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CAPÍTULO 1

Todo espíritu libre tiene sueños y locuras.

[Anónimo]

Siempre me he preguntado cuántas hojas de hierba se podrían contar en un metro cuadrado de tierra. Una pregunta simple con una respuesta no trivial. Son demasiadas las variables que considerar: a qué campo pertenece el trocito de tierra, qué tipo de hierba crece en él, qué especies hay presentes, el tipo de terreno, etc. Éstas son solo algunas de las muchas preguntas posibles. Ése es el motivo por el que siempre he esquivado cualquier intento de profundizar en el tema, convenciéndome de que al final no era tan importante encontrar una solución. Al no poder clasificar mi vida de ninguna manera, he archivado todo bajo la etiqueta «Conocimiento estéril». ¡Qué bueno sería poder saberlo todo acerca de todo! Sin embargo, también sería peligroso y, a mi parecer, estaría a merced de la incertidumbre en cada una de las situaciones de mi vida. Con demasiadas variables a mi disposición, cada una de mis potenciales decisiones encontraría un opuesto plausible y evaluable, ralentizando mi proceso de toma de decisiones y dejándome al final con la duda de si he tomado la decisión correcta. Se apagaría el instinto en favor de la razón, no siempre reconocida como el instrumento más adecuado para la superación de todas las situaciones de la vida y capaz de guiarnos hacia las decisiones acertadas. El significado de lo que es justo, al fin y al cabo, es completamente relativo y está vinculado a las personas, a sus experiencias, a los sucesos históricos. Y, por desgracia, está sujeto a las modas dictadas por la comunidad, por lo social y por las religiones, sin distinción alguna. Se forman personas que se adaptan a un «sistema», cuando en realidad debería ser justo lo contrario. Viviría mi vida como un hombrecillo colocado en el centro de un cercado, a su vez atado a él con muchas cuerdas elásticas. Podría moverme en el interior del espacio asignado, pero no podría ir más allá de él, arrastrado constantemente hacia el centro en cada intento de mirar o experimentar «más allá» de los límites. Entonces decido emplear mis neuronas en las cosas que realmente importan en la vida. ¿Cuáles son las cosas realmente importantes? Éste es otro concepto totalmente relativo, vinculado a las prioridades personales, a los estímulos, a las sensaciones, a las emociones de cada uno de nosotros. El cerebro es fácil de intoxicar. Cuando éste alcanza su límite, es necesario que nos detengamos y miremos hacia adentro, nos redescubramos y nos cuestionemos nuestro presente sin preocuparnos por el pasado que nos ha llevado hasta ese punto para diseñar nuestro futuro próximo. Cambiar el rumbo y, si fuera necesario, darse un buen lavado. No es necesario ir demasiado lejos con pensamientos y proyectos porque hay demasiados acontecimientos que se escapan de nuestro control, que se burlan de nosotros y que no son ni lo más mínimo predecibles en el momento en el que nos miramos y hablamos. Forman parte de la esfera de lo desconocido. ¡Tenemos que cambiar! Con ello no me refiero solo a un retoque cosmético superficial, realmente estoy hablando de una acción profunda, radical e inmediata, capaz de excavar en las vísceras más profundas de nuestro ser humano, allí donde habita la parte más verdadera de nosotros, donde lo humano encuentra lo Divino en todas sus formas y manifestaciones. Borrar todo y empezar de cero: es ese el desafío. Pero es tan simple como adivinar el número exacto de hojas de hierba contenidas en un metro cuadrado de tierra en un campo.

El cielo de Borgoña tiene una luz particular y su color envuelve y captura, incluso cuando hace mal tiempo. Si te paras y te tumbas en el suelo para admirarlo, levantando la mirada, este cielo te caerá encima y te envolverá, haciendo que levites. No eres capaz de percibir el límite, puedes perderte totalmente y dejarte llevar a los pensamientos más dispersos. Es justo ahí donde el cielo da paso al valle, se despliega un mosaico de terrenos multicolor que van del amarillo pajizo del trizo maduro hasta el verde intenso de las hojas altas de la vid. Las manchas oscuras de los árboles altos salpican aquí y allá, acentuados por las sombras que ellos mismos producen con su espeso follaje. Todo esto se dibuja sobre un terreno suave y ondulado, a veces llano y otras veces delicadamente tendido sobre bonitos montes en los que no podría faltar un castillo. A los pies de las alturas, los pueblecitos medievales con sus iglesias, el cementerio anexo y los canales de riego completan este maravilloso cuadro bucólico. Y la imagen de un tiempo que ya forma parte de un pasado lejano, tan lejano que no podría comprenderse completa y plenamente la mayoría de las veces. Los caminitos inmersos en el campo, estrechos y sin pavimentar, trazan recorridos similares a dibujos realizados a mano alzada. Forman una trama perfecta que es capaz de conectar unos pueblos con otros, como si fuera una enorme telaraña. Las casas rurales construidas tradicionalmente de piedra marcan como nodos de la telaraña los puntos de referencia para los caminantes curiosos por la simplicidad de una realidad de vida aún presente en estos silenciosos campos. Son enormes en su majestuosidad, con la belleza típica de las construcciones francesas del siglo XX, por la piedra de la que están hechas, por sus vivos colores, por sus amplios postigos opacos y por sus ventanas de madera y hierro forjado, a menudo refrescadas con opacos esmaltes en tonos pastel. Muchas de estas construcciones albergan exuberantes especies de hiedra que escalan hasta la cima de los típicos tejados en punta en los que resaltan los tragaluces. Me imagino el panorama que se puede observar desde allá arriba, como última imagen por la noche antes de acostarnos o como primer dulce despertar a la mañana siguiente. Las ramas, capaces de seguir el perfil de los muros, a veces acarician las ventanas, se retuercen alrededor de las numerosas chimeneas durante la estación cálida para abandonarlas durante el invierno cuando estas se encienden. Donde la hiedra no cubre los muros, las frescas manchas de musgo compacto completan el color natural de las fachadas que dan al norte, como si fueran piezas de tela cruda cosidas a un viejo y arrugado vestido. En muchos otros, un colorido florecimiento de rosas, ciclámenes, glicinias y jazmines se yergue de un lecho compuesto de hierba, amapolas rojas y espesos mechones de lavanda. Las espontáneas hierbas, siempre cuidadas y perfumadas, completan la imagen de jardines simples pero relajantes y frescos sólo con mirarlos. Hay caballos y bueyes libres por el campo, se mantienen bien lejos de las ovejas y cabras, quienes prefieren, por el contrario, estar en grupo y pasar el rato inmóviles en un sitio, comiendo un poco de hierba fresca de vez en cuando. Si nos paramos a observarlos con atención, nos responden con una mirada lenta y somnolienta, ojos medio cerrados y movimientos mínimos, aburridos, sin importarles en absoluto la extraña presencia, sin aviso de riesgo o peligro inminente. Seguramente su fin no sea muy diferente al de aquellos que permanecen encerrados en cabañas o recintos estrechos, pero, indudablemente, la calidad de su existencia no puede compararse lo más mínimo a la de sus semejantes reclusos. Por este motivo se suele decir que su carne es más sabrosa. El tiempo parece ralentizarse como el ritmo de la vida y de las emociones. Todo se extiende, todo se abre. La conciencia de los propios problemas se disuelve y nos centramos en todo aquello que está vacío, casi irreal, en un mundo material. Me paro a mirar un campo llevando mis ojos a los límites de lo visible y veo la línea del horizonte. No consigo ir más allá con mis sentidos ya que mis ojos no lo permiten, no obstante, mi mente supera el límite pintando, delante de mí, la impalpable imagen de la continuación de este paisaje en un instante. Me siento muy pequeño en medio de esta inmensidad, pero, por otra parte, percibo una sensación de seguridad y de satisfacción interior, sentimiento que muy raramente he experimentado antes en mi vida.

Elegí Borgoña para pasar unos días de vacaciones, para relajarme con mi mujer y olvidarme durante un tiempo del estruendo de la vida en la ciudad. Aquí todo es muy diferente. En la ciudad a menudo me invade el deseo de distanciamiento. Los lugares cotidianos me fastidian como un picor de los más molestos, las personas no me llenan demasiado y me asalta el deseo de aislamiento: como si la única reconciliación posible fuera sólo gracias a la ausencia de los ruidos de la ciudad y de sus habitantes. En esos momentos suelo intentar concentrarme en pequeñísimos detalles de un paisaje: el inicio de una cuesta en la montaña, la ventana de una casa con vistas a un prado, un banquito situado al lado de una fuente en el campo. Siento que así el ruido se transforma en sonido, se combina y se integra con el concierto universal de la misma manera que una voz humana puede asemejarse a un canto sin empujar violentamente la primacía de la omnipresencia. Cuando camino por las calles durante mis días de irritación, la humanidad me parece una presencia proterva, por número de ejemplares y por el alboroto. Percibo su afán de llegar quién sabe adónde como una señal de desesperación, de la malvada, dispuesta a hacerse paso incluso con las uñas o con armas. Y entonces no puedo evitar sentir que he nacido y estoy destinado a otra parte, ya sea una cuesta en la montaña, la ventana de una casa y su prado, o un banquito situado al lado de una fuente en el campo, da igual: se trata de «otra parte» donde la voz puede resonar como un canto, el mío.

Nuestra meta era una pequeña casa junto al canal de Borgoña, más o menos a la mitad de su longitud total, propiedad del conserje de una de las muchas esclusas que hay allí, situada en la aldea de Gissey-sur-Ouche y con vistas al propio canal. Buscábamos algo de paz, de relajación, de aislamiento del caótico mundo de la ciudad, en busca de nosotros mismos. El paisaje se desplegaba frente a nosotros en un concierto de colores, de reflejos de sol que se dibujaban en las charcas y nos capturaban plenamente. Ya en aquel momento me di cuenta de que iba a ser difícil volver a la vida en la ciudad, incluso antes de haber probado el lugar. No obstante, lo mejor estaba aún por llegar, presentándose de forma poderosa ante nosotros, invadiéndonos el corazón y captando, para siempre, nuestra atención. Gissey es una aldea formada por unas cuantas casas construidas en su gran mayoría de piedra, al más puro estilo medieval. El ayuntamiento, una escuela, una iglesia y su cementerio adyacente eran los únicos edificios públicos visibles desde la calle principal. Un único restaurante, más bien pequeño, ofrecía menús turísticos a precio fijo algunos días de la semana, incluyendo sábados y domingos, aunque raramente para la cena. No había ni rastro de ninguna tienda, ni siquiera de alimentación. Aquí también podían verse animales libres en el campo, los pájaros volaban libres por el cielo dibujando círculos y arcos a sus anchas, planeando y volviendo a alzar el vuelo como bailarinas guiadas por las notas perfectas de un aria clásica.

Cuando llegamos a la cercanía de la aldea, nos desviamos por un estrecho camino de tierra, sembrado de piedras y grava, tan estrecho que dos coches no podían pasar a la vez en direcciones opuestas. Salpicado de anchos y profundos hoyos, a veces llenos de agua de lluvia no absorbida por el suelo, el pequeño camino flanqueaba el canal que se extendía a nuestra izquierda y en el que podíamos ver algunas pequeñas barcazas yendo en línea recta. La gente que iba en las barcazas reía alegremente, miraba a su alrededor a menudo de forma folklórica, sus rostros con una piel lúcida y bien tersa, de un color blanco leche manchado por un rosa pastel y las mejillas tendiendo a un rojo vivo. Los hombres hacían fotografías mientras mordisqueaban sus bocadillos y sorbían con entusiasmo el vino en largas copas de cristal. Tal vez la potencia del alcohol ya los había superado. Las mujeres, de mediana edad, estaban sentadas y relajadas, con las piernas dispuestas en los oscuros bancos de madera y metal que equipaban la cubierta del barco. O estiradas en tumbonas de tela cruda de color beige allá donde las había. Los niños, apoyados en sus madres, disfrutaban de sus helados, con sus rostros en parte tapados por los diversos sombreros que llevaban para protegerse del sol y esconder la timidez ante las miradas de sus curiosos compañeros de viaje. Daban la impresión de estar saboreando la más absoluta libertad, o cualquier cosa similar a ella, la despreocupación, como si fueran parte del entorno, en comunión con él. Los problemas de la vida diaria parecían no preocuparles lo más mínimo, como si en realidad no hubiera absolutamente ningún problema que afrontar, como si estuvieran exentos de ellos. Aparte del francés, también se oía hablar alemán, inglés y español. No había italianos presentes, o al menos ninguno que estuviera hablando en ese momento. Además, ninguno de los presentes mostraba rasgos faciales típicamente italianos. Pasaban muy cerca de nosotros y los podíamos ver muy bien, hasta el punto de casi poder apreciar los defectos de su piel. Observábamos el barco mientras flotaba y transportaba la alegre banda. Sus motores en acción no emitían ruidos ensordecedores. Daba la impresión de que estuviera resbalándose sobre el agua, como si la empujase el aire. Desde las ventanillas de nuestro coche, el cual habíamos parado oportunamente para observar e inmortalizar la escena, podíamos percibir el sonido de la risa de las personas, sus conversaciones y la sinfonía del canto de los pajarillos que poblaban el espacio abierto a la derecha del camino. En ese lado se podía ver una inmensa explanada verde que cubría todo el campo. Era como un marco de colinas de un verde más oscuro e intenso que parecía haber sido puesto allí precisamente para no revelar inmediatamente la belleza que se extendía detrás de ellas.

—¡Todo es increíble aquí! —dijo Sonia con una voz llena de alegría y emoción palpable, con los ojos brillando con esa luz que hace tiempo no percibía con la misma intensidad—. ¡Parece otro mundo! Parece como si al tomar ese ese camino hubiéramos cruzado la frontera que divide lo real de lo que es mero fruto de los sueños. Es indescriptible, ¡qué feliz estoy! —concluyó.

—¡Es todo tan cierto, pero tan increíble al mismo tiempo! Los colores, sonidos, olores e imágenes: todo parece tener su propio espacio, una posición tan precisa que, si la alterara un profano, haría que ese objeto aislado se sintiera «fuera de lugar». Todo forma parte del cuadro que estamos observando en este momento y parece llevar la firma de su autor, de una entidad superior y experta. No se percibe ninguna forma de mejorar lo que ante los ojos ya resulta perfecto desde el principio. ¡Yo también estoy feliz!

Giré la llave para volver a arrancar el coche y, con una sonrisa, la invité a continuar hasta nuestro próximo destino, la casa de la esclusa 34s. A medida que avanzábamos, los árboles a nuestras espaldas cerraban el túnel en la carretera como las cortinas de un telón de teatro al final de la ópera.

La Casa De La Esclusa

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