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1.

EL CONTEXTO

HASTA NO HACE MUCHOS AÑOS, el contexto más apropiado para hablar de «nación, estado, estado-nación» habría sido una clase sobre el pensamiento y la historia del siglo XIX o sobre el proceso descolonizador acaecido tras la Segunda Guerra Mundial. En el contexto de una modernidad tardía marcada por agudos procesos de individualización y el avance de la ortodoxia neoliberal, el uso de términos tales como nación, estado o estado-nación, de los que los sujetos modernos nos hemos servido para pensar y proyectar nuestra realidad y aspiraciones políticas, se habría ido despojando progresivamente de la referencia a problemáticos sujetos colectivos, cohesionados en virtud de la raza, la historia, la lengua o la cultura[1]. Así, en el último cuarto del siglo XX parecía que la época del estado-nación, tomado en este último sentido, estaba llegando a su fin: por encima, remplazado por estructuras políticas de mayor nivel, como la Unión Europea, que gradualmente habían ido absorbiendo prerrogativas soberanas del moderno estado-nación; por debajo, dando paso a estructuras administrativas tendencialmente federales[2], en principio mejor equipadas para gestionar las necesidades locales. Ciertamente, la guerra de los Balcanes a finales de siglo constituyó una llamada de atención sobre la persistencia del sentimiento nacional, más allá de las estructuras comunistas que habían durado varias décadas. No obstante, factores como la globalización de los mercados, el desarrollo de corporaciones internacionales que operan transnacionalmente y la creciente movilidad de la población, que volvía nuestras sociedades más mestizas y plurales, parecían pronunciar la pérdida de protagonismo del moderno estado-nación, reclamando la puesta al día del pensamiento liberal, con el fin de acomodar el pluralismo cultural en su interior[3].

De un tiempo a esta parte, sin embargo, el movimiento ha cambiado de signo. En parte como consecuencia de la crisis del 2008, y con mayor intensidad desde la crisis migratoria de 2015, venimos asistiendo a un movimiento inverso, en el que los estados vuelven a reclamar protagonismo en la gestión de determinados asuntos. Lo observamos en Europa, donde se resquebraja por momentos el consenso en políticas económica y migratoria, pero también a nivel mundial, con Estados Unidos retirándose de pactos y organismos internacionales durante la administración Trump, y una oleada de sentimiento nacional —America first, Italy first, Germany first…— volviendo a tomar las calles, reflejando una ambigua respuesta popular, en la que se mezclan el descontento con gestión política de la crisis económica y el temor a la identidad cultural amenazada.

Presionados desde su interior por reivindicaciones populares que de distintos modos quebrantan el consenso liberal imperante hasta hace no mucho tiempo, los Estados se muestran menos dispuestos a entablar pactos transnacionales con los que hacer frente de forma efectiva a problemas cuya raíz puede ser global, pero cuyas consecuencias negativas se viven irremediablemente de forma local. Prospera la idea de que la mejor política exterior es la política interior.

Desde esta perspectiva, la apelación a la «identidad nacional», y las controversias en torno a los símbolos nacionales[4], podrían explicarse como reacción popular, más o menos mediatizada, ante lo que se experimenta como consecuencias negativas de la globalización, sustanciadas en la crisis económica y migratoria. No debería extrañar: en tiempos de incertidumbre, los seres humanos buscan seguridades en los lugares más insospechados. Desde luego, cabría plantearse si la identidad nacional, en la medida en que significa levantar fronteras donde tal vez habría que trabajar por establecer puentes, es lo que precisa un mundo global culturalmente diverso y cambiante. Pero no es esa la cuestión que me corresponde analizar aquí.

El claroscuro catalán

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