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Hacia un nuevo paradigma de la innovación pública: transformación resiliente Cristina Zurbriggen*
ОглавлениеESTAMOS VIVIENDO UNA ÉPOCA DE TRANSICIÓN desde una sociedad industrial a una nueva era socioambiental, la cual responde a una coyuntura particular con pleno potencial de conducir a puntos de bifurcación y transformación. El cambio de época en que nos encontramos nos obliga a pensar y actuar de otra manera. No solo necesitamos ser capaces de reaccionar; la clave está en cuán rápido vamos a ser capaces de hacer el cambio y de abordar decididamente la complejidad de las problemáticas del siglo XXI, para avanzar hacia un futuro socioambiental más sostenible y democrático.
El gran interrogante que se presenta es cómo los diseñadores de políticas públicas pueden navegar en un paisaje complejo, incierto y con una multiplicidad de actores con intereses divergentes. Las urgencias que nos toca vivir tienen una característica transversal:
tienden a ser problemáticas interdependientes y complejas, que generalmente no pueden resolverse desde la perspectiva y el conocimiento de una sola disciplina o un solo actor (público, privado o social). Por tanto, nos ponen en situaciones en las que debemos actuar en contextos de incertidumbre, sin tener un panorama completo o toda la información necesaria para guiarnos.
El desafío está en generar una nueva metanarrativa (Roe, 1994)1 de la innovación pública para interpretar y actuar en este mundo complejo, con lo cual nos alejaremos de las formas dominantes de pensar y hacer. Por ello partimos de la hipótesis de que, para articular el cambio social, los funcionarios públicos no solo deben operar desde cada innovación específica y mediante diseño de instrumentos, sino que se necesita un cambio cultural y un nuevo paradigma para avanzar en los procesos de transformación y desarrollar nuevas capacidades en los gobiernos para la innovación pública. En este proceso, los laboratorios de innovación pública pueden desempeñar un rol importante.
Sin embargo, poco se ha reflexionado sobre las características o capacidades necesarias para el cambio. Por ello, el propósito de este capítulo es explorar algunas dimensiones que podrían hacer que el término innovación pública comience a ser significativo entre quienes lo usan para describir una nueva práctica de innovación pública. Para ello hemos encontrado útil el aporte reciente de Vargo y Lusch (2016), quienes se han esforzado para dar forma a un discurso emergente sobre la lógica de un nuevo servicio basada en la cocreación y se lo presenta como teoría de alcance medio, que tiene el efecto de dar sentido a los fenómenos y prácticas que son más persuasivos que los conceptos existentes.
Con este objetivo intentamos evitar cualquier definición prematura sobre innovación pública y, más bien, ofrecer un marco dentro del cual los investigadores y funcionarios de Gobierno puedan discutir los aspectos y las características que están comenzando a caracterizar un discurso emergente sobre las capacidades de transformación para innovar en el sector público. En segundo lugar, al igual que Vargo y Lusch (2016), proponemos una posible inversión conceptual. El discurso emergente en la academia y las intervenciones públicas sobre la innovación pública, centrado en procesos de cocreación, todavía parece novedoso y se basa en establecer una distinción con respecto a lo que es normal. Sin embargo, sugerimos tentativamente que sería valioso invertir esas suposiciones y promover una reflexión para avanzar en el desarrollo de una teoría y práctica de rango medio que explique y guíe los abordajes de innovación pública. Con otras palabras, entender las barreras y los puntos de apalancamiento (tipping points) (Meadows et al., 1972) para catalizar y alimentar procesos de transformación pública que puedan provocar, impulsar y diseminar el cambio sistémico.
En este proceso, un primer desafío es hacer dialogar el paradigma de la transformación, que incluye aportes de la ciencia de la sustentabilidad (Miller et al., 2014) y el pensamiento de resiliencia (Folke, 2016) de las transiciones sociotécnicas (Geels y Kemp, 2006) así como la innovación social (Manzini, 2015; Westley et al. 2013), con los nacientes enfoques de diseño (Peters, 2017) y experimentación en política pública (Ansell y Geyer, 2017), enfoque que tienen en común con uno de sus precursores, John Dewey (1927; Zurbriggen, 2017). Estos abordajes nos invitan a aprender a vivir con el cambio y la incertidumbre, aumentar la diversidad de todos los componentes de un sistema (como la diversidad de actores involucrados), combinar diferentes tipos de conocimiento y aprendizaje, y crear oportunidades para la transformación social a pesar del poder de las estructuras que perpetúan las inequidades sociales. Por tanto, reflexionar sobre la innovación pública dentro del paradigma de la resiliencia de la transformación y el rol de los laboratorios nos puede aportar una brújula que identifique las capacidades para desarrollar una infraestructura más robusta de innovación pública.
Innovación pública: cocreando políticas
y servicios públicos
Si bien encontramos diferentes aproximaciones entre las investigaciones académicas y las intervenciones sobre innovación pública (por ejemplo, Pestoff, 2009; Boyle, 2010; Bason, 2010; Bovaird y Loeffler, 2012; Manzini y Staszowski, 2013), todos reconocen que la cocreación de conocimiento y el cambio impulsado por la intervención en situaciones de alta complejidad social son inevitablemente funciones de múltiples actores y múltiples perspectivas, que ayudan a abordar los problemas desde las necesidades de los ciudadanos.
Una de las definiciones más difundidas de innovación pública es la desarrollada por Christian Bason (2010, p. 8), quién define la innovación pública como el proceso de crear nuevas ideas y convertirlas en valor para la sociedad. El impulsor del cambio es el proceso de cocreación, entendido como un proceso creativo que involucra a las personas e implica una forma diferente de generar conocimiento para innovar en el sector público y para la toma de decisiones. Por su parte, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) ha convertido la innovación pública en el tema central de muchas conferencias recientes e investigaciones, y define la innovación pública como “nuevas ideas que crean valor público para los individuos y la sociedad”, para lo cual sugiere el enfoque de diseño abierto (open design approach) como el medio para fortalecerla (OCDE, 2017a; 2017b).
Uno de los debates terminológicos se centra en diferenciar la cocreación de la coproducción. Mientras que Bason (2010, p. 157) señala que la cocreación concierne a cómo las soluciones son diseñadas y la coproducción a cómo son ejecutadas, otros investigadores no se adhieren a esta distinción, como por ejemplo Boyle (2010). Voorberg, Bekkers y Thomas (2014), quien lidera el proyecto sobre innovación pública Learning from Innovation in Public Sector Environments (Lipse, 2019), abandona el intento de distinguir entre coproducción y cocreación en su revisión de la literatura sobre innovación pública; afirma que parecen estar relacionadas e incluso se podrían usar de forma intercambiable.
En América Latina, la discusión en torno a la innovación pública toma como bases conceptuales la innovación abierta (Chesbrough, 2003), la innovación social (Mulgan, et al., 2007), los procesos co-laborativos de cocreación de servicios y políticas públicas (Bason, 2010; Nesta, 2016), los laboratorios de innovación pública como el MindLab de Dinamarca (Bason, 2010; Nesta, 2014, 2016; Acevedo y Dassen, 2016) y los datos abiertos.
Sin embargo, estas conceptualizaciones no nos ayudan a identificar dónde están las dinámicas de cambio que dan sentido a estos fenómenos. Por ello, consideramos útil reflexionar con responsabilidad y criterio sobre los aportes del pensamiento resiliente en la transformación de nuestras organizaciones públicas, en un mundo complejo, dinámico e incierto.
Pensamiento resiliente, ciencia
de la sostenibilidad y nueva forma de pensar
El pensamiento resiliente forma parte de un movimiento más amplio: la ciencia de la sostenibilidad. Esta última ha surgido como una solución orientada a trascender los límites disciplinarios, busca involucrar a científicos y no científicos con un compromiso ético y tiene el fin de buscar soluciones a los problemas que enfrenta la humanidad: pobreza, cambio climático, migraciones, desigualdad social, entre otras tantas. Desde este enfoque se critica el arraigo de las perspectivas disciplinarias tradicionales que alimentan conceptualizaciones atomizadas de la realidad, en las cuales los aspectos económicos, sociales, biofísicos y sociales se analizan de forma separada en lugar de fomentar la interacción. Una de las características comunes de tales encuadres es la crítica a considerar los problemas de sostenibilidad sin incorporar la cultura, los valores y las relaciones de poder que sustentan las causas más profundas de los problemas socio-ambientales.
Si bien el abordaje sistémico no es nuevo, podemos encontrar aportes de la economía (por ejemplo, Arthur, 1994), la administración pública (por ejemplo, Kickert et al., 1999) y las ciencias sociales (por ejemplo, Ostrom, 2009). El pensamiento resiliente (Folke, 2016), el enfoque de la gestión de las transiciones (por ejemplo, Pahl-Wostl, 2007) y la investigación sobre la sostenibilidad transformacional (Wiek y Lang, 2016) han dado un fuerte impulso a las ciencias de la sostenibilidad con un nuevo paradigma, en el cual el compromiso ético de los investigadores desempeña un rol fundamental en los procesos de transformación hacia un mundo más sostenible.
En este proceso, es importante reconocer que nos encontramos en medio de una profunda transformación de paradigma: hay un tránsito de una cosmovisión del mundo mecanicista, lineal y determinista, a una cosmovisión sistémica, que es compleja, adaptativa, dinámica, emergente, interdependiente y nunca en equilibrio (Meadows et al., 1972; Folke et al., 2002). La narrativa dominante proviene del mundo industrial y explica el mundo como una máquina newtoniana, a la manera de un mecanismo de relojería perfectamente previsible, racional, lineal, determinista, capaz de descubrir una fórmula para calcular y prever todo proceso de cambio. Estas ideas son la base de la concepción determinista del paradigma positivista. Esta concepción del mundo se expresa en el diseño de políticas públicas en un modelo de arriba a abajo (top-down), centralizado y jerárquico, con centro en la planificación, control y evaluación de resultado, y una de sus herramientas dominantes es el marco lógico. Muchos críticos plantean que este modelo mecanicista despolitiza el conocimiento, hace caso omiso a los valores públicos y resta importancia a la deliberación democrática sobre estos que requiere la formulación de una política pública.
El gran desafío está en reconceptualizar esta transición de soluciones puntuales, reactivas, mecánicas, concebidas a partir de una perspectiva de sistemas en equilibrio, e implementada de manera descendente (jerárquica), de predicción y control, a la transformación de todo el sistema, que se concibe desde una visión no lineal, no equilibrada, anticipatoria, creativa, adaptable, imbuido de agencia e implementada a través de la experimentación y redes sociales de aprendizaje. Este último cambio resuena con énfasis en la teoría de la resiliencia de la transformación (Ziervogel, Cowen y Ziniades, 2016).
Pensamiento resiliente
La transformación asociada a la resiliencia se está institucionalizando gradualmente en el vocabulario de los académicos y hacedores de política2 (Feola, 2015). Entonces, surgen interrogantes como ¿es la resiliencia simplemente una moda o es una nueva forma de pensar acerca de las relaciones entre el hombre y el medio ambiente y de la gobernanza de estas relaciones?, ¿tiene un poder real de permanencia?, ¿es la resiliencia un concepto despolitizante que neutraliza la incipiente actividad política o clave para promover formas más empoderantes, emancipadoras y participativas de transformación social?
El término resiliencia3 se deriva del latín resilio, que significa volver atrás, volver de un salto, resaltar, rebotar. Es decir, la capacidad de rebotar tras un impacto y recuperar el estado. Sin embargo, como señala Folke (2016), el término resiliencia va más allá del encuadre estrecho de resiliencia como la capacidad del sistema de resistir las conmociones, de enfrentar el estrés y las fallas sin colapsar. El autor define la resiliencia como la capacidad de las personas, comunidades, sociedades y culturas, para vivir y desarrollarse en ambientes con cambios constantes. Se trata de cultivar la capacidad de sustentar el desarrollo frente al cambio incremental y abrupto, esperado y sorprendente. El enfoque de resiliencia desde la perspectiva de los sistemas socioecológicos es también una forma de pensar el mundo mucho más prometedora; es un concepto dinámico preocupado en la forma de navegar en la complejidad, la incertidumbre y el cambio a través de niveles y escalas (Berkes, Colding y Folke, 2003; Cash et al., 2006; Cumming, Olsson, Chapin III y Holling, 2013) en un planeta dominado por humanos (Steffen, Crutzen y McNeill, 2007) como agentes de cambios (Folke, 2016).
Este enfoque tiene sus raíces asociadas a la ecología, pero con el tiempo se ha fusionado con una diversidad de perspectivas disciplinarias de las ciencias sociales, aunque no sin crítica (por ejemplo, Cote y Nightingale, 2012). La literatura sobre sistemas socioecológicos se basa en la compleja teoría de sistemas adaptativos y destaca la transformabilidad o capacidad de transformación, junto con la resiliencia y la adaptabilidad como propiedades clave de interés en los sistemas socioecológicos (Gunderson y Holling, 2002; Berkes, Colding y Folke, 2003; et al., 2004; Folke et al., 2010).
La capacidad de transformación se define como la capacidad de crear un sistema fundamentalmente nuevo cuando las condiciones ecológicas, económicas o sociales (incluidas las políticas) hacen que el sistema existente sea insostenible (Walker, Holling, Carpenter y Kinzig, 2004). Esto resulta en diferentes controles sobre las propiedades del sistema, nuevas formas de hacer las cosas y, a menudo, cambios en las escalas de retroalimentaciones cruciales (Chapin et al., 2010).
La gobernanza para navegar el cambio requiere un doble enfoque en adaptación —es decir, respuestas y estrategias a corto y largo plazo para amortiguar perturbaciones y proporcionar la capacidad para lidiar con el cambio y la incertidumbre—, y en transformación —es decir, estrategias para crear un nuevo sistema, fundamentalmente cuando las condiciones actuales hacen que el sistema actual se mantenga—.
Según este enfoque sistémico, podemos interpretar cómo los intentos de innovación pública encuentran sus límites en las arquitecturas de sistemas jerárquicos y gerenciales de organización, de simplificación y estandarización de procesos que refuerzan el statu quo. El resultado es la reducción de la diversidad y el consiguiente aumento de la fragilidad general del sistema. Por otro lado, podemos ver una ola creciente de innovación (innovación social, pública, labs y gobierno abierto) que se mueve en la dirección opuesta, con actores pequeños y conectados que experimentan sistemas más abiertos, flexibles, relacionados con el contexto y altamente diversificados. Esta tensión entre estructuras anteriores y emergentes puede ser de gran relevancia para pensar el proceso de consolidación de un laboratorio de innovación pública u otros procesos de innovación como nuevas políticas públicas. Para ello se hace relevante comprender la dinámica de cambio, es decir, entender la estructura y los patrones de las interacciones dentro de cada subsistema y entre ellos para explorar e incrementar su resiliencia y la capacidad de transformación.
Está vinculado a la resiliencia porque el cambio transformacional a escalas más pequeñas permite la resiliencia a mayores escalas (Folke et al., 2010) y, a la inversa, las transformaciones indeseables implican una pérdida de resiliencia. Se propone que las transformaciones puedan ser navegadas o no deliberadamente (Chapin et al., 2010) y se ha prestado especial atención a los procesos de transformación navegados activamente (por ejemplo, Olsson et al., 2006). Conceptualmente, estos procesos de transformación implican pasos claves: factores desencadenados, estar preparados o preparar activamente el sistema para el cambio; navegar una transición y gobernanza cuando se abre una ventana de oportunidad adecuada; y luego trabajar para consolidar y construir la resiliencia del nuevo régimen (Folke et al., 2005; Olsson et al., 2006; Chapin et al., 2010).
Otra visión ha destacado especialmente el papel de la innovación social (por ejemplo, Biggs et al., 2010; Antadze y Westley, 2010; Westley et al., 2011, 2013) y la agencia estratégica (Westley et al., 2013) en los procesos de transformación. En este caso, las trayectorias del cambio transformador se consideran emergentes de la interacción entre las condiciones institucionales top-down e innovaciones bottom-up (catalítica y disruptiva), apalancadas a través de agencias institucionales y redes en múltiples niveles de organización (Westley et al., 2011), como pueden ser los laboratorios de innovación pública.
La capacidad de aprendizaje y experimentación se ha entendido como una parte integral del pensamiento resiliente. La anticipación y la necesidad de avanzar, a pesar de un conocimiento imperfecto y vastas incertidumbres, son imperativas para evitar umbrales desfavorables. Aprender a lidiar con las no linealidades y otros tipos de incertidumbres, sorpresas, resistencias y experimentos flexibles para la innovación, se consideran elementos claves para navegar en los complejos cambios en un sistema. Por ello, los sistemas de gobernanza deben ser más policéntricos, flexibles, adaptables, con una capacidad real para responder al cambio y con la capacidad de aprendizaje para diseñar e implementar estrategias que superen las condiciones adversas actuales y futuras (Chapin et al., 2010).
El pensamiento de resiliencia aporta una visión sistémica a la innovación pública y ofrece herramientas para lidiar con contextos de transformación inciertos, inestables y con múltiples actores. Sin embargo, este pensamiento no ha incorporado con fuerza enfoques desde la ciencia política en los procesos de transformación (Folke, 2016; Olsson, 2014). Por tanto, se presenta una gran oportunidad para fortalecer los enfoques de innovación pública mediante la fertilización cruzada con los aportes emergentes en política pública, con el fin de que arrojen luz acerca de las capacidades necesarias para generar una infraestructura de la innovación pública.
Enfoques emergentes: el diseño de políticas
públicas y la experimentación
Dentro de los paradigmas emergentes en los estudios de política pública que están reflexionando sobre la complejidad de las políticas, podemos mencionar el enfoque de diseño (Peters, 2015; 2017; 2018) y los aportes del experimentalismo en política pública (Ansell y Bartemberg, 2016). Peters (2015) afirma que, para innovar en políticas públicas y abordar la complejidad de los problemas, primero tenemos que conceptualizar la política pública como prospectiva y experimental, a diferencia de la producción de conocimiento en ciencias sociales, que es explicativa y retrospectiva. Con este fin, propone tomar las bases del enfoque de diseño (policy design)4 que se desarrolló en los años ochenta (como ejemplos, Dryzek 1983; Bobrow y Dryzek 1987; Schön y Rein, 1984; Dryzek y Ripley, 1984; Linder y Peters, 1984; 1991) y por tanto, avanzar hacia una visión sistémica, anticipatorio y experimental de la política pública (Ackoff, 1974; Checkland, 1990), haciendo énfasis en la centralidad de los marcos interpretativos que dan forma al entender y responder al problema, que condicionan los instrumentos seleccionados y la forma en que evaluamos las políticas (Rein y Schön, 1991; Weiss 1999).
En este enfoque de diseño es posible identificar aspectos comunes. Todas estas aproximaciones plantean que el diseño de políticas públicas se ha tecnocratizado y se ha olvidado de la política. El propósito de las políticas públicas no es centrarse en objetivos sino en cambiar el comportamiento humano, su objeto son seres humanos y, por tanto, el diseño de políticas se centra en procesos, aceptando la impredictibilidad del comportamiento humano, la complejidad y la indeterminación del sistema social. Ello implica aceptar la ambigüedad e imperfección del conocimiento, por lo cual, no es posible abordar los problemas complejos del siglo XXI mediante el uso de enfoques convencionales disciplinarios, reduccionistas y compartimentados, que despolitizan el conocimiento y hace caso omiso a los valores, restando importancia a la deliberación democrática sobre valores públicos que requiere la formulación de una política pública (Peters, 2018).
Por ello, exige ser consciente de la manera en que los distintos marcos de análisis de los actores definen y discuten los problemas, y cómo estos chocan, convergen y cambian. Estos marcos de análisis traducidos en discursos tienen fuerte énfasis en qué priorizamos y en qué instrumentos de políticas elegimos. Por tanto, la fundamentación de la política no puede basarse solo en la evidencia, sino que también se basa en los valores que están implícitos en el propio discurso y accionar. Schön y Rein, (1994) definen los marcos como estructuras de creencia, percepción y apreciación que subyacen en las posiciones políticas. Es decir, la forma de seleccionar, organizar, interpretar y dar sentido a una realidad compleja para proporcionar guías para saber, analizar, persuadir y actuar. Los marcos vienen como historias cortas o metáforas que hacen un reclamo ontológico de qué es ‘y’, y se refiere explícitamente o implícitamente a un salto normativo entre lo que es y lo que debería ser (Schön y Rein, 1994).
Una segunda característica común es que el enmarque de una política siempre ocurre en un contexto animado. Cuando se modifica alguna dimensión del contexto (interna, externa, global), puede ser que la política ya no funcione. El diseño de políticas se ve como la dialéctica entre construcción y adaptación ecológica de la política, equilibrio entre principio y contexto. Se considera como parte de un proceso, las prácticas de formulación de políticas, los problemas políticos y los mecanismos de evaluación y aprendizaje de los responsables políticos.
Una tercera característica es la centralidad del entendimiento sistémico del problema y sus causas profundas: holística, integral de los procesos públicos que rechaza el enfoque cartesiano de racionalidad instrumental. La política es una construcción social más que científica. Una cuarta característica común es que el objetivo del diseño de políticas es cambio, un nuevo orden de cosas, y que este cambio ocurre en un complejo mundo lleno de incertidumbres; por lo tanto, está destinado a ser desordenado y difuso, con muchas consecuencias. Una quinta esencialidad del diseño de políticas, como actividad, se anida en un proceso social o un sistema llamado multiactor. El sexto elemento es que el diseño de políticas siempre requiere conocimiento sobre situaciones pasadas, presentes y futuras. Por lo tanto, el diseño de políticas es hacer un cambio intencionado en un mundo social ayudado por algunos conocimientos, pero también con una gran incertidumbre (Ansell y Torfing, 2014; Steenhuisen, 2014).
Por tanto, la actitud de diseño y el proceso de diseño en política pública está basados en clave política, prospectiva y experimental. En el enfoque de diseño de política pública, la intención es ampliar el espacio del problema/diseño en el primer paso, incluso cuando algún conocimiento preexiste. Si la complejidad no es suficiente para alcanzar soluciones novedosas (y los diseñadores supondrían que nunca lo es), tales diseñadores aumentan la complejidad mediante la divergencia (Jones, 1992) y el aumento de la densidad (la variedad requerida) del desorden. El proceso continúa hasta el punto de transformación o emergencia, cuando el proceso comienza a converger hacia el resultado final a través de la creación de prototipos. Este no es un proceso lineal, porque cada una de estas etapas se itera hasta que se alcanza el resultado satisfactorio (lo suficientemente bueno) (Peters, 2017).
El verdadero problema de diseño no es resolver un problema, sino aproximar la solución idealizada (la desiderata original) a la real que surge al final del proceso de diseño. Por lo tanto, el diseño no resuelve los problemas ni debe considerarse un proceso de establecimiento o cumplimiento de metas. El foco principal en el diseño está en la llamada desiderata (Nelson y Stolterman, 2014), que se considera una intención o un objetivo de diseño. El éxito del diseño no se evalúa mediante el logro de un objetivo determinado, sino por el grado en que el resultado final se alinea con la intención original. Sin embargo, el diseño no es solo un proceso salvaje y caótico; siempre hay un cierto andamiaje, pero esta estructura generalmente pretende ser una brújula. La dificultad para diseñar, por lo tanto, es decidir qué tan extenso puede ser el andamiaje y cuán extensa debe ser la consideración de las alternativas.
El diseño tiene menos que ver con los métodos y mucho más con la cultura del diseño (habilidades, competencias, actitudes, valores). Esto se refleja mejor ante la diferencia entre la actitud de diseño y la actitud de decisión, ya que esta última se centra en la mayoría de los enfoques tecnocráticos de la política. La actitud de decisión está representada en la forma dominante en el pensamiento de gestión y el análisis positivista de políticas que se centran en elegir entre alternativas, mientras supone que estas son fáciles de generar. En términos prácticos, los responsables de la toma de decisiones se presentan con un conjunto limitado de opciones y la intención es buscar medios elaborados para elegir entre ellas. Sin embargo, la actitud de diseño está en identificar nuevas alternativas que podrían conducir a la mejor posible (es decir, satisfactoria), dadas las habilidades, el tiempo y los recursos disponibles (Peters, 2017).
Conocer fenómenos emergentes requiere anticipación, no solo para generar conocimiento en relación con el futuro (horizonte temporal), sino también para el fortalecimiento de capacidades y competencias (individuales y colectivas) anticipatorias que orientan (dan y crean) sentido a lo nuevo, desconocido en el presente. La anticipación es clave —como una acción, como una competencia y como un fenómeno sistémico emergente— para los procesos de cambio social que implican disrupciones, tales como los que caracterizan estos tiempos, por lo cual son una parte intrínseca del aprendizaje y la resiliencia creativa. Esto enfatiza la reflexión crítica que constituye la columna vertebral del aprendizaje (Argyris y Schön, 1978). La determinación de ventanas para resolver preguntas emergentes permite a los investigadores y participantes desarrollar y probar teorías e ideas a través de la acción y facilitar el aprendizaje sobre situaciones complejas.
El énfasis está en la interacción y la deliberación entre distintos actores con el fin de permitir la innovación. El aprendizaje en la arena de la política consiste en aprender haciendo, en la generación de significados, la creación de la identidad y el fortalecimiento de la participación. En otras palabras, el aprendizaje reflexivo y cooperativo es clave para mejorar y entrenar la capacidad colectiva de dar sentido (making-sense y sensemaking) a la novedad (novelty), a lo desconocido y a lo emergente, para que sea inteligible, interpretable, efectivo y pueda orientarnos en la toma de decisiones en los términos del cambio.
El diseño de política requiere un alto nivel de experimentación, como un proceso experimental en el que la colaboración intersectorial promueve la reflexión crítica sobre estrategias para abordar desafíos complejos y sistémicos (Ansell y Bartenberger, 2016; Ansell y Geyer, 2017).
El proceso experimental está altamente relacionado con el marco de complejidad pragmática (Ansell y Geyer, 2017) como un proceso inclusivo y deliberativo que reconoce la naturaleza compleja e incierta del problema y abarca el potencial de razonabilidad. La cultura de la complejidad pragmática va más allá de la visión positivista (racionalidad, reduccionismo, predictibilidad, determinismo). Es una investigación abierta que concibe el diseño de la política como un proceso colaborativo de resolución de problemas basado en la deliberación, la experimentación, el aprendizaje y la especificidad del contexto, en el que los actores son cuestionados y replanteados conjuntamente en sus valores y comprensión, y donde el poder y las visiones conflictuadas son consideradas como relevantes.
El gran desafío es cómo hacer que dialoguen el pensamiento de resiliencia y el pensamiento de diseño sistémico (no tecnocrático) como una nueva metanarrativa que nos aparte de patrón positivista habitual de toma de decisiones, y al mismo tiempo, los laboratorios de innovación públicas puedan reflexionar sobre los patrones emergentes de la innovación pública. En los procesos de transformación necesitamos generar espacios para la experimentación que faciliten la innovación y la transformación creativa.
¿Qué aportan los laboratorios
de innovación pública?
Los laboratorios de innovación pública son espacios abiertos de experimentación que vinculan diferentes actores (cocreación) y saberes (transdisciplinario y transectorial) que, a través de un proceso iterativo de aprender haciendo, innovan en la forma de abordar problemas públicos complejos y transforman estas ideas en acciones prácticas que aporten valor público. Hay muchos ejemplos en el mundo de los labs de innovación pública: Lab para la Ciudad (Ciudad de México), Alberta Co-Lab (Canadá), Behavioral Insights (Reino Unido), MindLab (Dinamarca), Policy Lab (Reino Unido), Lab Chile, etcétera.
Por tanto, los labs no son herramientas (tools), sino nuevas formas de pensar, hacer y sentir con nuevas bases filosóficas, epistemológicas y ontológicas de intervención pública dentro del paradigma emergente de la transformación. El conceptualizarlo de esta forma (pensamiento resiliente + pensamiento sistémico de diseño) nos ayudará a apartarnos de un diseño tecnocrático que han dominado en muchos laboratorios de innovación pública/ social. De los aprendizajes generados en estos espacios (Kieboom, 2014), es preciso evitar:
• La trampa del solucionismo: es erróneo considerar el enfoque de diseño, que es dominante en términos de diseño industrial o ingeniería, como un conjunto de herramientas que sirve para resolver un problema, cuando el propósito más genuino es abordar las causas profundas de una problemática.
• El punto ciego político: es erróneo considerar que sus prácticas son apolíticas. El diseño de políticas (ideas, causalidad e instrumentos) no puede basarse solo en razones técnicas, sino que debe reflejar valores o coaliciones de intereses necesarias para la adopción de programas y procesos de cambios. Un diseño que no toma en consideración ese entorno no evaluará adecuadamente la verdadera naturaleza del problema y los posibles efectos de una intervención.
• La dictadura de la escala: es erróneo considerar que siempre tiene que escalar, cuando en realidad hay que entender el problema en su contexto y los puntos de apalancamiento que harán posible un cambio.
• La celebración humana del post-it: es erróneo perpetuar la idea de que el cambio es fácil, colorido y alegre, cuando en realidad estos procesos son difíciles, con relaciones de conflicto y poder. Es importante también ser conscientes de que tales espacios de aprendizaje no son inherentemente armoniosos. Mucho se ha dicho sobre la tiranía de la participación y los espacios participativos de poder y dominación (Lefebvre, 1991; Cooke y Kothari, 2001).
Los labs son espacios importantes para la innovación pública y requieren una gran creatividad y flexibilidad; al mismo tiempo, deben estar conectados a las instituciones formales para permitir el aprendizaje y la reflexión, que van emergiendo de la novedad de la experimentación.
Los desafíos en la construcción de los labs:
nuevas capacidades para la transformación
En la construcción de los labs como espacios experimentales, es importante identificar el tipo de capacidades que debemos desarrollar para fortalecer estos procesos emergentes. El primer desafío es generar capacidad de anticipación para gestionar la incertidumbre5, con el fin de movilizar a las personas y transformar las visiones construidas colectivamente en acción. La incertidumbre en la formulación de políticas radica no solo en la imprevisibilidad de los sistemas naturales, sino también en el conocimiento imperfecto sobre el comportamiento humano, así como en la variabilidad e imprevisibilidad inherente de dicho comportamiento. Por ejemplo, más investigaciones e innovaciones tecnológicas ayudarían a reducir la incertidumbre epistémica, mientras que poco se puede hacer para reducir la incertidumbre ontológica. El hecho de que haya múltiples partes interesadas involucradas en el proceso de políticas, cada una con sus propios sistemas de creencias, puntos de vista, preferencias e intereses, y por lo tanto sus propias interpretaciones de la misma información, da lugar a un nuevo tipo de incertidumbre: ambigüedad, “una situación en la cual un tomador de decisiones no tiene una comprensión única y completa para ser manejado” (Brugnach et al., 2008). Para sortear estas dificultades, el pensamiento anticipatorio puede ayudar al proveer un diálogo reflexivo desde una perspectiva intelectual y emocional, lo cual incluye el descubrimiento de los diferentes marcos interpretativos (framings), cosmovisiones subyacentes a nuestro sistema de valores que determinan nuestra acción.
El segundo desafío es generar capacidad de síntesis del conocimiento de una manera transdisciplinaria para comprender el problema. Estas prácticas implican una interacción continua entre actores de diferentes subsistemas sociales (investigación, política, sociedad civil, sector privado) para vincular diferentes perspectivas y tipos de conocimiento (científicos y experienciales), con el fin de alcanzar una comprensión más profunda del problema en la vida real y generar una brújula para una mejor toma de decisiones (Pohl y Hirst, 2008).
El proceso de aprendizaje implica la exploración e integración de conocimiento útil, ya sea tácito o codificado, para una comprensión más profunda de un problema, una mejor toma de decisiones y, por lo tanto, la transformación (Westberg y Polk, 2016). La base conceptual más relevante para la transdisciplinariedad es la visión sistémica del problema como proceso de construcción social y aprendizaje en acción (Hirsch et al., 2010) como dos actos inseparables y simultáneos (Westberg y Polk, 2016). Se rechaza la noción de que el conocimiento puede ser neutral en cuanto a los valores; ello implica relacionar e interconectar hechos, juicios, visiones, valores, intereses, epistemologías, escalas de tiempo, escalas geográficas y visiones del mundo no exentas de conflictos (Bammer, 2013).
El tercer desafío es generar la capacidad de experimentar para desarrollar espacios tangibles en el contexto actual que permitan el cambio. La experimentación requiere el desarrollo y el uso de una gama de herramientas experimentales que van más allá de los ensayos controlados aleatorios (Ansell y Bartenberger, 2016). Un experimento generativo aborda un problema particular enraizado en la experiencia y la situación de las personas que realizan el experimento (vivencial y orientada a problemas). No hay un a priori, una sensación de certeza de que esta sea la única o la correcta solución al problema, sino que se aprende al tratar de abordarlo (aprender haciendo). La solución se refina continuamente a medida que se implementa (iterativa) y, simultáneamente, se construye la capacidad de la implementación transformativa (Ansell y Bartenberger, 2016).
Las actualizaciones iterativas asociadas con los experimentos generativos pueden reflejar la negociación constante para avanzar hacia una solución que satisfaga a los diferentes interesados. Es poco probable que un experimento generativo avance sin un cierto grado de acuerdo compartido del problema en sí mismo y la conveniencia de aprender sobre él.
El cuarto desafío es innovar en la forma de evaluar y monitorear los procesos de innovación pública más allá de los modelos convencionales, basados a menudo en relaciones de causa y efecto. Un gran aporte viene de Michael Patton: en el libro Getting to Maybe: How the World is Changed (2006), publicado en coautoría con Frances Westley y Brenda Zimmerman, reflexiona sobre las implicaciones de la teoría de la complejidad para la innovación social. En dicha teoría se establecen las bases filosóficas de lo que denominará evaluación de desarrollo, que se constituyó en un nuevo paradigma de evaluación orientado al aprendizaje, la innovación y adaptación en sistemas dinámicos y complejos.
De acuerdo con Patton, es necesario incorporar enfoques reflexivos en la evaluación de procesos en los que existan diversos actores involucrados. Como resultado de esas interacciones múltiples, no está claro cómo o si la intervención conducirá a un resultado específico. Al reconocer la imprevisibilidad inherente a cualquier camino de cambio tomado, supuestamente se requiere una gestión integradora y adaptativa, de sondeo y aprendizaje, y una reflexión recurrente sobre los patrones emergentes (Patton, 2011; Snowden y Boone, 2007).
Concretamente, Patton la define como una evaluación que informa y apoya el desarrollo innovador y adaptativo en entornos dinámicos complejos. Al presentar la evaluación de desarrollo, Patton afirma lo siguiente:
No espere tener todas las respuestas de cómo hacer esto al principio ni al final. La evaluación de desarrollo le ayudará a tener claro dónde comenzó, qué se desvió en el camino que tomó y por qué, lo que aprendió en el camino, y donde terminó, al menos por un momento en el tiempo, antes de la próxima ráfaga de viento. (Patton, citado por Gamble, 2008, p. 6) (traducción propia)
Una de las ideas principales de este enfoque es, por tanto, la de ayudar a guiar la acción colaborativa de iniciativas innovadoras que enfrentan una gran incertidumbre y que se caracterizan por su naturaleza experimental, de cocreación y de aprendizaje social (Arkesteijn et al., 2015; Gibson et. al., 2016). Otra característica clave es que la unidad de análisis para el cambio, y por tanto para la evaluación, ya no es el proyecto o programa (como en los modelos convencionales) sino el sistema.
De acuerdo con Patton, la evaluación nació y creció en el espacio cerrado y contenido de los proyectos; por ese motivo tiene una fuerte mentalidad basada en el proyecto. Sin embargo, tras los últimos cuarenta años hay un reconocimiento creciente de que los proyectos por sí solos no conducen al cambio. El cambio es sustentable cuando es sistémico; los proyectos son solo una parte de este. Por tanto, si un proyecto quiere obtener determinados resultados tiene que afectar necesariamente al sistema en el cual está inserto –que es abierto, dinámico y con múltiples factores no controlables por la intervención–, ya que estos suelen ser disfuncionales e interfieren en la obtención dichos resultados.
Por ello, Patton habla de la necesidad de intervenciones y gerenciamiento adaptativo, ya que no se trata de testear un modelo sino de generarlo constantemente. Las técnicas tradicionales de evaluación no sirven para el cambio sistémico y hacer frente ante lo inesperado e impredecible. Estas están basadas en modelos probados a través de la evidencia y las buenas prácticas, que supuestamente pueden ser escalables. La evaluación de desarrollo no ofrece un modelo prescripto sino principios de cambio, que son adaptables a distintos contextos y se identifican en el gerenciamiento adaptativo de abajo hacia arriba.
Figura 1. Nuevas capacidades para los labs
Fuente: elaboración propia.