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II. MARCHA AL EXILIO

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La Segunda República llegó al poder en España por el voto popular en abril de 1931 y sus valores fueron progresistas y avanzados para la época, tanto que no tardó mucho en comenzar una sublevación fascista, liderada por varios generales, entre ellos Francisco Franco. Se desató una guerra feroz entre ambos bandos. Después de tres sangrientos años, los fascistas triunfaron tomando Barcelona, para después apoderarse de todo el país. La venganza para con los enemigos fue tremenda, de modo que las tropas republicanas, soldados y civiles, tuvieron que huir de la masacre hacia Francia, que los recibió incómoda y con reservas.


A los exiliados republicanos se les veía con desprecio. Se les recluyó en campos de concentración improvisados a orillas del Mediterráneo, al sur de Francia, en Argelès-sur-Mer, Vernet d’Ariège y Saint-Cyprien, entre otros, donde, en condiciones infernales, los derrotados y sus familias vivieron historias terribles.


Por fin, algunos países decidieron otorgarles asilo. México fue uno de los que más desterrados admitió. El general Lázaro Cárdenas no escatimó recursos para salvar al máximo de refugiados posible.

Así, los republicanos atravesaron Francia en un largo y penoso viaje en tren, desde el Mediterráneo hasta la costa atlántica gala, donde embarcarían hacia América.

Ya llevaban seis meses en aquellos campos de las playas francesas. La gente estaba desgastada, sucia, desnutrida, enferma y ansiosa por que la promesa de una esperanza de vida se cumpliera.


El 14 de julio de 1939 llegaron a Burdeos; era el día del aniversario de la Revolución francesa. Al llegar el tren, la estación estaba repleta de soldados franceses, que entonaban La Marsellesa. Entonces, los exiliados españoles osadamente entonaron La Internacional ahogando el sonido del himno nacional francés.

Los muelles del puerto atlántico de Pauillac-Trompeloup, cerca de Burdeos, estaban llenos de refugiados españoles. Viejos, mujeres y niños, en harapos, esperaban a que los marinos franceses los organizaran para subir a dos barcos que saldrían ese día hacia América: el Mexique, con destino a México, y el Winnipeg, con destino a Chile.


Oriol, de once años, y Elsa, su madre, esperaban sentados en una maleta, recargados espalda con espalda. Oriol observaba cada detalle de aquella situación y, ante todo, estaba asombrado por lo grande que era aquel buque al que subiría. Estaba muy entusiasmado por lo que sería el viaje y cruzar el Océano Atlántico.

Un par de largas filas, cual serpientes saliendo de las entrañas de los barcos, se extendían hasta los embarcaderos: una para el Mexique, en la cual estaban Oriol y su madre, y otra para el Winnipeg. Para embarcar, los soldados franceses colocaron una aduana donde se les permitía a los pasajeros subir solamente cierto número de bultos o maletas, desechando en una gran montaña más de la mitad de las pertenencias de los exiliados.

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