Читать книгу Los impuros - Analía Giordanino - Страница 6
El tiempo en las peluquerías
ОглавлениеLa peluquería es un buen lugar de descanso. Se miran revistas hasta que te atienden aunque hay que hablar con la peluquera o con las otras clientas. Por suerte siempre hay algunas que se hacen cargo y se puede estar en silencio.
Hace más de un año que me atiendo en esta peluquería, voy una vez por mes. En la mesita de las revistas, desde abril, aparecen notas sobre Malvinas en una publicación mensual. Relatos, reportajes a los familiares, fotos. El paisaje de las islas es el mismo en todas las fotos: un espacio desértico, con vegetación corta y exigua, verdeopaca, blanca o amarilla. Sobre las casas de estilo inglés reposan techos de colores aguados. En Darwin, la tierra fría cercana a la costa se interrumpe por un medio arco blanco. Adentro del arco se reparten, regulares, cientos de cruces blancas. Los primeros planos muestran rosarios, medallas y flores de plástico, son los únicos colores visibles a corta distancia.
Por ahora, nadie interrumpe mi lectura. Dos de las clientas se entretienen entre ellas contándose cosas íntimas y la peluquera se desplaza entre una y otra en su labor. En una peluquería no hay lugar a dónde irse si no se quiere participar en las charlas, no se puede salir a la calle con la tintura puesta, hacer un mandado y después volver. No queda otra que oír a Gladys. Cuenta con detalle qué se puso para el casamiento de la hija y cómo logró deshacerse a tiempo de las manchas en la piel con el nuevo dermatólogo. Nos interroga a todas si lo conocemos. Nadie lo conoce, lo recomienda. Interrumpida, yo me quedo mirando el estante de productos para el pelo, repleto con frascos de diversos colores y tamaños. Algunos están abiertos delante del espejo de trabajo pero sus olores frutales quedan apagados abajo por el de la tintura. Me adormezco.
Íbamos seguido a lo de una curandera que nos curaba el empacho y los bichos, en Barrio Roma. La curandera era una señora enorme, con cuerpo de pera, sin un pecho. Tenía olor dulce y toda la casa tenía el mismo olor. Había cosas amontonadas en el lugar donde atendía, un lavarropas sin tapa y muchas repisas de madera llenas de frascos con cosas. En una de las repisas estaban las cosas que usaba para curar. Un plato hondo de losa blanco con el fondo pintado con florcitas: la curandera le echaba agua y después unas gotas de aceite, el aceite que flotaba se juntaba en ojos grandes o se separaba en ojos chicos, de eso dependía la ojeadura. También había un frasco con agua al que la curandera le echaba arroz, y si flotaban o se quedaban abajo, había o no había bichos. Una cinta larga, sucia y engrasada era la que medía el empacho. Tenía olor dulce como la casa y la curandera. A mí me gustaba ese olor, esperaba entrar ahí para olerlo, o antes de entrar ya lo olía, o lo imaginaba. Después que nos íbamos lo seguía oliendo por un rato, pero esas cuadras de vuelta hasta casa me echaban a perder el olor en la mente, porque en los jardines del barrio había jazmines y borraban el olor. La curandera tenía una foto del hijo en un portarretrato, y cuando entrábamos a la casa veíamos la foto con velas y flores alrededor. Flores de plástico, mejores que los jazmines, porque no daban nunca olor pegajoso. La curandera decía que le ponía flores de plástico porque nunca se morían. Igual que mi hijo, decía. Todos los días las limpio del polvo de la casa, cuando él vuelva las voy a tirar. Le voy a leer la carta que le escribí el día que se fue. Me la mandaron del ejército de vuelta como a los tres meses que se había terminado la guerra. Cuando vuelva vamos a tirar todo, la carta y las flores. Él debe estar en el sur o en Chile, cuando recupere la memoria y se acuerde quién es va a volver.
La peluquera me llama, voy a la bacha para hacerme los largos. Dejo las revistas arriba de la mesita y Gladys las agarra para hojearlas. Yo tengo que esperar que la tintura tome en el resto del pelo. Siempre lucho para no dormirme en la bacha, me parece que si sueño todos se van a dar cuenta si me muevo o digo algo inconveniente, a veces suelo hablar dormida. La peluquera me toca el cuero cabelludo, escarba suavemente entre las raíces para ver si necesitan un retoque, si los minutos están, y después comienza a acariciar desde arriba hacia las puntas para estirar la tintura. Listo, ya te enjuago en un ratito, y se va a revisar las otras cabezas. Después de unos minutos, con la nuca descansando en la comba de la bacha, me duermo.
Yo había escrito una carta. Me había quedado esperanzada, imaginaba que el soldado iba a volver, buscaría quién le había escrito, me iba a encontrar y se iba a enamorar de mí. Cuando pensaba así, el mundo me parecía otra cosa, un aire nuevo, una mañana de sábado después de tomar la leche y caminar unas cuadras para ir a catequesis. Me encantaba cómo nos hablaba el cura. Nos decía que Dios no estaba en la fiesta de la comunión, que estaba en el silencio del sagrario o en la guerra, con los soldados. Yo me enamoraba del cura cuando hablaba así, pero no se lo podía decir a nadie. Cada tanto cuando se hacía limpieza a fondo y se ordenaba el divanlito, yo releía el libro del Papa en Argentina. En el divanlito también estaban las revistas sobre Malvinas y la vuelta a la democracia. Cuando encontraba el libro del Papa lo releía entero, sobre todo la parte que contaba que se llamaba Karol Wojtyla, dónde había nacido, las cosas que había estudiado. También estaba secretamente enamorada del Papa. Cuando había venido por la guerra lo habíamos mirado en la tele. No sé por qué pero me acordaba que era viernes. Llegamos de la escuela, tomamos la leche y terminamos rápido la tarea. Mi mamá nos había dejado más cosas para hacer con el diccionario, a mi hermano le costaba escribir sin errores de ortografía. Mientras buscábamos en el diccionario miramos los dibujitos y después en el noticiero vimos la llegada del Papa: saludó arriba de las escaleras del avión y cuando bajó se arrodilló y besó el piso. Yo nunca había visto hacer eso a nadie.
Me despierto cuando la peluquera empieza a lavarme el pelo. Pone tres tipos distintos de shampoo, porque recién con el tercer lavado el pelo queda limpio y actúan los componentes. Gladys está contando lo que le pasó en el ginecólogo. Se encontró con que el médico era un conocido de su marido, pero se dejó revisar igual y por vergüenza nunca se lo dijo al marido. Tiene las revistas en la falda. ¿Qué cosa con eso de Malvinas, no? Todavía andan los combatientes, pidiendo planes. Yo me acuerdo que hubo una época que no te dejaban tranquila, enseguida te querían vender una rifa o un bono contribución. Yo nunca les compré nada, andá saber a dónde iba a parar esa plata. Cuando los militares hicieron esa colecta de la televisión, llevé una cadenita de oro con una medalla de la Virgen de Guadalupe que me había regalado mi papá para la comunión; me arrepentí toda la vida. Y ahora siguen protestando, cortando la calle. Se tiene que terminar eso, hay que ir dejando atrás esas cosas. Si no, mirá, algunos dicen que se volvieron locos después que vinieron. Che, nena ¿así que tu perra tuvo cinco cachorritos? Los vas a vender, me imagino. Mirá el Papa, qué joven que estaba…
La peluquera me pone una ampolla nutritiva que necesita quince minutos de agua caliente. Gladys y las demás están hablando de la presidenta, hay fotos en las revistas que la muestran en una visita a Venezuela. Le elogian el pelo, el maquillaje y la ropa, y después le critican la plata que gasta en esas cosas. La peluquera me hace dejar la bacha y me indica una silla del costado. Yo me siento con la cabeza enfundada en una toalla, blanca como un guardapolvo recién comprado. Me miro en el espejo, sale un humo liviano de la toalla caliente, se evapora hacia arriba, como en flecos. Los focos de las luces del espejo me iluminan la cara. Se me notan las ojeras.
En quinto grado habíamos empezado a ir y volver solos a la escuela en colectivo. El 2 nos dejaba en la otra cuadra de casa, por Juan de Garay. En el regimiento de enfrente había dos garitas sobre la calle. Una tarde, todavía había luz, el foco grande que habían puesto en la última garita se prendió y nos enfocó a mí y a mi hermano mientras caminábamos la cuadra hasta llegar a casa. No había nadie en la calle, era invierno. La luz del foco se apagó antes de que llegáramos a la punta del pasillo. Pocas veces pasó eso.
Después del último enjuague, la peluquera me pregunta si me hace el brushing. Le digo que no, que está lindo para que el pelo se seque solo, al aire. Me peina para atrás con los dedos de las manos abiertas como un pulpo. Me pone uno de los productos de colores del estante. Mirá que ahora está nublado ¿eh? Dicen que va a llover mañana, te convendría que te seque, así te dura el pelo limpio. Yo me excuso, ella siempre insiste en alisarme el pelo, a veces la dejo. Vuelve a insistir y me rindo.
Esa tarde habíamos ido a la casa de gobierno con la escuela, el día estaba nublado y frío. Las maestras habían dicho que lleváramos medias, bufandas, guantes y chocolates. En las aulas metieron todo en una bolsa grande de plástico, lo último que metieron fueron las cartitas. Cuando entraron en la parte de adelante del edificio, después de trepar los escalones, a mí me dieron ganas de ir al baño, me había aguantando mientras las señoritas entraban dos y dos se quedaban con los chicos, para avisar que habían llegado. No aparecía nadie. Las dos señoritas que habían ido adentro aparecieron con las caras largas, diciendo que había que volverse, que no había ninguna autoridad para recibir las cosas. Algunos compañeros no habían puesto en las bolsas los chocolates y se los habían comido en el camino. En las escaleras, yo me había quedado mirando el cielo atrás de la Casa de Gobierno: estaba gris y nublado como cuando se sabe que no va a llover en ese momento. Atrás de esas nubes grises aparecieron unas bandadas de pájaros, lejos, dando vueltas en círculos y rectas y ondas. No había nadie en la plaza y parecía que no había nadie tampoco en la Casa de Gobierno, aunque de una ventanita arriba de todo salía humo. Cuando sale humo de algún lugar es porque hay alguien, pensé yo. Hacía mucho frío y me hacía pichí. Me aguanté hasta que las señoritas que habían ido adentro volvieron. Un soldado de verde con una metralleta cruzada en el pecho les dijo que podíamos ir al baño que estaba en el hall de la entrada. Yo miré el soldado cuando pasé por al lado, tenía un sombrero verde, las botas del soldado eran de una goma gruesa. Le pesaban al caminar, hacían “boc, boc”. La metralleta que tenía parecía de cartón duro, el soldado la sostenía con las dos manos y cambiaba de posición, un poco para abajo la punta, un poco más a la derecha, y la correa no se le movía en el hombro. Tenía puesto un pulóver grueso con adornos verdes más oscuros en los hombros, de pana.