguloso, de cara ojival” que aparece brevemente en la obra. Incluso, hay un momento en la novela que el lector disfrutará por la sensación de libertad espiritual que emana, donde la pareja Lope-Mencía se halla una tarde a punto de fenecer, en lo alto de una colina, XIII la del castillo de San Servando, contemplando la ciudad que se extiende ante ellos, como en esos cuadros de Domenikos donde las figuras humanas aparecen en primer plano y la ciudad de Toledo a lo lejos, siempre presente, como elemento imprescindible de un éxtasis.
En ese sentido, no podemos soslayar que las abundantes descripciones con que Amado Nervo pinta objetos y lugares en su novela, sin dejar un espacio vacío, parecen imitar también desde la literatura el llamado horror vacui de los maderistas. Todo está descrito con parsimonia, desde los interiores, como la casa-taller de Lope de Figueroa, hasta los objetos, monumentos y edificios.
He venido refiriéndome a esta obra con el término de novela, a pesar de que su autor la denomina “cuento” en la nota “Al lector”. Los límites entre uno y otro género nunca son del todo precisos en los relatos de Nervo, quizás el mejor término para designarla sea el de nouvelle, como él mismo sostiene en el diálogo ficticio entre “Zoilo y El” con que finaliza El donador de almas, donde aboga por la brevedad del relato en medio del agitado espíritu de la modernidad:
Zoilo.- Su libro de usted pudo desarrollarse más.
Él.- Usted dice: desarrollar; Flaubert dijo: condensar. Prefiero a Flaubert. Nuestra época es la de la nouvelle. El tren vuela... y el viento hojea los libros. El cuento es la forma literaria del porvenir.
El público de hoy podrá constatar que en el caso de Mencía, la recriminación de Zoilo no tiene valor alguno. Esta pequeña novela es un cuadro literario que condensa en deliciosa armonía la agilidad y sencillez de una prosa capaz de introducir a su lector en la fantasía de un breve sueño, haciéndolo olvidarse por un momento de la realidad a la que, como descubrirá, tendrá que volver.
Claudia Cabeza de Vaca Villavicencio