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Descomposición

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Mientras contemplo el rastro de mierda, trazo grueso y granulado que mi cuerpo ha dejado en la taza de este baño de hotel en el que me hospedaré por los próximos diez días, por alguna razón, porque así es la mente, me viene la frase de Ezra Pound, que repito como mantra en mis clases de escritura: “Una imagen es una complejidad emocional e intelectual en un instante de tiempo, es el momento en el que frente a algo que ves, oyes o experimentas con cualquiera de tus sentidos, sientes una sacudida, un golpe de verdad, que es al mismo tiempo, racional y emotivo, que no fue producto de la reflexión ni de la búsqueda sino que es una suerte de iluminación: algo sobre tu relación con el mundo se ha vuelto más claro”.

Tengo jet lag. El primero de mi vida. Jamás había volado fuera del continente americano. Me siento como una salchicha recién sacada de su lata, flácida y gelatinosa. Y el recuerdo repugnante del almuerzo, mi primera impresión de la cocina alemana: trozos de pescado frito entrapados en grasa con salsa tártara; o sería mejor decir, salsa tártara con trozos de pescado entrapados en grasa. Náufragos que pesqué con el tenedor y acompañé con chucrut y unas papas con una salsa de hinojo tan ácida como el resto de la comida.

Siento ascender desde mi estómago una arcada antigua. Cuarenta años de ascos acumulados.

La contengo. Suficiente con tener que lidiar con mi mierda como para tener que ocuparme de mi vómito.

Al lado de la taza, como un milagro sostenido sobre un pulcro soporte de acero inoxidable, reposa una escobilla de diseño ultramoderno. Tomo del lavamanos el jabón líquido, le quito la tapa, vacío la mitad dentro de la taza, me remango la camisa hasta más allá de los codos, contengo la respiración y retiro la mirada hacia la pared. Estrego frenéticamente sin mirar. Círculos a la derecha, círculos a la izquierda, hacia adentro y hacia afuera, y sin mirar también jalo la cisterna y espero que el agua se lleve todo. Respiro y miro hacia la taza. Ahí está, tan blanca y reluciente como antes. Trato de fijar esa imagen en mi mente, pero es tarde. Mi cabeza es una letrina rebosante de excrementos. Voy hacia el lavamanos, vacío la otra mitad del jabón líquido en mis manos y brazos, me lavo hasta los codos, pero continúo sintiéndome sucia, así que me meto a la ducha y me quedo ahí, debajo del agua hirviente, pringándome, limpiándome toda. Salgo con la piel enrojecida, tensa y brillante.

Me humecto y me perfumo. A las nueve de la noche tengo una cena con un montón de desconocidos, editores y agentes literarios a los que debería caer bien. Son las siete, así que tengo tiempo para relajarme. Envuelta en una bata mullida, me acuesto en la cama. Como siempre estoy sobredimensionándolo todo. Decido masturbarme. Seguro que el placer me termina de limpiar. Pienso en el olor a cachorro de las axilas de mi amante, su verga crece en mi mano, vibra, da unos salticos como de rana. Es un animalito, su verga, y él también. Quiere huir, pero literalmente lo tengo agarrado por el mango. “Qué concha más rica tienes”, me dice, como si estuviera doblado al español de España. Abro las piernas, se la muestro, viscosa como un ostión recién sacado del mar. Me penetra. La imagen del inodoro manchado regresa aún más nítida y magnificada que la original. La fantasía resulta insuficiente. El asco es más fuerte. Solo su cuerpo, lejano, esporádico, ajeno, bastará para sanarme. Reina hoy en mi mente, el Supremo mojón, por sobre todas las cosas.

Hace un par de años, más de una década después de que hbo dejara de transmitir Six Feet Under, encontré en la biblioteca Luis Ángel Arango un tomo medio descuadernado de El enterrador: la vida vista desde el oficio fúnebre, del poeta, enterrador y ensayista norteamericano, Thomas Lynch. En este y en otro de sus libros, Cuerpos en movimiento y en reposo, se basó esta serie de televisión que según Alan Ball, su creador, partió de una serie de preguntas muy simples: ¿Quiénes son estos directores de funerarias que contratamos para que enfrenten la muerte por nosotros? ¿Cómo afecta a sus vidas crecer en un hogar donde hay cadáveres en el sótano, ser un niño que ve a su padre trabajar con un cuerpo abierto encima de la mesa? ¿Cómo te afectaría eso a ti?

Un planteamiento hecho a mi medida, para mí y solo para mí que crecí viendo a mi papá, no con un cadáver sobre la mesa, sino con decenas de ellos, vacas y cerdos a los que él mismo descuartizaba en la carnicería de su propiedad.

Ese día había ido a la biblioteca buscando El elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki, para mi clase de literatura japonesa. No entendí en ese momento por qué el algoritmo me había arrojado el título de ese desconocido, pero yo, que le profeso una fe ciega e infantil a los libros, simplemente ordené ambos y me los llevé a casa, confiada en que la diosa incierta de la literatura, tuviera reservada para mis estudiantes y para mí, un camino muy distinto al que yo había diseñado en el programa. ¿Qué podía tener en común la escritura de estos dos hombres tan alejados en el espacio y el tiempo? ¿Un japonés nacido en Tokio en 1886 y un norteamericano nacido en Detroit en 1948?

La respuesta la encontré en los inodoros.

El enterrador comienza con el relato de un viaje que Thomas Lynch hace a Irlanda. Después de comer curry y consumir más alcohol del indicado para un hombre de su edad, tiene que sobrevivir a una diarrea en un inodoro atascado. Para Lynch los inodoros, artefactos encargados de arrastrar, rápida y efectivamente nuestros desechos, nos han liberado de tener que lidiar con ellos, verlos, asumirlos como parte de un ciclo diario de vida y descomposición que ocurre en nuestro propio cuerpo.

Las funerarias, siguiendo la lógica del escritor, son como los inodoros, cumplen una función similar. Si en el pasado debíamos desocupar las bacinillas o sacar con una pala la mierda de las letrinas, también debíamos limpiar a nuestros muertos, amortajarlos, prepararlos para el funeral. Hoy en día, dejamos que el agua se lleve los desechos y que la funeraria se encargue del cuerpo de nuestro ser querido. Este ejercicio permanente de negación del cuerpo ha producido una sociedad incapaz de lidiar con su mierda y con sus muertos.

En El elogio de la sombra de Tanizaki, el autor asegura que es en la construcción de los inodoros donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el culmen de la exquisitez: “Nuestros antepasados, que lo poetizaban todo, consiguieron paradójicamente transmutar en un lugar del más exquisito buen gusto, aquel cuyo destino en la casa era el más sórdido y, merced a una estrecha asociación con la naturaleza, consiguieron difuminarlo mediante una red de delicadas asociaciones de imágenes. Comparada con la actitud de los occidentales que deliberadamente han decidido que el lugar era sucio y ni siquiera debía mencionarse en público, la nuestra es infinitamente más sabia porque hemos penetrado ahí, en verdad, hasta la médula del refinamiento”.

¿Cómo pudieron los japoneses hacer eso con los inodoros?

Durante muchas semanas, mis estudiantes y yo, le dimos vueltas a la pregunta sintiéndonos unos incapaces. Racionalmente entendíamos el planteamiento de Tanizaki, a fin de cuentas el ensayo no escatima en ejemplos. Desde el kintsugi, ese arte de remendar con resina y polvo de oro la cerámica rota para crear patrones asimétricos que nos recuerdan que las roturas y reparaciones hacen a los objetos como a los seres humanos, más significativos y valiosos, hasta los innumerables haikus donde la belleza es entendida no como brillo y esplendor sino precisamente como el momento donde la vida da paso a la muerte, donde la luz se convierte en sombra, el autor japonés nos había entregado todo un arsenal para entender el porqué. Pero el asunto era que en la práctica, mis estudiantes y yo, éramos gente de las superficies pulcras y brillantes, y no podíamos imaginarnos ni siquiera cómo podríamos difuminar la mierda entre una delicada asociación de imágenes.

La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata, fue nuestra prueba definitiva.

El viejo Eguchi acude a una casa para dormir al lado de jóvenes vírgenes y desnudas que han sido sedadas. Otros viejos hacen lo mismo. Tienen prohibido penetrarlas, aunque de todas maneras no pueden: son impotentes, y uno imagina sus penes caídos como flores de borrachero marchitas.

En cada capítulo nos encontramos con la idea de Tanizaki: los viejos como sombra, las jóvenes como luz. La novela es de un erotismo y una belleza innegables. La había leído tantas veces que tenía la convicción de que la comprendía, hasta que ese día en clase, los estudiantes y yo llegamos juntos a una conclusión: aunque nos conmovía, aunque la encontrábamos bellísima, no podíamos sacarnos del todo de la cabeza que había algo retorcido y sucio en la vida erótica del viejo Eguchi y que precisamente parte de la atracción que sentíamos por la historia tenía que ver con esta transgresión. La sombra, percibida no como el equilibrio de la luz sino como la falla. La falla como el pecado. El pecado como lo que se nos ha negado, pero queremos ver. Miramos las piernas varicosas de Eguchi en contraste con las piernas blancas nieve de una bella durmiente; miramos la mierda en la taza blanca del inodoro; miramos la muerte y esta nos hiere, y es en la herida que nos sabemos vivos.

Por más que renegáramos de nuestras formas de percepción, por más años que pasáramos estudiando nuestros defectos a través de los grandes pensadores de Occidente o adentrándonos en la sabiduría oriental, nunca podríamos liberarnos del todo de la dicotomía vida-muerte, limpio-sucio, hermoso-feo, blanco-negro, oscuro-brillante, que regía nuestra mirada, y que tal vez, profe Andrea, el señor Thomas Lynch tenía toda la razón. Lo único que podíamos hacer era lo que al final de su ensayo sugería: debíamos contemplar a los muertos a los ojos, tal como él lo había hecho durante toda su vida, darnos el chance de mirar nuestro mojón asqueroso antes de jalar la cisterna. Ahí, en ese simple acto, parecía encontrarse nuestro equilibrio mental de occidentales averiados desde las raíces mismas de la cultura. ¿O de nuestra percepción sensorial? ¿No era el rechazo hacia la descomposición una reacción corporal? De eso no parecía dar cuenta el ensayo de Tanizaki.

¿Era totalmente honesta la poetización japonesa de los inodoros? ¿Podía una estética penetrar tan profundamente en nuestra percepción como para modificar nuestras sensaciones corporales frente a lo que normalmente nos perturba?

Estas preguntas no encontraron ninguna respuesta en aquel entonces y hoy me vuelven a poner en el lugar de siempre. Soy alguno de los condenados de Kafka, el pobre diablo de Ante la ley o el de En la colonia penitenciaria o Un artista del hambre. Pondré toda mi fe en el momento antes de la muerte. Ahí, justo antes de dar mi último respiro frente a la puerta cerrada de Ante la ley o desangrada bajo las agujas de la máquina de torturas de En la colonia penitenciaria, o famélica en una jaula, lo entenderé todo, pero nadie más lo sabrá. Por ahora y mientras esté viva, de estas preguntas sin respuestas definitivas, beberá por siempre mi escritura.

Son las ocho de la noche y debo arreglarme para la cena. Vamos a comer ciervo. Pienso en Bambi. Bambi entero, crudo y sin piel sobre una cama de chucrut y rodeado de papas con hinojo.

Six Feet Under

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