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El consorcio

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Vivimos juntas. Es un edificio chico, de dos pisos. No hay consorcio porque no hay ascensor pero a las reuniones las llamamos reuniones de consorcio. Al principio asistíamos acompañando a nuestros hombres pero después nos empezamos a juntar entre nosotras solas.

Fueron las hermanitas las que vinieron con la idea de ir regularmente a ver películas y pispear el ambiente. No vamos en troupe (así dice la mayor) para evitar murmuraciones. Nos ponemos de acuerdo en la película y cada una llega y se va aparte. Después siempre nos juntamos en la casa de alguna.

No nos gustan los cines seriados pero son un buen escape. Tienen varias salas de espera, la central llena de gente que hace cola, compra entradas, se decide. Hay otras salas, una por piso, administradas por vendedores sonrisa. Todo muy vainilla. Nadie se preocupa por nada, la atención está puesta en otra cosa.

Las hermanitas no son hermanas, son novias. Desde que los maridos las dejaron viven juntas y alquilan el otro departamento. Me decidí a alquilar ése apenas las conocí: las dos huesudas y antiguas, con leves diferencias según el paso más o menos violento de los años de casadas. Una un poco encorvada, con el pelo corto e inflado de señora, gris azulino por el matizado, impecable siempre, modista en ejercicio; la otra con rodete blanco, criolla y larga, de espalda y cuello estirados por la danza clásica, ya retirada, un poco menor. “Mi hermana, mi hermana”, se presentan siempre. Todavía les queda el resquemor.

Hoy salimos a ver una película de autor. Es raro que la den en estos cines. Es en el tercer piso, yo estoy sentada en el bar, escribo. Llega la Rubia. Apenas se sienta habla por teléfono. Qué hacés, estoy haciendo tiempo. Cuelga. Al rato hace otra llamada y pregunta por alguien. Sí, yo la llamé porque tengo un regalito, viste. Pide un capuchino y lo sorbe con ruido.

La Rubia siempre fue rubia y nunca se tiñó salvo ahora. Siempre tiene tiempo para cuidar la estética del consorcio: nos provee de chalinas, asesora sobre color de tintura, carteras, maquillaje. A la hermanita más grande a veces la hace usar pelucas, para empoderarla, dice. Es profesora de biología. Tiene una nieta que no ve mucho porque está peleada con el hijo. Saca fotos con el celular, todo el tiempo. Registra personas que le llaman la atención. Tiene una colección de seres humanos en la computadora de su casa.

El hall se va poblando. Atrás mío se sienta una mujer silenciosa de mediana edad, se queda inmóvil mirando en dirección a la entrada de la sala. Es la Muda. Me dan ganas de preguntarle si tiene algo encima para la alergia. La Muda es farmacéutica y sabe mucho sobre plantas y medicina alternativa, su padre era boticario, ella heredó.

Me distraigo de mis notas porque llegan las hermanitas, accionando en bloque como hidras. Compran caramelos y bebidas, se les cae una gaseosa al piso y hacen un enchastre. Una empleada aparece rápido y limpia. Las hermanitas se ríen. Abren la bolsa de mentitas. ¿Probaste éstas? La más grande estira la trompa cuando habla. Se le está notando mucho la renguera, habrá que hacer algo.

A la Muda le pusimos así porque tartamudea y prefiere no hablar casi. Es muy expresiva con su rostro de piel de hielo y tiene unos ojos oscuros y rasgados que usa muy bien para conseguir lo que quiere. Tiene una cicatriz que le atraviesa una ceja y jamás se la maquilla. La hace más hermosa todavía. Podría ser actriz de cine.

El empleado anuncia que podemos entrar. Yo me levanto, la Muda espera un poco. A la Rubia se le cae el celular, lo levanta, fotografía al empleado sin que se note. La Muda se empareja con la Rubia para llegar casi juntas al puesto de entrada, le sonríe al boletero y él no ve otra cosa por unos segundos. La Rubia aprovecha y lo fotografía mientras entrega las entradas. Colaboran entre sí para esas cosas.

Se arma un pelotón pausado y disperso. Toda la gente que espera va entrando. Es bueno este momento de los cines, el comienzo del pasillo, la vueltita más allá y el corredor. La Muda se demora en el baño, las hermanas charlotean en voz alta mientras escalan el pasillo con sus piernas flacas. Desarrollan diálogo sobre los nietos, las enfermedades. Se quejan del calor. Somos nosotras nomás, no hay ni un alma en este cine. No es verdad porque entra más gente. Es el momento de ver quién está sentado en qué lugar, si hay niños que interrumpirán la función, qué pasa con la Muda que no entra.

Ahí viene, la veo flotar como una aparición. No sonríe. Se sienta varias filas detrás, haciendo ángulo entre la Rubia y yo. Las hermanitas se ubican adelante, para ver bien y salir antes. Nadie puede ver esta relación geométrica entre nosotras pero a mí me tranquiliza de cierta excitación que me entra, ahora que ya estamos todas.

Después de un rato todos se acomodan. Los ruidos comienzan a ganar el ambiente. Papeles, sorbetes que hacen tope sobre los vasos. La sala es un envoltorio, no se sabe si se abren o se cierran cosas, todos abren algo y lo desechan. Y comen. Las hermanas cotorrean. ¿Querés chocolatitos? Los dejo acá. La sordera, hablame más fuerte.

Uno de los últimos que entra es un viejo. Antes de empezar a subir se detiene, mira toda la platea, chasquea la lengua y pone los brazos en jarra. Me recuerda a alguien pero no sé a quién. Lo deshecho de mi visión, quiero concentrarme en esperar que empiece la película y preparo mi libreta de anotar.

Yo escribo. Nunca publiqué nada porque lo que escribo me da vergüenza. Tengo treinta y dos libretas desde que empecé a los 11 años. Escribo y leo para entretenerme y pensar en nada. Nunca fui a un taller literario ni pienso ir. Mis libretas las van leyendo las chicas del consorcio cada vez que las termino. Mi público son ellas, tan atentas conmigo siempre.

Un grito de alguien por allá arriba. Es un adolescente que se queja. El viejo busca su asiento con la entrada en la mano y en voz alta va diciendo la numeración. La gente lo mira, algunos se ríen. El adolescente le grita otra vez que se calle.

El viejo se para a la altura de la Rubia en una de las últimas hileras, arriba. Le informa que el asiento que ocupa le corresponde a él. Ella le dice que no, que debe ser otro, que lo busque, pero él insiste y señala el número del boleto. La Rubia mira alrededor indicándole todos los asientos libres. ¡Tiene lugar de sobra, señor!

El viejo murmura y saliva. Lengüetea. Usa dentadura postiza. Se siente el chasquido de su lengua golpeteando contra la mandíbula. Se queda parado en el mismo lugar, balanceándose sobre una y otra pierna, mirando para todos lados, buscando cómplices. Vuelve a mirar para el lado de la Rubia y arranca por entre la hilera arrastrando primero un pie y luego el otro, hacia el asiento que ella ocupa. La Rubia se para como un rayo. Le resuenan las pulseras de plata. Ni se te ocurra porque te escracho, y le saca una foto. ¡Cerrate la bragueta, viejo, portate quieto! grita el adolescente. El viejo se palpa la bragueta y la cierra. Algunos vuelven a reírse, otros se quejan pidiendo silencio.

Ahora va bajando. Pasa la hilera de la Muda. Ella lo mira bajar y se pone a buscar algo en su cartera. Saca un celular y manda un mensaje. El viejo mira para todos lados. Se limpia con la mano la baba acumulada en las comisuras. Se agarra de un asiento, se recompone. Se queda mirando la pantalla vacía. Las luces generales empiezan a oscurecerse y se detienen.

El viejo arranca finalmente hacia abajo. Yo empiezo a contar los pasos que se acercan y a desear que pase de largo. Me desagrada y me recuerda al marido de mi madre, sólo que mucho más hecho mierda. El viejo lleva mocasines, reconozco ese sonido de suela sobre el parquet, el clac duro de la suela seca acercándose. En casa de mamá jamás hubo alfombra. Miro mis pies pero no los veo bien. Me inclino para tocarlos, sí, en los cines suele haber alfombra, qué suerte.

Por el movimiento se me resbala el bolso hasta el piso. Una mano enorme y llena de manchas lo levanta. Las manchas son enormes. Alguna son color rosado y otras de color marrón caca. Psoriasis. El viejo está sentado a mi lado y sin devolverme el bolso empieza a explicarme, como si retomáramos una conversación iniciada, que una vez hace mucho cuando era joven, una mujer le hizo pasar vergüenza delante de todos, como ésta de recién, y que eso él no lo permitió más.

Habla y no me devuelve el bolso. Descansa en su regazo como la cabeza de un niño muerto. Le acaricia el borde suave y curvo de las manijas. Yo miro fijo hacia la pantalla a media luz.

Las hermanitas se levantan de improviso, miran toda la platea y vienen, cuchicheando y riéndose entre ellas. Se sientan detrás de nosotros. Arman un espamento de risas y quejas: que en estos cines adelante no se ve nada, que ya no hay acomodadores, que una se puede caer y quebrarse del golpe que se puede dar en la oscuridad.

Por qué no se habrán quedado en su casa con sus machos, dice el viejo, y me deja el bolso sobre las rodillas, sin mirarme. Cuando retira la mano me roza una pierna. Bajan por completo las luces. Mientras la pantalla se enciende alcanzo a ver que el viejo se acomoda la dentadura. Me llega una ráfaga de olor a baba cuando busca el apoyabrazos. Hago un intento de levantarme pero desde atrás oigo un shhhh, tranquila de las hermanitas que me vuelven a mi asiento.

Intento concentrarme, sé que no estoy sola y eso me alivia. La película comienza con varias mujeres hablando sobre el pelo de la protagonista, luego se ve a la actriz manejando. Va ensimismada. Choca con algo y se detiene. Se queda mirando el volante. Baja, camina, sube otra vez al auto, se queda mirando. Se queda mucho tiempo en silencio mirando el volante, la escena empieza a estirarse con la protagonista siempre en la misma postura y en el mismo plano de cámara. Sólo se escucha el sonido ambiente de la carretera en el medio de una estepa del noroeste. El silencio deja de ser amable, percibo que en los asientos algunos espectadores se revuelven.

El viejo hace ruidos. Respira entrecortado y se atraganta, pareciera que le faltara la respiración o fuera asmático, le cuesta respirar con normalidad. Empieza a mascullar algo que no se entiende. El resoplo se repite por lo menos dos o tres veces durante los primeros diez minutos de la película. Yo me concentro en el rostro de la protagonista para aislarme. Puedo oler el pelo de la mujer cuando se lo peina y se lo lava en la escena que corre.

La protagonista de la película me fascina. Tiene una sonrisa plegada, como si perteneciera a otro rostro. Los ojos están en un lugar de su cabeza y su sonrisa en otra. Me recordó a las mujeres pintadas por los cubistas. Yo estaba por fin en ese estado de adoración que sólo provocan las experiencias estéticas o el amor, cuando el olor de la baba del viejo me alcanzó de nuevo. Esa sensación de goma en la nariz, ese apriete de la mandíbula y en el filo de los dientes de adelante, como cuando sentía venir al marido de mi madre.

Cambio de postura en la butaca y me siento con los codos sobre el asiento vacío de adelante. En ese instante, como en un movimiento coreografiado, el viejo saca la pija afuera y empieza a sobársela, a estirársela. Y con la misma mano se seca las comisuras y otra vez baja, se la estira otro poco y cierra la bragueta.

La pantalla se me oscurece y dejo de ver por unos segundos. El viejo me mira fijo, se levanta y sale. Todo el cine lo mira mientras camina sin eje. Pone un pie tras otro en la oscuridad hasta pararse dos o tres hileras más abajo. Se sienta y mira la película ahí hasta terminar.

No sé qué hacían las otras. Las hermanitas no se oían. No sé qué más pasó porque me puse a escribir en la oscuridad, sin ver, solamente el sonido del lápiz rasgando la superficie encerada de la libretita que siempre llevo en el bolso. Sé que hubo en la película una sucesión de escenas que intentaron resolver el choque inicial. Miré solamente la escena en que la protagonista se acostaba con un tipo, no era el marido. La película terminó igual que empezó, con la sonrisa sticker de la actriz en la pantalla.

Cuando se van prendiendo las luces, todos salen. Yo me quedo un poco sentada oyendo el silencio de la sala vacía y después me voy. En el pasillo de salida la Rubia tropieza al sacar el celular de la cartera y se le cae al piso. Se vuelve y me ve, me deja pasar. Junta el teléfono, lo enciende y sale atrás mío.

No ubico al viejo hasta que lo veo hablando solo. Lo sigo con la vista hasta que alcanzo a ver que desaparece atrás de la puerta vaivén del baño.

Acomodadores y vendedores se van a otra sala con sus sonrisas. Yo empiezo a llegarme a la escalera mecánica. Ya casi no hay nadie. Mientras la escalera me transporta hacia abajo alcanzo a ver entrar a las hermanitas atrás del viejo. Anoto mentalmente ese momento para después: ya nadie queda allí y los pasos de las dos rebotan como caricias en el sonido ambiente. Atrás aparece la Muda, sacando algo de la cartera, no sé qué es. Me sonríe, y entra.

Los impuros

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