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SANTOS Y HUMILDES DE CORAZÓN

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EL EMPOBRECIMIENTO COMPLETO


«Para ser santo es preciso llegar al límite, a un aniquilamiento tal que solo quede una cosa por hacer: esperar en Dios. En estado de pobreza total solo se puede ser salvado por un acto de confianza total en esa pobreza completa, por un acto de esperanza que brota de la absoluta desnudez.

El estado más alto de santidad se confunde casi con el estado del pecador que ya no tiene nada y solo puede recurrir a su esperanza en la misericordia de Dios.

La purificación del alma, esos sufrimientos en los que la luz de Dios sumerge el alma, se destinan apenas a realizar el empobrecimiento completo y a hacer brotar un acto de esperanza».


P. MARIE-EUGÈNE DEL NIÑO JESÚS


Él lloraba silenciosamente delante de mí. Yo lo escuchaba en silencio. ¿Qué edad podría tener? ¿Veinticinco o treinta años? ¡Qué importa! Para mí era la representación de todos aquellos pobres y de todos aquellos heridos que sufren porque su sed profunda nunca puede ser saciada. Intentaba escucharlo más allá de su llanto y de las palabras que apenas conseguía articular en medio de sollozos. Desde los diez o doce años consumía droga y a veces alcohol. ¿Por qué? Había estado preso, pero guardaba en lo más profundo de sí mismo una especie de ingenuidad infantil que todos sus desvaríos no habían podido alcanzar.

A pesar de todo, siempre había rezado. Santa Teresa del Niño Jesús, decía él, ya lo había visitado en su celda. ¿Qué decir? ¿Cómo discernir la verdad? Prefiero no decir nada. Escucho. Y de pronto, llorando, me dice que en la adolescencia había deseado ser santo. Lo miro. Sus ojos brillan a través de las lágrimas. Y ante aquel rostro devastado de niño herido, una pregunta surge en mí, lancinante: ¿podrá este hombre, incluso sin curarse completamente de todos sus problemas, caminar hacia la santidad, a pesar de sus heridas y de su pobreza? ¿Podrá él transformarse en santo?


¿CUÁL ES EL VERDADERO CAMINO?


Esta pregunta me persiguió durante mucho tiempo y me volvía de nuevo cada vez que encontraba a estos pobres y heridos cuya agonía y despojamiento me llegaban a hacer pensar en la pasión de Cristo. Ante estos pobres de corazón pude tocar lo que es la verdadera humildad y comprendí que el único obstáculo para la santidad es el orgullo, y sobre todo el orgullo espiritual.

¿Habrá un camino de santidad para los que son pobres y frágiles?

Aquello a lo que llamamos el «camino de la perfección», ¿no podría llamarse para los pequeños y pobres el «camino de la imperfección»?

¡Si se descubriera que la subida se transformaba en bajada y el camino de la perfección era «el caminito» de la imperfección abierto a los pobres!... «En este camino –decía san Juan de la Cruz– subir es bajar y bajar es subir».

El Evangelio es el mundo al revés. Entramos en la lógica del amor, que se transforma en locura para la sabiduría natural, y en esa lógica es Dios quien desciende, cada vez más bajo. Para poder seguirlo es necesario que descendamos en la pobreza para después subir con él.


SANTIDAD Y PERFECCIÓN MORAL


¿Estará reservada la santidad para los virtuosos y los perfectos? ¿Podrán los pobres, los heridos de toda especie, los pecadores, con sus heridas e incluso a través de sus caídas, pretender llegar a la santidad?

Si la palabra de Jesús «la Buena Nueva es anunciada a los pobres» es verdadera, entonces la santidad debe ofrecerse y hacerse accesible a los más heridos y los más desprovistos.

Es preciso no confundir nunca santidad con realización moral a través de las virtudes naturales. Cualquier persona, por muy pobre, por muy herida que esté, puede aspirar a la santidad a partir de su situación real, aunque fuese la persona más marginal tanto en el aspecto psicológico como moral.

En su bellísimo libro Una noche clara como el día, Wilfrid Stinissen explica la pobreza de corazón como camino privilegiado para la santidad:


La pobreza de corazón no resulta muy «bella», no es necesariamente el fruto maduro de la virtud y la ascesis. Puede ser humillante. Puede ser una limitación física o psíquica [...] Pero aquello que hace a una persona incapaz a los ojos del «mundo» es precisamente lo que le puede dar acceso al Reino de los cielos. Si decimos «sí» a Dios, escogemos el camino estrecho que conduce al Reino de los cielos. Nuestra pobreza se transforma entonces en «bienaventurada» y nos convertimos en los humildes siervos o siervas del Señor, mediante los cuales él hace grandes cosas. Una cosa es central en el Evangelio: Dios se hizo hombre para salvar a los pobres. Pobreza y debilidad nunca son un obstáculo. Él no vino para los sanos, sino para los enfermos. A partir de que cada cual esté dispuesto a no rechazar su pobreza y su angustia, sino a acogerlas libremente, Jesús puede convertirse en aquello que significa su nombre: «Aquel que salva».


Nunca deberíamos olvidar que el más neurótico de los enfermos puede, a través de su pobreza y de su sufrimiento, estar más cerca de Dios que el más equilibrado de los hombres. Todo esto perturba nuestra sabiduría humana. Desde los pobres pescadores de Galilea, llenos de defectos, hasta aquel sublime niño herido perseguido por la desesperación que fue el Cura de Ars, ¿por qué extraño milagro esa multitud de santos pudo alcanzar el grado supremo de madurez cristiana, la santidad?

Jean Vanier afirma:


Jesús no nos dice que tengamos que estar completamente liberados de nuestras neurosis. Ellas pueden ser una pobreza que nos deja una especie de amputación, que viene de cualquier cosa que nos pasó en nuestra infancia. Lo que importa es que caminemos con lo que somos, que tomemos conciencia de nuestras dificultades y que las aceptemos; de otra forma crearemos ideales tan altos que nunca los podremos alcanzar.


El discípulo de Jesús no está llamado a la virtud, sino a la santidad, y la santidad no es la búsqueda de una perfección humana centrada en nuestros esfuerzos o en nuestra generosidad. Por eso los maestros espirituales «consideran la búsqueda de la perfección por sí misma como un narcisismo demoníaco y no cesan de denunciarla como una trampa en el terreno religioso» 1.


«INVITA A LOS POBRES» (Lc 14,21)


En el Evangelio, ¿no es Jesús el que afirma que los últimos precederán a los primeros? ¿Y no es él el que invita a los más miserables y a los más heridos para que se sienten en la fiesta del banquete de bodas?


Cuando des un banquete o una comida, no invites ni a tus amigos, ni a tus parientes, ni a los vecinos más ricos, no vayan ellos a invitarte también y recompensarte por tu delicadeza. Cuando ofrezcas un banquete, invita, por el contrario, a los pobres, a los mutilados, a los cojos, a los ciegos. Entonces serás feliz, porque ellos no podrán retribuirte (Lc 14,12-14).


¿Por qué tendría que estar la santidad reservada a los «perfectos», a los «justos» y a los «virtuosos»? En efecto, y eso es claro en el Evangelio, el banquete es ofrecido en primer lugar a los pobres y a los lisiados, y no a los vecinos ricos.

En el Magnificat, María dice que Dios derribó del trono a los que se habían colocado en el pedestal de su falsa virtud y se consideraban poderosos y capaces de hacer por sí mismos grandes cosas. ¿Y qué hizo después? Fue a buscar a los pequeños, a lo más bajo, a los humildes, los pobres y los heridos, y los exaltó.


CUALQUIER PERSONA PUEDE ASPIRAR A LA SANTIDAD


El padre Henri Roy decía:


Cuántas censuras, cuántas condenas, cuantas afirmaciones de que fallaría en mi objetivo y de que la JOC nunca podría llegar a ningún sitio si abría las puertas de par en par a todos, y en primer lugar a aquellos a quienes se cuidaba menos, «a los que viven en los andenes» y a los que no sirven para nada [...] Cuántas señales de incomprensión ante mis paradójicas afirmaciones: «No estoy interesado en las personas bien instaladas [...] estoy interesado en los que han recibido muy poco o nada. Estoy interesado en encontrar a los que se arrastran en el fango, porque les dijeron que no había nada que hacer con ellos, y ellos se lo creyeron» 2.


En este tercer milenio es urgente abrir la puerta de la santidad a los pobres y a los heridos, porque la parábola de los invitados al banquete es una verdadera esperanza para ellos. Todos aquellos que, perfectos y fuertes, habían sido invitados normalmente al banquete se negaron a ir. Entonces dijeron a los sirvientes: «Id a los caminos, juntad a los pobres, todos los que estén por las ciudades y calles, hasta llenar la sala del banquete» (Lc 14,21).

La santidad debe ser ofrecida «a lo largo de los caminos», porque Dios quiere llenar la sala de su banquete con pobres y con heridos. Maxence Van Der Meersch decía:


Cualquier hombre puede ser un santo en el mismo instante que lo quiera, aunque exteriormente, a los ojos del mundo, él no sea nada más que vicio y fango.

Cuando, durante una vida entera, los demonios de su corazón le disputaron el ser y ese hombre se precipitó sucesivamente, con toda la evidencia de sus apetitos, en dirección a los innumerables espejismos del orgullo y de los instintos, en dirección a los fantasmas engañadores y mentirosos que son las pasiones humanas, llegará un momento en que se sentirá acabado. Está consumido, aniquilado, vacío.

De esa ruina, ese ladrón, ese borracho, ese depravado, irremediablemente entregado a su vicio, a no ser que haya un milagro de la gracia, ¿quién querría aún saber de él? Solo Dios puede acoger este destrozo. Dios y solo Dios, porque ¡nadie caerá demasiado bajo a los ojos de Dios!

Esa basura, esa porquería, ese desecho que vosotros, hombres, ya no queréis, que ya no quiere nada de sí mismo, dádmelo, dice el Eterno, y que él acepte humildemente reconocer su miseria, agarrarla y luchar. Entonces, para mí, esa vida de vergüenza y de ignominia a los ojos de todos, yo la consumiré como incienso 3.


Los heridos por la vida, los débiles, los alcohólicos, los drogadictos, los dependientes de todo tipo, los pobres que aceptan sufrir su miseria y luchar a pesar de todo, se abren a la misericordia y entrarán, como el buen ladrón, en el Reino de Dios antes que los puros que ponen su confianza en sí mismos, contando con sus virtudes naturales. «Los primeros serán los últimos; los últimos serán los primeros» (Mt 19,30).


EN LA BASURA


Tal es el amor de Dios que invade el corazón en cuanto esté presente la menor abertura o grieta por donde la gracia pueda penetrar. Fue así como el Hijo del hombre encontró, en medio de la basura, la dracma perdida, acuñada con su propia efigie. Fue así como él recuperó de en medio del cieno lo que estaba perdido. Dios nació en la pobreza de un establo y quiere encontrarnos en la basura y en la pobreza de nuestras miserias.

En medio de los espinos encontró a la oveja perdida y herida. «¿Quién podrá desesperar –dice san Agustín– si el buen ladrón espera? Nadie se puede considerar excluido de la misericordia divina cuando sabe que ese ladrón fue acogido» 4.

De eso es también testigo Jacques Fesch, el criminal de 24 años cuyo proceso de beatificación ha sido anunciado, el cual, en su prisión, se escribía con Marte Robin y a quien, pocas horas antes de ser guillotinado, escribía: «Espero en la noche y en paz. Tengo los ojos fijos en el Crucificado. Jesús me prometió que me llevaría con él, ¡espero al Amor! Dentro de cinco horas veré a Jesús...».


¿LA VIRTUD O LA SANTIDAD?


Cuando leemos a los autores espirituales, vemos que muchas veces usan expresiones como «subir», «avanzar», «progresar». Subir la escalera, ir hasta la cumbre, tal es la concepción filosófica y moral de la perfección que data de los pensadores griegos y de los estoicos. Olvidamos que tal esquema de perfección está en contradicción con lo que propone el Evangelio.

André Louf, monje cisterciense, explica el peligro de comprender mal y equivocarnos de escalera:


Los autores se creen obligados a hablar de grados o de una cumbre; pero es grande el riesgo de ser mal comprendidos. Puede dar la impresión de que lo que interesa por encima de todo es hacer progresos, subiendo siempre más alto: excelsior. Lo que importa, sin embargo, es que escojamos bien nuestra escalera. Porque hay escaleras que no sirven: las de las virtudes meramente humanas, por ejemplo. Solo hay una escalera buena, la de la humildad. Esa escalera se sube bajando. Es preciso subirla bajando y bajarla elevándose. No existe otro camino ni otra virtud para el cristiano fuera de este abajamiento en la pequeñez y en la pobreza 5.


Además, ¿qué otro camino podríamos tomar sino el de la bajada, si aquel a quien llamamos el Camino «se rebajó» siendo él de condición divina? Es a esta bajada a la que también nosotros estamos llamados, «perdiendo nuestra vida para ganarla», «en desnudez y desapropiación», dirá el autor de la Subida del monte Carmelo. Porque, para él, la subida es, antes que nada, bajada. A los que le dicen querer hacer la ascensión del monte Carmelo, san Juan de la Cruz responde, si comprendemos bien su obra: «Decid más bien una bajada».

Sin quererlo o saberlo, muchos heridos y pobres descienden con Cristo en su agonía y en su cruz y pasan las noches terribles del despojamiento.


DIOS NO VE COMO NOSOTROS


No hay verdadera santidad sin humildad, sin ese descenso al corazón de nuestra pobreza. Si no queremos descender y aceptar ser humillados con Cristo humillado, entonces Dios se retirará e irá a lo largo de los caminos a buscar a los pobres y hará de ellos santos.

Considerando la necesidad absoluta de humildad y el peligro del orgullo espiritual, el P. Garrigou-Lagrange, dominico, decía: «Dios permitirá que algunas almas que se creen avanzadas en la vida espiritual caigan en pecado mortal para separarlas del apego que ellas tienen a sus virtudes».

Dios no ve como nosotros. Ve más lejos que nosotros. Espera más que nosotros. M. Van der Meersch afirma:


En aquel marginado, en aquel adúltero, en aquel invertido, sí, digámoslo con valentía, hay aún materia suficiente para hacerse un santo, aunque sea tarde para que él deje de ser marginado. Cada uno puede alcanzar la santidad a partir del lugar donde está, a partir de su más sórdida bajeza.


Dios puede descender al fango para transformar a alguien en santo.

Todo puede transformarse en gracia, «incluso el pecado», decía san Agustín. Incluso nuestra sexualidad herida y nuestras neurosis, añadiríamos nosotros, con la condición de hacer de ellas una ocasión de apertura, de acogida, de compartir. Por eso no debemos despreciarlas. Sí, tenemos que aprender a dar buen uso a nuestras neurosis. Ellas son materia prima para la santidad.

Imaginad al Señor viniendo a nosotros como un chatarrero. Va cogiendo nuestros desperdicios, nuestros desechos, nuestros restos para transformarlos en cosas nuevas. Imaginad al Señor haciéndose jardinero para ir a coger las flores que nacen aquí y allí. Se encuentran en medio de la basura flores tan bellas y tan olorosas como en los grandes salones con aire acondicionado. Imaginad al Señor como un jardinero que sabe que algunas flores crecen debajo de las escaleras, en lo oscuro, en la humedad, en las fosas mejor que a pleno sol. Es más, es solo por gracia por lo que algunas florecen a pleno sol, ¿no es verdad?

Daniel-Ange afirma:


En un mundo en el que tenemos cada vez más niños heridos por la vida, será precisamente toda esa fragilidad psicológica y afectiva la que se transformará en camino para la santidad. Todo lo que nos parecían limitaciones se transformará en medio de santidad.


Sí, entramos en la era de la santidad de los pobres, de los pobres de amor, los pobres de afecto, los pobres de cultura, incluso los pobres de vida religiosa. Creo que cuanto más carga un ser una limitación o una herida, tanto más ese sufrimiento lo precipita en el corazón de Dios. Hay siempre una relación infinita entre el abismo en el que el hombre vive y la ternura de Dios. Nunca un hombre será más herido por la vida que amado por Dios. ¡Nunca!


LA ESPERANZA Y LA MISERICORDIA


San Claudio de La Colombière exclamaba:


Yo te glorificaré dando a conocer lo bueno que eres con los pecadores y cómo tu misericordia está por encima de cualquier malicia, que nada es capaz de agotarla, que ningún pecado, por muy vergonzoso o criminal que sea, debe llevar al pecador a perder el coraje. Podría perder todo menos la esperanza que tengo en tu misericordia.


Hay en el evangelio una pedagogía desconcertante. Dios no se revela a los fuertes y a los inteligentes, sino a los débiles; no a los virtuosos y a los fariseos, sino a los publicanos, a las prostitutas, a los pecadores; no a los poderosos de este mundo, sino a los niños desprotegidos.

Cuanto más vacío está un vaso –decía Marthe Robin–, más líquido se puede poner en él; cuanto más vacía está el alma para recibir, más la favorece Jesús con sus dones.


EL PECADOR ES UN SANTO EN POTENCIA


Al final de su vida, Francisco de Asís, en un acceso de indignación, respondía así a un joven que lo llamaba «santo»: «¿Tú crees que soy un santo? Entonces no sabes que esta misma noche podría irme a la cama con una prostituta si Cristo no me sujetase».

Este es el espíritu de humildad de los verdaderos santos. Saben que están en el mismo barco que los pecadores, y por eso, en un determinado momento, no hay diferencia entre un pecador y un santo. Porque el santo se reconoce como pecador siempre en estado de conversión, tal como el pecador, por muy débil que sea, se debe reconocer como un santo en potencia.

El camino de la imperfección

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