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El proceso de escritura. Escribir y reescribir. La configuración del yo y su visión de la poesía

La lectura de los papeles de Blanca Varela, ya sean manuscritos o textos mecanografiados, con anotaciones a mano o sin ellas, bien inéditos o versiones de poemas publicados, abre el camino para hallar respuesta a preguntas acerca de la manera como la autora enfrentaba la escritura poética o del porqué elegía determinados caminos expresivos. Asimismo, permite observar en perspectiva ese proceso desde su obra inaugural hasta aquella que cierra su producción. La publicación, en 2014, de Puerto Supe, edición facsimilar de una versión anterior del primer libro de Varela, Ese puerto existe (1959), hace visible que entonces, probablemente entre fines de los años cuarenta y comienzos de la década de 1950, la autora intervenía en sus propios textos para modificar puntuación; para rectificar una palabra, que en algunos casos reescribía luego de haberla tachado, y para circundar grupos de versos sin disponer abiertamente su eliminación, o, incluso, descartaba algún poema. Su reescritura expresaba dubitación. Pero a medida que da forma a nuevas colecciones poéticas las huellas de la reescritura revelarán decisiones más claras y definitivas.

Considerada exigente con la palabra, buscadora del término preciso y muchas veces descarnado, las varias versiones de un mismo texto y hasta los escritos abandonados nos acercan a modos de proceder no siempre deducibles de los poemas publicados. Lo que un texto terminado nos permite inferir sobre la composición es siempre limitado e incierto; el texto fijado en la publicación no cuenta su historia. Puede el lector imaginar que un poeta ha llevado a cabo elecciones de distinto tipo en el campo lexical, en el sintáctico o en el figurativo (como entre sinónimos, entre un vocablo y otro según su sonoridad o la conveniencia de su uso en determinado contexto, prescindir o no de la puntuación, elegir entre la metáfora y el símil o entre lo explícito y la elipsis), pero rara vez se puede asegurar haber hallado el rastro de una elección que, en algunas ocasiones, ni siquiera el poeta ha hecho con plena conciencia. Es el material pre-textual el que habla de las etapas de la escritura.

Todo proceso de escritura poética es una actividad compleja y hasta contradictoria, pues consiste en hacer y deshacer, en decir y desdecir. Para el lector, los pormenores de dicha actividad permanecen ocultos, pertenecen al espacio privado del laboratorio del poeta que este suele reservar para sí. Sin embargo, en un nuevo ejercicio de contradicción, muchos poetas guardan sus bosquejos, como si de ese modo nos dijeran implícitamente que lo descartado también debería tener un lugar en la memoria. Esta actitud deja al descubierto una doble elección que, por lo general, conocemos luego de la desaparición física del poeta, cuando se tiene acceso a esos documentos. Dicho material evidencia, por un lado, la selección y las rectificaciones practicadas para llevar a término los poemas o para abandonarlos, y, por otro, la decisión, aunque pueda parecer carente de intención, de no destruir las páginas en las que han quedado inscritas sus dudas y sus afirmaciones.

Los papeles, cuadernos y libretas conservados por Blanca Varela, en los que un principio de clasificación está por lo general ausente, revelan distintas actitudes en relación con el material que trabajaba y diversas maneras de acercarse a un tema. Esta diversidad tiene también que ver con el recorrido de su escritura, desde unos inicios en los cuales una marca distintiva es el uso de la imagen de filiación surrealista, hasta un periodo de madurez, en que la expresión se ciñe y el hermetismo se vincula al silencio. Mientras en algunos casos amplía la expresión, agrega o considera varias posibilidades, sin descartar ninguna, en otros tacha o elimina lo obvio o lo explicativo. Los documentos a los que hago referencia carecen de fechas casi en su totalidad y, en lo que respecta a los papeles sueltos, el desorden y su condición de incompletos no necesariamente pueden atribuirse a la autora, si tenemos en cuenta los distintos traslados de domicilio a lo largo de su vida. Los cuadernos y libretas se presentan como unidades aparentes en los que se encierran anotaciones varias, por ello se encuentran en ellos esbozos de poemas alternados con apuntes relacionados con la vida cotidiana y laboral. El hecho de que en alguno de los cuadernos se identifique una línea o un bosquejo de algún poema publicado resulta un principio de orientación cronológica. Por tanto, las posibilidades de datar un documento solo son aproximativas y se guían de datos como el que acabo de mencionar, así como de algunas características de estilo.

Los signos y las líneas trazados en los papeles de autor, que se sobreponen o anulan fragmentos de lo escrito, dan cuenta de un trabajo en proceso que rara vez satisface a quien lo realiza y nos hacen pensar que las que conocemos como versiones finales no siempre significaron la única elección, sino la mejor en un momento determinado. Los signos utilizados por Blanca Varela (tachaduras a mano o a máquina, leves o muy marcadas, círculos alrededor de palabras, paréntesis, líneas que conducen a los márgenes, asteriscos para separar textos, numeración) son indicadores de supresiones, interrupciones, dudas, abandonos y tentativos principios de construcción, todas formas inscritas de la dinámica de la creación poética. Los documentos conservados reflejan al menos parte del proceso de reescritura que, en mayor o menor medida, supone indecisión con respecto a determinados lineamientos expresivos, de ahí la necesidad de volver a los textos esbozados o supuestamente terminados, como cuando Varela corrige sobre una copia en limpio, mecanografiada o de impresora. Reescribir lleva implícita una relectura; el autor asume, por tanto, la función de lector sin abandonar su estatuto de creador y aplicando, además, una visión crítica ya avanzada en la intención de revisar y replantear. Es, pues, un trabajo multifuncional y, también, dilatado en el tiempo, que deja señales de su recorrido y nos coloca ante la íntima vibración de quien escribe. Afirma Élida Lois:

[…] no puede olvidarse que el examen de trabajo escritural manuscrito es una entrada en la vida privada de un escritor que ha tenido contacto corporal con la tinta y el papel; así, la premura o la detención, el nerviosismo o la distensión, la firmeza o las vacilaciones del ductus, o la intensidad de una inscripción, son indicios interpretables no sólo de estados de ánimo sino también de actitudes ante el proceso creativo (2014, p. 76).

Entre los documentos conservados de Blanca Varela son más abundantes las copias de textos pertenecientes a la segunda mitad de su producción, desde Ejercicios materiales (1993) en adelante, y también frecuentes los casos en que se hallan más versiones del mismo texto con pocos o varios cambios. Dicha multiplicidad es el reflejo de dudas o de constantes retornos a un texto para fijarlo e incluso para ubicarlo en una secuencia, pues la autora ensaya diversos ordenamientos reflejados en la numeración de páginas. Es el caso del conjunto de poemas El falso teclado (2001), en cuyas copias se comprueban cambios de ubicación de los poemas. Existen en su archivo digitalizado tres conjuntos reconocibles de documentos de la última colección publicada por la autora: uno consta de 56 vistas de papeles de distinto tamaño, autógrafos o dactilografiados, inéditos y publicados; otro, de 33 vistas, con características similares; y uno, con 16, de copias en limpio, al parecer el más reciente y que debió servir para la estructuración del poemario. Sin embargo, notamos en este último dos variantes: no figura un poema que será incluido con posterioridad («Dama de blanco») y otro («Nadie nos dice») no aparece en su posición definitiva, se halla en sétima posición en la secuencia, pero en la publicación cierra el libro. También de El libro de barro (1993b) hay pruebas de distintos intentos de ordenamiento. Una de las secuencias, con las páginas numeradas, sigue el orden de los siete primeros poemas de la versión publicada y se cierra con el poema que en el libro ocupa el último lugar. Otra numera en romanos escritos a mano cuatro poemas, lo cual permite deducir que Varela pudo haber considerado también la posibilidad de presentarlos como partes de una sola composición. Y la tercera secuencia, con páginas numeradas de la 1 a la 8 y en copias de computadora, propone poemas en verso a partir del tercer poema en el orden del libro («la mano de dios»), y termina en «El niño se miró…». El poema «Basta de anécdotas, viandante» finaliza la primera secuencia, no aparece en la segunda y, en la tercera, es incluido en sexto lugar.

Pero ¿qué la lleva a descartar poemas y a conservar las copias? Las razones, sin duda, no pueden ser siempre las mismas y varían según el momento que atraviesa su escritura. Tampoco es lo mismo eliminar un texto escrito rápidamente que hacerlo con uno más meditado; unas veces los poemas dejados de lado no satisfacen, otras no convienen al conjunto. El hecho de que cuadernos y papeles sueltos no hayan terminado en la papelera refleja una duda, tal vez una suspensión en la decisión a fin de tener una alternativa para más adelante. La dubitación se halla siempre presente en la reescritura y en Varela es evidente cuando en un texto tacha un vocablo, lo reemplaza por otro y, casi de inmediato, a juzgar por la rapidez del trazo, revalida el primero. De la consideración de una parte del material descartado por la autora se deduce que la razón podría sustentarse en la naturaleza de lo dicho. Si ha revelado demasiado o más de lo conveniente, y lo expresado remite a una experiencia concreta y reconocible, se inclina por eliminar cualquier desarrollo que conecte con la realidad que le habría dado origen. La concepción de que en poesía hay que decir de manera indirecta, a veces impersonal y hasta con el silencio subyace a este tratamiento escritural.

Los escritos de Varela, sobre todo los que constan en los cuadernos, revelan que solía recurrir a la anotación rápida, a partir de la cual podía construir un texto poético que apenas guardara el recuerdo de su origen. Esas anotaciones evidencian también las modalidades o procedimientos frecuentes de los que se valía para componer imágenes y seguir el impulso de su escritura, mecanismos que especificaré más adelante. En tales anotaciones escribe impulsada por la necesidad de decir, sin ponerse límites, y luego enmienda o tacha; incluso, sin terminar de escribir una palabra, la cambia, porque la asociación es inmediata y porque, como en el siguiente ejemplo, la palabra a medio escribir («primavera») restringía el significado: «la prim las estaciones / mudan sus rostros» («Cuaderno azul», vista 22).

En el proceso de formación de una voz lírica hay escritos representativos que, aunque nunca fueran difundidos, cuando salen a la luz y se confrontan con la obra publicada, funcionan como significantes de una toma de conciencia y de la ubicación del sujeto lírico en un contexto, bien sea este enraizado en la realidad o constituido como imaginario. No es el propósito de este ensayo el estudio crítico de los textos inéditos de Blanca Varela, conducente a su publicación, aunque ese trabajo queda pendiente de hacerse, pero utilizaré algunos de esos escritos inéditos porque arrojan luces sobre otros publicados o sobre etapas de silencio. El hecho de que los archivos de Varela hayan sido digitalizados por la Casa de la Literatura Peruana y puedan estar disponibles para la investigación hace posible la consideración acerca de cuál y cómo ha sido el tránsito entre una voz primigenia y la que, confrontada con nuevas experiencias expresivas, evoluciona hacia su maduración. A lo largo de una obra, un poeta modifica su voz como respuesta a motivaciones de diversa índole; en el caso de Varela, las variantes afectan la elección de las palabras y el tono, y se reconoce un recorrido que va del predominio de las sensaciones, en sus primeros poemas, a la intensidad de la palabra descarnada, en los últimos.

En un cuaderno de tapa negra, denominado «Cuaderno negro» en el archivo digitalizado, se lee un texto sin título que, atendiendo al tema, la atmósfera y la posición del hablante lírico, pudo ser escrito durante el inicio del periodo europeo de Varela, concretamente el de su estadía en París. Se caracteriza por su cercanía a lo vivencial, tanto en la modalidad del decir como por los referentes aludidos, y porque carece de imágenes como las que utilizaba la autora en sus escritos de la década de 1940, cuando habían acoderado en ella las lecciones surrealistas aprendidas de Emilio Adolfo Westphalen y César Moro. El texto no llegó a ser publicado por motivos que se desconocen ni tampoco se ha hallado una copia mecanografiada en limpio; lo identificamos por las palabras iniciales, «Nadie me conocía», que abiertamente declaran la situación de quien habla. El hallazgo de este poema inacabado adquiere significación porque ayuda a comprender ese pasaje que el yo lírico transita entre una manifestación distante y de cierto aislamiento a otra involucrada con los rastros y las heridas infligidas por la realidad. No obstante, el poema no deja de ser un espectro, un material suspendido y significativo incluso por su condición de silenciado. El silencio lo envuelve por partida doble: como conjunto abandonado y por las tachaduras que eliminan líneas enteras.

«Nadie me conocía» ocupa seis páginas del «Cuaderno negro», en el que 22 páginas a rayas sin numerar están escritas de puño y letra por Varela. No se registra ninguna fecha, pero la caligrafía ordenada y muy dibujada permite situar el conjunto en una etapa más o menos temprana de su escritura. No solo el poema motivo de comentario, sino ninguno de los textos del cuaderno fue publicado. En «Nadie me conocía» se observa una distribución singular de las versiones primera y segunda de las dos primeras páginas del texto. Si tenemos en cuenta el cuaderno abierto, Varela empieza a escribir en la página de la derecha (vista 2) y en la de la izquierda (vista 1) reescribe incorporando correcciones y haciendo añadidos que, en algunos casos, también tacha. Igual procedimiento se comprueba en la segunda página del texto: escribe primero a la derecha (vista 4) y a la izquierda copia la reescritura (vista 3). Sin embargo, con las dos últimas no hace lo mismo; escribe ambas en las páginas de la derecha y estas se suceden con sus correcciones, sin que se aprecie un intento de ponerlas en limpio (vistas 5 y 6). La lectura posible de este poema inacabado en la versión digitalizada sigue una secuencia que empieza en la primera página y sigue en la tercera, la quinta y la sexta. Muy probablemente, escritura y reescritura son cercanas en el tiempo y evidencian que Varela necesitaba tener a la vista las primeras versiones para reescribirlas con claridad y luego continuar. Este ordenamiento del proceso de escritura se sustenta, en principio, en la caligrafía, ligeramente más ordenada en las dos páginas de la izquierda, como de quien copia pausadamente; en correcciones como las de los primeros cinco versos de la página de la derecha, entre los cuales uno es agregado en el margen superior y luego incorporado en la copia de la izquierda, en la que elimina el adjetivo «musicales» («y sus peinados árboles musicales»); o también en calificativos referidos al sujeto lírico que dan la impresión de un desborde emocional («más perra aún que el perro», «famélica, suicida, dichosa»), los cuales desaparecen en la página de la izquierda, lo cual podría explicarse por un afán autorrestrictivo respecto a la propia expresión. Varela ha empezado a poner límites a cualquier amplificación expresiva, pero también deja entrever sus dudas al no tachar términos como los anteriormente mencionados. A pesar de su condición de inacabado y de los versos tachados, se reconoce en el poema un decurso, un sentido, encaminado a poner al sujeto lírico en un contexto que le resulta extraño y se identifica como la ciudad de París. Este poema no solo representa el tránsito a un nuevo escenario, sino también la evolución de la actitud y el lenguaje del hablante ante ese escenario. Para la observación de cómo se construye un yo como otro con respecto a la producción vareliana de la década de 1940 es conveniente considerar no solo las variantes afirmadas sino también las negadas, es decir, tanto lo tachado como lo que finalmente conserva.


Vista 1. «Nadie me conocía…». Primera página reescrita a la izquierda en el «Cuaderno negro».


Vista 2. «Nadie me conocía…». Primera página escrita en la cara derecha del «Cuaderno negro».


Vista 3. «Nadie me conocía...». Segunda página reescrita en el lado izquierdo.


Vista 4. «Nadie me conocía...». Primera versión de la segunda página.


Vista 5. «Nadie me conocía...». Penúltima página escrita a la derecha.


Vista 6. «Nadie me conocía...». Última página.

En la página en la cual Varela hace las primeras anotaciones la hablante se autodefine como «emparedada, rota, / rescatada del naufragio / … / más perra aún que el perro, / sorprendida por la primavera, / famélica, suicida, dichosa, / era yo, la extranjera» (vista 2). Esta hipercalificación de signo prioritariamente negativo, pero también antitética, pues le da el mismo valor a los términos que enuncian el hambre, la muerte y la felicidad, es descartada en la reescritura que se lee en la página de la izquierda (vista 1). No censura esta serie de calificativos con tachaduras, los descarta luego de haberlo pensado y los invalida cubriéndolos de silencio. Esos términos acentúan la inmovilidad, el encierro, una condición más baja aun que la del animal, la carencia y la conquista de una precaria dicha en el contexto de un mundo que empieza a ser descubierto; al silenciarlos, visibiliza la opción del autocontrol y la concentración del sentido en pocas palabras. Lo que queda en el texto reescrito es la expresión de la anomalía con respecto al entorno, la diferencia en relación con los otros, que consiste en ser «extranjera» y «único fantasma», es decir, casi invisible en un ámbito que de por sí anula la identidad por su vacuidad: «único fantasma en el mediodía de los parques vacíos» (vista 1). Además, la definición del yo se halla estrechamente ligada a los otros, un colectivo borrosamente delineado en esta primera página, pero marcado como ajeno («entre ellos», «en sus mesas de alquiler»), aunque, a través de la mirada, le da existencia a quien habla («rescatada del naufragio por los ojos veloces del pasante»).

El espacio que el poema va trazando contrasta lo abierto y lo cerrado (calles y parques y cafés), por un lado, con el paisaje de la memoria, por otro. El solitario sujeto lírico se reconoce «entre el senegalés de morada / sonrisa y el solitario / bebedor de ajenjo» (vista 3), personificaciones del inmigrante y el bohemio que no solo completan el diseño de la ciudad de París, sino aportan a la definición del yo esos mismos atributos. Es más, en la penúltima página, Varela insiste en ese punto de vista que le otorga al yo la calidad de reflejo, la hablante le debe a otro cierta condición de su ser que, de ese modo, va adquiriendo rasgos proporcionados por el contexto, el mismo en la experiencia de la autora y en la realidad creada del texto, y que no se observa en los poemas de los años cuarenta: «y dios, bordelés patrono de café, / me sonreía desde la caja / y el milagro de estar viva / costaba apenas / unos pocos centavos» (vista 5). La identificación del «patrono de café» como «dios» se relaciona con una serie de alusiones a lo divino de diversa índole que, a lo largo de su obra, Blanca Varela irá nutriendo de sentido y de implicaciones complejas a las que volveré más adelante. Es significativo que en esta página la autora haya decidido tachar el nombre de otro personaje, el intérprete de acordeón Roland Letellier, decisión que le da protagonismo a la música y es un indicador de cómo al elaborar a partir de la realidad no incurre en la necesidad de retratarla. También eliminó en esta página ocho versos centrados en la expresión de sentimientos de ansia de cariño, de tristeza y de abandono, como una forma de trazar una vía que la alejara de la confesión personal.

En ese paisaje urbano, el sujeto lírico rememora y por ello actualiza otro paisaje que establece un contraste con aquel en que se encuentra. Este rescate surge de una rápida anotación sobre la palidez de la luz del crepúsculo, a la cual contrapone la visión de un sol que «llameaba en la memoria» (vista 3). De ese modo ingresa el paisaje de la infancia, el de la costa desértica tantas veces mencionado en su obra posterior, alentado por la distancia a la que se somete el yo empírico: «sol lejano, sol de desierto, / sol de infancia, / alta isla rodeada de sueño y miseria» (vista 3). El mecanismo es similar al practicado en «Puerto Supe», aunque en dicho poema el detonante es el distanciamiento en el tiempo y se plasma la afirmación de pertenencia a dicho entorno desde el discurso actual de la voz poética; es destacable en ese sentido el hecho de que todos los verbos de dicho poema estén en tiempo presente. La mención a la distancia en este inédito motiva también la rememoración de la despedida y de la ausencia, pero en el contrapunto entre lo tachado y lo reescrito se reconoce un ser en la ausencia. Varela descarta sin tachar la concesión a la nostalgia: «y luego como un relato ajeno / la partida sin adioses / la neblina de rostros vagamente / amados» (vista 4). Hay un antes y un ahora, un lugar distante vagamente dibujado desde el nuevo emplazamiento del yo, cercano y con nítidos contrastes. Si bien no queda constancia de una versión definitiva de este poema abandonado, «Nadie me conocía…» introduce la configuración de una voz lírica en relación con un nuevo mundo creado que se abre al espacio de la ciudad, distinta de la de los poemas limeños de la década de 1940 y probablemente anterior a la que se expresa en «Puerto Supe».

En la etapa inicial de su obra, representada por «El fuego y sus jardines», la parte eliminada posteriormente de Ese puerto existe, Blanca Varela tiende a ocultar la identidad del hablante lírico que, aunque es un enunciador, no se define ni se autocalifica y permanece velado por el objeto de la enunciación, preferentemente descripciones de lo sensible y construcciones simbólicas. Solo cuando se confronta con otro dice algo de sí, como en «Esta oscura flor», en la que el yo es un ser que huye del que fue su «amado», concreto o simbólico («huyo de tus pálidas alas; de tu cuello delgado y transparente, viejo cisne, huyo»); o como en «En el espejo», en el cual la voz lírica se inclina a conjugar el placer y el dolor o, mejor dicho, a encontrar uno en el otro, como se leerá en diversos pasajes de su obra poética («Exploro la llama y no la extingo porque amo su calor doloroso, / sus angustiadas lenguas sin sonido»). En Ese puerto existe, o en lo que Varela decide que sea finalmente ese libro, el hablante lírico tiende a perderse en formas indeterminadas o a manifestarse como un yo masculino que más bien parece vincularse a la especie, humana o animal, sin un propósito visible de negar lo femenino o afirmarlo por ausencia; es el que ama la costa donde ha echado raíces, el que asciende desde el pozo y profundiza en la noche, pero también el simio («Primer baile»), el «único viviente», el que se mueve en el lodazal y con dificultad asciende. Humano y animal en similares desplazamientos y condiciones.

En lo que respecta a la autodefinición, el panorama no cambia significativamente en los sucesivos poemarios, aunque se perfilan y acentúan roles, como el maternal. El hablante lírico casi no se define por lo que dice ser, sino por un accionar que la palabra profiere; es fundamentalmente un observador crítico —una mirada— y un enunciador que da forma al mundo con la palabra. Lo que va modificándose y ampliándose es la dimensión de lo observado y la actitud de quien mira, cada vez más crítica, irónica e, incluso, francamente desencantada. La voz lírica va ganando intensidad. En «Vals», poema de Luz de día, el yo lírico reúne identidad y acción en los siguientes versos: «La mirada que soy entorna la puerta, atisba el vacío, / otea el cielo en ruinas»; gracias a la metonimia, el hablante no solo duplica su capacidad de ver, sino que ve lo que no es claramente visible: el vacío, lo ruinoso o decadente del cielo. Es claro que la poesía de Varela alude a un contexto que no pretende describir en términos realistas y que la identidad del hablante tampoco se dilucida de acuerdo a tales parámetros, es decir, ella asume una voz que, además de vincularse con su circunstancia extrapoética, interpreta los conflictos y las angustias de la condición humana («esta ínfima y rebelde herida de tiempo que soy», «Malevitch en su ventana», en Ejercicios materiales).

La identificación con el campo de lo animal va ampliando su espectro y, además de proporcionar algunos trazos para la definición del yo («y hasta aquí habré llegado / entre la mar y el campo / aleteando o mugiendo», «Otro», en FT), puede relacionarse con una máscara que pone en duda el aspecto humano («yo soy aquella / que vestida de humana / oculta el rabo / entre la seda fría», «Claroscuro», en EM) y, desde la visión del hablante, propone un modelo de comportamiento («morirnos sencillamente / así como lo hicieron el gato / o el perro de la casa / o el elefante / que caminó en pos de su agonía», «Nadie nos dice», en FT). La referencia al mundo animal llega incluso a la simbiosis, en unos casos con la mediación del símil («trepo como la araña que soy / frágil y rencorosa», «del abismo…» en CA), en otros, de identificación plena gracias a la metáfora («tú eres el perro tú eres la flor que ladra», «Secreto de familia» en Valses y otras falsas confesiones (1972); «soy un animal que no se resigna a morir», «Escena final», en EM). Puede considerarse una manifestación más del manejo de la referencia al mundo animal el título de su penúltimo poemario, Concierto animal (1999), cuyo sentido de música creada y ejecutada desde la condición animal —la más instintiva en la naturaleza humana— resulta apropiada para la expresión del dolor y hasta para el alarido ante la pérdida. El título anuncia un conjunto que considera esa entidad como referente y en el que algunas características provienen de la observación de ese ámbito, como el placer y el dolor actuando al unísono. En el campo figurativo se aprecian huellas del mundo animal en la utilización de términos que conforman epítetos, adjetivaciones o metáforas: «fatigado cabrío», «así la mosca desova en el hilo de luz», «la certeza magra giba», «cielo borrego». La secuencia de poemas, en algunos momentos cercanos a la experiencia de la muerte del hijo y, más allá de ese hecho concreto, vinculados a la muerte como inevitable final de la vida, culmina en «el animal que se revuelca en barro», un poema en el que cualquier alusión autobiográfica es descartada y en el que el animal modélico ofrece una salida al poemario, pues el yo lírico no resuelve por sí mismo el enfrentamiento con la muerte; ese animal representativo de la especie se dirige a la muerte como quien va a una fiesta, entonando una melodía, de ahí que la voz lírica haga un elogio del animal ante aquella e, implícitamente, invalide la actitud humana ante la misma, idea sintetizada en una carencia: el «don para entrar en la charca».

Conciencia del proceso: lineamientos de poética

Blanca Varela escribió y declaró en pocas ocasiones acerca de su modo de componer y de las dificultades y desafíos que presentaba para ella la escritura, pero publicó poemas que pueden ser leídos en clave de poética, como «Media voz», de Canto villano (1978), o «Poemas. Objetos de la muerte», de El libro de barro, y dejó textos inéditos en los cuales los avatares de la escritura poética son el motivo central. Modesta Suárez recuerda unas declaraciones de la autora publicadas en Diario de poesía, N° 33 (Buenos Aires/Rosario, 1995), en las que llama «material de arrastre» (2007, p. 124) a todas aquellas expresiones que, surgidas de manera más o menos espontánea, descarta después para dar forma al poema; es decir, puede deducirse que en situaciones como esta Varela deja fluir libremente la expresión, pero mantiene cierto grado de control y de conciencia, manifiestos en la reescritura en la que el poema definitivo se afirma. En otra entrevista, realizada por Rosina Valcárcel, la autora confiesa: «[…] soy una gran jardinera. Puedo escribir muchas páginas y de pronto me quedo con muy pocas líneas, porque el poema está allí metido, hay que saber encontrarlo» (2007, p. 453). Este procedimiento recuerda el hallazgo de la forma en el bloque de mármol que Miguel Ángel ponía al descubierto a medida que cincelaba la piedra, con la convicción de que la figura habitaba en ella de antemano y el escultor era el llamado a liberarla.

«Media voz» alude desde el título tanto a su sentido coloquial, en voz baja, como a la insuficiencia expresiva de la propia voz. Esta ambigüedad se apoya en un rasgo gramatical: la ausencia de la preposición «a». El poema no se define abiertamente como una poética, como un modo de concebir la poesía, sino como la posición del hablante lírico ante la escritura de un poema. Y en ese sentido el sujeto lírico es terminante: «no he llegado / no llegaré jamás». El poema es una entelequia y una meta que no se alcanza, pero también ocupa un espacio hipotético, el centro de una totalidad no especificada. El poema es definido metafóricamente como «intacto sol / ineludible noche», luminosidad y oscuridad lo distinguen, pero luminosidad ni tocada ni cambiante y oscuridad que no es posible evitar si se le busca. Esta convivencia conflictiva de la luz y la sombra está presente en la obra de Varela desde su primer poemario referida a diversos aspectos significativos, y llega incluso a la paradoja de la identificación de los contrarios. Aquí sumerge en la contradicción la idea del poema. Por otro lado, también el concepto de centro puede rastrearse en la obra vareliana, pero con el sentido de matriz, recinto que estuvo lleno y que en el presente de la creación poética permanece vacío; centro es también el ombligo, pequeña huella del origen y signo de la propia identidad («centro del mundo centro del caos y de la eternidad», «Camino a Babel», en CV). El poema, nuevamente definido metafóricamente, ahora como un «animal de palabras», es buscado por un yo que se comporta también como un animal, lo husmea, sigue su huella, intenta atajarlo de manera subrepticia, es decir, se encuentra cerca, pero lo pierde. Ese ser solitario que merodea es la imagen del poeta o la imagen de sí misma en la búsqueda, pues el género femenino apunta sin duda a la identidad de la autora («atenta desarmada / sola»). Tampoco la actitud alerta garantiza el hallazgo, la voz poética solo ha vislumbrado el poema, idea que la repetición anafórica del adverbio «casi» subraya: «casi en la muerte / casi en el fuego». Los términos «muerte» y «fuego», por su parte, conectan con extremos de finitud y de ardor, de extenuación y de pasión, siempre anhelados y nunca alcanzados.

La concepción vareliana del poema como centro inasequible coincide con desarrollos similares en otros poetas y amigos de su grupo generacional1. No quiero indicar con esta observación que esta concepción se deba a una influencia de los escritos entre ellos, sino que un espíritu común los alentó y la búsqueda del poema acorde con sus aspiraciones se vio siempre defraudada debido a un elevado sentido autocrítico. Raúl Deustua configura el ser y la palabra poética como una esfera cuyo centro es inalcanzable, allí «la palabra se encierra en el silencio / y vuelve al núcleo milenario. / Es allí, en esa esfera, donde vive / el verbo calcinado por la tierna / virtud de lo insumiso» («Una palabra intenta definir la esfera», en Sueño de ciegos: obra reunida). En el poema «márgenes» (Folios de El enamorado y la muerte), Javier Sologuren propone no solo una expresión verbal sino espacial de ese centro al que no accede, mediante una columna en blanco entre las dos paralelas del texto. El poeta no puede escribir en ese centro, solo lo rodea anotando en los márgenes, pero allí está el poema: «entre estas / dos columnas / está el poema / la ausencia / siempre / presente». Tanto Varela como Deustua y Sologuren incorporan a sus textos poéticos marcas del silencio, de lo no dicho o de lo que son incapaces de decir. Según sus concepciones, el poema finalmente escrito es un material no logrado.

Otra visión del poema se vincula con lo desechado o, más precisamente, con lo que emana del cuerpo a manera de flujo que expulsa lo interior hacia el exterior:

Poemas. Objetos de la muerte. Eterna inmortalidad de la

muerte. Algo así como un goteo nocturno y afiebrado.

Poesía. Orina. Sangre.

Muerte fluyente y olorosa. Gran oído de dios. Poesía. Silenciosa

algarabía del corazón (LB).

En este poema de El libro de barro, la poesía no es sino un fluido corporal más («Poesía. Orina. Sangre»), cuyo goteo es producto de la nocturnidad y de la entrega febril, es decir, de un proceso en que el cuerpo cede algo de sí. Poesía que es muerte viviente; Varela se empeña en extender su vigencia, en convertirla en proceso y no considerar su carácter definitivo («Muerte fluyente y olorosa») y, de ese modo, la poesía comparte ese fluir que no se detiene porque la muerte no es mortal. El uso del oxímoron «Eterna inmortalidad de la muerte» modifica el sentido que, al comienzo del texto, condena a los poemas, y permite la resolución conceptual y compositiva, pues el gozo silencioso de la entrega a la poesía («Silenciosa algarabía del corazón») revierte la visión negativa del inicio del poema. Entre los manuscritos de Varela no fechados, un texto en prosa inédito, conservado como un bosquejo con correcciones, guarda cierta relación con el texto de El libro de barro apenas mencionado. En el primer párrafo, la escritura es definida como «detritus», vocablo que añade a desecho el sentido de descomposición, mientras que el concepto de lo fragmentario se aplica al material humano que se separa del cuerpo: «Escritura. Indescifrable detritus. Restos, fragmentos, vuelcos del aliento, deslices de la sangre y de la mente».

Entre los poemas descartados, inconclusos o terminados, que figuran entre los papeles de la autora, se halla «el poema está siempre en la punta de los dedos», un texto en prosa mecanografiado y sin fecha en el que solo se aprecia una intervención a mano, un paréntesis que encierra la expresión «por qué no», la misma que guarda relación con la frase «palabra que odio», también encerrada entre paréntesis, por ser ambas acotaciones de la voz poética desde su función autocrítica. Varela coloca el poema en la sutil y casi imposible línea que limita con el vacío; el poema puede, entonces, ser o no ser, es la incertidumbre, un camino hecho a medias e, incluso, lo que en un improbable futuro no se cumplirá. Con los términos alusivos a movimiento, «tránsito», «tíovivo» [sic], «péndulo», insiste en la idea del poema que transcurre en el tiempo y, sin completarse, se detiene en la simbólica «parada del autobús». El poema, por tanto, se frustra o se olvida.


Vista 7. Copia mecanografiada de «el poema está siempre en la punta de los dedos».

Otro poema inédito, no fechado y conservado en copia mecanografiada es «pobre poema pobre letra tinta miserable». El sujeto lírico adopta tono y palabras despectivos en relación con el poema, pues objeta su forma y su pretendida función de representar la realidad. El poema aparece como un producto lamentable, rebajado en su sonoridad y fracasado al pretender dar cuenta de una realidad elusiva e inexpresable. Dicha realidad no solo es «ilegible», está hecha de partes que sugieren un todo que no se integra y solo puede ser percibida fragmentariamente («mancha», «garabato», «rabo», «mano», «ojo»). En cierta forma, dicha fragmentación se corresponde con un aspecto del ejercicio poético vareliano que no describe integralmente sirviéndose de enunciados hilvanados, sino que tiende a enumerar o agrupar piezas, a veces no estructuradas, para dar una idea o más bien una imagen de conjunto. A partir del verso 18, el hablante, configurado como un ser sufriente, adquiere conciencia de la otredad que lo habita, lo extraño vive en el centro del cuerpo, en un vientre encerrado en el propio vientre y «lleno de una infame escritura». No es casual que el adjetivo «infame» acompañe tanto esta referencia a la escritura como la que aparece en el segundo verso («infame acento»); en ese calificativo se concentra el rechazo hacia aquello que se niega, que se mantiene cerrado en la figura del vientre, que es entraña y es origen. La alteridad es escribiente, no así el yo lírico que desempeña un rol crítico con respecto a la expresión poética. La dualidad yo-otro introducida por Varela nos permite distinguir dos facetas del acto creador, la que surge espontánea y se hace palabra, y la que vuelve sobre ella para emitir un juicio y reescribir, y la segunda nunca acepta del todo la primera, que a su pesar queda inscrita y no se borra. Esta dualidad recuerda algunas declaraciones de Varela en las que reconocía en sí misma una voz que le resultó difícil de aceptar. En este poema el hablante lírico no puede oír, no puede oírse porque no hay sonido, se oye oír («lo que oyes es tu oído»), como alguien ante el espejo se mira mirar; es un ser cuya voz no aflora o cuyas palabras no son enunciadas, condenado por ello a no expresarse («un pequeño animal sin garganta»).


Vista 8. «pobre poema pobre letra tinta miserable».

La poesía de Blanca Varela fue siempre aliada del silencio, con él contó la autora desde sus inicios asumiéndolo en diversas modalidades. Fue lo acallado voluntariamente, la no respuesta a innumerables preguntas, lo encubierto y modificado por recursos figurativos, los nexos faltantes en enumeraciones inorgánicas, el espacio en blanco, el vastísimo campo de la sugerencia. La intensidad y la riqueza significativa de la poesía vareliana se hallan estrechamente unidas al silencio. Puede afirmarse que su poesía fue diseñando un proceso hacia el silencio en el que no decir se convirtió en un modo de decir y en el que la imperfecta palabra enunciada o escrita delata el vacío de la que no fue hallada («la trashumante / la vieja palabra jamás escrita / sorda a gritos / da lo que da / silencio», «objeto de metal…», en CA).

Los poemas citados en este recorrido por su poética no son todos los que tocan el tema tanto en su obra publicada como en la inédita. En un texto de Ejercicios materiales, «Malevitch en su ventana», la cuarta estrofa hace referencia a la palabra desde la insatisfacción de quien habla; la secuencia descriptiva da cuenta del acto de escribir y de reescribir («palabra escrita palabra borrada / palabra desterrada») y configura metafóricamente como destierro y expulsión del paraíso el destino de una voz incapaz de romper el silencio («voz arrojada del paraíso / catástrofe en el cielo de la página / hinchada de silencios»).

En El falso teclado Varela incluye en octavo lugar el poema «Dama de blanco», el cual, según consta en copias anteriores a su publicación en este conjunto, no formaba parte de los esbozos del proyecto y, por características como el uso de signos de puntuación, parecía haber sido escrito con anterioridad. De acuerdo a una copia mecanografiada con correcciones, el poema se llamó originalmente «Dickinson» y fue escrito en recuerdo de la poeta norteamericana. Son escasas las alusiones a otros poetas en la obra vareliana —más frecuentes son las dedicadas a artistas plásticos—, de modo que la mención a Dickinson, que se conserva en el sexto verso del texto, tiene una especial significación, sobre todo si se toma en cuenta que el poema no guarda clara relación con los motivos de su último poemario. La decisión de publicarlo puede ser considerada un homenaje o un ponerse en la piel de la solitaria mujer de Amherst, pero también el intento de un diálogo desde otra soledad. Varela la coloca en su ventana desde donde mira el mundo que la rodea y a sí misma («distante en tu ventana / ves al viento pasar / te ves pasar el rostro en llamas»); en la ventana, en su propia ventana, se colocó muchas veces la voz de Varela y desde allí miró jardines, mares y a sí misma. El adjetivo «falso», que califica el nombre de la norteamericana («y vuelves / con falso nombre de mujer»), emparenta misteriosamente este poema con el elegido inicio de la obra vareliana, en el cual el género masculino reemplaza al femenino, invirtiendo la relación verdadero/falso, pero también con el poema «Valses», de VOFC, en el que el nombre Blanca («mi nombre de seis letras negras») contrasta con la blancura a la que el mismo hace referencia y es asumido como una marca no deseada o un «golpe ajeno». También en «Dama de blanco», Dickinson es descrita acudiendo a un contraste entre lo blanco y lo negro («con tu blanca ropa de invierno / enlutado»). Este detalle sutil conecta a dos voces poéticas lejanas en el tiempo, mas no en su dedicación a la poesía.

La estrofa inicial define el poema y la poesía enlazándolos con metáforas que sugieren la entrega, la dificultad, la imaginación y el silencio, esta vez ardiente. Ninguna declaración supera estos cuatro versos:

el poema es mi cuerpo

esto la poesía

la carne fatigada el sueño

el sol atravesando desiertos

En el archivo de la escritora y entre otros textos figura otra copia mecanografiada y sin fechar del poema en cuestión, que incorpora correcciones, como la eliminación de la cuarta estrofa que Varela encerró entre paréntesis en la primera versión conservada. En la que podría considerarse la segunda versión, además de otras variantes observables, se comprueba que la autora decidió entonces silenciar la referencia a Emily Dickinson y siguió dudando acerca del título, pues descartó los dos considerados en la primera versión para proponer una visión más cercana a una puesta en escena. El título «Monólogo», inicialmente escrito, es corregido a mano por «Conversación», para incidir de este modo en la cercanía entre quien escribe y el sujeto a quien se refiere el texto, aun cuando el nombre que identifica a este último no apareciera. Como es notorio, el apellido «dickinson» fue definitivamente incorporado en el poema publicado en El falso teclado.


Vista 9. Versión de «Dama de blanco» anterior a la publicada en El falso teclado. La cuarta estrofa fue eliminada.


Vista 10. Segunda versión de «Dama de blanco», en la que se proponen dos títulos y se elimina la referencia a Dickinson.

1 Blanca Varela formó parte de un grupo de jóvenes escritores amigos que inician sus actividades literarias durante la primera mitad de la década de 1940 y que, en cierto modo, es la avanzadilla de la mal llamada «Generación del 50». Dicho grupo estuvo integrado por Raúl Deustua, Jorge Eduardo Eielson, Sebastián Salazar Bondy, Javier Sologuren y la propia Varela, los cuales mantuvieron una fructífera relación con José María Arguedas y con Emilio Adolfo Westphalen, quien dirigió la revista Las Moradas, con la que algunos de ellos colaboraron.

En la punta de los dedos: Aproximación al proceso creativo de Blanca Varela

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