Читать книгу El heroísmo épico en clave de mujer - Ana Luísa Amaral - Страница 9
ОглавлениеAvatares del heroísmo épico femenino en La otra batalla de Lepanto, de Carmen Boullosa
Lucía Melgar
No son comunes en nuestra literatura las mujeres heroicas y menos las heroínas épicas. Si bien las mujeres históricas participaron en movimientos sociales, sus acciones pocas veces se desenvolvieron en los campos de batalla. En este sentido, el escaso elenco de heroínas épicas en la ficción en lengua española, y en otras, corresponde a la primacía masculina en la guerra y en la creación canónica. Esta constatación, y la concomitante preservación de roles de género tradicionales en lo que a la épica se refiere, no excluye el cuestionamiento de la norma por parte de mujeres de carne y hueso o de papel. Catalina de Erauso —la Monja Alférez—, las mujeres varoniles del teatro del Siglo de Oro español y algunas figuras femeninas de los romances, además de protagonistas mitológicas, o de personajes históricos como Juana de Arco, forman parte de un repertorio femenino que rebasa los límites de la femineidad pasiva y subordinada que prevalece en la configuración de la mujer en la épica.
Desde esta perspectiva, la exploración de los límites de la femineidad tradicional y sus transgresiones por parte de escritoras contemporáneas implica una relectura crítica de la literatura y un cuestionamiento de la visión de las mujeres en la historia. La creación de protagonistas guerreras no conlleva necesariamente la reivindicación para las mujeres de conductas violentas y destructivas sino, más bien, la ruptura de arquetipos que las encierran en la pasividad y les niegan la capacidad de actuar con valor, osadía e incluso crueldad, que ellas también tienen en tanto seres humanos. Si algo se reivindica así es la capacidad de romper con un dualismo reductor que impide calibrar la diversidad y la variedad de formas de ser en el mundo.
El ejercicio de la imaginación para cuestionar y minar el dualismo de las definiciones tradicionales del género es una de las constantes que caracterizan la obra novelesca de Carmen Boullosa. La mujer vestida de hombre, aventurera y guerrera, la mujer poderosa y combativa, de Duerme (1994) o de De un salto descabalga la reina (2002), son personajes que transgreden las normas masculinas, patriarcales, no en un mero afán de rebeldía sino como parte de un proceso de desarrollo personal, de búsqueda de sí, que las empuja a traspasar normas sociales que se erigen en barreras arbitrarias.
En La otra mano de Lepanto (2005), la escritora lleva aún más lejos el cuestionamiento del pensamiento binario y la visión dualista del mundo al dar vida a una protagonista maestra en el arte de la espada que, además, es gitana, debe cumplir una misión para los moriscos andaluces, pero se integra a las tropas cristianas. Marcada por la contradicción, la figura de María, la bailaora espadachina, encarna y enfrenta, como veremos, tanto los avatares del heroísmo femenino como los de un mundo plural destruido precisamente por la imposición de una visión maniquea que justifica la conquista y la destrucción. Esta compleja construcción de un heroísmo épico femenino en un mundo descoyuntado se complementa o complica con la figura de otra mujer guerrera que se asemeja a la virago o a la monstrua furiosa de la literatura misógina, en quien las cualidades del héroe se trastocan en vicios bajo el influjo de una violencia social y política despiadada. Aunque Zaida, la antagonista de María, tiene cualidades similares a las de la heroína de Lepanto, a fuerza de pérdidas y desgracias se transforma en una máquina de muerte que nada, en apariencia, justifica.
Como sugeriré en este ensayo, al crear y contraponer dos heroínas, con un destino igualmente desdichado, Boullosa reivindica el potencial de las mujeres para luchar por una causa, sin obviar la influencia de pasiones cegadoras, ya el amor, ya el odio, ni el impacto, directo o indirecto, de los desastres de la guerra. Cuestiona así el binarismo genérico y explora el cruce de pasiones humanas y exigencias sociales, que conducen a ambas mujeres a la infelicidad. La gloria, efímera, se le niega a la heroína épica y a la sobreviviente des-humanizada.
Un nuevo viejo mundo
En La otra mano de Lepanto Carmen Boullosa nos transporta a un mundo a primera vista exótico, y a la vez familiar. Al siglo XVI, a la era de expansión del Imperio español, prolífica en hazañas guerreras y hechos de barbarie (según quien relate la historia) y a uno de los principales acontecimientos en la lucha entre cristianos y musulmanes, la batalla de Lepanto en 1571.
En esta novela histórica, con mucho de épica y otro tanto de novela sentimental, la historia de María, gitana granadina, combina la “verdadera historia” de la gitanilla de Cervantes con la de una guerrera que, según refiere la cita del epígrafe, habría combatido en Lepanto. Reescritura y revelación en un sentido, pero también algo más. Al contar la vida “verdadera”, oculta, de María, la gitanilla espadachina, Boullosa no propone sólo una reescritura de la novela ejemplar, sino que, en una vuelta de tuerca, sugiere que Cervantes habría contado, a sabiendas, una historia, si no falsa, ficticia, a pedido de la protagonista heroica que conociera tras la batalla de Lepanto. Los juegos narrativos, como indica esta transposición, son centrales en este texto, claramente inspirado en la literatura del Siglo de Oro.
Exótico puede parecernos el mundo de los moriscos granadinos, de los que aún sabemos poco; exóticas también las batalles navales que involucran a medio globo, por así decirlo, a las potencias europeas unidas contra el turco en nombre de la religión, estandarte que, como se sabe, oculta intereses menos espirituales. Exótica también, o excepcional en más de un sentido, la heroína épica a quien se atribuye gran parte del triunfo de las tropas cristianas en Lepanto.
El mundo de María, no obstante, resuena desde el inicio con una nota familiar. Gracias a la literatura del Siglo de Oro español, en particular la de Cervantes, clara inspiración de esta novela, reconocemos en medio de este paisaje lejano voces, personajes y, desde luego, conflictos y desgarramientos típicos de la época, como el afán de conquista cristiano, el reforzamiento de identidades castizas con base en la pureza de sangre, la búsqueda de un lugar de honra y honor en una sociedad en transición, donde lo más tradicional (la sed de gloria, el ser social definido como esencia, el discurso monológico del poder) frena la transformación, ahoga la pluralidad y acaba con los remansos de tolerancia existentes. La “edad conflictiva” que estudiara Américo Castro revive en estas páginas con particular intensidad.
La nota familiar, el reconocimiento, sin embargo, no se deriva tan sólo del reencuentro con páginas leídas en grandes autores. La materia misma de la novela, la historia, rompe con el espejismo, a ratos deseado, de que ese mundo, esos conflictos han quedado atrás. Los tiempos que Boullosa recrea y reinterpreta se asemejan a los nuestros. La historia contada, llena de relatos intercalados e intertextualidades diversas, es desde luego la re-construcción (así sea ficticia) de una historia acallada, la de María la gitana granadina, heroína de Lepanto; o una mal conocida, la de los moriscos perseguidos en la España de Felipe II. Es también una reflexión sobre el acontecer histórico y sobre la forma en que se narran y acallan o reinterpretan los hechos, así como una invitación a releer el presente desde el pasado. Aquí me centraré en los dos primeros aspectos, pero cabe al menos apuntar la conexión entre los conflictos actuales y pasados en una novela escrita a la luz del 11 de septiembre de 2001.
Desde esta perspectiva, no es mero juego de palabras el título del último capítulo del libro, “El nuevo mundo”. Nuevo mundo fue aquel que empezó a forjarse, para los habitantes de la península ibérica, en 1492 con la conquista de América, la caída de Granada y la expulsión de los judíos de la España que entonces se forjaba. Nuevo mundo, atroz, para los moriscos perseguidos en la península en el siglo XVI. Nuevo mundo, también, el de la nueva correlación de fuerzas tras la caída de los turcos ante el embate cristiano. Fuerzas en tensión que, así fuera en un equilibrio inestable, dibujaron un mapa distinto del reparto de poderes entre imperios. Un nuevo mundo marcado por la conquista de tierras, bienes, hombres y almas, semejante entonces al viejo, aquel desgarrado por guerras de cien años, reconquistas y matanzas. Mundo falsamente nuevo en cuanto que del caos inicial (posterior a Lepanto) no surge un orden armonioso sino nuevos gérmenes de discordia, pues a diferencia del primigenio, ideal, este caos es, en la terrible imagen boullosiana, un mar de muertos y mutilados, un océano de horror. Nuevo mundo, pues, que no es esperanzador reinicio sino nueva etapa de un viejo orden que se reordena y renueva en su misma infelicidad y sordidez.
La reflexión sobre el acontecer histórico y las vidas que lo construyen y sufren, característica de gran parte de la obra de Boullosa, se ha vuelto aquí más sombría. Aunque cercanas en el tiempo histórico recreado, muy alejadas están la María de Lepanto y la Claire de Duerme, por ejemplo. Si en el nuevo mundo americano de esta todavía era posible pensar la solidaridad, la ilusión y la inmortalidad apacible aunque paralizante, la historia de María se inscribe de principio a fin en una era conflictiva en que la intolerancia, el rencor y la sed de venganza condenan toda ilusión terrenal al fracaso.
La novela se inicia en el pórtico de Galera, ciudad asediada por las tropas cristianas que buscan imponerse en Andalucía. Habitada por mujeres moras, la ciudad resiste hasta la muerte. El relato contrasta la valentía de las mujeres, dirigidas por Zaida, con la argucia y la fuerza armada superior de los cristianos. Desde el inicio, el relato contrapone los ideales esgrimidos por estos a sus vicios y crueldades. Tras masacrar a la población, las tropas saquean la ciudad y la siembran de sal. De este infierno sólo sale viva la valiente comandanta. Estragada por el dolor de perder a su madre y su abuela, y la experiencia terrible de haberse salvado bajo una pila de cadáveres, se ha convertido en una sobreviviente, más muerta que viva: “Zaida ha aprendido en los últimos meses a luchar y comandar, pero también a no sentir” (p. 27).1
Este inicio enmarca la historia de María bajo el signo de una violencia extrema que se repite en recurrentes batallas y en la imposición del dominio cristiano por la fuerza bruta. Si en la historia de esta gitanilla bailaora hay secuencias de luz y felicidad, el signo de Galera y el acecho de Zaida después de su derrota, aparecen como signos fatídicos que acabarán por destruir lo que se revela como esquiva y falsa ilusión. Así, aunque aquí reconozcamos las exploraciones de Boullosa en torno a la identidad, sus transgresiones lúdicas y lúcidas de los límites del género, sus rejuegos subversivos con las apariencias que unen y desunen identidades y cuerpos en transición2, presentes en Duerme, la luz todavía esperanzada del nuevo mundo geográfico de Claire se eclipsa en las brumas de Lepanto. La violencia que la precede y caracteriza es más constante, brutal, demoledora; destruye comunidades, flotas enteras, vidas que se soñaban o que se deseaban. Además, se mira y narra de cerca, en la derrota de Galera y en el triunfo de Lepanto.
Mirar y pensar de frente el horror, como se hace en esta novela, pone en cuestión la forma misma del narrar y el concepto mismo del heroísmo bélico. ¿Cómo narrar el horror? ¿Cómo transmitir el horror de lo vivido sin quedar para siempre atrapado en él? Al mismo tiempo, ¿cómo nombrar la participación activa en el horror? ¿Cómo salir inmune de una batalla que culmina en “una alfombra de jóvenes mujeres muertas” (p. 26) o en un mar ensangrentado? ¿Cuándo hablar de heroísmo y cuándo de barbarie? Aunque la autora implícita sugiere las primeras preguntas a través de Carriazo, cronista de Lepanto, y en el silencio de María acerca del espectáculo atroz que los circunda, en su diálogo con Cervantes después de la batalla, las siguientes preguntas surgen del contraste entre María y Zaida. Lo mismo que el relato invita a cuestionar la narración de los hechos históricos mediante la contraposición de perspectivas diversas, y muestra cómo lo que es hazaña para unos es crueldad infame para otros, quienes leemos la historia de María y Zaida hemos de reconocer y cuestionar a la vez el sentido heroico, desdichado o trágico de sus actos.
Enlazada con la obra cervantina, por su estructura, sus personajes y muchos de sus temas y preguntas, La otra mano de Lepanto combina invención, recreación de mundos conflictivos y escenarios luminosos, y, como Don Quijote, no puede ofrecer salidas fáciles. A la vez que extiende el manto de la ilusión literaria para acoger a sus personajes maltratados por la vida y el destino, narra sus “otras” historias, la que ellos no quisieron contar, las que se acallaron por conveniencia y las que se perdieron en narraciones milagreras o mezquinas. Esas historias, las de los moriscos y los gitanos, las de María y Zaida, están marcadas por el sello de la violencia multifacética y brutal que se recrea en estas páginas.
Trastocamientos: María, bailaora
y heroína épica
Con la “verdadera historia” de la gitanilla, Boullosa transforma el relato cervantino de identidad perdida y recobrada en el de una mujer atravesada por las contradicciones y límites de su tiempo, que alcanza una dimensión heroica, para perderla casi de inmediato por su condición mujeril y la imposibilidad de escapar del pasado. En ella se conjuntan la femineidad encarnada en la alegría del baile, la belleza y la sensualidad, y cualidades atribuidas al heroísmo masculino: la fortaleza, la valentía y la astucia.
Nacida en Granada de padres gitanos, María vive una infancia feliz hasta que su padre le es arrancado por la persecución contra la comunidad gitana. Encerrada en un convento donde padece maltrato y desprecio, logra escapar gracias a la estratagema de un poderoso morisco, amigo de su padre, Farag. Este la libera por amistad, pero, sobre todo, porque ve en ella a una potencial aliada en la defensa de la comunidad morisca, también amenazada por el fundamentalismo católico. Contraviniendo las reglas de su propia gente, Farag dispone que María aprenda el arte de la espada. Así la prepara para aventurarse por los caminos europeos para llevar un libro plúmbeo a Famagusta, donde será “encontrado” y revelará la conexión del Islam con el Cristianismo,3 en un intento de reivindicar a la comunidad morisca y detener la represión católica contra ella.
La vida regalada de la gitanilla en la familia de Yusuf, maestro de armas, recuerda algunos cuentos de la Alhambra y ciertas visiones exóticas del Oriente. Aunque breve, la estancia de María es dichosa: baila, se viste de sedas, aprende a usar la espada y pasa horas con sus amigas Luna de Día y Zaida, hijas de Farag y Yusuf respectivamente. Esta etapa culmina con su salida de Granada, por caminos llenos de peligros, en compañía de dos jóvenes músicos gitanos, Andrés y Carlos. Las aventuras del trío se asemejan a las de personajes cervantinos que también andan esos parajes. Vestida de hombre, con una magnífica espada morisca que “la hará invencible” (p. 131) y el libro plúmbeo a cuestas, María, como Cervantes, cae en manos de piratas y es llevada a Argel, aunque no a los baños. Escapa gracias a su arte y su inteligencia y logra por fin llegar a Nápoles, de donde debería embarcarse hacia Famagusta para dejar ahí el libro. Ahí, sin embargo, la Historia y el amor se atraviesan en su camino.
Gitana granadina, que pese a haber conocido muy pronto la desgracia expresa en su baile su origen gitano, la hibridez de la sociedad andalusí y la pérdida de esta, María es un personaje vital, que mantiene su alegría de vivir. En su determinación inicial de cumplir su misión, liberadora, y, por tanto, de trascendencia histórica, parece encarnar el afán de resistencia gitano y morisco, no exento de trazas de la fortaleza y astucia (aunque sin los embustes) de los pícaros de su época. María, adolescente cuando inicia su entrenamiento y muy joven cuando fascina a Nápoles con su baile, se mantiene pura moralmente en un ámbito donde la pureza más preciada es la de la sangre y donde la moral, en cambio, se caracteriza más por la ambigüedad y la apariencia.
La pasión, como en muchas novelas e incluso en alguna novela ejemplar cervantina, irrumpe de pronto para cambiar la conducta y la suerte de la protagonista. Cortejada por un capitán español que se unirá a las tropas cristianas al mando de Don Juan de Austria, el vencedor de Galera y mano armada del rey a quienes gitanos y moros deben su desgracia, cede a la seducción de la riqueza y la cortesía y luego a la ilusión del amor. Olvidada de su misión, ignorante del padecer de su padre que, tras escapar de las galeras, la ha encontrado sin hacérselo saber, la gitanilla disfruta de las riquezas —mal habidas, subraya la voz narrativa— de Don Jerónimo Aguilar, de la adulación de músicos y “amigos” y “pierde la cabeza” (p. 254). Lo que no pierde es su sentido de la honra: mujer digna de su tiempo, María valora su virginidad como su “joya más preciada” y aun en la fiebre amorosa se mantiene casta. Su afán de preservar su dicha, y su falta de sentido de la realidad son tales, sin embargo, que se atreve a advertir a su amado que sólo se le entregará después del matrimonio. Semejante idea provoca risa y un alud de mentiras en Aguilar, quien jamás había pensado “casarse con una gitana, desprovista de dinero, honor, prestigio, familia” (p. 269), y quien, como hombre apegado a las convenciones de su tiempo, piensa que “el matrimonio es para afianzar posiciones y hacer mayores las riquezas” (p. 269), y que a las mujeres se les puede engañar con bellas palabras.
Tan pura como la gitanilla, María confronta un destino distinto al de la protagonista cervantina. Ella no puede escapar a la diferencia de linaje y sangre. Es hija de Gerardo, el “rey del pequeño Egipto”, no de hidalgos cristianos viejos, y carece de dote. Más atrevida que aquella, sigue el camino de algunas protagonistas del teatro de la época: cuando su amado se embarca en la Real para ir a combatir a los turcos, trueca sus ricos vestidos por un atuendo varonil que le permite hacerse pasar por pintor en la misma nave.
En esta transformación de María la bailaora por la pasión, convergen recursos literarios de la época en que se sitúa su historia: la figura de la mujer vestida de varón, protagonista de la novela bizantina, y elementos de la novela sentimental. El trueque de ropas encubre su condición de mujer, su juventud le permite engañar a quienes la creen un joven imberbe, el talento que antes le permitió adornar la repostería de las monjas le abre ahora las puertas a una nueva aventura, nada doméstica, inspirada por un impulso femenino que en la literatura del Siglo de Oro justifica la adopción de un disfraz masculino.
La joven que develará su arte marcial en Lepanto es una mujer fuerte y sentimental, sensual y casta, lúcida hasta que la pasión amorosa la ciega y trastoca sus lealtades. Su participación en la batalla contra los turcos es uno de los pasajes más vívidos de la novela.
En la nave capitana, la gitanilla baila con espada en mano, según Carriazo mata a cuarenta enemigos, probando el lema de su arma: “Quien toque el filo de mi espada, tocará la puerta de la muerte” (p. 155); llevada por el frenesí bélico, contribuye de manera decisiva al triunfo cristiano. Actúa como valiente guerrero aun cuando Baltazar, a quien conoció en el camino a Argel, la reconoce y descubre su corporalidad femenina. Con el pecho desnudo, María sigue matando, actuación que enardece a los soldados cristianos.
La reacción de Jerónimo de Aguilar en este trance remite a lo milagroso o a lo romántico. Quien según Carriazo es “cobarde”, se convierte en salvador de María-Pincel contra el arcabuz de Baltazar. Cuando él a su vez es herido, María se paraliza y, tras la batalla, vuelve a la condición femenina de enamorada fiel que cuida de su amado hasta la muerte y lo llora. En palabras de Carriazo, María “Peleaba como un varón, lloraba como mujer, y aullaba como una loba” (p. 357).
En este pasaje de transformaciones sucesivas, Boullosa configura a una heroína épica más atractiva que la Monja Alférez y más compleja que Claire. Aunque su vertiente amorosa resulta un tanto problemática desde la perspectiva del siglo XXI, concuerda con los códigos de femineidad de la época, que valoran en esta la deriva sentimental y justifican la ceguera de la pasión. Al mismo tiempo, la emotividad y la emoción resultan también cualidades que le permiten a María recuperar cierto sentido crítico después de la batalla.
Al encontrarse con un Cervantes enfermo y débil, la espadachina no presume sus hazañas, por el contrario, “está llena de una extraña vergüenza” (p. 392), no se identifica ya con los soldados, ni con su gloria. Su orgullo de heroína, sin embargo, no se desvanece del todo: siente rabia cuando De Soto, vocero de Don Juan de Austria, menosprecia su valentía por su condición femenil, y como gran concesión le permite quedarse entre las tropas como soldado raso, sin premio alguno: “A mí, que fui una valiente, que fui guerrera en buena lid, me pagan con nada: con sueldos de hambre que muy de vez en cuando arriban” (p. 406). Aunque Cervantes la compensa armándola caballera de la Orden del Toisón de Oro, la gitana bailaora decide retomar su propio camino, volver a Nápoles.
Como explica la voz narrativa, María ha empezado a reconocer el error de participar en una guerra que no es la suya, de ahí parte de su vergüenza. Por otra parte, es evidente que no se ciega ante el horror de Lepanto, al que mira de frente. Tan estremecedor es el espectáculo que la rodea que advierte a Cervantes: “No querrás ver el mar de Lepanto” y no se lo describe. La imagen del mar ensangrentado, cubierto de cadáveres, donde los vencedores saquean los barcos y los despojos de los vencidos, impone un silencio opuesto a las proclamas y cantos épicos que justifican como hazañas y triunfos lo que, desde otra perspectiva, son acciones bárbaras.
Pese a su cambio de bando, María es más que una guerrera traidora a su causa. La fuerza de sus contradicciones no se debe sólo a “debilidades” o “fallas trágicas”, sino también a las características de su condición de mujer y de la sociedad convulsionada a la que pertenece. Ante Cervantes, lo que María reconoce y se niega a la vez, es un asunto personal: las motivaciones de su acción, inspiradas en una pasión ciega y en un cálculo equivocado. Pero es también una cuestión social que atañe al libre albedrío —recurriendo al vocabulario de la época—, a la libertad y al destino. Su situación nos lleva a preguntarnos ¿en qué medida el ser humano, y en este caso la mujer del siglo XVI, escoge libremente, o hasta qué punto su “destino” está determinado por su condición social? O, asunto más espinoso, ¿en qué medida María traiciona a quienes le enseñaron, con otros fines, que “el corazón manda”?
Al contarle su historia a Cervantes, como le habría gustado vivirla, para que la inmortalice como personaje en un futuro relato ficticio, la propia gitanilla borra su faceta heroica y, con ella, su falla de deslealtad y traición. En esa vida imaginaria, deseada, María se despoja de sus cualidades “varoniles” sin por ello adoptar una pasividad “femenina”, y borra, con el desenlace feliz, los obstáculos a su propia felicidad amorosa. La novela de Boullosa no sugiere con esto que María traiciona su origen gitano, sino que apela al potencial de la literatura para darle a una protagonista desdichada la vida que le habría gustado vivir, así sea dentro de los límites de la imaginación en una mujer de su época.
En la transformación de María después de Lepanto y en su diálogo con Cervantes, Boullosa retoma el tópico de la pasión desdichada, pero lo inscribe en un marco más amplio, histórico, social y comunitario, que resulta más decisivo. Si la protagonista reconoce al final el sentido de sus actos, en cierto modo está actuando como personaje trágico a punto de toparse con la fatalidad del destino, un destino escrito tiempo atrás, así sea en una promesa impuesta: el juramento de lealtad que Zaida impusiera a Luna de Día y a María antes de la salida de esta de Granada.
Desgarraduras: Zaida, sobreviviente y sicaria
El acontecer histórico y las pasiones y lealtades encontradas que extravían a los personajes de lo que habrían podido ser —en otra época y no sólo si no se hubieran equivocado— marcan tanto a María como a la sociedad granadina y a Zaida, su antigua amiga dispuesta ahora a cobrarle lo que considera su traición.
En la hija de Yusuf y aguerrida defensora de Galera, se entrecruzan con mayor intensidad aún las desventuras de un destino individual y los influjos de una época conflictiva y violenta. La antagonista de María, valiente, heroica y vil, es quizá el personaje más siniestro, conmovedor y de más terrible actualidad en la novela. Su figura desde el pórtico de Galera es la de una sobreviviente convertida en máquina de matar por la violencia exacerbada que ha atestiguado y experimentado.
Ser sobreviviente en este caso implica más que cargar con culpa y duelo. A diferencia de María, Zaida no olvida su identidad, su origen. Al perder una primera misión, la de defender Galera, se impone otra, menos constructiva, más brutal. Despojada de afectos y lazos familiares y comunitarios, se ha convertido en un ser arrinconado, semejante a un animal perseguido. Con la destrucción de la comunidad plural granadina, sugiere la novela, se perdió una tradición, un modo de ser, una cultura, una forma de convivencia, un sistema de valores que daba sentido al ser y al actuar en el mundo. Las pérdidas personales y la experiencia de la violencia extrema, sugiere la autora implícita, deshumanizan, en el sentido de perder la capacidad de empatía y de reconocimiento del otro, de normalizar y justificar la propia violencia como defensa necesaria ante el “enemigo”. Zaida así justifica su sed de venganza contra quienes, a sus ojos, la han traicionado, y cristaliza en su “enemiga”, María, sus miedos y odios, su dolor y su afán de exterminio.
En Precarious life, escrita como esta novela a la luz del 11 de septiembre del 2001, la filósofa Judith Butler habla de las vidas cuya pérdida no se reconoce porque se les ha relegado al margen de la comunidad humana o se les ha negado su condición humana. Contra la reducción del otro al “enemigo”, plantea, retomando a Levinas, la necesidad de reconocer y reconocerse en el otro para reconocer la propia vulnerabilidad, la precariedad de la vida, bajo la sombra de la violencia. Reconocer al otro es mirar su cara, ver en ella la humanidad de la persona, la fragilidad de su existencia y revalorarla, para ser capaz de llorar su pérdida también. Butler señala así mismo la necesidad de “interrogar el surgimiento y desvanecimiento de lo humano en los límites de lo que se puede saber, oír, ver, sentir” (Butler, 2004: 151).
Mientras que a María su autora le concede un espacio para la recuperación de su humanidad, de su ser humana, con sentimientos, sueños, esperanzas de “otro modo de ser”, así sea en la literatura, Zaida queda al margen de los afectos y pasa a formar parte de quienes ven el mundo en blanco y negro. Su autora no la crea, sin embargo, como un monstruo, aunque la voz narrativa se refiera a veces a ella como un ser sólo lleno de odio, “una venganza a medias viva” (p. 227), pues a través de su historia deja ver el impacto de la violencia extrema del contexto social, en la configuración y transformación de su persona.
Sucesivamente testigo, víctima y agente de la violencia más atroz, Zaida pierde la capacidad de re-conocer al otro como tal. Tras enfrentarse a los enemigos de su pueblo y su familia en Galera, ve en quienes no piensan y actúan como ella sólo la cara del enemigo.4 Una vez que ha perdido a sus seres queridos —a su madre y su abuela masacradas, a su padre y antiguos amigos alejados o extraviados—, su vida se convierte en un encadenamiento de crímenes. Zaida deja atrás su matria destruida y emprende el camino en busca de su antigua aliada, María. Va también en busca de quienes ella ahora desprecia, para vengarse. En la lógica de la violencia que ha vivido y la rodea. resulta casi inevitable que se vuelva cabecilla de una banda de forajidos y actúe como sicaria, y ya no como heroína que defiende una causa.
Zaida llega a Nápoles cuando la bailaora, transformada en Pincel, ha zarpado en la Real. Encuentra a Gerardo, el padre de María, a Carlos y Andrés casi enseguida y descubre que su antigua compañera se ha unido a las tropas cristianas en busca de Jerónimo de Aguilar, soldado del destructor de Galera. Más lista y rápida que María, descubre también que esta ha mandado enterrar el libro plúmbeo y ha abandonado, así sea por un tiempo, su talismán, la cruz morisca que debiera protegerla y recordarle su misión.
El enfrentamiento final con María, quien para ella representa la mayor traición a su origen, a su comunidad, a su misión y a la amistad, corresponde desde luego a su transformación en una mujer despiadada. Este cambio, sin embargo, no es irracional; se debe al impacto de la violencia continua y demoledora que ella ha vivido y que ha aprendido a reproducir, primero para defenderse y defender a los suyos, luego para vengarse de su muerte.
Zaida queda varada en Venecia, las venas más llenas de rabia que nunca. Había soñado con unir sus fuerzas a María, para eso la quería, para incorporarla a su banda. Nápoles la recibió con la nueva de que, en lugar de contar con una aliada más, tiene en la lista un mayor número de enemigos. La nueva ha privado a Zaida de lo único amable que ella creía le restaba en el mundo (p. 278).
A la vez inhumana y demasiado humana, en Zaida se cruzan las fronteras del bien y del mal, se asienta el fanatismo, se percibe un ideal inalcanzable y una lealtad imposible a un bien superior ya extraviado. Aferrada al pacto que ella le impusiera a María: “Si una falta […] le haremos pagar con la vida” (p. 157), más que simple vengadora, Zaida parece erigirse en fuerza del destino, en agente de una muerte anunciada.
Así, cuando alcanza a María en Mesina, ignorando que esta ha dejado a las tropas cristianas para retomar su vida anterior, Zaida la acecha en la calle. No la interpela más que para detener sus pasos. Su voz sólo se alza como advertencia final, cuando la insulta —“¡Ten! ¡Mierda! ¡Traidora!”— y se abalanza sobre ella y la apuñala hasta partirle “el corazón en pedazos” (p. 425). Este asesinato brutal, sin mirar a su víctima, sin explicación, es un acto de venganza y un castigo. Zaida cumple así su parte del pacto contra quien ha roto un juramento de lealtad. Mata “a la deleznable amiga de los cristianos, a la asquerosa soldada de su ejército contra los mahometanos” (p. 426). A sus ojos, nada perdona que María haya roto todos los lazos de lealtad que, por origen y afinidad, debería haber preservado y honrado siendo fiel a su misión.
Lejos de preguntarse, como podemos hacerlo nosotros, ¿hasta qué punto se debe lealtad a la sociedad y a la historia cuando se contraponen a una pasión personal que la sociedad y su tradición también han alentado?, Zaida, según la voz narrativa, ejecuta “una matanza tras la otra, mecánicamente, sin pensar, sin sentir” (p. 426). No hay en ella resquicio de amistad, capacidad de afecto o amor, la violencia es ya su única pasión o el único motor de sus acciones.
En este personaje, mujer heroica en Galera, sobreviviente tras la derrota, sicaria y vengadora, Boullosa ha recreado y renovado la figura de la “enemiga” del orden, la imagen de la mujer furiosa, desquiciada, cuya destructividad alcanza lo monstruoso. Su muerte, que le impide realizar la hazaña —o crimen— de matar al sultán Selim II, traidor a su hermano y engañador de su propio padre, no es la de una liberadora de su pueblo, ni le devuelve algo de la dignidad perdida años atrás. Muere como sicaria atrapada en su propio círculo letal, por desmesura, podríamos sugerir. Se siente, en efecto, tan intocable, ¿invencible?, que confía sus planes de seguir matando, a quien, lejos de apoyarla, la delata para salvar a sus anunciadas futuras víctimas, Leyhla y Marisol, moriscas refugiadas en Argel.
Boullosa subraya el carácter irremediablemente destructivo, monstruoso, de Zaida, pero al mismo la configura como antecesora y contemporánea de mujeres, de personas traumatizadas por el horror continuo o recurrente, transformadas en piltrafas humanas por los golpes del destino, o, mejor dicho, por la historia del mundo, el de Lepanto y el nuestro. Por ello, pese a representar uno de los personajes más infames de la novela, sobre todo como antagonista de María, Zaida es una creación poderosa, el personaje que, a mi parecer, mejor enlaza el pasado narrado con nuestro presente.
Transgresoras sin gloria, pero con historia
A través de la contraposición de Zaida y María, Boullosa retoma y transforma el contraste entre la mujer salvaje, monstruosa, y la civilizada o civilizadora; va más allá de la recreación o adaptación en clave femenina del heroísmo épico. La otra mano de Lepanto da vida a personajes y relatos que recuperan, reinterpretan, desbordan el marco épico y sus códigos (una de las características del género novelesco) a la vez que reivindica a figuras femeninas que podrían o deberían haber sido reconocidas y celebradas por sus hazañas, épicas o no, y su afán de vivir, aun transgrediendo las normas de su tiempo. En sus contradicciones, fallas, trágicas o mezquinas, sus protagonistas rebasan la inmovilidad y atemporalidad de los héroes épicos y, sin escapar del todo de los confines del siglo XVI, apuntan hacia el futuro, nuestro presente.
María alcanza la condición de heroína épica a ojos del cronista Carriazo, y de quien lee. La pierde, o no la merece, a los ojos de la autoridad —y su mirada patriarcal— por ser mujer. Sus motivaciones, por otro lado, permiten poner en cuestión sus actos porque, lejos de inspirarse en una causa elevada (como la que le encomendara Farag), se derivan de una pasión amorosa errada, que, desde una perspectiva épica o político-patriarcal, sería una debilidad femenina, y, desde una mirada crítica, resulta un autoengaño. El argumento de participar contra los turcos para preservar el dominio cristiano en Famagusta y así poder cumplir su misión, que se da para justificar su decisión de embarcarse en la Real, es, como ella reconoce demasiado tarde, un equívoco, un cálculo errado.
Zaida, por su parte, pierde su efímero carácter heroico al transformarse en máquina de muerte. Si bien en una batalla su afán de venganza podría encontrar un desfogue justificado y ser elogiado en una crónica de vencedores, o en un relato de resistencia desesperada, su historia carece de aureola. Después de Galera no combate como una leona, por usar una expresión bélica: mata a sangre fría, y, peor, asesina a su enemiga cuando va desarmada.
La construcción de estos personajes contrapuestos implica, por un lado, un reconocimiento de la capacidad heroica de las mujeres. Fue heroica Zaida, como lo fueron otras mujeres históricas que resistieron hasta la muerte ante tropas que aniquilaron ciudades sitiadas. Fue heroica María, al estilo de los héroes cantados en las canciones de gesta o de la Monja Alférez. Pero ese heroísmo en el campo de las armas no sigue del todo el patrón masculino en el caso de María, ni mantiene aureola gloriosa alguna en el caso de la vengadora Zaida. De ahí que la inclusión de estas mujeres en el elenco heroico lleve a preguntarse por los límites y contradicciones del concepto de heroísmo ensalzado en el contexto bélico.
Por una parte, se trata de mujeres que, si bien siguen ciertas pautas del héroe masculino y exhiben cualidades de valor y entereza, destreza con las armas y capacidad de combate, contradicen la inmutabilidad que se otorga a los héroes ensalzados en la épica. En el caso de María, el develamiento de su cuerpo, su identidad de mujer no congela su acción en la batalla, pero reduce su significado a ojos de quienes habrían de premiarla. A Zaida la derrota no la convierte ni en heroína ni en mártir; y su falta de grandeza de alma, o de miras, le impide ser vista como leal defensora de su pueblo.
Por otra parte, las reflexiones acerca del sentido de los hechos históricos y en particular de las acciones bélicas que abundan en la novela, ya en voz del narrador, ya en la de personajes como Carriazo, cuestionan una y otra vez las interpretaciones unívocas o maniqueas. Las hazañas de unos son atrocidades en la visión de otros. La historia gloriosa que escriben los vencedores es la crónica de la barbarie que narran los vencidos. El héroe de unos resulta el enemigo de los otros, al que rara vez se le reconoce su valor, si no es para justificar una derrota “digna” o la intensidad de la resistencia.
En este entramado de reinterpretaciones de la Historia, también el heroísmo épico en femenino está sujeto a los sesgos del observador y se lee desde perspectivas diversas. A Zaida, la autora implícita la reduce muy pronto a “cuna de muertos” y su trayectoria confirma la primacía de su sed de venganza. A María, el cronista de Lepanto la ensalza y exalta sus hazañas; Don Juan de Austria y su vocero la reducen a excepción que confirma la regla de la subordinación femenina: se perdona su transgresión al código masculino, incluso se tolera su continuada presencia entre la tropa, pero no se le premia; se le acepta sólo como combatiente, no como persona, por el solo hecho de ser mujer. La autora implícita, a su vez, le otorga el arte de la espada y un arrojo singular, pero le niega una muerte heroica o siquiera una “buena muerte”, parece confirmar así que las heroínas pueden tener historia, pero quedan fuera de la gloria épica.
Por último, en la medida en que ambas protagonistas se configuran como producto de su época, de sus contradicciones, límites y arbitrariedades, la novela que les da vida pone en cuestión el heroísmo épico mismo y, en tanto creación posmoderna, los relatos monológicos, literarios o históricos, del pasado. La autora implícita muestra, a través de la experiencia de las víctimas, los ultrajes que imponen los héroes de los cantares gloriosos y de las historias oficiales escritas por el vencedor. Muestra también los obstáculos que se imponen a las mujeres, a las comunidades y pueblos sometidos, que aspiran a vivir en libertad o conforme a sus aspiraciones.
En tanto personajes novelescos, Zaida encarna el trauma y el horror, el potencial del mal que se desata en contextos desgarrados. María, en contraste, inspira admiración y empatía, no tanto por su maestría con la espada, aunque esta se valore, sino por su arte, su resistencia ante la desgracia, y su anhelo de felicidad. Su dimensión épica es sólo un rasgo de su personaje, no es un accidente, pero tampoco su faceta más determinante. Su valentía, sus afectos, y con estos sus contradicciones; sus acciones y sus fallas, su lucidez tardía y su deseo de rebasar la infelicidad de su historia, así sea en un relato ficticio, le dan textura y profundidad a su vida y hacen de ella un personaje complejo, cuya vida (novelesca) es digna de ser recuperada, contada y cantada.
Bibliografía
Arias, Jesús (29 de junio de 2000). El Vaticano devuelve a Granada los “Libros plúmbeos” del siglo XVI. El País, “Cultura”. Disponible en: http://www1.udel.edu/leipzig/270500/elc290600.htm
Boullosa, Carmen (2005). La otra mano de Lepanto. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica.
Butler, Judith (2004). Precarious life. The power of mourning and violence. Londres/Nueva York: Verso.
Burke, Jessica (2005). Bodies in transition: identity and the writing process in the narrative of Carmen Boullosa. Tesis de doctorado. Princeton University.
Castro, Américo (1982 [1965]). La realidad histórica de España. México, D.F.: Porrúa (“Sepan cuantos…”, 372).
Cervantes, Miguel de (1962). Novelas ejemplares. Nueva York: Doubleday (Col. Hispánica).
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Navas Ocaña, Isabel (2008). Lecturas feministas de la épica, los romances y las crónicas castellanas medievales. Revista de Filología Española, vol. LXXXVIII, núm. 2: 325-351.
1 Todas las citas de la novela se tomaron de Boullosa (2005).
2 Como los ha llamado Jessica Burke en su tesis doctoral Bodies in transition (2005).
3 Los libros plúmbeos “descubiertos” en el Sacromonte de Granada a fines del siglo XVI son una falsificación de los moriscos en un intento de detener la persecución contra ellos: pretendían hacerlos pasar por escritos del siglo I que proponían un sincretismo entre el Islam y el Cristianismo. Enviados al Vaticano, fueron considerados heréticos. El Vaticano los devolvió a Granada en el año 2000 (véase Arias, 2000).
4 Visión semejante a la que alienta a los cristianos contra judíos, gitanos y moriscos en la España fundamentalista de la época, y a la que conduce, desde el 2001 hasta hoy, a la reducción del árabe a potencial terrorista en el discurso político de Estados Unidos.