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ALFOMBRAS

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Tengo polvo de estrellas en las manos, en el pelo, en la cicatriz del vientre.

Luces parpadeantes que anuncian augurios desconocidos.

Con la punta de los dedos escribo una palabra prohibida en el espejo y señalo cada curva peligrosa en el camino.

Nunca se deja de tener miedo, solo se le domestica para que no haga demasiado ruido.

Recuerdo a mi abuela en guerra permanente con el polvo, con el orden y la suciedad.

Me hacía lavarme las manos varias veces (tocaba cosas sucias, decía).

—Me han dicho en el colegio que somos polvo de estrellas.

—¡Uy! Calla, nena.

El polvo es asqueroso. Y nunca quiere irse. Solo cambia de lugar.

Quitar el polvo de las alfombras es asunto delicado. Ella las sacudía vigorosamente con una palmeta verde y yo temía, sin ningún motivo, ser esa alfombra. Cuánta violencia. Imaginaba mis nalgas rojas ardiendo a cada golpe. Todo se mancha, se contamina y desluce con facilidad.

Es imposible escapar del polvo. Tenía razón mi abuela.

¿Cuántas cosas sucias habré tocado a lo largo de mi vida?

¿Cuántas mi hija? ¿Cuántos restos de comida, tierra, mierda, químicos, bacterias, materia muerta, han pasado por nuestras manos hoy?

¡Estrellas!

A mí solo me interesan las estrellas. El polvo que seremos ella y yo cuando dejemos de ser y el dolor que me abraza al pensarlo.

Chicas bonitas esnifando purpurina

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