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«LAS DIFERENCIAS DE CREENCIAS Y ESPERANZAS DE QUE USTED HABLABA SON SIMPLEMENTE UNA RIQUEZA MÁS»: LAS CARTAS DE AMÉRICO CASTRO Y JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO EN SU CONTEXTO*

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Guadalupe Arbona Abascal y Santiago López-Ríos

Universidad Complutense de Madrid

«Será usted en el futuro —también— uno de los más eminentes autores de cartas en lengua española», le decía el 18 de mayo de 1971 a Américo Castro el poeta Jorge Guillén, alguien quien, por cierto, no estaba del todo convencido del valor último de su historiografía, pero que apreciaba los innegables méritos de su prosa después de décadas de escribirse con el filólogo1. Transcurrido casi medio siglo del vaticinio, el tiempo ha concedido la razón al autor de Cántico, a la vista de los diversos epistolarios de Américo Castro que se han venido publicando últimamente o cuya edición se anuncia2. Jesús Antonio Cid ha llegado a asegurar que el conjunto de su correspondencia constituye su obra maestra.

El cruce de misivas de Américo Castro con José Jiménez Lozano se prolongó solo cuatro años (entre 1967 y 1971) y consta de treinta y cuatro documentos en total3. Nada que ver con la extensión de la correspondencia con Marcel Bataillon, Camilo José Cela o Jorge Guillén. Ahora bien, a pesar de este reducido número de textos, nos encontramos ante un epistolario singular. Para empezar, se trata de la primera vez que sale a la luz correspondencia de José Jiménez Lozano, premio Cervantes 2002, una correspondencia que aporta detalles de cómo se fue produciendo la influencia de Castro en el joven escritor4. Por otro lado, la correspondencia con José Jiménez Lozano representa, asimismo, un caso aparte y sin parangón en el conjunto de los epistolarios de Américo Castro. Estas cartas van más allá del mero diálogo entre dos intelectuales que intercambian pareceres. Aunque coincidieran los dos en puntos de vista, entre ellos había una diferencia sustancial que, casi siempre, relegan, de tan obvia que era, a un elocuente silencio. Se trata de una diferencia que en la cultura y sociedad españolas no es que suela dividir, sino que, por desgracia, a menudo enfrenta, incluso en la tumba, según analizaría el propio Jiménez Lozano en un libro memorable, Los cementerios civiles y la heterodoxia española (1978). Ni el ateísmo de Castro —que a Camilo José Cela se le antojaba como «acendrado y aleccionador»5—significó el más mínimo problema para Jiménez Lozano, ni el catolicismo de este para el filólogo granadino. Antes bien, ambos intelectuales alcanzaron una plena sintonía desde sus diferencias espirituales. Lo más fascinante de estas cartas radica en que en ellas palpamos que ambos pusieron en práctica para con el otro (el ateo con el católico y el católico con el ateo), de forma natural y espontánea, lo que tanto defendían en sus escritos, y ambos se enriquecieron intelectual y espiritualmente por ello. «Gracias por su humana compañía», le dirá Castro a Jiménez Lozano en una ocasión6, mientras este le agradece «las perspectivas espirituales que ha abierto» en él el autor de La realidad histórica de España7.

En 1967, cuando se inicia la relación epistolar entre los dos intelectuales, Américo Castro atraviesa por el peor momento de su vida desde 1936. Sus sueños de un plácido retiro en La Jolla (California), rodeado de sus libros y con acceso a la biblioteca de la Universidad de San Diego, se están frustrando. A sus ochenta y dos años, empieza a asumir que los padecimientos de su esposa, Carmen Madinaveitia, cada vez más dependiente, son irreversibles. Por razones de tipo práctico, empieza a sopesar si no sería mejor trasladarse a vivir (y morir) a España, algo que jamás había entrado en sus planes, pero que no le quedará más remedio que hacer en 1968. Con ciudadanía estadounidense desde hacía tiempo, el traslado a Madrid, obligado a deshacerse de su biblioteca personal, supondrá un desgarro atroz, como «un segundo exilio», se lo describirá a Jiménez Lozano8. «Mi casa está aquí [en Estados Unidos], por muchos motivos», le dice en otra carta a Francisco Márquez Villanueva, añadiendo espontáneamente en perfecto inglés: «I am experiencing —in a contrary direction— my misfortune of 1937. As a reincarnated American, I shall live as an exile in my former country»9.

Por si fuera poco, tras su jubilación de Princeton, se siente desconectado de los círculos académicos de Estados Unidos, pero lo peor son las críticas que arrecian desde varios frentes a raíz de una nueva edición de La realidad histórica de España, aparecida en 1965, cuando ya ha cumplido ochenta años, a pesar de lo cual, no la dará aún por definitiva. No se trata solo de la difusión cada vez mayor del libro de Sánchez Albornoz España, un enigma histórico, sino también del enfrentamiento que mantiene con la historiografía marxista, del desdén con el que se contemplan sus teorías en el mundo universitario israelí (indignado por su explicación de que, en el fondo, la limpieza de sangre tiene un origen semítico), y se trata también de que voces de prestigio como la de Israël Révah (París) o Eugenio Asensio (Lisboa) arremeten contra cuestiones esenciales de sus planteamientos10. Aunque en los años sesenta ya está publicando en España, tanto en revistas (Papeles de Son Armadans, Revista de Occidente, por ejemplo) como en editoriales (Taurus, Alfaguara, Revista de Occidente), sigue siendo persona non grata para el régimen, pero no porque hiciera manifestaciones en contra del dictador. De hecho, no le interesaba nada la política española ni la oposición antifranquista, y se indignó cuando la revista neoyorquina Ibérica: por la Libertad insinuó que sus reuniones veraniegas en Mallorca con Camilo José Cela en los años cincuenta tenían cariz político. Exasperado, protestó a Victoria Kent y exigió una rectificación11. Sin embargo, para el régimen no dejaba de ser un exiliado «rojo», al que se le identificaba con la Junta para Ampliación de Estudios, la política cultural de la República y la Institución Libre de Enseñanza12. «Usted debe de saber mucho de los institucionistas. A mí me enseñaron a odiarlos», le admite con impresionante franqueza Jiménez Lozano en una carta (23 de julio de 1968). Entre algunos miembros del Opus Dei la mera enunciación de su nombre concitaba antipatías, queja que aparece de forma específica varias veces en su correspondencia13.

Pese a todos los obstáculos, mantiene un ritmo de trabajo asombroso. Su absoluto convencimiento de la validez de sus hallazgos de senectud provoca en él una obsesión febril —y en lucha contra el tiempo— por explicarlos, responder a las críticas, ampliar y perfilar sus argumentos y buscar nuevas pruebas que sustenten sus tesis. La pasión intelectual de Castro trasciende y se separa de la de cualquier investigador al uso. «A mí la erudición y el hispanismo me dejan indiferente» le admite a Jorge Guillén14, frase que evoca, tiñéndola del desengaño y la amargura propios de la última etapa, su máxima de veinteañero en una carta a don Francisco Giner de los Ríos: «La vida es más grande que la filología» (das Leben ist sicherlich grösser als die Philologie)15. A Castro le invadía una responsabilidad moral inusitada en comunicar sus descubrimientos, como si le fuera la vida en ello. Y realmente, dentro de sus esquemas, le iba, como se ve en su epistolario de forma reiterada. Desde 1940, todos los aspectos de su existencia quedarán subordinados a su producción intelectual acerca del pasado español. Se borrarán las fronteras entre la vida y la obra: «Castro mismo es un ejemplo vivo de su teoría: su obra científica es, a la vez, autobiografía», escribió con verdadero acierto Andrés Amorós, quien cultivó una fecunda relación con él en sus últimos años16. En buena medida, el interés de las cartas de Américo Castro, incluidas las que aquí publicamos, reside en llevarnos al núcleo mismo de su cuestión palpitante, ese vértice en el que se fusionan, por completo ya, la vida y la obra.

En el fondo, la razón última de este altísimo grado de implicación emocional en su labor historiográfica responde a que la considera imprescindible para explicar la guerra civil española y, en consecuencia, evitar que se pudiera volver a producir una tragedia semejante. Como se ha recordado en repetidas ocasiones, nunca habríamos de perder de vista, pues, que, cuando el filólogo granadino construye durante su exilio en Estados Unidos sus teorías en torno a las tres castas y la limpieza de sangre, acuña neologismos como «morada vital» y «vividura», y se sumerge en lo que él llama «la edad conflictiva», lo hace para intentar entender la guerra que asola España entre 1936 y 1939 y que le afectó tan de cerca. La finalidad última de su controvertida indagación histórica no busca iluminar una época remota de manera erudita, a través del acarreo de datos, sino sentar las bases de la hermenéutica necesaria para plantearse el presente y actuar en consecuencia.

A menudo, Castro acude a la metáfora médica. España sería como un pueblo enfermo que desconoce los orígenes de su secular dolencia. Continuando la metáfora, podríamos añadir que él asume, entonces, el papel de psicoanalista que escucha al paciente y, ahondando en su pasado, a través sobre todo de sus textos literarios, diagnostica la raíz del problema: la casta cristiano-vieja acaba imponiéndose a las otras dos (la mora y la judía) y excluyéndolas, a la vez que asume algunas de sus costumbres. En último término, de ahí derivaría la intolerancia castiza española y la incapacidad de los españoles para convivir y prosperar como pueblo. Ese darse cuenta, ese hacerse consciente del problema resulta una epifanía para Castro, ya que, de acuerdo con su particular punto de vista, sobre ello habría de fundamentarse la solución de los males de España:

A decir verdad, el propósito que me llevó (en 1940) a «profesar» en la orden histórica, para mí hasta entonces marginal, fue el sugerir algún procedimiento de unir a los españoles que no consistiese en coserlos a puñaladas, en lanzarlos a la guerra «cibdadana», según decía en el siglo XV don Alonso de Cartagena. Mas ¿cómo crear convivencias sin bucear hasta el fondo en la razón de haber sido la vida secular de los españoles radicalmente inconvivible?17.

En este contexto, estando en California en los primeros meses de 1967, no debió de dar crédito al abrir un día la revista barcelonesa Destino y encontrarse que un periodista católico, José Jiménez Lozano, lo citaba haciendo suyas sus tesis en un artículo titulado «Dos catolicismos diferentes». Así se lo dijo a Marcel Bataillon18. La sorpresa irá a más: en mayo, le llega la noticia, a través de Jorge Guillén, de que este mismo periodista ha escrito un libro entero basado en su obra:

Aquí tengo un librito, modesto y animoso, Meditación española sobre la libertad religiosa, de un paisano mío, más aggiornato que Maritain, cuyo prudente Paysan de la Garonne acabo de leer. José Jiménez Lozano no solo le cita a usted muchas veces. Es que su visión de la historia religiosa española tiene dentro, ya asimilada, la visión de usted19.

En cuanto Castro llega a Madrid en julio de ese año, compra esta obra de Jiménez Lozano y la lee con tanto asombro como entusiasmo, según sabemos por la carta que le expide inmediatamente al autor el 24 de julio20. No era para menos. Jorge Guillén había acertado en su juicio: un intelectual católico español abrazaba el armazón teórico de su producción historiográfica para reflexionar sobre la intolerancia religiosa en España. Con independencia de criterio e indiscutible valentía, Meditación española sobre la libertad religiosa buceaba en la llamada «Edad conflictiva» para explicarse el siglo XX. Partiendo de las tesis de Castro sobre historia de España, ponía de manifiesto la necesidad de devolver al sentimiento religioso español su originalidad y esa dimensión de generador de libertad —nunca de ejercicio arbitrario del poder o constricción de la conciencia— que a la vez tiene como base el respeto y defensa de la libertad humana:

La imbricación de nuestro sentimiento religioso con sentimientos de toda clase: patrióticos, sociales y hasta económicos creo que necesita este deslinde y explicación de los que este libro es solo un apunte o esbozo. Pero esta necesidad era sobre todo urgente ahora en esta circunstancia en la que un tema como la libertad religiosa ha levantado toda una llamarada de pasiones en cristianos sinceros, sin duda alguna, pero no suficientemente avisados de su propia contextura mental y sentimental que no les permite ver que la libertad humana, de la que la libertad religiosa es solamente la expresión más profunda, es el principio básico del cristianismo y su gran fermento en el universo pagano de opresiones y tabúes que asfixiaban el espíritu humano hasta la venida de Cristo21.

José Jiménez Lozano (nacido en 1930) era un cristiano «de chaqueta», expresión que usaban los franceses para señalar su carácter de laico cristiano. No fue nunca un intelectual católico al uso, si con esto se quiere aplicar una etiqueta-tópico (o, casi mejor, un mero prejuicio) que lo encasilla demasiado y habría que usar con suma cautela. Para lo que ahora nos importa, baste decir que el título de uno de sus primeros libros (Un cristiano en rebeldía22) y el de su sección en el semanario Destino («Cartas de un cristiano impaciente») dan un poco la medida de su inquietud religiosa, según ha recordado ya más de un crítico23. Si el título del primer libro señalaba el carácter de cuestionamiento y crítica sobre un estado de la cristiandad hispánica, el elegido para la sección de la revista catalana le hermanaba con su admirado poeta francés Charles Péguy, del que recogía la frase, tal y como ha señalado Joseba Louzao24. De esta manera, se situaba en gran medida —y seguirá siendo así durante el resto de su vida— como un outsider, o, mejor, como un pensador libre, resistente a los encasillamientos25. Entre los intelectuales católicos del tardofranquismo (Laín, Tovar, Marías, Aranguren…), se ha dicho que parece «un francotirador sin retaguardia que lo arrope»26. Si es verdad que no se vinculó a ninguna escuela o grupo, su pensamiento se perfila, su sensibilidad se conforma y sus creencias se personalizan en diálogo con autores y escritores que le sirven para agudizar sus meditaciones y relatos. Este epistolario es ejemplo paradigmático del influjo de Américo Castro en su pensamiento y en la revisión del sentir religioso de los españoles. En otras palabras, evidencia un ejercicio de diálogo que se apoyó en el encuentro personal para profundizar en los hallazgos y confluencias. «[Jiménez Lozano] no es un escritor cómodo —apuntaba Martín Descalzo en prólogo de Un cristiano en rebeldía— leyéndole, uno siente que toda el alma se le pone en pie»27.

A este respecto, la crítica ha especulado sobre el significado de que Cinco horas con Mario esté dedicado precisamente a Jiménez Lozano. Parece seguro que Miguel Delibes, su mentor literario y su jefe en el periódico vallisoletano El Norte de Castilla, se inspiró en su amigo para más de un rasgo del difunto protagonista de su novela, en el que también hay mucho del propio autor y no poca imaginación. Así se lo confiesa Delibes a su editor, Josep Vergés, en una carta del 7 de agosto de 1966: «Comoquiera que Mario responde en ciertos aspectos al carácter y trayectoria de Jiménez Lozano, he decidido dedicarle el libro; [pon] simplemente: a JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO»28. Y también a Javier Goñi en una entrevista:

No eres el único, no, que se fija en la coincidencia de las iniciales de mi nombre y apellido con las de Mario Díez, el protagonista de la novela, pero Mario tiene más de Jiménez Lozano…, sí, efectivamente, es a él a quien dedico la novela…, de él, de Pepe, creo que tiene los principios, y de mí, la superficialidad, que esas teorías son muy hermosas, pero a la hora de la verdad Mario era un intelectual poco riguroso, por lo que no cabe buscar un paralelismo ajustado entre él y Jiménez Lozano, al que, como sabes, le tengo puesto en un pedestal y cuya categoría intelectual no puede ser comparada con la de Mario… ¿las anécdotas?, muchas de ellas son mías29.

Hay que darle la razón a Ramón Buckley cuando asegura que Cinco horas con Mario «no es una novela sobre el concilio [Vaticano II], pero sí sobre el impacto que tuvo el concilio en la sociedad española y, más concretamente, en el seno de una familia burguesa de Valladolid»30. Pero todo contemplado —habría que agregar— desde una perspectiva como la del Jiménez Lozano que había cubierto momentos culminantes del concilio para El Norte de Castilla y Destino, y que, ya en 1965, ha terminado Meditación española sobre la libertad religiosa. En efecto, cuando Carmen, ante el cadáver de su marido, proclama que prefiere «la muerte» antes de «rozarse con un judío o un protestante», o cuando Carmen reivindica la Inquisición («¿Es que también era mala la Inquisición, botarate? Con la mano en el corazón, ¿es que no crees que una poquita de Inquisición no nos vendría al pelo en las presentes circunstancias», llega a decirle), parece como si Delibes estuviera novelando páginas de Jiménez Lozano sobre la concepción castiza del cristianismo español31. Meditación española sobre la libertad religiosa, que, en un principio, su autor pensaba darlo a la luz en la editorial Nova Terra, le entusiasmó tanto a Delibes que le recomendó a Josep Vergés que lo publicara él en Destino y sin demora32. En verdad, los libros de estos dos amigos castellanos periodistas de El Norte de Castilla, Meditación española sobre la libertad religiosa y Cinco horas con Mario, publicados el mismo año (1966) y en la misma editorial (Destino), en las colecciones La Espiga y Áncora y Delfín, se iluminan mutuamente. Así pareció entenderlo también Elisa Lamas, quien visitó a los dos periodistas de El Norte de Castilla a principios de 1967 y escribió una crónica de la conversación mantenida que giró en torno dichas publicaciones. La periodista se alegraba de que existiese un grupo tan vivo en una ciudad como Valladolid y describió a Jiménez Lozano en expresivos términos:

A todo esto, miro a José Jiménez Lozano, que me tiene intrigada. No sé bien el motivo, pero me parece un personaje chestertoniano. Quizá por la impresión, a primera vista contradictoria, que me ha producido su último libro Meditación española sobre la libertad religiosa. El libro refleja un conocimiento muy profundo de la historia religiosa española, un conocimiento de investigación personal, y esa historia dista mucho de ser alegre. Sin embargo, de su lectura se desprende un hálito de alegría. ¿No será, por casualidad que el autor además de escribir sobre temas religiosos, es él mismo un cristiano? Parece difícil, en otro supuesto, conseguir una respiración tranquila y suave, esa especie de esperanza que revolotea por todo el libro33.

Durante el concilio, Jiménez Lozano, comparando lo que veía en Roma como periodista con la realidad de España, confirmó lo que ya sabía a través de lecturas: las enormes diferencias que separaban al catolicismo español del de otros países, especialmente del francés. Entre ellas, le llamó muy en particular la atención la tenaz resistencia de muchos sectores católicos españoles (numerosos obispos y cardenales, los primeros) a la declaración de la libertad religiosa, ejemplificando el castizo dicho de «ser más papistas que el papa». «Por favor, no nos llamen ustedes todavía herejes. Esperemos a que acabe el concilio. Entonces sabremos si son ustedes o nosotros quienes estábamos con la Iglesia», escribe Jiménez Lozano en El Norte de Castilla el 11 de noviembre de 1963, al tanto del resquemor que suscitaba su postura entusiasta respecto al aggiornamento de la Iglesia promovido desde Roma34. De hecho, Delibes consideraba a su amigo «un cristiano postconciliar antes del concilio». Su colaborador en El Norte sentía muy suyo el anhelo de libertad religiosa antes de que se promulgasen los decretos y documentos del Concilio Vaticano II35.

La declaración de libertad religiosa que hizo el Concilio Vaticano II, conocida como Dignitatis humanae, data del 7 de diciembre de 1965. Pero ya antes de su promulgación, fue un tema candente en España —hasta Franco se refirió a ella en su discurso de Navidad de 1964—, ya que hacía tambalearse los pilares del nacionalcatolicismo. Provocó asimismo notables implicaciones legales: hubo que reformar el Fuero de los Españoles (diciembre de 1966) y elaborar una ley específica, apasionadamente discutida en las cortes36. La oposición de Blas Piñar fue frontal, por ejemplo. Carrero Blanco declaró que «toda práctica que no sea católica compromete la unidad espiritual de España». Fraga, en cambio, se mostraba favorable a estos cambios, sabedor, por otro lado, de que podía afectar a la pujante industria turística37. Tal y como señala Louzao,

el concilio puso al franquismo en una encrucijada de difícil solución: para definirse como régimen católico era necesario aceptar los documentos conciliares. Y esto obligaba a defender la libertad religiosa, los derechos humanos o el pluralismo político. El concilio permitió la eclosión de voces autocríticas con la pastoral de la Cristiandad que se había construido en los primeros años del régimen38.

Resulta lógico que Jiménez Lozano, muy inquieto intelectualmente, no deseara limitarse a publicar crónicas periodísticas acerca del concilio. Hacía falta un ensayo sobre el núcleo del problema, tal había sido «la violenta reacción que levantaba en nuestros viejos cristianos la cuestión de la libertad religiosa»39. En Meditación Jiménez Lozano ahondaba en los planteamientos de Américo Castro desde su propio itinerario religioso y concretamente de cristiano. Es decir, reflexionaba desde la vividura de la fe en un entorno que se resistía a hacerlo en libertad y en relación con un mundo cultural muy otro, cosa que le llevó a buscar la verdad de su experiencia personal:

Nuestra fe aceptada por inercia de educación, de manera rutinaria e inconsciente y que, desde luego, no nos hacía reflexionar mucho, ni, por ende, vivirla […] hemos sido en cierto sentido, generaciones de «conversos», porque hemos conquistado nuestra fe católica contra todos los embates de la duda y el terror de la nada, contra la rutina de nuestro catolicismo de «cristianos viejos» tan cómodo y ventajoso, a punta de oración, de reflexión, de amor, de comprensión. Y de repente también la Iglesia, que hasta ayer mismo no fue para nosotros sino una cohorte de clérigos […] tornóse una Madre querida que amamos como a las pupilas de nuestros ojos y de cuya suerte nos sentimos solidarios, un motivo para nuestro inconformismo, cavilaciones y rebeldía —síntomas todos muy conversos—40.

Desde esta conquista, no podía limitarse a la denuncia de la ausencia de una fe hispánica muchas veces privada de libertad, sino que celebra la profundidad de la experiencia de la libertad religiosa y su carácter benefactor para todos los hombres. En este sentido, dedica el libro a la memoria de Juan XXIII, para él, «un alto símbolo de la libertad y fraternidad humanas» y una «ventana abierta en la Iglesia de Dios tras seculares miedos e inmovilismos cristianos»41. Este ensayo, tan olvidado como fundamental para acceder a la extensa producción de Jiménez Lozano, sostiene, recurriendo a la terminología castrista, que existe una continuidad palmaria entre la intolerancia cristiano-vieja y lo que hoy podríamos calificar como nacionalcatolicismo excluyente:

La unidad de España no se hace por motivos políticos, racionales, como la unidad de otros países, sino por motivos religiosos e impulso vital de supervivencia y triunfo de la casta cristiana sobre las castas mora y judía. El Estado castizo que resulta será un puro medio de aniquilación de las otras castas, y los enemigos de este Estado, enemigos de la «casta cristiana», por lo que bien puede llamárseles ateos, infieles, materialistas o herejes. El orgullo nacional será, pues, el orgullo del «cristiano viejo» frente a las manchadas ascendencias de moriscos y judíos, el orgullo de su catolicismo, de la Unidad católica, de que el nombre de España no pueda expresar otra cosa que la religión de la casta triunfante.

Pero allí donde hay hombres hay pluralidad de opiniones, incluso dentro del dogma más cerrado. Y en España solamente se puede hablar de la unidad externa de pensamiento religioso, a partir de la eliminación de moros, moriscos, judíos, judaizantes, erasmistas, protestantes, iluministas, beguinos o simples agnósticos o indiferentes o hasta ateos materialistas. Las hogueras y las cárceles inquisitoriales o los edictos de expulsión y las represiones manu militari acaban con unos y reducen a los demás al silencio o a la hipocresía42.

Encierran estas afirmaciones puntos de partida de otras tesis fundamentales en Jiménez Lozano, sobre las que terminará haciendo literatura de creación. A saber, el feroz anticlericalismo español explicado como derivada natural del catolicismo patrio beligerante; las funestas consecuencias de la alianza Iglesia-Estado, que implica que la religión cristiana, en lugar de ser algo vivido existencial y espiritualmente, devenga una forma de opresión; o la importancia de respetar, por razones de estricto orden cristiano, la libertad de conciencia y la libertad religiosa.

Rebasados los cincuenta años de su publicación, asombra el arrojo de este volumen, que, si bien está muy ponderado y calculado (las largas notas finales son enjundiosas, por ejemplo, como si reservase lo mejor para los lectores más avezados), entra en asuntos tan vidriosos que Josep Vergés le aclaró a Delibes que, pese a la alta consideración en la que tenía a su autor, no mandaría el libro a componer hasta que el mecanoescrito hubiera pasado la censura, pues temía que lo prohibieran «en su totalidad»43. Jiménez Lozano le reconoció a Jorge Guillén, con bellas palabras, cómo lo había escrito: «[con] esas infinitas matizaciones y esos infinitos miedos a los distintos santos oficios»44.

Al final, Meditación obtuvo el Nihil obstat de la censura eclesiástica (que solicitó algunos cambios que se aceptaron) y pasó también la censura civil. Esta solo tachó unas frases audaces en las que se equiparaba a erasmistas con exiliados republicanos y se mencionaba a don Américo, frases que ejemplifican las laderas de acusada pendiente por las que se aventuraba Jiménez Lozano: «así, los erasmistas hoy se llaman “emigrados”. Y la “emigración” es el propio drama del profesor Américo Castro»45.

A la luz de la correspondencia que en los años sesenta Castro mantiene con Marcel Bataillon, Camilo José Cela, Jorge Guillén o Juan Goytisolo, la carta que el 24 de julio de 1967 don Américo escribe a José Jiménez Lozano, después de haber leído su Meditación española sobre la libertad religiosa, adquiere especial relevancia. En el fondo, condensa lo más significativo de este epistolario, acercarnos a la vividura de dos españoles que, a pesar de sus diferencias, nada más conocer las ideas del otro, se sienten al instante hermanados. Castro, que era ateo, asegura que le «impresiona profundamente» este libro de Jiménez Lozano porque, en definitiva, ve en él a un católico convencido de la necesidad de un cristianismo español que supere intransigencias seculares. O dicho en otras palabras, valora su defensa del respeto al otro, y a la conciencia del otro; su defensa del respeto al que piensa y cree de forma diferente. Por eso, aunque no conociera al destinatario en persona, inicia su carta con una sincera declaración de amistad: «Querido amigo (creo deber llamarle así, y no formulariamente)». Por eso, también coloca en las primeras líneas el tema de la guerra civil, aludida a través de una expresiva perífrasis («la más atroz e insensata tragedia que yo vi de cerca y usted vivió ya “culturalmente”»), para pasar a confesarle que a él lo echaron de un periódico republicano acusado de defender a las órdenes religiosas. Es decir, se presenta a sí mismo —y esto es muy importante— como un intelectual de lo que hoy llamaríamos «la tercera España», y no de la España republicana46. Castro concede toda la razón a Jiménez Lozano en su forma de explicar por qué había sido (y era) tan difícil en España una sociedad laica moderna y civilizada, similar a la de otras partes de Europa. Coincide con él en que esa «tiranía eclesiástica» provocó, a su vez, un agresivo anticlericalismo de típico cuño hispánico. Sin recatos y con valentía, Jiménez Lozano describía el catolicismo español con una serie de rasgos que lo «castificaban»47. No se detenía ahí: el autor de Alcazarén recibía las novedades del Concilio Vaticano II —y en especial la declaración sobre la libertad religiosa— como una posibilidad de volver sobre un cristianismo que respondiese a la experiencia personal y a la comprobación crítica; al mismo tiempo que saludaba el poder abrirse a otras posiciones religiosas y culturales diferentes que permitiesen el abrazo libre y racional de la fe.

Por ello, resulta más que elocuente (en realidad, ahí está la clave de esta misiva y de todo este epistolario) el aspecto del libro que el filólogo granadino más estima:

El extraordinario mérito de su obra —bien sabe Dios que no es lisonja, la cosa es demasiado seria para incurrir en frivolidades— es que usted habla desde la intimidad del doliente, con conciencia y angustia del mal que le aflige. Nadie lo ha hecho antes.

Es decir, a Castro le impacta cómo Jiménez Lozano está viviendo esta reflexión intelectual sobre el hecho religioso del pasado y presente de España. Podríamos decir que con este elogio don Américo aplica a las páginas de Jiménez Lozano su característica metodología de análisis literario: glosa la vividura del escritor de Alcazarén. Lo fascinante es que, al hacerlo, por supuesto, nos permite asomarnos a su propia angustiosa vividura. No solo por lo que dice Jiménez Lozano en su libro, sino también por cómo lo expresa, Castro ha visto en él una esperanza que sustenta lo único a lo que él aspira ya, «[navegando] con la proa hacia una arribada forzosa», lo único que anhela antes de morir: contribuir a la convivencia entre españoles que piensan y creen de forma distinta. Si bien la Meditación de Jiménez Lozano corroboraba las tesis de Castro desde el punto de vista erudito, lo verdaderamente crucial era que lo hacía, además, desde el punto de vista de la vivencia.

Esta sintonía de Castro con Jiménez Lozano era recíproca. Aparte de haberlo citado por extenso en Destino en enero de 1967, Jiménez Lozano, por sugerencia de Jorge Guillén, le había enviado Meditación española sobre la libertad religiosa con una carta a California en junio de ese año, paquete que don Américo no vería hasta el regreso de sus vacaciones en España, en otoño48. Consignemos, además, la llamativa coincidencia de que, mientras Castro se compraba y leía por su cuenta en Madrid el libro de Jiménez Lozano, este escribía un artículoreseña sobre Cervantes y los casticismos españoles para Destino49. Castro escribió su primera carta a Jiménez Lozano el 24 de julio de 1967, sin haber visto este número de Destino, que acababa de aparecer. Por recomendación de Miguel Delibes, Jiménez Lozano le había mandado un ejemplar a Castro a Madrid, envío que se cruzó con la primera carta del granadino al escritor castellano después de leer Meditación. Cuando le llegó a don Américo este número de Destino, solo podía hacer una cosa: descolgó el teléfono y lo llamó a El Norte de Castilla, generoso gesto que nuestro escritor nunca olvidó, según nos confesó. Nos detenemos en estos detalles no por un caprichoso apego a minuciosidades superfluas, sino porque ponen de relieve hasta qué punto convergen espontánea y naturalmente las inquietudes intelectuales de ambos. Después de la llamada y de leer la carta, Jiménez Lozano contestó con otra a Castro el 1 de agosto de 1967, enviada a Playa de Aro (Gerona).

Esta misiva, encabezada por un «querido amigo (dicho sea con la debida humildad y gratitud por la amistad que me ofrece)», evidencia varios rasgos característicos de la personalidad intelectual y literaria del remitente. En primer lugar, da cuenta de cómo la asimilación del pensamiento de Castro por parte de Jiménez Lozano trasciende lo libresco y entra en lo vivencial. Se trata de una admiración, dice, «llena de calor»:

Leerle a usted ha sido para mí descubrir un mundo nuevo y una explicación a la vez objetiva y excitante de esta España, cuya preocupación debo a usted, y de tantos problemas religiosos conectados con esta manera de ser cristiano y católico español.

En segundo lugar, en esta carta destaca la genuina modestia de Jiménez Lozano, quien admite «cierto miedo» a la hora de enviarle su libro. Esta «inseguridad», que no oculta Jiménez Lozano, contrasta con la actitud de Cela y Goytisolo en su correspondencia con don Américo. Cuando el autor de La colmena se aproxima por primera vez a Castro, a la sazón catedrático en Princeton, lo hace para solicitarle que colabore sin retribución alguna en Papeles de Son Armadans y, en general, en más de una de las untuosas misivas del escritor gallego a don Américo se intuyen segundas intenciones50. No se atisba modestia tampoco en la primera carta a Castro de Juan Goytisolo, en la que este opta, de forma decidida y como escritor consagrado, escribiendo desde París, por la fórmula «Mi admirado amigo» para dirigirse al autor de La realidad histórica de España, dando por sentada una sintonía intelectual inmediata51. Jiménez Lozano, por su parte, se había limitado a un escueto y respetuoso «Muy Sr. Mío» en la primera misiva que escribió a Castro, a la que, con timidez adjuntaba Meditación española sobre la libertad religiosa, «con la suficiente modestia como para dudar de sí mismo», para decirlo con unas precisas y elegantes palabras de Miguel Delibes52. Tampoco aspiraba, le dice desde Alcazarén, a que Castro leyera su Meditación, sino que, tan solo, la hojeara, si tenía tiempo, «con cierta indulgencia». Muy satisfecho y con el aplomo de ser un escritor de Gallimard y de Ruedo Ibérico, se muestra, en cambio, Juan Goytisolo en su primera carta a Castro en la que le habla de Furgón de cola, el libro de ensayos que le adjunta.

Tras este intercambio de cartas y llamadas de teléfono, parecía lógico el encuentro personal, que se produjo en Valladolid a principios de septiembre de 1967. Castro se daba cuenta de la envergadura de lo que había sucedido ese día a través de la compañía del escritor: «Gracias por su compañía en Valladolid para mí indistinguible de la valiosísima de sus —sin hipérbole— esforzadas y heroicas páginas». Américo Castro sentía en la aceptación de sus tesis, nacidas en la durísima circunstancia de la sangrienta guerra civil, una compañía muy estimable en el momento en que el regreso era casi el de un náufrago: «Lo usual en este país es no tender un cabo a quien bracea contra el oleaje en alta mar». Y no intentaba limar las diferencias entre los dos, sino trabajar desde posiciones diferentes en las posibles confluencias:

Sea como fueren nuestros modos de pensar y de creer y de esperar, siempre que dos afanes de verdad y de justicia humana, confluyen en su discurrir, es indudable que algo trascendente por encima de ellos lo ha hecho posible. Nuestros diminutos caminos se han emparejado en algunos puntos cruciales de su recorrido.

Y termina reconociendo la excepcionalidad de un encuentro como el suyo en el que los diferentes colaboran y desarrollan el pensar, aunque denuncia con tristeza este carácter desacostumbrado: «El hecho es insólito en un medio, por un lado, no muy cristiano y, por otro, poco inclinado a abrir zanjas entre lo real y lo falso-arbitrario».

Esta carta, del 17 de septiembre de 1967, se convierte en pieza fundamental del conjunto, precisamente porque permite vislumbrar la fecundidad de un diálogo que, a partir de las coincidencias en las lecturas recíprocas, halla un acicate en la relación personal. Tanto o más que la respuesta de Jiménez Lozano, fechada el 22 de septiembre de 1967. En ella, Jiménez Lozano vuelve a agradecer la guía intelectual que ha supuesto don Américo para sus intereses espirituales, a los que se suma ahora el afecto cordial: «Le estoy infinitamente agradecido una vez más por su afecto y las perspectivas espirituales que ha abierto en mí». E insiste, en un sentido positivo, en ese carácter insólito de su encuentro del que hablaba Castro. Jiménez Lozano considera las diferencias entre ellos dos una fuente de riqueza: «Las diferencias de creencias y esperanzas de que usted hablaba son simplemente una riqueza más». Subraya ese punto de confluencia reconocido por don Américo, es decir, un emparejamiento en puntos de su recorrido que se debe a «esa hondura en que coincidimos es algo mucho más importante, algo que realmente nos sobrepasa y que tiene un sentido tan trascendente como usted dice». Sigue reiterando su agradecimiento a la amistad en una etapa muy importante de la hechura de Jiménez Lozano, es decir, ese momento en la mitad de su vida en la que los años de trabajo periodístico comienzan a abrirse paso hacia una escritura reflexiva y ensayística, como también se inicia la todavía inexplorada pero muy fecunda, tal y como se puede ver hoy desde nuestra perspectiva temporal, de la obra narrativa, poética y, por supuesto, la reflexión histórica. Por eso, parecen proféticas las palabras del escritor: «Le aseguro que en la mitad —supongamos, siguiendo a Dante— del camino de mi vida, mi encuentro con usted, aparte de satisfacciones personales, se presta a una esperanzadora meditación de lo que podría ser nuestro mundo y nuestro país». El comentario sobre la esperanza que se abrió en Jiménez Lozano a través de este encuentro es importante porque —y aquí se percibe una gran coincidencia con don Américo— no está guiada por el afán de dominio y, en consecuencia, se anhela que toda relación parta de la consideración de «nuestra ánima y las almas de los otros». Y en ellas se pueda «servir en vez de echar de menos los hábitos del dominar».

Alonso Zamora Vicente describió con poderosa metáfora que las clases que había recibido de Castro en la Facultad de Manuel García Morente habían «atornillado» su propia vocación filológica53. Salvando las distancias, en la misma dirección se inscribe el influjo intelectual que ejerce Castro sobre Jiménez Lozano en un momento decisivo de la trayectoria del segundo: la etapa en la que el periodista se está forjando como escritor. «El aprecio que usted ha hecho de mi trabajo, aunque me parezca exagerado y muy benévolo, me da cierta seguridad, o, mejor, confianza que antes no tenía», le confiesa en la carta que acabamos de comentar. No olvidemos, asimismo, que por estos años al autor de Meditación española sobre la libertad religiosa le surgen nuevas oportunidades profesionales tentadoras y duda sobre cómo orientar su oficio de periodista, aunque finalmente apostará por el trabajo en Valladolid y la residencia en el pequeño pueblo de Alcazarén:

Tengo la posibilidad de irme a Madrid, pero mi vida profesional allí sería agotadora. Hay que luchar demasiado, zancadillear quizás, termina uno politizándose, esterilizándose en esa lucha. El periodismo hispánico productivo —quizás el de todo el mundo— es total superficialidad, ejercicio de sofista o de coplero. Voy a optar por puestos más humildes, pero que me dejen lugar para esa otra vida espiritual (10 de octubre de 1967).

En buena medida, el valor que poseen estas cartas de Jiménez Lozano a Castro está en mostrarnos al escritor de Alcazarén desde dentro, en acercarnos a sus inquietudes literarias, a sus proyectos, a sus inseguridades, a los ataques que recibe y a la huella de determinadas lecturas en un periodo en el que no solo cultiva el ensayo (está escribiendo su biografía sobre Juan XXIII y se documenta para un libro sobre el anticlericalismo español), sino en el que también dará el salto a la novela con Historia de un otoño (1971).

Jiménez Lozano abrió con la generosidad que le distingue su taller de creación al publicar en sucesivas entregas sus diarios, o, mejor dicho, sus compilaciones de notas varias, pero estas empiezan en 1973, con Los tres cuadernos rojos (1986). Para conocer la época justo anterior, este corpus inédito de textos resulta una fuente única y preciosa, porque da cuenta de cómo se configura su personalidad literaria, a la par que apunta motivos que luego elaborará en novelas y cuentos. En estas cartas vemos, por ejemplo, cómo se proyecta sobre los escritores conversos y convive en espíritu con ellos o con las víctimas de la Inquisición (El sambenito, su segunda novela, trata sobre el proceso a Pablo de Olavide; Jiménez Lozano escribirá una biografía de fray Luis):

Los cristianos conciliares de este país estamos viviendo a veces muy dolorosamente todas las inquisitoriales aventuras de nuestros amigos Fray Luis de León y demás: las denuncias, los miedos, los insultos, a veces incluso la prisión o los golpes por parte de los defensores de la fe (3 de agosto de 1967).

Tampoco se sustrae de reflexionar sobre la guerra civil, tema de una novela (La salamandra) y numerosas narraciones cortas, recogidas en sus libros de cuentos desde 1976 hasta el más reciente de 2019:

Se trata de comprender y de entender, de unir y de pacificar, de superar las secuelas de esa otra lucha de castas y de estatutos de limpieza de nuestra guerra civil que usted vivió tan directamente y yo culturalmente, como me dice, pero también vital y existencialmente en muchos aspectos. ¡Lo que pesa todavía en nuestros miedos y nuestras esperanzas, incluso religiosas! (3 de agosto de 1967).

Confirmamos, gracias a este corpus, el largo proceso de gestación que condujo a Los cementerios civiles y la heterodoxia española (1978):

Llevo tres o cuatro años revolviendo unos papeles y libros para hacer una especie de historia del anticlericalismo español y he visto que naturalmente este sentimiento y estas actitudes anticlericales no pueden separarse de todo el peculiar sentimiento religioso hispánico por usted planteado (3 de agosto de 1967).

Vemos como ya en 1967 empieza a concebir un volumen que luego titulará La ronquera de Fray Luis y otras inquisiciones (1973):

Seguramente, voy a recoger algunos de los artículos de Destino en libro. Tengo aquí dos o tres proposiciones de editoriales de hace un año, pero no me he decidido aún. Creo que voy a decidirme. ¿Qué le parece? (22 de septiembre de 1967).

Constatamos los serios problemas a los que se enfrenta con la censura eclesiástica:

El Arzobispado de Valladolid ha publicado estos días una pastoral en la que quedan censurados El Norte de Castilla y sobre todo mi labor en él. Al menos eso es lo que ha entendido la ciudad y sobre todo lo que ha maquinado un grupo de canes de la Inquisición. Uno no sabe si esto va a ser un honor algún día, pero, por lo pronto, resulta bastante incómodo y bastante decepcionante. Si realmente ya resultaba herético, los señores inquisidores de otras épocas hubieran avisado. En fin, parece que lo mejor es aquí ser católico a estilo hispánico, esto es, dejando de lado las cuestiones religiosas y pedir confesión a la hora de la muerte. Se siente una profunda melancolía, aunque naturalmente no me haya tomado de sorpresa el que el Vaticano II encuentre imposibilidad de encarnarse aquí (12 de marzo de 1968).

Deja entrever también una fuerte atracción por el género dialogístico:

¿Sabe lo que me gustaría hacer de todo corazón, si tuviera fuerzas para ello? Una especie de Diálogos con don Américo Castro […]. Que usted nos hablase de España, de todos esos problemas vitales para nosotros (10 de octubre de 1967).

Últimamente, […] he proseguido con aquellas lecturas jansenistas de que le hablaba el verano pasado. Esto me ha resultado más fructífero. Pero he escrito poco. Solamente una especie de diálogos —no me atrevo a llamarlo teatro— de tema jansenista, para desahogarme un poco (1 junio de 1968).

Se trata de afirmaciones muy curiosas, sabiendo que el diálogo dará forma, por ejemplo, a su novela La salamandra o a su ensayo, castrista hasta en el título, Sobre judíos, moriscos y conversos (1982), y que dos libros esenciales para acceder a Jiménez Lozano serán sus conversaciones con Gurutze Galpasoro, Una estancia holandesa (1998), y con Guadalupe Arbona, Las llagas y los colores del mundo (2011)54.

El tema del jansenismo, que aparece en la última cita y en otros momentos del epistolario, como asunto recurrente en Jiménez Lozano, merece un comentario aparte. Este movimiento religioso que se extendió por Europa a partir del siglo XVII terminó siendo condenado como una herejía. La Iglesia católica consideró inadmisibles unas tesis que, alineadas de manera peligrosa con el protestantismo, ponían el énfasis en la predestinación frente al libre albedrío. El símbolo del jansenismo fue el monasterio femenino de Port-Royal-des-Champs, en Francia. A principios del siglo XVIII, Luis XIV lo mandó arrasar y dispersó a sus monjas por diversos monasterios, después de que estas se negaran a firmar un formulario desvinculándose de tesis teológicas jansenistas. Esta decisión del rey exhibía el poder de una íntima alianza entre la Iglesia y el Estado, asunto que siempre ha interesado al escritor de Alcazarén, y al que dedicará su primera novela. En Historia de un otoño (Destino, Barcelona, 1971), en efecto, exalta la capacidad que tiene de revolver la conciencia un gesto libre, el de unas monjas que, no habiendo leído ni a Jansenio ni a san Agustín, no podían firmar algo que desconocían. Así, la historia cuenta el capricho de los poderosos, pero también la capacidad de los más débiles de poner en solfa al poder.

Al estudiar el jansenismo, podía parecer que, absorbido por otras lecturas, abandonaba las preocupaciones que le habían unido a Américo Castro. Ni mucho menos. La prueba de la coherencia en pasar de unos libros a otros la hallamos en estas mismas cartas, donde confiesa:

La fe de los cristianos viejos se me atragantó muy pronto, y muy pronto he tenido contacto con lecturas humanistas. Me ha preocupado y me preocupa menos la ortodoxia que la sustancia de la fe, y he aprendido más del cristianismo en escritores no cristianos que avalan al hombre que en tantos cristianos para los que la trascendencia y lo sobrenatural es un puro escapismo —en esto tienen razón los marxistas— e incluso una ceguera, una cegazón para amar a los hombres. Si yo no hubiera tropezado muy pronto con un catolicismo liberal, paulino, laico, probablemente no sería cristiano (10 de octubre de 1967).

En su obra literaria, Jiménez Lozano no ahondará en el núcleo teológico del jansenismo, sino que se fijará en aspectos colaterales del mismo (Blaise Pascal, por ejemplo, que escribió sus Lettres Provinciales en Port Royal) y vinculados a su desarrollo histórico. En realidad, el sintagma «el jansenismo de Jiménez Lozano» debería ir siempre entre comillas. El autor más bien se construye una especie de jansenismo literario, en el que cabe hasta el gesto pícaro: una inscripción en un muro de su casa en el olvidado pueblo vallisoletano de Alcazarén reza «Petit Port-Royal». Dentro de su picardía, este gesto revela cómo el jansenismo para él es «más que nada un talante, y un talante de rebeldía, de incordio, un talante de defensa de la autonomía personal»55. Port-Royal, en definitiva, hay que entenderlo en Jiménez Lozano como un símbolo, gracias al que aborda temas para él esenciales: el respeto a la libertad de conciencia; la importancia de pensar —o cavilar, usando una palabra muy suya— para ser plenamente humanos; o cómo identificar la religión con la política desvirtúa la naturaleza del cristianismo para convertirse en un poder controlador y azote de conciencias, en lugar de permitir que este sea una experiencia espiritual vivida de forma auténtica y basada en la caridad.

La cita anterior sobre los Diálogos jansenistas en una carta a Américo Castro, al margen de revelarnos la amplitud de las lecturas francesas que realiza Jiménez Lozano, nos hace patente que comienza a convivir con sus autores y sus personajes, imaginando y divagando sobre sus pensamientos, sus conversaciones, sus vidas, en suma56. Debemos relacionar esto con la indisimulada predilección del escritor de Alcazarén por dos conceptos genuinamente americocastristas: «morada vital» y «vividura». Subrayando la utilidad de estos términos, arranca, por ejemplo, su contribución al homenaje a Castro que publican Laín Entralgo y Amorós en la editorial Taurus en 1971 y que recogemos en el apéndice de este libro. En la misma línea, Jiménez Lozano sostendrá, con pedagógica metáfora, que un historiador del año 3000 no entendería cabalmente el catolicismo de la España de mediados del siglo XX a menos que prestara atención a su morada vital, es decir, a «esta otra nuestra lucha de castas, entre cristianos nuevos y viejos, y esa peculiar condición de los heterodoxos y los no creyentes de este país»57.

Un aspecto fascinante de este epistolario estriba en ilustrar, desde dentro, esa otra lucha de castas a la que se refiere Jiménez Lozano. Compartiendo con Castro la desazón que siente ante anónimos que recibe por su libro, el escritor de Alcazarén le habla en una carta del 3 de agosto de 1967 acerca de los rumores que circulan sobre la inquina que le dispensa Joaquín Pérez Madrigal. No hemos encontrado hasta ahora reseñas del libro de Jiménez Lozano en el semanario ¿Qué pasa? que aquel dirigía; en realidad, más bien un panfleto intransigente y reaccionario, pero que desde Madrid se distribuía por toda España. Sin embargo, basta hojearlo para darse cuenta del grado de agresividad de los que se oponían a la declaración de libertad religiosa. Las páginas de este libelo de Pérez Madrigal certifican hasta dónde podía llegar el casticismo del cristianismo anticonciliar español, tan bien descrito por Jiménez Lozano en su ensayo y por Delibes en su novela Cinco horas con Mario. En primavera de 1967, por ejemplo, este semanario difundía el anuncio de una misa en una iglesia en pleno centro de Madrid por Adolf Hitler, «en sufragio de su alma y la de todos los que con él murieron en defensa de la Civilización Cristiana y Occidental». Pérez Madrigal animaba a sus lectores a asistir: «Los españoles que nos convocan al piadoso funeral, como católicos y como españoles, tienen más motivos para orar por la salvación de Hitler que para rezar juntos, en la iglesia de Santa Rita, con Max Mazin y los judíos»58.

Si «morada vital» se asemejaría, mutatis mutandis, a lo que Ortega llamaba «circunstancia», siguiendo al propio Jiménez Lozano, podríamos decir que «vivencia» sería un término cercano a «vividura»59. Recrear las vividuras de personajes olvidados, en particular «de los humildes y pequeños» (aquellos por los que también el papa Roncalli sentía especial predilección, según Jiménez Lozano expresa en su dedicatoria de Meditación española sobre la libertad religiosa60) subyugará al escritor de Alcazarén. De hecho, vertebra una parte esencial de su obra narrativa. ¿Qué son El Mudejarillo (1992) y Precauciones con Teresa (2015) si no la recreación de las vividuras y también de la morada vital de Juan de Yepes y Teresa de Ahumada, respectivamente? En este orden de cosas, cumple recordar cómo explicó Jiménez Lozano la manera en la que le surgen sus relatos:

Una narración no se construye como se construye un ensayo; una narración se le regala al narrador cuando ha trabajado honestamente en ella, una narración se ve y se escucha en los adentros y, cuando se está escribiendo, se tiene la sensación de ser solamente el amanuense61.

El epistolario Castro-Jiménez Lozano permite entrever cómo llega un punto en que el género ensayístico y las indagaciones eruditas resultan inservibles para canalizar la efervescente cavilación del escritor castellano y los sentimientos que esta suscita. Resulta obvio que, cuando Jiménez Lozano le habla a Castro de sus Diálogos jansenistas, alude a una narración que ya está viendo y escuchando en sus «adentros», parafraseando sus palabras. Salvando las distancias, se podría trazar un paralelismo con Juan Goytisolo, quien mantuvo correspondencia con Castro durante las mismas fechas, aproximadamente. El autor catalán también construye por esos años una novela (Reivindicación del conde don Julián, México, 1970) partiendo del pensamiento histórico castrista, aunque, sobra casi decirlo, los universos literarios de estos dos premios Cervantes son muy distintos62.

Factores esenciales en el tránsito de Jiménez Lozano a la novela fueron, igualmente, Miguel Delibes y Josep Vergés. El primero, después de leer los Diálogos jansenistas, animó a su amigo a transformarlos en algo de mayor ambición literaria. Así surgió Historia de un otoño, que es, en verdad, prestemos atención al núcleo del sintagma, «una historia», sí; pero no de grandes hechos, sino de vividuras. Aquí no interesa una Historia con mayúsculas y aséptica, de hitos sucesivos contados desde arriba, sino el drama vivido por unas monjas humildes cuya libertad de conciencia intentan conculcar Luis XIV y la Iglesia de Francia. «Me preocupa menos la ortodoxia que la sustancia de la fe» había escrito, recordémoslo, en una carta a Américo Castro. «Ese NO de las monjas a Luis XIV, al papa, a la universidad y a la fuerza bruta es —señala Jiménez Lozano— el primer acto de una conciencia civil en la modernidad histórica, o incluso en la pre-modernidad si se quiere. Es la afirmación de la autonomía de una conciencia frente a cualquier poder, hecha por unas cuantas mujeres y a riesgo de lo que fuese, sabiendo muy bien a lo que se exponían, y aceptándolo»63.

Por insistencia de Delibes, Jiménez Lozano se presentó al Premio Nadal y quedó finalista. Aunque no hubiera conseguido galardón, el mero hecho de haber llegado tan lejos con su primera obra seria de creación y de contar con opiniones favorables del jurado, entusiasmaba al periodista. Al empresario de Destino le gustó la novela, admiraba a Jiménez Lozano por sus artículos y decidió apostar por él, publicando el libro, que apareció en 1971, con algún cambio sugerido por Delibes.

«No tengo ya aliento sino para interesarme en el hacer creativo de unos poquísimos hombres de primera fila», le había confesado Américo Castro a Camilo José Cela64, quien nunca, por cierto, encajó bien las críticas que el filólogo granadino hizo, con la mejor de sus intenciones, a las veleidades estilísticas más soeces del gallego65. El autor de El pensamiento de Cervantes no tenía reparos en decir lo que pensaba de un libro, o en no leerlo si no le apetecía. José Jiménez Lozano fue uno de estos poquísimos hombres de primera fila en cuya obra creativa sí se interesaría don Américo antes de su muerte. Hemos perdido la carta de Jiménez Lozano acompañando el envío de Historia de un otoño, si la hubo (quizás el libro lo remitió la editorial Destino), mas conservamos la respuesta de Américo Castro, fechada el 29 de abril de 1971.

Ya viudo, a sus ochenta y seis años, Castro vive solo en su pequeño piso madrileño de la calle Segre 20, abrumado por compromisos editoriales y epistolares, y anhelando un imposible regreso a Estados Unidos. En medio de todo, saca energías para poner unas líneas a Jiménez Lozano. No se trata de una carta larga y elaborada. Pero es la carta de un Américo Castro que permanece totalmente lúcido, a pesar de los golpes de la vida, que penetran cada vez más dentro de su realidad íntima y cotidiana. Y es la carta de alguien que ha leído (no hojeado) la novela y alguien que ha cavilado sobre ella. Castro le enumera las erratas en español y en francés, y le traslada a Jiménez Lozano que le ha encantado el «relato apasionado e inteligente de la “aventura” religiosa que más huella dejó en la Francia del siglo XVII, y que hizo sentir sus efectos a fines del XVIII». Molesto siempre por el colonialismo cultural que sufría España (estimaba inconcebible que, mientras cientos de hispanistas analizaban la cultura española, ningún español se interesara de forma seria por la literatura e historia extranjeras), valora el mérito de un intelectual que desde un pueblo de Valladolid haya novelado sobre un episodio de la historia de Francia con tanto conocimiento de causa, usando fuentes como Sainte-Beuve, Saint-Simon, Pascal, con las que él también estaba familiarizado. Desde ahí deriva, enseguida, a hablar de religión e intolerancia: «En España —le dice Castro— no se analizan y discuten estos importantes fenómenos, pero, en cambio, se extermina al creyente que me molesta», demostrando que no se le escapaba que Port Royal invitaba a reflexionar sobre la realidad española.

Castro, quien le había expresado en su primera carta a Jiménez Lozano que para él, la literatura era, ante todo, la «expresión de insuficiencias y anhelos»66, revela haber comprendido el largo y ancho alcance de la primera novela de su amigo: «Su obra de amplitud espiritual es muy necesaria en un país tan poco interesado en convivir», le dice. Don Américo, que a esas alturas escribía cada carta como despidiéndose para siempre, subrayaba a máquina la palabra «convivir», el término en el que, a fin de cuentas, para el filólogo granadino estribaba todo. Esto, gracias en buena medida al propio Castro, el futuro premio Cervantes lo tenía completamente asimilado. Historia de un otoño inauguraba un quehacer literario que giraría en torno a ello.

Estas cartas nos asoman a la intrahistoria de lo que no fue más que el comienzo de la influencia intelectual de Américo Castro en Jiménez Lozano. Decimos que fue solo el comienzo, porque la huella del pensamiento de Castro en Jiménez Lozano se prolongó mucho más allá del fallecimiento del primero, ocurrido el 25 de julio de 1972. A través de relecturas y cavilaciones de los textos del filólogo granadino, y teniendo siempre presente el recuerdo de las conversaciones con él mantenidas, el escritor castellano continuó absorbiendo su legado intelectual a lo largo de toda su vida. Y hasta el final de su vida, consideró a don Américo como uno de sus maestros y se refirió a él siempre con respeto y admiración.

Da cuenta de la intensidad de esta influencia una serie de textos de Jiménez Lozano que ha parecido oportuno incluir en un apéndice, dado que contextualizan el epistolario que editamos. El primer artículo que recogemos se publicó en Destino el 14 de enero de 1967, antes de que se conocieran en persona, como hemos comentado anteriormente. Partiendo de las tesis de Castro sobre la intolerancia española, Jiménez Lozano reflexiona sobre los males de un catolicismo «castificado» que desplaza del centro la «vividura» de Cristo, al tiempo que constata «con el corazón desgarrado, cómo los cristianos españoles se encerraban en un callejón anticristiano sin salida con su “casticismo católico”».

Las tres piezas siguientes —ya habían entrado en relación epistolar y después personal— dan fe del acicate que supuso el pensamiento de Américo Castro para fundamentar algunas de las preocupaciones de Jiménez Lozano. En «Miguel de Cervantes, nuestro contemporáneo» (Destino, 22 de julio de 1967), glosando Cervantes y los casticismos españoles, señala varios episodios del Quijote que confirman las tesis de Castro respecto a nuestro escritor universal, a saber, que era que era converso y que era también «un cristiano auténtico, un católico perfectamente ortodoxo, pero cristiano de mentalidad y sensibilidad paulinas, partidario de un cristianismo interior y secularizado». El segundo, «El último libro del profesor Américo Castro» (El Norte de Castilla, 12 de abril de 1970) es, más bien, una reseña de «Español», palabra extranjera: razones y motivos, publicado por Taurus en ese año. Castro —afirma Jiménez Lozano— «logra trasladar al ánimo del lector lo que ha constituido la gran preocupación de su tarea científica, la meditación sobre la singularidad de España, la explicación dolorosa y amorosa, a la vez, de esta singularidad, la búsqueda de sus razones». El tercero, «Los españoles y Américo Castro» (Triunfo, 6 de noviembre de 1971), basado en una entrevista, constituye un largo testimonio de la consolidación de una amistad intelectual. Jiménez Lozano se considera agradecido al granadino, quien le abrió una «nueva esperanza» para atreverse a pensar sobre España. Al mismo tiempo, en estas páginas nos revela la intensa empatía que los unió esos años, según se ve en el hermoso relato de su visita a lo que llama el «mechinal» del maestro:

Don Américo tiene ochenta y cuatro espléndidos años y resulta siempre una fiesta el hablar con él, además de constituir, naturalmente, toda una magistral lección sus palabras. […] El ambiente da un poco sensación de un mechinal de estudiante u opositor, que lucha contra el tiempo: es el ambiente de un laboratorio, pero en el que trabajase un joven, y Castro mismo, apuntalando con documentos en la mano las afirmaciones que hace, parece todavía un principiante: habla y trabaja con su ardor y mirando al futuro como si no hubiese realizado ya una obra ingente y decisiva, sino que acabase de descubrir una tierra nueva y no supiese bien cómo mostrarla con eficacia a los demás. Sobre uno de los estantes o en cuadros colgados hay fotografías de Jovellanos, Unamuno y Giner de los Ríos. «Son mi ayuda y mi consuelo», dice don Américo.

Siguen a continuación dos notas necrológicas que Jiménez Lozano escribió con motivo del fallecimiento de Castro en 1972. La primera se publicó dos días después de su muerte en El Norte de Castilla y, aunque aparece como Nota de la Redacción (N. de la R.), el tono y el contenido nos hizo sospechar de la autoría del escritor abulense, lo cual él mismo nos ha confirmado. En ella señala los motivos por los que «pocos hombres merecerán un agradecimiento colectivo tan profundo» y por los que se le puede considerar «maestro único», puesto que, en lo que se refiere a nuestro ser de españoles, «ha tocado la llaga y el tuétano de la cuestión» al pasar de una visión de España horizontal a una España vertical. El obituario de Destino, «Américo Castro: in memoriam», se publica días después, el 12 de agosto de 1972. En esta ocasión, Jiménez Lozano lamenta la pérdida de «una personalidad intelectual», de una «honestidad y valentía prodigiosas», pero no desemboca tanto en elegía, sino en llamada a la responsabilidad de continuar por los caminos abiertos por el autor de La realidad histórica de España y, sobre todo, a seguir sus pasos en la «aventura del pensar».

El ensayo más largo «El aporte del profesor Américo Castro a la interpretación del sentimiento religioso español» destaca como una verdadera y personal continuación del trabajo de Américo Castro en el aspecto que Jiménez Lozano más conoce, la dimensión católica de ser españoles. La crítica es valiente y profunda, aunque recordemos que ya estamos en 1971 y el ensayo forma parte del homenaje que coordinaron Pedro Laín Entralgo y Andrés Amorós sobre la figura de Castro. Volviendo a asuntos abordados en Meditación española sobre la libertad religiosa, Jiménez Lozano desarrolla aquí, con ejemplos y razones, los rasgos del catolicismo español que peca de horizontalidad y adolece de verticalidad. Lo tacha de «1) Político y belicoso; 2) De carácter predominantemente popular; 3) Sin teólogos y sin una élite laical; 4) Afectado endémicamente de un virulento anticlericalismo con explosiones periódicas de calidad cruenta y casi apocalíptica».

Los dos últimos textos que ofrecemos sirven como testimonio de esa intensa relación que no pudo desarrollarse en vida, pero que Jiménez Lozano realizó como diálogo silencioso a partir de la obra escrita de Castro. El primero, publicado en El País el 3 de mayo de 1985 con el elocuente título de «Una historia existencial desde una experiencia existencial», describe el particular método historiográfico de Castro. Jiménez Lozano desgrana las bondades de este método que no deja fuera al sujeto: se reúnen datos y se piensa sobre ellos desde una necesidad existencial de comprender. Se constata y se vuelve a la intuición original de que el conocimiento de la historia y la narración poseen una base común, a saber, la existencialidad, esa mirada sobre las cosas que no puede separarse de lo vivido. Así fue para Américo Castro como comenzó su tarea historiográfica perplejo ante una España que se mataba a puñaladas y en la que «ambas facciones fratricidas eran ángulos de un mismo vértice»; y así fue para Jiménez Lozano, quien no entendía un cristianismo que no fuese accesible sino a través de la libertad. Estos dolores y perplejidades fueron el origen de estas dos trayectorias intelectuales de nuestro país, singulares y diferentes, pero con la misma intención de atender a «una central y radical pregunta», la del ser de los españoles, sin levantar «dogmática», es decir, mostrando «un camino en el que todos quedamos imbricados».

El último texto es el más tardío. Es una conferencia inédita que José Jiménez Lozano pronunció en 2016. Se titula «Algunas preguntas y melancolías sobre Cervantes» y la incluimos como signo de la continuidad de este diálogo del escritor Jiménez Lozano con el pensamiento y las aportaciones de Castro. En esas páginas, Jiménez Lozano discute el erasmismo intelectual de Cervantes y señala su reformismo existencial, el de un escritor «muy célebre, pero sin favor alguno» y el de quien «viviendo fue un valiente soldado, aunque muy desvalido» (citando a Mayans y Siscar).

Y cierto desvalimiento y «desfavorecimiento» probaron sin duda los autores de este epistolario, cuando no desprecio o enemistad profunda. Indicios los dos de que sus preguntas y cuestionamientos sobre el problema español de la convivencia, el respeto por el otro y la estima por la libertad todavía no están resueltos en nuestra «tierra de conejos», como le gustaba decir al vecino de Alcazarén. Ahora bien, ellos contribuyeron y contribuyen a una conversación entre diferentes que los editores de este epistolario sentimos la responsabilidad de reivindicar. Sirva sacar a la luz estas cartas para enfatizar la plena vigencia de los ideales que estos intelectuales más persiguieron: el valor del pensamiento crítico, de la lectura, de la formación humanística y del sentido de la existencia basado siempre en el respeto al otro y a su libertad religiosa. Recurriendo a unas palabras de Jiménez Lozano a Américo Castro, no resulta exagerado afirmar que esta correspondencia constituye «una esperanzadora meditación de lo que podría ser nuestro mundo y nuestro país»67.

*El estudio y la edición de este epistolario se insertan en las actividades del proyecto de investigación Epistolarios inéditos en la cultura española desde 1936, dirigido por José Teruel (ref. PGC2018-095252-B-100), en las del grupo de investigación UCM Literatura, Heterodoxia y Marginación (ref. 970747), a los que pertenece Santiago López-Ríos, así como en las de un proyecto concedido por la Institución Gran Duque de Alba en 2014, al que perteneció Guadalupe Arbona Abascal y del que resultó su publicación De Ávila a Constantinopla. Los viajes fabulosos de José Jiménez Lozano (Diputación de Ávila, Ávila, 2016). Agradecemos la valiosa ayuda que nos han prestado en esta investigación Amada Álvarez, Michael Armstrong, Victoria Howell, Luce López-Baralt, Antonio Martínez-Illán, Alejandro Medina Bermúdez, Nicolás Pou, Elisa Romeu, Santos Sanz Villanueva y José Teruel. Quedamos igualmente en deuda con el personal y el patronato de la Fundación Xavier Zubiri, así como con Alejandro Sierra y José Ramón González, del equipo de la editorial Trotta. José Jiménez Lozano, tristemente fallecido el 9 de marzo de 2020, leyó el original de este libro y nos facilitó, con su generosidad característica, todo tipo de datos antes de que lo entregásemos a la editorial.

A lo largo de este volumen se citan las distintas obras de Américo Castro por las ediciones disponibles en el momento en que se remite a ellas. La Obra reunida de Castro han sido publicadas por la editorial Trotta, 4 vols., Madrid, 2002-2020.

1.Jorge Guillén-Américo Castro, Correspondencia (1924-1972), ed. Manuel J. Villalba, Fundación Jorge Guillén-Ediciones Universidad de Valladolid, Valladolid, 2018, p. 287.

2.Aparte del mencionado en la nota anterior, cabe destacar los siguientes: Nancy Marino: «Américo Castro en Houston: 1955-1959»: Azafea, 2 (1989), pp. 131-196 (epistolario Castro y Curtis Farrington); El epistolario: cartas de Américo Castro a Juan Goytisolo (1968-1972), ed. Javier Escudero Rodríguez, Pre-Textos, Valencia, 1997; Juan Goytisolo, Obras completas, VI (Ensayos literarios), Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2007, pp. 1479-1525; José Ignacio Tellechea Idígoras, «Cartas de Américo Castro a Miguel de Unamuno»: Cuadernos de la Cátedra Miguel de Unamuno, 38 (2003), pp. 109-139; Américo Castro y Marcel Bataillon, Epistolario (1923-1972), ed. Simona Munarri, introducción de Francisco José Martín, Biblioteca Nueva-Fundación Xavier Zubiri, Madrid, 2012; Camilo José Cela, Correspondencia con el exilio, prólogo de Eduardo Chamorro, nota sobre la edición de Jordi Amat, Destino, Barcelona, 2009, pp. 161-492; «Una laguna sumergida». Epistolario de Américo Castro y María Rosa Lida de Malkiel, ed. Juan-Carlos Conde, Semyr, Salamanca, 2019. Antonio Cid y Milagro Laín ultiman la edición del epistolario Américo Castro y Ramón Menéndez Pidal. Hay interesantes cartas de Castro en la edición de la correspondencia de otros intelectuales, como, por ejemplo, la de Alberto Jiménez Fraud. Véase Alberto Jiménez Fraud, Epistolario (1905-1964), James Valender y José García-Velasco, Tatiana Aguilar-Álvarez Bay y Trilce Arroyo (eds.), Residencia de Estudiantes, Madrid, 2017, vols. II y III.

3.Los originales de Jiménez Lozano se preservan en la Fundación Xavier Zubiri (Madrid) y los de Américo Castro los conservó José Jiménez Lozano en su archivo personal (Alcazarén, Valladolid).

4.Desde hace tiempo, diversos críticos han insistido en la fuerte influencia que ejerció Castro en Jiménez Lozano. José Luis Aranguren lo hace en repetidas ocasiones: en el prólogo a La ronquera de fray Luis y otras inquisiciones (Destino, Barcelona, 1973, p. 7); en la contracubierta a Guía espiritual de Castilla (Ámbito, Valladolid, 1984) y en su reseña sobre este título de Jiménez Lozano (El País, domingo 17 de febrero de 1985, suplemento Libros, p. 4). Se refieren también a ello Rosa Rossi en «Ritratti di contemporanei. José Jiménez Lozano»: Belfagor, 43 (1988), pp. 531-540 y José Ramón Ibáñez en La escritura reivindicada. Claves interpretativas en los ensayos de José Jiménez Lozano, Consejería de Cultura y Turismo, Valladolid, 2005.

5.Carta de Camilo José Cela a Carmen Castro (Palma de Mallorca, 11 de junio de 1973), en Camilo José Cela, Correspondencia con el exilio, p. 486.

6.Carta VII (17 de septiembre de 1967).

7.Carta VIII (22 de septiembre de 1967).

8.Carta XII (15 de noviembre de 1967).

9.Carta de Américo Castro a Francisco Márquez Villanueva (9 de noviembre de 1967). Archivo Francisco Márquez Villanueva, Harvard Archives, Harvard University.

10.La bibliografía en torno a la polémica que suscitó la obra historiográfica de Castro es ingente. Como punto de partida sigue siendo útil el libro de José Luis Gómez-Martínez, Américo Castro y el origen de los españoles: historia de una polémica, Gredos, Madrid, 1975.

11.«Sigo fastidiado pensando en la cretinada de esa revista, que publicó que usted y yo habíamos estado celebrando “entrevistas”. Escribí a la directora [Victoria Kent] y le dije (luego también por teléfono) lo que era el caso. La contestación, o disculpa, fue deliciosa: que creían que usted estaba en los EE.UU. Y yo repliqué que, aunque así hubiera sido, no era ese motivo para publicar lo que no es verdad. Además, sin saber quién es usted, o por dónde anda, o en dónde publica una revista como la suya, tan conocida, ¿cómo se atreven a dar una noticia tan idiota? Y la conducta del tipo, que, bajo cobertura del anónimo, dice una mal intencionada mentira, ya está juzgado. Porque ese, sea quien fuere, sí sabe en dónde está usted. La revista va a rectificar, por supuesto» (carta de Américo Castro a Camilo José Cela [Toronto, 4 de diciembre de 1957], en Camilo José Cela, Correspondencia con el exilio, pp. 194-195).

12.A este respecto, Francisco Márquez Villanueva declaró en una entrevista: «[…] yo logré echar mano de un ejemplar de España en su historia del año cuarenta y ocho, lo cual no era nada fácil porque en España en ese momento estaba controlada la importación de libros y este, desde el primer momento, estuvo rodeado de una especie de semiprohibición respecto a su difusión. El libro no se podía anunciar de ninguna de las maneras ni poner en un escaparate; podía estar en la trastienda y cuando alguien lo pedía, existía la posibilidad de que se le vendiera uno de los poquísimos ejemplares que habían traído. Al mismo tiempo, cada volumen venía acompañado de una ficha para rellenar con los datos personales del comprador, que se pasaba a la policía. Así estaba de controlada y así estaba, ya digo, absolutamente de proscrita la obra de Américo Castro en España en esos momentos. […] La inquina del Régimen contra Castro era absolutamente increíble. Por ejemplo, las ediciones de Américo Castro de El burlador de Sevilla que había hecho Espasa-Calpe se vendían con el nombre de Américo Castro tapado con una barra negra que lo ocultaba. No es porque tuviera manifestaciones en contra del Régimen, sino porque el nombre de Américo Castro, al ser identificado con la política cultural de la República, se había vuelto un nombre inmencionable. Decir el nombre de Castro eran ganas de crearse problemas» (Francisco Peña, «Francisco Márquez Villanueva y el legado de Américo Castro», en Encrucijada de culturas: Alfonso X y su tiempo. Homenaje a Francisco Márquez Villanueva, ed. Emilio González Ferrín, Fundación Tres Culturas del Mediterráneo, Sevilla, 2014, pp. 31-68 [pp. 38-39]).

13.El 27 de enero de 1959, por ejemplo, Camilo José Cela le dice a Américo Castro: «Y sus timoratos enemigos —nuestros ridículos y blandengues soldados del Opus Dei, cabeza visible de la oposición a la inteligencia— se la dan a usted [la razón], sin reservas, con su actitud». En su respuesta (4 de febrero de 1959), Castro le escribe: «Gracias por sus observaciones sobre Santiago. ¿Pero no es curioso que ni en Galicia haya salido una línea? A no ser que hayan publicado cosas que no quieren comunicarme. Sé de una en la revista del Opus que no he visto. Creo que es del Ors junior. ¿No me podrían ustedes procurar ese número? Solo por curiosidad de ver por dónde van los embustes», Camilo José Cela, Correspondencia con el exilio, p. 238. A Marcel Bataillon (21 de diciembre de 1965) le dirá: «Quite usted lo de los diarios, pero tenga en cuenta que los insultos que me han dirigido el Opus Dei —vía el hijo de Ors—, o el padre Ziegler, de Washington, o el tipo de B[uenos] A[ires], etc., no se fundaban en ninguna recherche scientifique, sino en pura bellaquería religiosa» (Américo Castro y Marcel Bataillon, Epistolario, p. 297). Véase también cartas VII (17 de septiembre de 1967) y XVI (18 de marzo de 1968).

14.Carta de Américo Castro a Jorge Guillén (23 de mayo de 1971), en Jorge Guillén-Américo Castro, Correspondencia (1924-1972), p. 289.

15.Santiago López-Ríos, «Und das Leben ist sicherlich grösser als die Philologie: Américo Castro y Francisco Giner de los Ríos (1906-1911)»: Romance Philology, 68.2 (Fall 2014), pp. 1-22.

16.Andrés Amorós, «Fundamentos de La realidad histórica de España», en Homenaje a Américo Castro, ed. José Jesús Bustos Tovar y Joseph H. Silverman, Universidad Complutense, Madrid, 1987, pp. 35-39 (p. 38).

17.Américo Castro, «Sobre el no querer entender nuestra historia»: Ínsula. Revista de Letras y Ciencias Humanas, 247 (1967), pp. 1, 12-13 (p. 12).

18.José Jiménez Lozano, «Dos catolicismos diferentes»: Destino, 14 de enero de 1967. Cf. apéndice de esta edición. «Personas que no conozco se adhieren en el ABC (una señora hace poco), en Destino (Barcelona), y en otros lugares» (carta de Américo Castro a Marcel Bataillon [La Jolla, 4 de abril de 1967], en Américo Castro y Marcel Bataillon, Epistolario, p. 339).

19.Carta de Jorge Guillén a Américo Castro (26 de mayo de 1967), en Jorge Guillén y Américo Castro, Correspondencia (1924-1972), p. 271. Meditación española sobre la libertad religiosa de José Jiménez Lozano se había publicado en la editorial barcelonesa Destino en noviembre de 1966. Agotado desde hace años, este título de Jiménez Lozano volverá a imprimirse en breve en Ediciones Encuentro (Madrid), con prólogo de Javier Prades López.

20.Hay también comentarios elogiosos de Castro sobre Jiménez Lozano en las cartas del primero a Bataillon y Guillén, cuando ya había conocido en persona al periodista de El Norte de Castilla: «En algunos sectores comienza a reaccionar algún que otro escritor honrado. Jiménez Lozano ha publicado un libro (Meditación española sobre la libertad religiosa, con nihil obstat y todo) inspirado abiertamente en mis libros» (carta de Américo Castro a Marcel Bataillon [Madrid, 21 de septiembre de 1967], en Américo Castro y Marcel Bataillon, Epistolario [1923-1972], p. 351). Muy elocuente también es lo que le escribe al autor de Cántico: «De ahí mi afectuosa admiración hacia quienes como José Lozano, o Garagorri —a quienes no conocía— se jueguen el tipo y den la cara por la dolorosa verdad de los españoles» (carta de Américo Castro a Jorge Guillén [La Jolla, 17 de noviembre de 1967] en Américo Castro y Jorge Guillén, Correspondencia [1924-1972], p. 274).

21.José Jiménez Lozano, Meditación española sobre la libertad religiosa, p. 11.

22.Se trata de una recopilación de los artículos que Jiménez Lozano publicaba periódicamente en El Norte de Castilla desde 1959.

23.Para el desarrollo de este tema en la obra periodística del escritor, son imprescindibles las aportaciones de María Merino Bobillo y especialmente su monografía Palabras que apuntan lejos. La obra en prensa de José Jiménez Lozano, Fragua, Madrid, 2011. También Francisco Javier Higuero ha considerado el tema de la libertad en estos primeros escritos en «La problemática de la libertad en Retratos y soledades de José Jiménez Lozano»: Anthropos, 25 (1983), pp. 71-79.

24.Joseba Louzao Villar, «Un intelectual cristiano ante el concilio Vaticano II: José Jiménez Lozano», en Política e intelectuales en la España del siglo XX, ed. Antonio Manuel Moral Roncal y Antonio Cañellas Mas, Universidad de Alcalá-Servicio de Publicaciones, Alcalá de Henares, 2017, p. 206: «“Cartas de un cristiano impaciente” es un título que salía del epistolario de Charles Péguy, quien en una carta se definía de tal guisa».

25.Reflexiona también sobre el significado de título de las crónicas de Jiménez Lozano en Destino Ramón Buckley, Miguel Delibes, una conciencia para el nuevo siglo. La biografía intelectual del gran clásico popular, Destino, Barcelona, 2012, p. 130.

26.Bernardino M. Hernando, «Introducción a los papeles de José Jiménez Lozano»: Ilustración del clero, 66.1 (1973) [cuaderno especial José Jiménez Lozano. Ensayo y novela al servicio (crítico) de la fe], pp. 3-10 (p. 5).

27.José Jiménez Lozano, Un cristiano en rebeldía, Sígueme, Salamanca, 1963, p. 11.

28.Miguel Delibes y Josep Vergés, Correspondencia, 1948-1986, prólogo de Antonio Vilanova, Destino, Barcelona, 2002, p. 281.

29.Javier Goñi, Cinco horas con Miguel Delibes, Anjana, Madrid, 1985, p. 81.

30.Ramón Buckley, Miguel Delibes, una conciencia para el nuevo siglo, p. 131.

31.Miguel Delibes, Cinco horas con Mario, Destino, Barcelona, 31967, p. 157.

32.«El libro sobre la Libertad religiosa me fue propuesto por Nova Terra, aunque después salió en Destino», comentó Jiménez Lozano en una entrevista. Véase Teófilo Cabestrero, «Encuentro con Jiménez Lozano»: Ilustración del clero, 66.1, pp. 18-32 (p. 24). «Jiménez Lozano me envió efectivamente el libro, que es muy bueno y publicaremos enseguida», le escribió Josep Vergés a Miguel Delibes en una carta (Barcelona, 28 de julio de 1965). Véase Miguel Delibes y Josep Vergés, Correspondencia, p. 259.

33.Elisa Llamas, «Cena en Valladolid»: Destino, 8 de abril de 1967. Se refiere también este texto periodístico Ramón Buckley, Miguel Delibes, una conciencia para el nuevo siglo, p. 130.

34.Apud Ramón Buckley, Miguel Delibes, una conciencia para el nuevo siglo, p. 128.

35.Delibes confesó en una entrevista: «Yo estuve muy influido por Jiménez Lozano. Me sentía incómodo con la Iglesia preconciliar. Nunca fui muy clerical, pero cuando me di cuenta de ciertas connivencias del clero de entonces con el poder, menos aún. En esa época, que es cuando conozco a Pepe Jiménez Lozano, llevo varios años vacilante respecto al tema eclesiástico, no a la pura fe, que no la he perdido nunca. Pepe me influyó mucho, era el católico impaciente, postconciliar antes del concilio…» (Javier Goñi, Cinco horas con Miguel Delibes, p. 18).

36.Ley 44/1967, de 28 de junio, regulando el ejercicio del derecho civil a la libertad en materia religiosa (BOE, núm. 156, de 1 de julio de 1967).

37.Hemos consultado la interesante documentación sobre todos estos asuntos que se conserva en el Archivo General de la Administración. Sección Ministerio de Información y Turismo, Gabinete de Enlace, 42/09015,14; 42/08991,2; 42/08991,1.

38.Joseba Louzao Villar, «Un intelectual cristiano ante el concilio Vaticano II: José Jiménez Lozano», p. 205.

39.José Jiménez Lozano, Meditación española sobre la libertad religiosa, p. 14. En una entrevista, Jiménez Lozano declaró sobre esta obra: «En cuanto al libro de ensayo Meditación española sobre la libertad religiosa, el problema de la libertad religiosa lo examino no solo, o no primordialmente, desde el punto de vista religioso, sino más bien desde el punto de vista de la convivencia y de la historia, de la convivencia civil y de la historia española. Ahora bien, la historia española es una historia que no es laica, que no es separable de lo religioso, y entonces no digo yo tampoco que sea un libro religioso, es un libro más bien histórico, documental a propósito de un problema civil, que es religioso» (Teófilo Cabestrero, «Encuentro con José Jiménez Lozano», p. 22).

40.José Jiménez Lozano, Meditación española sobre la libertad religiosa, pp. 96-97.

41.Ibid., p. 7.

42.Ibid., p. 62.

43.«De todos modos, le he dicho [a Jiménez Lozano] que me envíe otro ejemplar para la censura, ya que antes de componer quiero tener la seguridad de que no me van a prohibir el libro en su totalidad. Este chico vale mucho y es uno de tus grandes descubrimientos, que mucho te agradezco» (carta de Josep Vergés a Miguel Delibes [Barcelona, 28 de julio de 1965], en Miguel Delibes y Josep Vergés, Correspondencia, p. 259).

44.Carta de José Jiménez Lozano a Jorge Guillén, 17 de abril de 1967. Biblioteca Nacional de España, Arch.JG/54/32. Santiago López-Ríos prevé ahondar en esta referencia en un trabajo sobre la correspondencia de José Jiménez Lozano con Josep Vergés y Jorge Guillén.

45.El expediente de censura de Meditación española sobre la libertad religiosa se conserva en el Archivo General de la Administración. Sección Ministerio de Información y Turismo, (03) 050.000-21/16529. Guadalupe Arbona Abascal aborda el asunto de la censura de las primeras obras de José Jiménez Lozano en «Los informes de la censura sobre las tres primeras novelas de José Jiménez Lozano»: Anuario de estudios filológicos, 43 (2020), en prensa.

46.«Al mismo tiempo, debo la vida a nuestra cocinera que me avisó de no regresar a mi casa de Madrid por haber venido a buscarme dos veces “los nuestros”», asegura Castro en esta carta.

47.«Político y belicoso. De carácter predominantemente popular. Sin teólogos y sin una élite laical. Afectado endémicamente de un virulento anticlericalismo con explosiones periódicas de calidad cruenta y casi apocalíptica» (José Jiménez Lozano, «El aporte del profesor Américo Castro a la interpretación del sentimiento religioso español», cf. apéndice).

48.Es la carta I del epistolario que se edita a continuación.

49.José Jiménez Lozano, «Miguel de Cervantes, nuestro contemporáneo»: Destino, 22 de julio de 1967. Reproducimos este texto en el apéndice.

50.Carta de Camilo José Cela a Américo Castro (Palma de Mallorca, 24 de mayo de 1956), en Camilo José Cela, Correspondencia con el exilio, p. 163.

51.Carta de Juan Goytisolo a Américo Castro (París, 13 de julio de 1968), en Juan Goytisolo, «Correspondencia con Américo Castro», en Íd., Obras completas, vol. VI (Ensayos Literarios), p. 1479.

52.Miguel Delibes, «Epílogo» a José Jiménez Lozano, Un cristiano en rebeldía, p. 177.

53.Alonso Zamora Vicente, «Ciudad Universitaria, 1935» [1949], en Santiago López-Ríos y Juan Antonio González Cárceles (coords.), La Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en la Segunda República. Arquitectura y Universidad durante los años 30, Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales-Ayuntamiento de Madrid-Ediciones de Arquitectura, Madrid, 2008, pp. 737-745 (p. 744).

54.José Jiménez Lozano y Gurutze Galpasoro, Una estancia holandesa. Conversación, Anthropos, Barcelona, 1998; Guadalupe Arbona Abascal, Las llagas y los colores del mundo. Conversaciones literarias con José Jiménez Lozano, Encuentro, Madrid, 2011.

55.«Creo que tengo un talante jansenista, pero entiéndelo bien: el jansenismo no fue casi nunca una teología; fue más que nada un talante, y un talante de rebeldía, de incordio, un talante de defensa de la autonomía personal» (Teófilo Cabestrero, «Encuentro con Jiménez Lozano», p. 20).

56.Rocío Solís está preparando una edición de Diálogos jansenistas, texto hasta ahora inédito de Jiménez Lozano. Se conserva en manuscrito y fue el germen de Historia de un otoño. La edición es un trabajo de investigación que presentará en el Programa de Doctorado de la Universidad Complutense de Madrid.

57.José Jiménez Lozano, «Miguel de Cervantes, nuestro contemporáneo»: Destino, 22 de julio de 1967. Reproducimos este texto en el apéndice.

58.¿Qué pasa? Semanario independiente, aunque se asombre la gente, 6 de mayo de 1967.

59.José Jiménez Lozano, Meditación española sobre la libertad religiosa, p. 10.

60.Ibid., p. 7.

61.José Jiménez Lozano, «Por qué se escribe»: Anthropos. Huellas del conocimiento, 200 (2003), pp. 85-101 (p. 99).

62.Santiago López-Ríos, «La génesis de Reivindicación del conde don Julián a la luz de la correspondencia Américo Castro y Juan Goytisolo», en Historia e intimidad. Epistolarios y autobiografía en la cultura española del medio siglo, ed. José Teruel, Iberoamericana-Vervuert, Madrid-Fráncfort del Meno, 2018, pp. 183-197.

63.José Jiménez Lozano y Gurutze Galpasoro, Una estancia holandesa, pp. 24-25.

64.Carta de Américo Castro a Camilo José Cela (La Jolla, 22 de mayo de 1965), en Camilo José Cela, Correspondencia con el exilio, p. 391.

65.«Con lo que no puede transigir don Américo es con el lenguaje malsonante, soez y grosero en que en ciertos momentos de su narrativa parece complacerse Cela» (Julio Rodríguez Puértolas, «Amistades peligrosas: Américo Castro y Camilo José Cela», en El pensamiento de América Castro. La tradición corregida por la razón. Congreso Internacional en homenaje a Américo Castro en el 70 aniversario del inicio del exilio de 1939 [14 a/16 de octubre de 2009, Madrid]). Ed. J. Rodríguez Puértolas, http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/el-pensamiento-de-americo-castro-la-tradicion-corregida-por-la-razon--0/html/59a331f7-5fa5-495f-a76b-5faaf159cfbf_71.html#I_33_.

66.Carta II (24 de julio de 1967).

67.Carta VIII (22 de septiembre de 1967).

Correspondencia (1967-1972)

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