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INTRODUCCIÓN

Andrés Bernasconi

Hace justo diez años publicamos con Fernando Rojas un libro que aspiraba a presentar, en un solo volumen razonablemente conciso y accesible al público en general, un panorama general de la educación superior chilena y los hitos más importantes de su evolución desde las grandes reformas de inicios de la década de 1980, que transformaron su base institucional, su financiamiento, sus funciones y, como se ha hecho aparente con el paso de los años, posiblemente también su sentido y finalidad.

El Informe sobre la educación superior en Chile: 1980-2003 fue publicado por la Editorial Universitaria en 2004, y desde entonces ha tenido una vitalidad algo sorprendente, al menos para sus autores. Además de su uso por la comunidad especializada de Chile, con frecuencia aparece referenciado en trabajos de autores extranjeros, como fuente de carácter panorámico y general —introductoria, se podría decir— sobre la educación superior chilena. Que aún hoy el libro preste ese servicio es motivo de satisfacción, pero a la vez de una cierta inquietud, por cuanto algunas partes de su contenido se encuentran considerablemente desactualizadas. Por lo pronto, en estos últimos diez años la matrícula ha seguido creciendo a paso firme, duplicándose entre 2004 y 2013. Y si es verdad el postulado de Martin Trow de que todos los problemas de la educación superior están asociados a su crecimiento, entonces debiera haber muchos nuevos problemas en la educación superior chilena que justifican una nueva revisión de su estado, a la vez amplia y profunda, como la que en este libro se ha propuesto.

Una instancia de los cambios acaecidos en la última década concierne, por ejemplo, a la escala de las instituciones. A inicios de la década de 2000, una preocupación recurrente de los analistas era el pequeño tamaño de muchas instituciones de educación superior, especialmente en el sector de los centros de formación técnica (CFT), que suscitaba dudas sobre su viabilidad de mediano plazo. Pues bien, esas dudas han probado ser fundadas, ya que desde entonces la base institucional se ha contraído: de 115 CFT operantes en 2003, subsisten hoy 61, y de 51 institutos profesionales, se mantienen en funcionamiento 42. Cuatro universidades también han desaparecido. Como resultado de ello, y del incremento de la matrícula, las instituciones de educación superior son, en promedio, considerablemente más grandes que hace una década. Cabe resaltar que la mayoría de estos cambios de la base institucional han sido, como buena parte del devenir de la educación superior de Chile, obra del mercado —que conduce a algunas instituciones a dificultades financieras, seguidas de fusiones y adquisiciones— y no del ímpetu regulatorio del Estado, aunque también hay casos de cierres decretados por la autoridad, como documenta María José Lemaitre en su capítulo de este libro, al hacer un balance de los procesos de licenciamiento de nuevas universidades e institutos profesionales a cargo del Consejo Superior de Educación (hoy, Consejo Nacional de Educación). La consolidación de la base institucional no ha disipado, sin embargo, la preocupación por la calidad de muchas instituciones, como nos recuerda Lemaitre en el capítulo ya citado.

La expansión de los cupos remite inmediatamente a la pregunta por los profesores: ¿de dónde salen los nuevos docentes para los nuevos alumnos? La ampliación del sistema ha ido acompañada de un incremento del número de profesores, aunque de manera no lineal. En efecto, Paulina Berríos afirma en su capítulo que la dotación de profesores también se duplicó, pero en un arco temporal más amplio, que va desde 1995 hasta 2010. En cambio, en la última década, el tamaño del profesorado apenas ha variado un 5%, incremento que parece estar concentrado en el sector de las universidades privadas. Sin embargo, Berríos también muestra cómo ha cambiado, al menos en las universidades del Consejo de Rectores, el perfil de los académicos, creciendo en los últimos diez años del 55% al 65% aquellos que cuentan con estudios de posgrado. Dado que estas universidades apenas han expandido sus dotaciones de profesores, este cambio ha debido resultar de la renovación del cuerpo académico más que de su incremento. La ampliación del profesorado con doctorado, en particular, así como el incremento de la matrícula en programas de doctorado en Chile, que muestra Bernabé Santelices en su capítulo, seguramente alimentan la gran expansión en productividad científica de la universidad chilena, que duplica sus publicaciones de corriente principal en la última década, aunque esa productividad continúa concentrada en un pequeño número de universidades, como también muestra Santelices en este volumen.

Pero no solo ha habido transformaciones en la base institucional del sistema y en el profesorado. El estudiantado de hoy es cualitativamente diferente al que componía el sistema de educación superior hace diez años. La multiplicación de las vacantes, sumada a la aparición del crédito con aval del Estado en 2006, y el notable incremento en los últimos años de las ayudas financieras disponibles para los estudiantes, tendencias que aparecen tratadas en el capítulo de Ricardo Paredes, han expandido las oportunidades de jóvenes de menores ingresos económicos de acceder a la educación superior. Con todo, como Óscar Espinoza y Luis Eduardo González argumentan en su capítulo, la equidad no depende solo de un mayor acceso de los estudiantes más vulnerables, sino también de sus probabilidades de avanzar en sus estudios, graduarse y transitar exitosamente al mundo del trabajo, dimensiones todas ellas en que Chile tiene mucho espacio para mejorar aún.

Una mayor diversidad en el estudiantado debiese tener repercusiones en la principal función de las instituciones de educación superior de Chile: la docencia. En el capítulo de Carlos González se examina esta cuestión. La masificación de los estudios de este nivel, las demandas cada vez más complejas de las sociedades nacionales y locales sobre sus instituciones educacionales y la sensación de que las entidades formadoras no están haciendo bien su trabajo principal confluyen para poner en el centro de la agenda la calidad y pertinencia de la enseñanza. Los antecedentes recopilados por Carlos González sugieren que nuestras instituciones de educación superior, no obstante el esfuerzo que han hecho en la última década por mejorar su docencia, con sustancial apoyo financiero del gobierno —especialmente por medio del programa MECESUP del Ministerio de Educación—, no terminan de adaptarse a los desafíos que encuentran en sus estudiantados, y que predomina la actitud, explícita o no, de “culpar” al estudiante por su falta de preparación o interés en el tipo de aprendizaje que les brindan sus profesores.

Los nuevos alumnos de la educación superior tensionan también las tradicionales vías de incorporación a las instituciones o, más ampliamente, la forma en que se conecta la oferta de las instituciones con la demanda de los que tienen interés en estudiar. La educación superior es un mercado, que se caracteriza, entre otros defectos, por la asimetría de información entre los oferentes y los demandantes. Sin embargo, en estos diez años, la información disponible para los estudiantes ha mejorado mucho. No me refiero solo a la publicidad de las instituciones (que actualmente se canaliza no solo por los medios tradicionales de comunicación, sino también mediante las redes sociales) o a los rankings, que, con todas sus limitaciones, permiten gruesas aproximaciones a lo que cada institución tiene detrás de su fachada. Más allá de eso, la riqueza y precisión de los datos sobre inserción laboral y remuneraciones que ofrece el portal mifuturo.cl, con poco parangón en el mundo, están disponibles hace casi una década para los estudiantes chilenos. Articulaciones como esta entre las instituciones y sus potenciales estudiantes son materia del capítulo de María Verónica Santelices, Pilar Galleguillos y Ximena Catalán. En línea con los hallazgos sobre la relación entre clase social y acceso que reportan en su trabajo Espinoza y González, ellas exploran, entre otros asuntos, cómo el nivel socioeconómico de los jóvenes incide en su forma de usar la información sobre la educación superior, además de condicionar su desempeño en la Prueba de Selección Universitaria (PSU). Estos diez años han traído además una buena dosis de experimentación con programas de admisión especial a la universidad acompañados de preparación previa de jóvenes escolares (propedéuticos) o de nivelación de estudiantes de nuevo ingreso, los que también son revisados por María Verónica Santelices, Pilar Galleguillos y Ximena Catalán en su contribución a este libro.

Volviendo al tema de la preocupación por la calidad que acompaña a la masificación, vemos que la última década fue testigo de la institucionalización legal de la acreditación, con la Ley de Aseguramiento de la Calidad de 2006, proceso de evaluación que, como muestra María José Lemaitre en su capítulo, tiene precedentes durante la década previa en la acreditación experimental y voluntaria de la Comisión Nacional de Acreditación de Pregrado, en la acreditación de los posgrados con fines de asignación de becas de la Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica (CONICYT) y en los procedimientos y estándares de lo que hoy se llama licenciamiento, a cargo del Consejo Nacional de Educación. No obstante esta experiencia, el desarrollo de la acreditación tuvo una trayectoria poco feliz, no solo por la contingencia de los tratos indebidos actualmente investigados por la justicia que involucran al presidente de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA) y a algunas universidades, sino también, sospecho, por la dificultad que tiene nuestra acreditación para lidiar con la diversidad y heterogeneidad del sistema que la CNA debe evaluar. Esa mayor complejidad del sistema para efectos de su acreditación es otro de los desafíos que impone el crecimiento desordenado de la educación superior chilena, el que sigue sin encontrar respuesta.

En efecto, esta expansión está signada por su ausencia completa de planificación y débil regulación. Como argumenta José Julio León en su capítulo, la laxitud en las regulaciones o el bajo involucramiento del Estado en el sistema no se puede imputar completamente, ni aun principalmente, al marco jurídico legado por Pinochet. Coincide en esto con Enrique Fernández, quien en su capítulo sobre las políticas públicas desde 1990 destaca factores políticos como los centrales en la mantención durante los gobiernos de la Concertación de la estructura del sistema diseñada en la década de 1980, con enmiendas y ajustes “pragmáticos”, como los llama Fernández, acotados a algunos ámbitos, como la expansión del financiamiento estudiantil, el incremento de los montos y los instrumentos de apoyo a la investigación, la creación del sistema de acreditación, el mejoramiento de la información pública y el fomento al desarrollo de las instituciones a través de fondos concursables y convenios de desempeño.

Al encontrarse la educación superior chilena configurada fundamentalmente por las adaptaciones de las instituciones a los mercados en que operan, la trayectoria del conjunto resulta de la agregación de las decisiones que adopta cada una de las instituciones por su cuenta y riesgo, como planteo en mi capítulo sobre el gobierno de las instituciones. Así las cosas, la calidad de ese gobierno y, en especial, la capacidad de los líderes para interpretar el entorno estratégico de sus instituciones son cruciales para la salud del sistema. A esta cuestión dedican parte importante de su capítulo Emilio Rodríguez y Liliana Pedraja, quienes encuentran vacíos y debilidades importantes en las prácticas de gestión de las instituciones chilenas de educación superior, especialmente en el campo de la dirección estratégica. Una ilustración de lo anterior, desde el ámbito específico de la internacionalización, se encuentra en el capítulo de Claudia Matus, quien llama la atención a la frecuente ausencia en las instituciones de educación superior de una conciencia política —y no una puramente económica o burocrática— del significado y las consecuencias de la internacionalización en un ambiente de globalización.

Las deficiencias de la coordinación del sistema “desde arriba”, es decir, por la acción de la autoridad pública, es abordada también en mi capítulo sobre el gobierno de las instituciones, así como en el de Enrique Fernández. Una vez más, el crecimiento del sistema y su creciente complejidad parecen haber superado la capacidad instalada en las políticas públicas, en la coordinación del sistema y en el gobierno de las instituciones, para canalizar dentro de parámetros mínimos de bien común la legítima autonomía institucional.

Creo que los antecedentes hasta aquí presentados sobre las novedades que ha traído la última década, más muchos otros que el lector encontrará más adelante en el libro, justifican con creces la necesidad de una obra como esta. Sin embargo, la atención de los autores no se restringe a dicho período, sino que se remonta a los primeros años del retorno a la democracia y aún más atrás, al momento del rediseño del sistema en 1981. Con todo, como advierte José Julio León en su contribución a este libro, varias instituciones jurídicas plenamente vigentes hoy remontan sus orígenes a principios o mediados del siglo XX, e incluso a la segunda mitad del siglo XIX. Más ampliamente, en el ensayo de interpretación del arco temporal largo que va de 1964 al presente, José Joaquín Brunner encuentra suficiente identidad entre las fases históricas de ese camino como para procurar englobarlas todas en una narrativa común.

Lo anterior nos lleva a la explicación del título de este volumen: la educación superior “de” Chile, no la educación superior “en” Chile. Lo convencional para referirse a un sistema nacional de educación superior es la segunda forma. Así se encuentra en la literatura internacional (higher education in…) y así, de hecho, la llamamos en nuestro libro de 2004 con Fernando Rojas, que fue inspiración para este.

Sin embargo, nuestra educación superior no es solo la que “existe” en Chile, o la que “está” en nuestro país, como si fuese en parte ajena a las decisiones que como sociedad hemos ido tomado a lo largo del tiempo. Como fluye claramente del trabajo de Brunner, la educación superior que tenemos refleja la trayectoria de nuestro país. La coyuntura actual lo manifiesta muy claramente: lo que emerge como una expectativa social de cambio —o al menos, correcciones— del modelo de desarrollo del país se vuelca luego en la elección presidencial de 2013, y se expresa finalmente en un nuevo “paradigma” (como lo llama Brunner) de política pública para la educación superior.

Y la relación entre educación superior y sociedad no va en una sola dirección, desde la sociedad hacia la educación superior, sino que obra en el sentido inverso también. Podría decirse que la reforma universitaria de 1967-1968 tuvo consecuencias políticas que trascendieron los campus y se volcaron al país, de forma análoga al modo como el giro neoliberal de la década de 1980 tiene una de sus bases en los decretos con fuerza de ley que redefinieron la educación superior en 1981.

Por estas razones, me parece apropiado entender que el objeto de este libro es la educación superior de Chile, la que el país se ha dado a lo largo de una evolución histórica larga, no obstante el interregno dictatorial (que cambió muchas cosas, pero no todas) e incluso que su configuración actual no sea satisfactoria para muchos y no los interprete. El descontento social con el sistema confirma este sentido de pertenencia: se demandan cambios a la educación superior precisamente porque nos importa que ella represente las prioridades y valores actuales de la sociedad.

¿Cuál es el objeto del descontento social con la educación superior? Decía al inicio que con las reformas de la década de 1980 quizás había cambiado el sentido y la finalidad de la educación superior chilena. Así parece haberlo entendido el movimiento estudiantil de 2011, que protesta contra una educación superior quizás demasiado centrada en la formación de recursos humanos y en su contribución a la competitividad de la economía y aparentemente alejada de su misión de configuración de la cultura, sostén de la cohesión social y “conciencia crítica de la sociedad”, ideas con las que se solía explicar la misión última de la universidad en la época de la reforma de fines de 1960. Esas ideas continúan presentes, aunque en forma vaga, más como una cierta nostalgia de un pasado idealizado que como un discurso articulado, en el sentimiento crítico respecto del giro neoliberal de la educación superior y de la educación en general.

En efecto, este libro se publica en un tiempo de exacerbada atención social a la educación superior, de una magnitud que no se observaba en el país quizás desde la reforma universitaria de 1967-1968, interés generalizado que ciertamente no estaba presente hace una década. Mientras se escriben estas líneas, se prepara una profunda reforma a la educación superior de Chile, que propondrá, según el programa de gobierno, un rol más activo del Estado en la prestación de servicios educacionales y en la regulación del sistema, y la gratuidad de los estudios superiores para el 70% más vulnerable de la población. Varios de los capítulos de este libro se asoman a estos nuevos escenarios. La agenda de transformaciones aspira a recoger e interpretar las expectativas del movimiento social que rechazó las estructuras educacionales prevalecientes en el país, caracterizadas, según dicho movimiento, por el predominio de la oferta privada y el abandono de las funciones propias del Estado, el lucro explícito o encubierto, la educación como “mercancía” y el excesivo endeudamiento de estudiantes y graduados por un bien que debió ser un derecho y no una oportunidad de inversión.

No sabemos cuánto de estas aspiraciones de cambio se plasmarán en la educación superior de nuestro país ni cuándo. La agenda del gobierno para este sector tiene el potencial de reconfigurar vastas zonas del sistema, pero aún no está definida en cuanto a estrategias y medidas. El diseño no será fácil, ya que el ímpetu de cambio no se basa tanto en un diagnóstico de las deficiencias del sistema actual como en una voluntad refundacional asentada en principios generales, como la noción de “derecho social fundamental” (que José Julio León discute en su capítulo). Es decir, en gran medida, la reforma a la educación superior se deduce de una cierta doctrina sobre los respectivos roles del mercado, el Estado y la sociedad, en lugar de inducirse a partir de las lecciones de la experiencia de lo que funciona bien y lo que funciona mal con las instituciones existentes.

Que el punto de inicio sea doctrinario es importante, porque puede así prescindir de la evaluación del desempeño del sistema. Bajo prácticamente cualquier indicador con el que se la quiera medir, la educación superior de Chile ha sido eficaz en proporcionar educación de una razonable calidad promedio (medida por los resultados de la inserción laboral de los graduados) a cientos de miles de personas, así como en obtener resultados de investigación que ubican al país en la vanguardia de la región en términos de productividad e impacto. Los últimos años han sido testigos, además, de una gran intensificación de las labores de vinculación con el medio. Paradójicamente, este sistema nuestro de mercado y de financiamiento predominantemente privado brinda más acceso a los jóvenes de escasos recursos que el de cualquier otro país de la región, incluidos los que tienen universidades públicas gratuitas. Asimismo, es uno de los pocos sistemas en América Latina, sino el único, en que ingresan más estudiantes a la formación técnico-profesional que a la universidad. Por supuesto que hay problemas, como el alto costo de los aranceles para las familias, la larga duración de las carreras, las altas tasas de deserción, la mala calidad de muchas instituciones, la generalizada baja productividad de los recursos humanos, las obsoletas estructuras de gobierno de las universidades estatales y la ausencia de mecanismos eficaces para asegurar que las instituciones cumplen la ley y mantienen estándares mínimos de calidad, entre muchos otros.

Pero todo esto carece de relevancia si el propósito es rediseñar el sistema bajo nuevos paradigmas: el sistema debe cambiarse no porque no funcione bien, sino porque responde a los principios equivocados. Y lo que urge transformar es todo lo que repugna a los fundamentos que, se postula, debiesen ser la base del sistema, no lo que entrega resultados insatisfactorios.

Entonces, tal parece que la crisis de la educación superior chilena a que alude el título de este libro es más una crisis de legitimidad de los fines a que se orienta el sistema, en su afán de capturar los incentivos que le presentan los mercados en que actúa (y que ofrece también el gobierno, actuando por medio de mecanismos de mercado), que del desempeño inadecuado de las instituciones dentro del contexto en que les toca actuar. Dicho en breve, nuestro sistema de educación superior se desenvuelve bien bajo las reglas del juego que hasta ahora le hemos fijado. Solo que ya no estamos seguros de que esas sean las reglas que queremos.

Si bien el propósito de este libro no es ofrecer un diagnóstico evaluativo de la educación superior de Chile ni, menos aún, cotejarla con postulados normativos, el lector encontrará en él suficientes elementos de análisis como para formarse una opinión, incluso una basada en sus personales principios de organización social.

Otra diferencia crucial entre el entorno del libro de 2004 y el tiempo actual es el crecimiento del campo de estudios de la educación superior en Chile. La comunidad de los especialistas ha crecido, posiblemente al doble de la que era hace diez años, con la llegada al campo de investigadores que durante este período terminaron sus doctorados y se incorporaron a las universidades. Como resultado, en solo una década, los artículos en Scopus sobre la educación superior chilena se han multiplicado por cinco. Esta auspiciosa situación explica por qué, a diferencia del libro de 2004, esta es una obra colectiva, que reúne a 17 especialistas (en una nómina que, en todo caso, está lejos de agotar el elenco de investigadores que trabajan hoy en el campo de la educación superior). Me pareció que no era posible ni conveniente escribir a una sola mano, o dos, un libro tan ambicioso como este. Por el contrario, traté de invitar para cada tema al mayor experto o grupo de expertos, a mi juicio, para que compusieran el capítulo relativo. De esta forma, este volumen ha conseguido cubrir un rango de asuntos mucho más amplio que el libro de hace diez años, con mejores datos, una más completa revisión de la literatura internacional pertinente y una mayor profundidad de análisis, reflejando con ello la forma como el conocimiento de la educación superior chilena se ha ampliado y enriquecido en esta década.

Desde luego, así como no están aquí todos los autores que podrían haber participado, tampoco están todos los temas que habría valido la pena trabajar. Ya sea porque el más indicado posible autor para un tema no estuvo disponible, porque la base de conocimiento es todavía insuficiente o por falta de diligencia suficiente del editor, hay problemas importantes a los que esta obra no les da el espacio que merecen. Uno de ellos, quizás la ausencia más visible del libro, es el sector de lo que se ha dado en llamar educación superior técnico-profesional, es decir, el sector de los centros de formación técnica e institutos profesionales. Si bien los capítulos que dan cuenta de la estructura del sistema —su historia, el marco jurídico, las políticas, el financiamiento, el gobierno, el acceso, los profesores, el aseguramiento de la calidad—consideran este sector al analizar el conjunto de la educación superior, una vez que se pasa a revisar las funciones del sistema, tales como la docencia, la investigación, la internacionalización, la gestión y la admisión, el foco está principalmente puesto en la universidad. Esta es una limitación del libro que espero superar en futuras ediciones.

El libro se ordena en dos secciones gruesamente definidas como “estructura” y “funciones”. En la primera sección se ubican los capítulos sobre la historia reciente, el marco jurídico, las políticas públicas, el financiamiento, el gobierno, el aseguramiento de la calidad y los profesores. La segunda contiene las contribuciones sobre la docencia, la investigación, la internacionalización, la gestión, el acceso y la admisión. Los capítulos son autosuficientes, en el sentido de que pueden leerse por separado sin necesidad de apoyarse en algún otro para aprovechar plenamente su contenido.

Este libro ha sido posible gracias a la generosa voluntad de los autores de aportar su saber para dar forma a esta obra común. Mi rol como editor se ha visto grandemente facilitado por la calidad del trabajo de los especialistas convocados. Agradezco a ellos por sus contribuciones. Agradezco también al proyecto CIE-01 de CONICYT, el Centro de Estudios de Políticas y Prácticas en Educación (CEPPE), que apoyó las actividades requeridas para la generación del manuscrito y financió su publicación. Debo gratitud asimismo a quienes trabajaron en la preparación de la versión final del manuscrito, Fernanda Carrasco, asistente editorial, y Francisco Zabaleta, jefe de comunicaciones del CEPPE.

Todo hace pensar que la vida útil de esta obra será más breve que la del libro que le precedió. La expansión de la comunidad académica dedicada a los estudios de educación superior y el avance del conocimiento que ello hace posible, así como las inevitables limitaciones de este libro, permiten presagiar que en unos pocos años será necesaria una nueva edición. Mientras tanto, confío en que este volumen cumplirá su propósito de presentar, en un solo lugar, un panorama general de la educación superior de Chile, para beneficio tanto del lector especializado como del público en general, que tan interesado en la educación se ha mostrado en los últimos años.

Santiago, noviembre de 2014.

La educación superior de Chile

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