Читать книгу El camino de la imperfección - Andre Daigneault - Страница 6
EL CAMINO DE LA FUERZA
ОглавлениеPara adquirir a Dios, primero se debe perder todo.
El camino del alma es un descenso.
DIVO BARSOTTI
CUANDO SE ES POBRE Y CRUCIFICADO
«Conocéis las miserias de la vida, pero ignoráis el verdadero dolor. Todavía no habéis recibido el verdadero golpe que traspasa el corazón. Tal vez nunca lo recibáis, porque muy pocos lo han recibido, aunque muchos digan haberlo hecho. El dolor no es nuestro fin último; la felicidad es nuestro fin último. El dolor nos conduce de la mano hasta el umbral de la vida eterna.
Solo tenemos una cosa que hacer en este mundo: transformarnos en santos, y es preciso sufrir mucho para eso. Lo sabemos cuando se es cristiano, pero no decimos suficientemente que solo hay una manera de sufrir en serio. Consiste en renunciar previamente a toda consolación. Mientras no se realice ese sacrificio, la esperanza de la santidad no será más que un sueño o un juego.
No se entra en el paraíso mañana ni pasado mañana; se entra hoy, cuando se es pobre y crucificado».
LÉON BLOIS
Es necesario cambiar nuestra manera de afrontar la santidad. Imaginamos demasiadas veces el camino de la santidad como una subida, un progreso continuo o una ascensión hasta las cumbres de la espiritualidad, como un fruto de nuestros esfuerzos o de nuestra voluntad. Esta imagen de santidad privilegia sobre todo a los fuertes, a los virtuosos, a los voluntariosos, y consiste en creer que la generosidad humana y la buena voluntad serían capaces por sí mismas de hacernos alcanzar la santidad.
La santidad propuesta por Cristo no es una santidad de orden natural, sino una santidad acogida en nuestra pobreza. Cristo vino para los pecadores y los débiles, y no para los fuertes y para los sanos. Algunos tienen cualidades para acceder a la santidad; tendrán siempre que temer aquello a lo que se llama el coraje de los fuertes y de los orgullosos.
Con todo, este esquema de perfección humana basado en la voluntad y en la ascesis sigue un trayecto exactamente contrario al de la santidad que Jesús nos propone en el Evangelio.
«Baja deprisa» (Lc 19,5), le dice él a Zaqueo, para mostrarnos el verdadero camino, que no podemos recorrer si nos negamos a bajar. Está claro que Jesús no propone una escalera de perfección cuyos escalones subiríamos uno a uno hasta poseer finalmente a Dios allí en lo alto, sino un camino de descenso hasta las profundidades de la humildad.
«Aquel que se eleve será humillado, pero el que se humille será ensalzado» (Lc 14,11).
LA BUENA Y LA MALA ESCALERA
En la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14) se habla de la buena y la mala escalera, de la verdadera y la falsa santidad, de descender hasta su pobreza y miseria o de elevarse por la vanagloria y por la complacencia en sus propias virtudes y en la admiración por parte de los otros.
El fariseo se pone delante, en la parte más alta del templo; expresa una solemne acción de gracias en los términos oficiales de la liturgia de la época: «Dios mío, te doy gracias...». Da gracias por sus virtudes, por su «imagen idealizada»; agradece a Dios sus obras, obras que le han permitido, en su opinión, alcanzar lo más alto de la escalera. El fariseo solo tiene ojos para su propia virtud. Apenas lanza una mirada al publicano, que está allí detrás, y rápidamente lo juzga.
DESPRECIABAN A LOS OTROS
Jesús opone de esta manera, como muchas otras veces lo hará, dos tipos de actitudes religiosas. El fariseo es un hombre irreprensible en sus prácticas, que enumera con buena conciencia.
En verdad él parece estar «convencido de ser justo» (Lc 18,9), y lo está realmente en lo que respecta a la justicia que la ley meramente humana puede alcanzar, pero que no tiene valor ante Dios. Su autosuficiencia, su orgullo espiritual, su certeza son casi una autodivinización.
La principal acusación de Jesús contra los fariseos es justamente la de ser justos y despreciar a los otros (Lc 18,9). Por eso no pueden ser tocados por Jesús, porque viven en la torre de marfil de su autosuficiencia y de sus supuestas virtudes, en lo alto de la escalera, juzgando a los pecadores, que están allí abajo. Quieren salvarse a sí mismos por sus obras y por su perfección.
¿DIOS JUEZ?
Los fariseos ven en Dios el juez imparcial de las obras humanas: para ellos, la salvación es así el salario y la justa recompensa a los méritos de cada uno. Jesús nos muestra el verdadero rostro de Dios, autor de todo bien y de toda gracia: la salvación a sus ojos es un don gratuito ofrecido a todos, y sobre todo a los pobres y concedido a cualquiera que se abra y lo reciba como un niño. Antes de morir en la cruz, Jesús ofrece y da la salvación al ladrón, aquel a quien llamamos bueno y que se abrió totalmente, en pobreza, a la misericordia infinita que le era ofrecida. Eso es lo que más choca a los fariseos y al pequeño fariseo escondido en cada uno de nosotros: que los obreros de la undécima hora, que no trabajaron todo el día, reciban el mismo salario, o mejor, el mismo don, que aquellos que trabajaron y soportaron el peso del día y del calor.
San Pablo, el antiguo fariseo, consideró como «basura» su propia justicia, la que le venía de la Ley, «para ganar a Cristo y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe en Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe» (Flp 3,8-9).
«Y si encontré misericordia –dice aún san Pablo– fue para que en mí, el primero, manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna» (1 Tim 1,16).
POR LA GRACIA
Sabemos que fue sobre todo con ocasión de la crisis en la Iglesia de Galacia cuando san Pablo desarrolló su pensamiento a este respecto. Algunos predicadores judeocristianos fueron a enseñar a los gálatas la necesidad de la circuncisión y de la observancia de la Ley judía en orden a la salvación. Mientras Pablo, que ya había evangelizado en aquella región, había anunciado con entusiasmo que se era salvado no por la observancia de la Ley, sino únicamente por la gracia de Dios a partir de la fe.
De ahí nace esta apasionada carta a los Gálatas, donde se cruzan indignaciones, quejas, llamamientos, exhortaciones, censura. Se ve, cuando leemos esta carta, que nada está más cerca del corazón de san Pablo que este Evangelio de la gratuidad de la salvación. A los cristianos judaizantes, que consideran que la observancia de la Ley es necesaria para la salvación, Pablo les replica: «Si alguien, incluso un ángel del cielo, os anunciase un evangelio diferente del que os estamos enseñando, sea anatema» (Gál 1,8).
Para Pablo, pretender –como los fariseos– ser justificado por sus propias obras es glorificarse a sí mismo y usurpar la gloria a Dios, lo cual es la propia esencia del pecado (Rom 2,17-23; 3,27; 4,2). El fariseo quiere subir la escalera a partir de sus virtudes y de sus obras. Pablo invita a descender a la propia pobreza.
BAJAR PARA SUBIR
Bajar para subir, aquí reside toda la paradoja evangélica del verdadero camino espiritual cristiano. San Benito, en el capítulo 7 de su Regla, dice que se sube a través del rebajamiento y del descenso a la pobreza de nuestro ser. El cristiano debe seguir a Cristo en sus humillaciones. «Humillaos ante el Señor, que él os ensalzará» (Sant 4,10). ¿Cómo subir entonces al monte Carmelo? Es preciso, siguiendo el ejemplo de Cristo, bajar a través de las humillaciones y las noches, bajar a través de la cruz, bajar, finalmente, a través de la muerte total a nosotros mismos. «Morir con él para resucitar con él».
DOS ACTITUDES ESPIRITUALES
El fariseo y el publicano del evangelio de Lucas representan dos actitudes espirituales que combaten constantemente en nosotros.
Comparemos estas dos actitudes. El publicano se mantiene allí abajo –en el último banco de la iglesia, podríamos decir–; ni siquiera se atreve a levantar los ojos, se reconoce miserable y pobre, ni siquiera intenta saber a qué «morada» de la perfección sería enviado. El otro, el fariseo, de pie, usa la forma más litúrgica de rezar: la acción de gracias y la alabanza; está allí arriba, delante, con los grandes, elevado, casi en el altar.
Ambos, el fariseo y el publicano, rezan. El publicano, en el último banco, humillado y rechazado por los señores de la religión oficial, no tiene miedo de expresar su miseria moral: «Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador». El otro, el fariseo, allá arriba, no se reconoce pecador, se cree rico con toda su espiritualidad y sus conocimientos religiosos; observa la Ley al pie de la letra, está orgulloso de su buena moral y de sus virtudes. Pone su confianza en sus obras. Decididamente, el fariseo considera que el publicano allí al fondo, golpeándose el pecho, es de espiritualidad muy pobre. El fariseo piensa que su oración es más profunda, más interior, más meditativa que la del pobre publicano. El fariseo desdeña la oración de petición y de súplica, prefiere la alabanza. El evangelio dice que ni se digna mover los labios –«reza en su interior»–, vanagloriándose de su espiritualidad y de su práctica moral y religiosa: «Señor, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros; ni siquiera como aquel publicano; yo ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que recibo» (Lc 18,11-12).
Y el final de la parábola llega como un trueno. Se ve lo que son la verdadera espiritualidad y el verdadero camino para alcanzar la santidad. Descendiendo, bajando es como se sube.
«Yo os digo que aquel bajó a su casa justificado, al contrario que este; porque todo hombre que se eleva será humillado y el que se humilla será ensalzado».
EL SÍNDROME DE LA EXHIBICIÓN
Dado que el fariseo quería mantenerse siempre en lo alto de la escalera de su imagen idealizada, se podría decir que sufre el «síndrome de la exhibición». Toda su espiritualidad se centra en sus virtudes, en sus obras y en la exhibición de sí mismo: lo que él quiere es subir la escalera mostrando sus obras y sus virtudes.
Si él aceptara humillarse, podría encontrar la salvación, pero lo que él quiere es subir cada vez más alto en su falsa grandeza.
Se puede entender que, para el fariseo, la opinión de los otros, lo que piensan de él, tiene mucha importancia. «Por encima de todo ellos actúan para ser vistos por los hombres» (Mt 23,5), dirá Jesús en el evangelio.
El fariseo se preocupa mucho por su imagen y utiliza incluso la oración para mejorarla. Sobre esto dirá Jesús: «No seáis como los hipócritas: para hacer sus oraciones les gusta destacar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que todos los vean» (Mt 6,5).
BUSCANDO SEGURIDAD
El objetivo de la vida del fariseo es tornarse tan perfecto y observar la Ley de tal forma que Dios lo haga entrar en su Reino a causa de todas sus obras. Por eso, cuando comete una falta, tiene que negarla, rechazarla, porque para él cualquier falta será fatal. Toda su supuesta virtud y su imagen se hundirían si su fachada se desmoronase. En lugar de bajar a su pobreza intenta siempre subir en la satisfacción de sí mismo, haciendo más que los otros: «Yo ayuno dos veces por semana» y los otros solo una. Su idea es mostrarse superior a los pecadores y al publicano que se golpea el pecho allí abajo, al fondo del Templo.
OS CONTROLO
Si el fariseo tiene esta necesidad de señalar a los otros con el dedo y de racionalizar sus errores y sus pecados, es porque, en el fondo, se siente inferior, inquieto y angustiado.
Podríamos profundizar aquí en ciertos elementos de algún trauma de la infancia que puede llevar al fariseísmo. Para Karen Horney y Alice Millar, el niño que busca la admiración de los que le rodean fue muchas veces obligado a ser el soporte y el honor de su familia, y muchas veces fue responsable de sus hermanos. No es de extrañar que, más tarde, escogiera una profesión de ayuda, porque se siente obligado a portarse de manera tal que «apenas muestre lo que se espera de él y se identifique completamente con esa apariencia». Ese niño necesitará más tarde una cierta «grandeza» para vivir y una constante admiración por parte de los otros.
Ese adulto de corazón herido, engañado por el fariseísmo, podría a pesar de todo hundirse enseguida, dado que siempre está pendiente de la admiración de los otros, y esa admiración –siempre ligada a sus exhibiciones– puede desmoronarse de golpe.
Exteriormente, desde lo alto de la escalera de sus obras y de su perfección, el fariseo parece perfecto, poderoso, seguro de sí. Pero siempre tiene miedo de cometer un error y se siente débil, ansioso, inferior e impotente. Yo diría que la herida del fariseo hace que busque la grandeza y el poder para compensar su falta de confianza en Dios y su inseguridad, que le hacen buscar siempre los primeros lugares al lado de las personas influyentes y poderosas.
Helmut Jaschke escribe:
El deseo de poder es un sustituto del amor reprimido. El hombre que no puede gozar del mayor de los placeres, el de ser amado, compensa esa falta con el ejercicio del poder. Este último contiene siempre un elemento de venganza: como no me amáis, entonces os controlo 6.
A su vez, Scott Peck, en su libro El mal y la mentira, nos da una imagen del espíritu de los fariseos:
Totalmente preocupados por proteger su imagen de perfección, se esfuerzan sin cesar en mantener una apariencia de pureza moral. Las palabras «imagen», «apariencia» y «exteriormente» son cruciales para comprenderlos. Su disfraz es muchas veces impenetrable. Trabajan mucho y se agotarán en el esfuerzo por proyectar y mantener la imagen de su moralidad. Solo hay un dolor que ellos no pueden soportar: el disgusto de constatar sus propios pecados y sus imperfecciones 7.
ACEPTAR EXPONERSE
El mayor obstáculo para la santidad es el orgullo espiritual y un cierto fariseísmo. Ciertas personas nunca quieren reconocer en sí mismas el mínimo trazo de debilidad. La vida de esas personas puede parecer exteriormente muy generosa, porque trabajan mucho y hacen grandes esfuerzos; pero están siempre algo tensas, hay en ellas algo de forzado, les falta versatilidad y compasión. Si no bajan, se encontrarán un día al borde del endurecimiento y de la ceguera espiritual. Es necesario aceptar exponerse, incluso a los ojos de los otros, como seres débiles y heridos, y al mismo tiempo entregados a la misericordia de Dios.
Es necesario bajar y no subir.
Es siempre abajo, en el corazón de nuestra debilidad, donde Dios nos espera. Por eso el discípulo que quiere seguir a Jesús debe también él bajar y aceptar su debilidad. Mientras nos opongamos a nuestra debilidad o la neguemos, Dios no puede actuar en nosotros.
Muchas veces nos apoyamos en nuestra energía natural, en nuestro temperamento voluntarioso, e intentamos subir la escalera de la perfección a partir de nuestra generosidad; todo eso puede durar un cierto tiempo, pero no es el camino de la santidad evangélica. Tenemos que rebajarnos y descender a nuestra pobreza para que el poder de Dios se derrame en nuestra debilidad.
NUESTRA PERLA PRECIOSA
En el fondo, el fariseo y el publicano combaten en cada uno de nosotros. El fariseo representa el camino de una perfección natural, y el publicano, los pasos por un camino propiamente cristiano, que es el de la conversión a través de la bajada a nuestra miseria.
No hay otro camino fuera de esa pequeña vía del descenso a la debilidad, que nos hará descubrir nuestra pobreza como la perla preciosa por la cual tenemos el coraje de vender todas nuestras riquezas para poseerla.