Читать книгу La Casa De La Esclusa - Andrea Calo' - Страница 6
ОглавлениеCAPÍTULO 3
La amistad es uno de los regalos del cielo a la humanidad «Las montañas no se encuentran, pero los hombres sí».[Samburu, Kenia]
Entre amigos se derrumban las barreras que normalmente cierran a los individuos en su pequeño cercado. No hay secretos entre amigos: «Si se quiere, no se oculta la desnudez».[Mongo, RD. Congo]
La oscuridad total de la noche dio paso a las tenues luces de un tímido alba. Las primeras manchas de una luz sin fuente, formada sólo por el resplandor que subía por las colinas, apenas tenían espacio para pasar a través de las espesas copas de los árboles. Como una sábana, una fina y uniforme capa de niebla baja cubría el campo de trigo ligeramente humedecido por el rocío de la mañana. Creó una atmósfera típica de los paisajes del norte de Europa, los que se ven a menudo en las postales y los libros de fotografía. La esclusa estaba desierta y el flujo de agua a través de los desagües estaba reducido al mínimo. Una ligera brisa mantenía fresco el aire de aquella mañana, levantando lentamente la niebla hasta hacerla desaparecer. Las tiernas espigas doradas de trigo, tan redescubiertas, fueron iluminadas por los rayos del sol ya en lo alto y libre en el cielo. Eran sólo las siete de la mañana, pero se podía sentir el retraso que tenía la luz del sol comparado con lo que yo veía en mis mañanas milanesas. Un conejo silvestre saltaba irregularmente por el sendero frente a la puerta principal. Pensé que probablemente estuviera buscando comida. Cogí una pequeña zanahoria del frigorífico y la puse fuera de la puerta, en el suelo, en la parte que daba a la calle. Lo hice con cuidado para que no se asustara y saliera corriendo. Me miraba con sus ojitos negros y redondos, y su cuerpo petrificado, listo para huir si fuera necesario. Mi presencia lo inquietaba, era obvio. Pero no se iba. Cuando apoyé la zanahoria, me alejé lentamente sin quitarle los ojos de encima. Una vez estaba lo suficientemente lejos, en lugar de agarrar la zanahoria, se fue corriendo a gran velocidad. Entonces pensé que habría sido perturbado por algo diferente, tal vez un ruido que yo no había percibido o tal vez un animal que se movía por el campo. Me quedé solo mirando la zanahoria que estaba en el suelo, me di la vuelta y volví a la casa a contarle a Sonia lo que había pasado. Incrédula, miró por la ventana y vio la zanahoria abandonada, estallando en una fuerte risa.
Desayunamos en paz y tranquilidad, tomándonos el tiempo necesario, discutiendo lo que haríamos durante el día: recorrido en bicicleta por la zona, cámara en mano, quedarnos a almorzar en medio de uno de los muchos campos coloridos o en algún área de descanso en los pueblos cercanos. Podríamos pedir indicaciones a los pescadores a lo largo del camino. Cuando salí al camino, al cerrar la puerta de casa me di cuenta de que la zanahoria había desaparecido. Al principio estaba molesto, pero luego me dejé llevar con una sonrisa. No podía esperar que el conejito me diera las gracias por haberle dado una zanahoria. Acostumbrado a su libertad, tampoco estaría habituado a ninguna forma de relación. A veces ni siquiera los humanos somos agradecidos, ¿cómo podría pensar que un animal salvaje podría hacer eso? Pensé que incluso volvió y aceptó con confianza mi regalo. Volví a pensar en sus ojos y en la intensidad de aquella mirada inmóvil, y me di cuenta de que aquella fue su forma simple pero sincera de darme las gracias. Los humanos a menudo también se dan la vuelta y se van.
Tomamos nuestras bicicletas y nos pusimos en marcha, pedaleando con energía, recorriendo los caminos más o menos pedregosos y tortuosos, flanqueando el arroyo y deleitándonos con su incesante canto, saludando a la gente que nos observaba desde las cubiertas de las barcazas que pasábamos a toda velocidad. Los pescadores nos miraban con recelo, tal vez perturbados por nuestro ruidoso paso que, de alguna manera, aniquiló sus somnolientas esperas. Cruzamos puentes centenarios que mostraban la roca viva esculpida por el tiempo con los cantos desgastados por la lluvia y el viento. Podíamos percibir el olor fuerte pero intangible de los materiales del pasado. Era imposible ver coches o incluso oír el ruido de sus motores tan lejos de las carreteras principales. A lo largo de nuestro camino pasamos varias esclusas, todas muy similares. Después de unos 20 kilómetros sentimos la necesidad de hacer una pequeña parada. Decidimos ir a la siguiente esclusa para preguntar a qué distancia estaba el pueblo o aldea más cercanos. Llegamos a la esclusa, que estaba a otros cinco kilómetros de donde nos habíamos detenido anteriormente para recuperar el aliento. Como esperábamos, estaba la casa de su encargado. Era muy similar a aquella en la que nos alojábamos nosotros, en su tamaño, color y forma. Sin embargo, el jardín era mucho más espacioso y bien cuidado, lleno de coloridas rosaledas. Las plantas, ya abundantemente florecidas, pintaban manchas de color que se alzaban desde el suelo hasta los dos metros de altura. Se difuminaban del blanco cándido al rojo fuego, pasando por dos tonos diferentes de amarillo, casi naranja y rosa. Las paredes de la casa, así como las pérgolas, estaban completamente cubiertas de glicinias. Sus flores, en racimos, de un hermoso e intenso color lila y en plena floración brotaban de un lecho de hojas verde pastel y daban a la casa una sensación de absoluta frescura. Los alféizares de las pequeñas ventanas estaban adornados con jarrones de geranios, también de muchos colores. Las flores, aún parcialmente cerradas, esperaban el momento adecuado para mostrarse en su máximo esplendor. En el lado opuesto de la casa, justo donde terminaba la rosaleda, se podía ver un huerto. Tal vez era sólo una pequeña parte de un terreno mucho más grande escondido de nuestros ojos por la casa. Un niño entraba y salía de la casa, y llevaba una regadera con la que regaba los geranios. El aire fresco que nos rodeaba estaba impregnado de olores, una mezcla de fragancias entre las cuales la menta y la salvia se distinguían fácilmente.
Con el menor atisbo de voz, para no molestar demasiado, llamé la atención del niño que, al oírse llamar por un extraño, se quedó algo atónito. No parecía muy decidido a hablar con nosotros, así que nos envió una clara señal para que esperáramos, corrió hacia adentro de la casa y luego salió acompañado por su madre. Cruzó la puerta, ignorando nuestra presencia, y regresó a sus geranios mientras su madre se acercaba a nosotros. Era una hermosa mujer de pelo negro, bastante alta y esbelta pero no delgada. Sin embargo, al acercarse a nosotros, comenzamos a vislumbrar los rasgos y signos del paso del tiempo en su rostro. No debía de ser muy joven, pero se veía bien cuidada. Tal vez los esfuerzos físicos habían dejado en su cuerpo su rastro indeleble de forma prematura. No podía saberlo ni me importaba en ese momento, así que dejé de pensar y me preparé para dialogar con ella mientras una tímida sonrisa se dibujaba en su rostro.
—¡Buenos días! ¿Buscáis a alguien? —exclamó, manteniendo esa pregunta en sus labios, esperando nuestra respuesta.
—Buenos días, señora. Por favor, perdone que la molestemos. ¿Podría decirnos a qué distancia está el próximo pueblo y qué dirección debemos tomar? ¿Tenemos que continuar por el camino o hay que desviarse? Verá, es que estamos buscando un lugar para parar y descansar un poco, para comer y comprar algunos refrescos. No nos importaría dar un paseo si pudiéramos, para ver algunas cosas. Hemos pasado por un pueblo que está ahora a unos diez kilómetros, no nos gustaría tener que volver directamente por un camino largo y vacío —le respondí, tranquilizándola.
— Sí, hay unos pocos, por supuesto. Pero veo que vais en bicicleta y también parecéis muy cansados. Ir hasta el siguiente pueblo puede ser un reto y vais a llegar agotados. Además, ¿no tenéis que volver después igualmente? ¿De dónde venís? — preguntó. Tenía toda la razón del mundo.
—Nos hospedamos en Gissey, venimos de la esclusa 34s, señora —exclamé con orgullo, como si me sintiera un maestro experto del lugar por donde pasaba en aquel momento.
—¡Ah, ya veo! Es la casa de Urs y Doris. Son muy buenas personas —respondió —. A mi parecer ya habéis hecho tantos kilómetros que os aconsejo que no vayáis más lejos, al menos por hoy. De todos modos, al fin y al cabo, es vuestra decisión. ¡Puedo sentir el dolor de vuestras piernas y traseros! — continuó, guiada por buen humor contagioso que inmediatamente nos llevó a nosotros dos a reír a carcajadas mientras confirmábamos su suposición produciendo una mueca cómica de dolor en nuestras caras.
—Escuchad, chicos, nosotros también tenemos refrescos, la única diferencia es que no están a la venta, así que tendréis que aceptar nuestra hospitalidad —dijo de forma graciosa—. Si queréis uniros a nosotros, sois bienvenidos. ¡No mordemos, os lo aseguro! —exclamó finalmente con una expresión tranquilizadora y sincera.
—No nos gustaría aprovecharnos de su amabilidad, señora…
—¡Giselle, me llamo Giselle! —me interrumpió extendiendo su mano para presentarse y esperando que nosotros hiciéramos lo mismo.
Nos presentamos, y después de darle las gracias tantas veces hasta aburrirla, la seguimos. Nos invitó a sentarnos en una hermosa mesa de piedra construida bajo un porche que completaba el lado derecho de la casa hasta casi llegar a la valla del jardín de la propiedad. Incluso desde aquel punto se podía ver la esclusa y el arroyo no muy lejos, rodeados de verdes campos y árboles. Ninguna colina limitaba la vista hasta la línea del horizonte, permitiendo al ojo vagar más allá de los límites. Sólo un relieve con salientes irregulares privaba al suelo de aquella monotonía plana de las llanuras. Llevando el ojo más allá del horizonte, se podían ver los cultivos. Sólo eran visibles porque estaban en ligero relieve con respecto al suelo y mostraban tonos de verde más oscuros. Se trataba de viñas muy fértiles en las que se producía el buen vino de Borgoña.
—Esperad aquí unos segundos, voy a buscar a Monsieur Jacques. Es mi padre. Él mismo se define como uno de los mayores charlatanes de Francia o quizás de Europa. Yo, sin embargo, creo que es un hombre muy sabio, ahora lo conoceréis —dijo divertida y orgullosa al mismo tiempo.
Nunca supe si se sentía similar a su padre en esto o no, la hija «sabia» de un hombre sabio. Tal vez estaba expresando una sabiduría diferente a la de su padre. El tiempo me sugeriría la respuesta. Sonia y yo nos miramos a la cara, entretenidos por tanta alegría, pero también sorprendidos por aquella inesperada hospitalidad. Temíamos vagamente el bochorno de esa situación, sobre todo hacia el sabio, o charlatán, Monsieur Jacques.
—¡Papá, hoy tenemos amigos a la mesa! —advirtió Giselle justo después de atravesar la puerta, hacia una habitación que no pude identificar.
Siempre he creído que la amistad y la confianza están estrechamente ligadas, dos regalos que la gente recibe y otorga sólo con el paso del tiempo. El simple conocimiento no implica necesariamente amistad y confianza. No puede haber instinto en una relación amistosa porque no se puede medir la llamada «sensación de piel». La amistad debe sentirse, demostrarse y compartirse. De lo contrario se trataría de una relación unilateral. Me refiero a esa forma de amistad que implica complicidad y que a veces también crea fricción entre dos personas, la amistad en su forma más verdadera. Así, considero la confianza como el combustible necesario para asegurar que la amistad pueda continuar, permitiendo que nazca, se desarrolle y evolucione hacia sentimientos aún más importantes y profundos. Sin este combustible no podemos proceder, así que es mejor que nos bajemos y sigamos a pie, pero por nuestra cuenta. Viendo la película de mi vida, he podido ver y escuchar historias de gente que ha dado su vida por la amistad, amando a su amigo incluso más que a ellos mismos. He visto a gente vaciarse de todo con tal de compartir cosas con sus amigos, y me he preguntado si yo podría hacer lo mismo por ellos. Tal vez habría perdido el desafío conmigo mismo, no lo sé, pero claramente aún no he tenido una verdadera oportunidad de ponerme a prueba a mí mismo. También he oído historias de traición, quizás porque ese sentimiento de amistad fue experimentado de manera diferente por las personas en cuestión, quizás en un sentido único, o quizás porque para algunas personas la amistad era más bien sinónimo de buena oportunidad y, como tal, de ser explotada al máximo. Sin embargo, nada de esto me maravilla. La lucha por la supervivencia de la especie está escrita en el ADN del animal, ya sea hombre o bestia. Se lucha para sobrevivir y seguir adelante, «muerte tuya, vida mía». A veces importa bien poco quién paga las consecuencias. Es un proceso de selección natural que ha tenido lugar en los últimos milenios y nunca dejará de tenerlo en el futuro. Nos escondemos detrás de esta coartada y ya no nos preocupamos por los efectos que puedan derivar de ella. También he oído hablar de historias de amistad recíproca, casos verdaderamente raros y la mayoría de las veces parte de cuentos de hadas; cuando son reales, exaltadas e idealizadas a la par de las leyendas. Es asombroso que, ante una bella historia de amistad, se tienda a romantizarla, a hacer películas sobre ella, a crear mitos para exponer y utilizar como referencia, siempre que las cosas no evolucionen como se espera, desplegándose en la escritura de poemas o prosa kilométricos destinados a la venta. Mitos, grandes ejemplos de vida que emular, que seguir. ¿No debería eso ser lo «normal»? Cuando pienso en una persona, la considero mi amiga, quiero decir que esa persona es como yo, que está a la par mía. Si no, uso otro término para catalogarla y prefiero llamarla «conocida». ¿Y qué hay de la confianza? ¿Cómo surge, dónde entra, qué posición ocupa? ¿Puede la confianza que ponemos en un verdadero amigo, y que no sólo se supone que lo es, ser la misma que la que ponemos en un simple conocido? Tal y como yo lo veo y como resultado de la experiencia, la respuesta sólo puede ser negativa.
La amistad y la complicidad son cosas antiguas. Desde que el hombre comenzó a caminar por la Tierra para vivir, o más bien para sobrevivir, necesitó un compañero a su lado. El hombre prehistórico siempre tenía que ir acompañado de un compañero o más para cazar y matar a su presa. Se dio cuenta de que no podía derribar a su gran presa por sí mismo, de lo contrario se arriesgaba a morir. El legionario romano tuvo que confiar en la capacidad de todo el pelotón para crear la «tortuga» y luego poder defenderse del enemigo en la batalla. Incluso en el ámbito literario y artístico, la amistad ha inspirado al hombre en la creación de sus más grandes obras. El hombre, por naturaleza, no puede vivir solo, necesita a la manada. Hay personas que prefieren estar solas, tal vez por la desconfianza que sienten hacia los demás, o porque necesitan lograr su propio aislamiento en su búsqueda espiritual sin exponerse a condicionamientos externos. Traigo aquí un pasaje de Cicerón que, aunque algo anticuado, nos transmite un mensaje muy moderno:
La amistad no es otra cosa a no ser el acuerdo de todas las cosas divinas y humanas con un profundo afecto. Exceptuada la sabiduría, quizá esta sea el mayor regalo de los Dioses al hombree. Hay quienes prefieren la riqueza, la salud, el poder, los cargos públicos, muchos incluso el placer. […] Luego están los que ponen el bien supremo en la virtud: una cosa maravillosa, sin duda, pero es precisamente la virtud la que genera y preserva la amistad, y sin virtud la amistad es absolutamente imposible. […] La amistad no puede existir más que entre gente honesta. De hecho, es el hombre honesto, al que es lícito llamar sabio, quien observa que no hay nada falso o simulado; en efecto, son las almas nobles las que incluso odian abiertamente en lugar de ocultar sus pensamientos tras una falsa apariencia. Además, no sólo rechaza las acusaciones de alguien, sino que ni siquiera sospecha, pensando siempre que el amigo ha cometido algún error. Vale la pena añadir, finalmente, la suavidad de la palabra y los modales, un condimento nada despreciable de la amistad. […] Digno de amistad es aquel que tiene dentro de sí mismo la razón para ser amado. ¡Especie rara! […] De todos los bienes de la vida humana, la amistad es el único en cuya utilidad los hombres están unánimemente de acuerdo. […] Todo el mundo sabe que la vida no es vida sin amistad, si al menos en parte quieres vivir como un hombre libre. La amistad, de hecho, se mete, no sé cómo, en la vida de todos y no permite que ninguna existencia pase sin ella. Por el contrario, si un hombre tiene un temperamento tan rudo y salvaje que rehúye todo contacto humano y lo odia, no puede evitar buscar a alguien sobre quien vomitar el veneno de su amargura. Entonces es cierto lo que dijo, si no me equivoco, Arquitas de Tarento: «Si alguien subiera al cielo y contemplara la naturaleza del universo y la belleza de las estrellas, la maravilla de tal visión no le daría la alegría más intensa, como debería, sino casi un disgusto, porque no tendría a nadie a quien comunicárselo». Así, a la naturaleza no le gusta nada el aislamiento y siempre trata de apoyarse, por así decirlo, en un soporte, que es tanto más dulce cuanto más querido es un amigo. […] En realidad, las relaciones de amistad son variadas y complejas y hay muchos motivos de sospecha y fricción; saber cómo evitarlos, mitigarlos, soportarlos es un signo de sabiduría. Un motivo de resentimiento en particular no debe ser exacerbado, para mantener las ventajas y la lealtad en la amistad: hay que advertir y reprochar a los amigos y, con espíritu amistoso, hay que aceptar de ellos los mismos reproches si están inspirados por el afecto. Si, por lo tanto, es un signo de verdadera amistad amonestar y ser amonestado —y amonestar sinceramente, pero sin dureza, y aceptar las reprimendas con paciencia, pero sin rencor— entonces debemos admitir que la plaga más grave de la amistad es la adulación, el halago y el servilismo. Ponle todos los nombres que quieras: siempre será un vicio que condenar, un vicio de quien es falso y mentiroso, de quien siempre está dispuesto a decir cualquier cosa para complacer, pero nunca la verdad.
La amistad es ante todo comunicación entre dos personas que comparten pasiones, situaciones comunes, que para bien o para mal, se soportan durante el largo viaje de la vida. Utilizo la expresión «soportarse» porque siempre hay diferencias entre las personas que pueden hacer reflexionar y crecer al mismo tiempo, pero también provocar un distanciamiento, a veces incluso definitivo, en los casos más graves en los que la confianza se desvanece, provocando malentendidos entre ellas. Por desgracia, uno sólo se da cuenta de la importancia de los amigos cuando nos ignoran, cuando uno percibe su alejamiento de nuestras vidas. En otras palabras, nos quema la falta de amistad cuando nos damos cuenta de que la hemos perdido para siempre. Las disculpas sirven de poco. Pueden recrear el diálogo, tal vez permiten que las relaciones físicas se reconecten, pero no devuelven la confianza perdida. Como las heridas causadas por la hoja de un puñal, aunque se curen con el tiempo, permanecen visibles de por vida. La amistad es un bien preciado que debe ser cultivado día a día, está en constante evolución, tanto que gracias a ella no nos damos cuenta del paso del tiempo. Plauto decía: «Donde hay amigos, hay riqueza», y para ser tal, la amistad debe ser vivida, construida y no contemplada como un monumento o una maravilla natural genérica. No puedes ser espectador de una amistad, tienes que ponerte la ropa de actor y honrar tu papel en el escenario hasta que se cierre el telón. Hay que hacerlo en primera persona, involucrándonos, quizás a veces cometiendo errores o arriesgándonos a ser traicionados. Uno puede estar extasiado ante la visión de una aurora boreal, pero no es indiferente a la imagen de dos cachorros de perro y gato acurrucados el uno al otro mientras juega sin ser conscientes de su diversidad y de su futuro «adverso/adversario». A veces buscamos a la gente porque sabemos que con ellos el día parece ser más sereno, cada evento más feliz. No nos demos cuenta de que podían ser amigos potenciales. Así, de repente, sin motivo ni razón, se convierten en tales, tanto para nosotros como para ellos. De acuerdo con las leyes de la Economía, «dar» sólo es bueno si es correspondido por «recibir». En la verdadera amistad desinteresada hay un continuo dar, y la forma en que se hace vale más que lo que se da.
Y luego viene el amor, en todas sus formas. Amistad y amor, ¿una unión indisoluble? ¿Y ese afecto que de alguna manera los une? Son sensaciones fundamentales en nuestra vida cotidiana, portadoras de emociones únicas e inolvidables, razones válidas para afrontar las miles dificultades que cada día se ponen en nuestro camino. A lo largo de nuestra existencia vivimos estas situaciones varias veces, nos encontramos tan a menudo con estas emociones que también debemos saber manejar, comprender, a veces aceptar y aceptarnos a nosotros mismos, a pesar de todo y de todos. A veces, estos sentimientos se confunden y se hace difícil distinguirlos para aclarar cómo nos sentimos. En otras ocasiones, esta tarea es inútil y ni siquiera nos damos cuenta: el hambre de claridad sólo alimenta aún más nuestro estado de confusión interior. Cuando amamos a un amigo, sin distinción de sexo, cuando nos importa y es parte integrante de nuestra propia existencia, se hace casi superfluo distinguir ambas cosas. El amor es como el culmen de la amistad. En lo más profundo de nosotros, el amigo que sufre o se alegra, que vive los momentos buenos o malos de su vida, nos involucra totalmente. Compartimos las mismas experiencias y emociones con él. Del mismo modo, el amigo siente las nuestras. Se llega a vivir en simbiosis, cuidando a nuestro amigo tanto como nos preocupamos por nosotros mismos. Debido a que, lo queramos o no, nos amamos, es justo afirma que también lo amamos de la misma manera. Entonces, ¿realmente vale la pena distinguir entre la amistad y el amor? Por supuesto, cuando en la relación entran el sexo, la familia y la convivencia. El hecho es que, en ciertas situaciones, es simplemente innecesario hacerse la pregunta.