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EL CASO DE CATALUÑA
LA TAREA QUE SE ME HA ENCOMENDADO, más acotada, pero no por ello menos compleja, consiste en examinar si el deseo de independencia respecto de España, expresado por una parte considerable de la población de Cataluña, puede comprenderse simplemente como un caso más de erupción nacionalista en el contexto global recién descrito, o bien responde a causas específicas más complejas.
Realmente no es fácil hablar de realidades en movimiento, a las que los acontecimientos y los personajes parecen imprimir un sesgo diferente cada día. En este trabajo he tratado de distanciarme en lo posible de esa inmediatez, con ánimo de alcanzar una visión relativamente ponderada. No considero que sea mi tarea pronunciarme sobre acontecimientos tan próximos como el referéndum de octubre de 2017, o la simbólica —para muchos frustrante— declaración unilateral de independencia, que días después atrajo el interés de la opinión pública internacional[1]. Sobre esos hechos[2], así como sus consecuencias jurídicas, continúa la controversia política. Me ha interesado, en cambio, comprender cómo se ha llegado a esta situación, y las razones de fondo de algunas reivindicaciones que podrían ser objeto de un razonable diálogo político pero que, desde el comienzo del proceso independentista parecen haber perdido relieve, anegadas en un torbellino emocional del que todavía ignoramos el desenlace.
Vaya por delante, en todo caso, que el deseo de independencia que manifiesta aproximadamente la mitad de la población catalana no se sustenta necesariamente en postulados nacionalistas. Ciertamente, si algo tiene el término «nacionalismo», en la medida en que postula la identificación de cultura y política, es que por definición resulta divisivo[3]. Pero, como veremos enseguida, esa no es toda la realidad del independentismo catalán, en el que coexisten distintas visiones de Cataluña como «nación», término que aquí no emplearé en su acepción antigua y medieval[4], sino en el sentido que adquiere en la edad moderna, cuando aparece para remplazar a los monarcas absolutos como sujetos de una soberanía que, a pesar de la división de poderes, todavía se entendía indivisible.
Es precisamente en este marco donde el «sentimiento nacional» debía llegar a desempeñar una función socialmente aglutinadora, análoga a la que había representado la religión en los estados modernos, conforme al principio, cuius regio eius religio. Sobre esta base, a lo largo del siglo XIX, ya en plena efervescencia romántica, el «sentimiento nacional» y sus símbolos característicos[5] pasaron a considerarse expresión de la identidad históricamente diferenciada de comunidades que, por razones variadas, no habrían adquirido «todavía» su personalidad política propia, y que por ello estaban todavía en vías de cumplir su «destino histórico». Con ello se promovía la construcción de un sujeto colectivo sobre la base de la confluencia de razón política y sentimiento. Aunque el papel de este último en la configuración de los espacios políticos modernos pudiera variar, según se tratara de state-led o de state-seeking nations[6], el siglo XIX se convirtió para todos en el siglo de las historias nacionales, a la búsqueda de las esencias patrias; historias más o menos compartidas, construidas por sujetos que deseaban habitar un mundo a su medida.
Ciertamente, no es fácil precisar el alcance geográfico y temporal de eso que llamamos «sentimiento nacional». Como escribe Henry Kamen, «el problema de intentar definir un conjunto específico de sentimientos (identidad) cuando se habla de una ‘nación’ es que tales sentimientos no son de ningún modo exclusivos, sobre todo cuando las personas tienen sentimientos enraizados en muy diferentes lugares»[7]. Parafraseando a Kant, podríamos decir que sentimientos sin razones son ciegos; en particular, desprovisto de razones políticas, un sentimiento ni siquiera podría adjetivarse como «nacional». Sin embargo, en el orden de la fundamentación, la relación entre sentimiento y razón política puede articularse de manera diferente: donde prevalecen los principios liberales, la obra de la razón política precede constitutivamente a la apelación al sentimiento; donde prevalece el sentimiento, este se toma como indicio de una identidad prexistente, configurada en el curso de una historia que, asumida en presente por una determinada comunidad, se concibe como legitimadora de un proceso constituyente en el plano político.
Aunque procesos contemporáneos tales como la construcción de la Unión Europea, o la descentralización político-administrativa de distintos estados en el marco de la globalización, permiten matizar y cuestionar tanto la indivisibilidad de la soberanía como la homogeneidad cultural de las naciones, actualmente asistimos a una nueva reedición de ambos usos del término «nación»: en algunos casos recupera protagonismo un sentimiento nacional que confluye idealmente con el Estado como estructura político-administrativa ya constituida; en otros casos es en el interior de Estados-Nación ya constituidos donde se registran brotes de sentimiento nacional diferenciados y no necesariamente convergentes con el primero.
Es un hecho que la sociedad catalana se encuentra en estos momentos dividida en torno a esta cuestión, cuya evolución y desenlace afecta asimismo al conjunto de la sociedad española. Coexisten hoy en Cataluña catalanes que sienten «como propia una identidad compuesta, catalana y española a la vez»[8] y otros que se identifican a sí mismos únicamente como catalanes, rechazando su comunidad con España. Sin embargo, como apuntaba anteriormente, no todo en el conflicto catalán se reduce a un conflicto de sentimientos identitarios; al menos no en el sentido decimonónico.
TRES DISTINCIONES RELEVANTES
A este respecto, hay tres distinciones que pueden resultar útiles para individuar los elementos que intervienen en la reciente reclamación de independencia:
1 En primer lugar, no todo nacionalismo es independentista. De hecho, el producto histórico más característico de la Cataluña del siglo XIX fue un «catalanismo» cultural y políticamente muy fecundo[9], que, tanto desde posiciones tradicionalistas y conservadoras[10] como desde posiciones federalistas y republicanas[11], se proponía como objetivo la autonomía, o, en general, alguna forma de autogobierno, sin renunciar —todo lo contrario— a ejercer una influencia positiva en el resto de España. Años después, Jordi Pujol describiría este catalanismo como «nacionalismo no independentista»[12]. Comprender por qué una parte considerable de este catalanismo ha evolucionado en los últimos años hacia posiciones independentistas, hasta el punto de silenciar el catalanismo no independentista, requiere tomar en consideración una multiplicidad de factores —culturales, jurídicos, económicos, emocionales—. El peso específico de estos factores en la opción personal por la independencia es variable, pero, considerados en conjunto, constituyen un relato más o menos compartido dentro y fuera de Cataluña, respecto de la evolución de la «cuestión catalana» desde la Constitución de 1978 y la promulgación del primer Estatuto de Autonomía en el 79, hasta la reforma de dicho Estatuto en el 2006 y la Sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010. Promulgada en un clima político enrarecido, la sentencia de 2010, por la que se declaraban inconstitucionales algunos artículos del Estatuto de 2006, ha marcado un antes y un después en la evolución del conflicto catalán. Con todo,
2 no todos los partidarios de la independencia se amparan en tesis nacionalistas. Hay sectores de la población catalana que, sentimientos nacionales aparte y más allá de razones históricas y culturales, viene apostando por la independencia principalmente por razones instrumentales o pragmáticas, de gestión económica y funcionalidad administrativa: quienes lo apoyan piensan que, fracasadas las reformas estatutarias y/o constitucionales encaminadas a solucionar las tensiones jurídicas y fiscales con la administración del Estado, a Cataluña «le iría mejor» por su cuenta[13]. En qué medida esto es realmente así o no, en qué medida es política y económicamente viable una Cataluña independiente o no, son cuestiones sobre las que se dividen las opiniones. En todo caso, esta postura, inicialmente minoritaria, habría ido ampliando sus bases en los últimos años, coincidiendo con la crisis económica. Es entonces cuando el presidente de la Generalitat, Artur Mas, arrecia en sus críticas al modelo de financiación autonómica y las políticas fiscales del Estado para con Cataluña.
3 Existe en tercer lugar un sector de la población que se ha sumado a la causa de la independencia principalmente por motivos emocionales. Esta motivación emocional puede entremezclarse en mayor o menor medida con la motivación cultural y/o pragmática, pero merece una atención diferenciada, pues, aunque pueda apropiarse puntualmente de argumentos culturales, económicos y políticos articulados desde las posiciones anteriores, presenta rasgos marcadamente posmodernos, nutriéndose y creciendo principalmente a partir de percepciones y emociones suscitadas por acontecimientos, también jurídicos, que, lo queramos o no, en Cataluña se experimentan como un agravio por parte del Estado; en la medida en que esta postura se presenta fuertemente mediatizada por relatos estereotipados de los acontecimientos, podríamos describir esta postura como «posemocional»[14]. Lo característico de la sociedad posemocional, según Meštrović es reinterpretar acontecimientos pretéritos —que en el caso catalán pueden remontarse a la guerra de sucesión en el 1714— en clave política y presentista, de un modo que apenas deja espacio político común en el presente. Más cerca de lo que Kant llamaría pasión que de lo que llamaría emoción[15], este nacionalismo posmoderno, altamente autorreferencial, está generando división social en el interior mismo de Cataluña, y contribuyendo a la reaparición de un nacionalismo español un tanto reaccionario, que tiende a pronunciar también la división social no solo entre España y Cataluña, sino en el interior mismo de la sociedad española.
Ulteriormente cabe observar que dentro de los partidarios de la independencia coexisten posturas que se atienen al principio de legalidad, mientras que otras, frustradas por la imposibilidad a corto plazo de una vía legal, apelan directamente al principio democrático, contraponiendo ley y democracia. Dentro de esta última versión, no ha faltado quien ha llegado a hablar incluso de una «vía eslovena» para Cataluña —comparación que provocó la inmediata respuesta del primer ministro esloveno, negando cualquier parecido entre Eslovenia y Cataluña—. De cualquier forma, ya el solo amago de una vía unilateral, apelando a la voluntad del pueblo, podría avalar la impresión inicial de que el conflicto catalán forma parte de un proceso más general según el cual, a comienzos del siglo XXI, y como efecto de las consecuencias sociales de la globalización, habría comenzado un proceso de deconstrucción de la alianza entre liberalismo y democracia que había caracterizado el siglo XX; y esto no tanto por la profundización en el debate que ya en los años 90 motivó la distinción entre un nacionalismo cívico, de corte liberal, y otro étnico, de tipo orgánico[16], sino más bien por la entrada en escena de ese otro nacionalismo populista y posemocional, que ha puesto nuevamente en evidencia una debilidad inherente al liberalismo clásico, en la medida en que tendía a considerarse neutral en materia de cultura, o a tomar las cuestiones culturales como asuntos accidentales al proceso político.
Está claro que no lo son: la cultura —en definitiva, el modo de vida desarrollado por un grupo humano a lo largo del tiempo, del que la lengua es una expresión particularmente característica— es algo tan central a la vida de un pueblo que si se la margina o expulsa por la puerta reaparece por la ventana, y no necesariamente en la mejor de sus versiones[17]. Hay, en efecto, mejores y peores reivindicaciones de la cultura, y tanto las apuestas rígidamente identitarias como la mercadotecnia posmoderna no se cuentan entre las primeras: si algo están mostrando los acontecimientos políticos del último trienio es que, en esa oscilación entre vivencias psicológicas y mediaciones reflexivas, que Simmel identificó ya como un rasgo de la cultura moderna[18], lo que se echa de veras en falta es la estabilidad característica de la cultura que imprime un tono peculiar a la vida de un pueblo, alimentando un «sentir» común, tan alejado de aburridos discursos tecnocráticos como de reacciones emocionales más o menos efímeras. Saber interpretar ese sentir, conjugándolo con los condicionamientos derivados de mediaciones institucionales, y sin confundirlo con alteraciones emocionales más transitorias, forma parte de la razón política, en la medida en que se concibe a sí misma como auténtica razón práctica y no como simple razón técnica.
En todo caso, para dar una imagen más completa de la situación creada en España a propósito de Cataluña, conviene atender a los distintos factores en juego, sean jurídicos, fiscales o mediáticos.
Antes, sin embargo, considero oportuno comenzar con una sumaria contextualización histórico-cultural. Pues, sin ánimo alguno de hipotecar la razón política apelando a la presunta inevitabilidad de la razón histórica, considero que ignorar la historia impide comprender la complejidad a la que se enfrenta en cada caso la razón política.