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CAPÍTULO II

MARCO JURÍDICO Y REGULACIÓN: LA EDUCACIÓN SUPERIOR COMO DERECHO SOCIAL FUNDAMENTAL

JOSÉ JULIO LEÓN Universidad Diego Portales

José Julio León. Máster en Argumentación Jurídica de la Universidad de Alicante; Programa de Doctorado en Estudios de la Educación Superior, Centro de Políticas Comparadas de Educación, Universidad Diego Portales – Universidad de Leiden, Holanda. Abogado y Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Profesor Asociado de la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales (UDP). Director Académico del diplomado en Argumentación Jurídica de la UDP. Correo electrónico: jose.leon@udp.cl

INTRODUCCIÓN

En la esfera pública se ha instalado la idea de la educación como un derecho social fundamental. Esa idea, que está en el centro del programa del gobierno actual, implicaría dejar de tratar la educación como un “bien de consumo”1, un bien que se transa en el mercado y que solo está disponible para los que pueden pagar. Un derecho, se sostiene, es algo a lo que se accede por la mera condición de ciudadano (miembro de la comunidad política), en relación asimétrica con el Estado y sin que medie una “negociación” entre las dos partes (Atria, 2007). Un derecho social debería otorgar garantías explícitas a los ciudadanos, tanto en el acceso a los distintos niveles de enseñanza como en la calidad del servicio que se recibe, asegurando, en materia de financiamiento, la gratuidad “en el punto de servicio”, incluida la educación superior (Atria y Sanhueza, 2013). Finalmente, se defiende el principio de universalidad en materia educativa, negando que se trate de una política regresiva (Atria, 2012).

La realización de este principio implica entonces un fortalecimiento del rol del Estado, como protagonista en la provisión de servicios educativos, en el financiamiento y en una estricta fiscalización del sistema. En tal sentido, se dice, esta concepción del derecho a la educación como derecho social se basa en el principio de universalidad y se opone al principio de subsidiariedad (o de focalización). La educación pública —la estatal— debería fijar los estándares de calidad y tener presencia relevante en la matrícula del sistema y en todo el territorio nacional. Solo de esta forma, se piensa, el sistema educativo estaría en condiciones de realizar el principio de igualdad y promover la integración e inclusión social en todos sus niveles.

En este trabajo nos interesa mostrar cómo se llegó a esta formulación de una política pública anclada en el concepto de derecho social, mostrando la evolución histórica del marco regulatorio vigente en la educación superior chilena, en referencia a sus efectos (buscados y no buscados) en la fisonomía actual del sistema de educación terciaria. Luego, describiremos el marco constitucional vigente, para mostrar que el texto fundamental es compatible tanto con una interpretación amplia de la libertad de enseñanza y la autonomía de las instituciones de educación superior (IES), como con una intervención estatal más intensa para asegurar el derecho a la educación. A continuación, analizaremos dos concepciones opuestas sobre la forma de interpretar los principios constitucionales que regulan la enseñanza2, la liberal y la igualitarista, procurando demostrar la prioridad lógica del derecho a la educación, la igualdad de oportunidades educativas y el derecho de las familias de escoger el establecimiento educacional, por sobre los derechos de las IES. En seguida, vamos a especificar la idea de la educación superior como derecho fundamental para revisar críticamente las propuestas que se han anunciado para materializar el “cambio de modelo”, a la luz de lo que la literatura especializada y la práctica jurídica consideran son los elementos esenciales de un derecho social. Concluiremos planteando que una política pública basada en la idea de derecho social debe orientarse progresivamente a la igualdad, justificando un control más “robusto” sobre las IES que el vigente hoy en Chile, pero que sea compatible con la libertad y el pluralismo de opciones propios de un Estado democrático.

El derecho, ciertamente, moldea las instituciones y prácticas sociales; pero también ocurre que los factores sociales y políticos producen cambios en el derecho, más allá de las normas promulgadas por el Congreso o la autoridad administrativa. El cambio social también influye en el discurso jurídico y eso ha sido especialmente patente en el último tiempo, desde el inicio de los movimientos estudiantiles en 20063. El derecho es, ante todo, una práctica social (y un tipo de discurso), por lo que las convicciones, expectativas e intereses de las personas que son regidas por este son relevantes para su acertada comprensión. En otras palabras, el derecho cambia tanto por vías institucionales como por vías no formales.

En Chile, la política educacional, durante largos 30 años, se desarrolló en un marco bastante laxo en cuanto a las exigencias derivadas de las reglas legales y con bajo nivel de intervención de las autoridades públicas4. En ese lapso, el eje de la política pública en el sector han sido las decisiones individuales adoptadas por las personas e instituciones de enseñanza, pactadas entre ellas con una mínima intervención del Estado. Algunos —los defensores de la economía de mercado— aplauden este modelo de “Estado ausente” (o subsidiario) y confían en que los incentivos, la diferenciación y la competencia producirán más y mejores bienes educativos (Jofré, 1988; Beyer, 2000).

No obstante, esta situación no es opuesta al modelo de “Estado benefactor”, que da o patrocina educación gratuita pero no conduce ni coordina (Brunner, 2009, p. 171), que existió en Chile antes de la dictadura. Así, algunos rasgos de ese modelo, como la alta autonomía de las IES, perviven hasta hoy y son causa de algunas de las distorsiones que nos aquejan. Muchos olvidan que la libertad de enseñanza como garantía constitucional data de 1874, que el modelo mixto con financiamiento estatal surge en la década de 1920 y se consolida en la de 1950, y que la autonomía de las universidades llegó a instalarse en la Constitución en 1971.

Por eso, proponemos que la gratuidad de la educación superior no es condición necesaria ni suficiente para desarrollar una política pública centrada en los derechos de los estudiantes o en la lógica del derecho social. Asimismo, creemos que centrar el debate en la gratuidad es un error, porque elude los problemas de fondo y podría significar —justamente lo que sus defensores quieren eludir— un cambio “gatopardista” (una gran reforma aparente sobre quién financia la educación superior en el momento en que el estudiante cursa la carrera, dejando el resto de las cosas igual).

En rigor, la principal causa del malestar con el sistema de educación superior es que el derecho (heredado en gran medida de la dictadura, con la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE) de 1990 como “ley de amarre”), por largo tiempo, aunque aparentemente guardaba silencio, se usaba para delimitar y configurar el debate político. Es decir, el Estado intervino, en el momento autoritario, para imponer una cierta fisonomía al sistema —una “de mercado”— e impedir una reforma posterior.

Pero ocurre que el derecho es también “un personaje en busca de autor”; o, como sugiere Dworkin (2005, pp. 166-168), una “novela escrita en cadena”. El Estado constitucional de derecho, como veremos, fija un marco a la acción política, sin imponer un contenido específico. La Constitución formal y rígida (Aguiló, 2001), por el principio de supremacía constitucional y la garantía del contenido esencial de los derechos fundamentales, es cierto, delimita el debate político. No obstante, a medida que la “Constitución viviente” (Ackerman, 2011) cambia su significado material, a la par con la evolución de la sociedad de los aceptantes o gobernados, se produce la paradoja de la “resistencia constitucional” (Aguiló, 2003): sin cambiar en la forma, y gracias a la “fuerza expansiva de los derechos” reconocidos mediante cláusulas vagas y abiertas, la Carta Fundamental muta por vía de interpretación. Entonces el derecho, en vez de estar relativamente ausente o restringir el debate sobre política pública, a veces amplía o expande la gama de alternativas. Porque hoy es el derecho —la noción de derechos sociales— el que permite ampliar los límites de lo políticamente posible; y el derecho, a la luz del criterio de coherencia, es compromiso y es síntesis intergeneracional.

El sistema de educación superior que tenemos, pues, no es un producto necesario o exclusivo de la “Constitución de Pinochet” y —como veremos— no hay un solo modelo o ideología que domine la Constitución vigente.

1. EL MARCO REGULATORIO VIGENTE Y SU EVOLUCIÓN HISTÓRICA: DEL “ESTADO DOCENTE” AL SISTEMA MIXTO Y DE LA GRATUIDAD AL MERCADO

El sistema de la educación superior chilena se formó “desde arriba” y, según la corriente principal de la literatura, a partir de la noción de “Estado docente” (Labarca, 1939; Serrano, 1994). Se inicia con la creación de la Universidad de Chile (en 1842), a la que se asigna el rol de superintendencia del sistema educacional. La primera universidad privada —la Universidad Católica— nace en 1888 pero recién obtiene financiamiento y reconocimiento oficial en 1923, junto con la —también privada— Universidad de Concepción. Desde entonces se configuró un sistema mixto, al que se sumaron luego una segunda universidad estatal y otras cuatro universidades privadas. Los estudiantes del sistema privado debían rendir exámenes ante la Universidad de Chile para validar sus títulos hasta mediados de la década de 1950, casi coincidiendo con la formación del Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (CRUCH) y con la aprobación de una ley que aseguraba el aporte fiscal a ese conjunto de instituciones5. El sistema se mantuvo así hasta 1980.

A contar de 1981, el sistema de educación superior chileno sufrió importantes transformaciones. En 1980 seguía siendo un sistema gratuito o mayormente financiado por el Estado, de élite (fuertemente selectivo), con una matrícula de 118.978 estudiantes; institucionalmente homogéneo y público (conformado por las ocho universidades del CRUCH que recibían aporte estatal). Después de la reforma impulsada ese año por la dictadura militar, pasó gradualmente a ser un sistema financiado mayormente por las familias de estudiantes (y cada vez más caro para ellas), altamente privatizado (en matrícula y financiamiento) y diversificado (heterogéneo en tipos institucionales, calidad, etc.). El sistema se transformó en 1985 en uno de masas (con más de un 15% de tasa bruta de escolarización superior) y luego, en 2007, ingresó a la fase de acceso universal, al superar el 50% de cobertura (Brunner, 2013).

Esa tendencia no se revirtió, sino que se profundizó desde 1990 (fecha de inicio de los gobiernos democráticos) hasta ahora. Así, hoy el 84% de la matrícula corresponde a IES privadas. Además, según datos del Ministerio de Educación (2013), solo el 29,3% de los ingresos operacionales de las IES del año 2012 tuvieron su origen en el Estado, mientras que el 70,7% restante es aporte privado. Por último, según los datos comparados de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), Chile no solo es el país con menor proporción de gasto público y con mayor gasto privado sobre el total del gasto en educación superior, sino también aquel en que los aranceles representan la mayor proporción del PIB per cápita, ubicándose entre los países con aranceles más altos pero con un sistema de ayudas estudiantiles menos desarrollado (OCDE, 2013b, pp. 207-229; 2011, pp. 225-232).

La arquitectura legal del sistema —cuyas bases se mantienen hasta ahora— fue elaborada y aprobada entre 1980 y el 10 de marzo de 1990, esto es, en dictadura. Así, el decreto con fuerza de ley (DFL) núm. 1 del Ministerio de Educación (Ed.), del 3 de enero de 19816, establece normas sobre la creación de universidades privadas (y el sistema de examinación); el DFL núm. 5 (Ed.), del 16 de febrero de 1981, regula la creación de institutos profesionales (IP) y el DFL núm. 24 (Ed.), del 16 de abril de 1981, norma la creación, supervisión y disolución de centros de formación técnica (CFT). En esta época se dictaron también, mediante DFL, los estatutos de las universidades e IP estatales que resultaron de la reestructuración de la Universidad de Chile y la Universidad Técnica del Estado efectuada por el régimen militar (hoy son 16 universidades estatales). La gran mayoría de esos estatutos aún sigue vigente7.

El modelo de financiamiento estatal a las universidades tradicionales, públicas y privadas, con cargo a rentas generales, cambió radicalmente con el dictado del DFL núm. 4 (Ed.) del 14 de enero de 1981, que establece dos aportes institucionales de libre disponibilidad para las universidades existentes en 1980 y las IES derivadas de ellas: i) un aporte fiscal directo (AFD) asignado anualmente por Decreto Supremo de Educación y Hacienda (sobre bases históricas), y ii) un aporte fiscal indirecto (AFI) distribuido según los alumnos que cada IES matriculara en primer año, de entre los mejores puntajes promedio en la Prueba de Aptitud Académica (PAA) —actual Prueba de Selección Universitaria (PSU)— divididos para estos efectos en cinco tramos, con factores de ponderación diferenciados. Paralelamente, por el mismo cuerpo legal, se creó un sistema de crédito fiscal universitario, para cubrir los requerimientos derivados del cobro de aranceles (fijados por las universidades) de los alumnos con mérito académico y necesidad socioeconómica, que se matricularan en esas universidades. A su vez, el DFL núm. 33 (Ed.), del 27 de octubre de 1981, estableció un fondo y un mecanismo competitivo para el financiamiento de proyectos de investigación científica y tecnológica (Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (FONDECYT))8.

Con esta reforma se perseguía la apertura del sistema, estimulando la iniciativa privada para diversificar la base institucional y expandir la oferta de servicios de educación superior, aumentando la competencia entre IES; además, se quiso transferir parte del costo de la docencia a los estudiantes y corregir las distorsiones provocadas por el financiamiento público, que se juzgaba inequitativo, poco eficiente y no competitivo (Eguiguren y Soto, 2010).

El 8 de marzo de 1990 se publicó la ley núm. 18.956, que reestructuró el Ministerio de Educación y fijó las funciones de la División de Educación Superior. Dos días después (y uno antes de comenzar el nuevo gobierno democrático) fue publicada la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE) (ley núm. 18.962), que crea el Consejo Superior de Educación (CSE), hoy Consejo Nacional de Educación (CNED), y establece un proceso de supervisión inicial de nuevas IES privadas (hoy llamado “licenciamiento”).

La LOCE reconoce oficialmente cuatro tipos de IES: universidades, IP, CFT y establecimientos de educación superior de las Fuerzas Armadas y de Orden. Las IES estatales deben ser creadas por ley; las universidades privadas deben constituirse como corporaciones de derecho privado sin fines de lucro al efecto de tener reconocimiento oficial; los IP y CFT pueden organizarse como personas jurídicas de derecho privado, con o sin fines de lucro. Las universidades otorgan títulos profesionales, técnicos y toda clase de grados académicos, en especial, los de licenciado, magíster y doctor. Los títulos profesionales que requieren la obtención previa de una licenciatura (señalados en el art. 63 de la ley vigente) solo pueden ser otorgados por las universidades (salvo el título de abogado, que es conferido por la Corte Suprema de Justicia). Los IP otorgan títulos profesionales, con excepción de aquellos que requieren previa licenciatura, y títulos técnicos. Los CFT otorgan títulos de técnico de nivel superior. La LOCE define lo que debe entenderse por título profesional o técnico y por grado de licenciado, magíster y doctor (art. 54 de ley vigente). La LOCE establece también el principio de autonomía de las IES, esto es, el derecho de cada institución a regirse por sí misma en lo concerniente al cumplimiento de sus finalidades (que comprende la autonomía académica, económica y administrativa).

El Consejo Nacional de Educación debe intervenir en el proceso de reconocimiento oficial de las IES privadas, aprobando el proyecto institucional respectivo y certificando que la entidad cuenta con los recursos suficientes para el desarrollo de sus tareas, y luego verificando el desarrollo del proyecto institucional de esas entidades, de conformidad con la ley, durante un mínimo de 6 y un máximo de 11 años. Al cabo de ese período, las IES alcanzan su plena autonomía y quedan en situación de otorgar títulos y grados (según corresponda) en forma independiente, o deben cerrarse. El Consejo también puede recomendar al Ministerio de Educación la aplicación de sanciones a las IES en proceso de licenciamiento, cuando corresponda9.

Los avances de los gobiernos de la Concertación son, apenas, “correcciones al modelo”. En 1994 se aprobó la ley núm. 19.287, que crea el Fondo Solidario de Crédito Universitario (FSCU), y la ley núm. 19.305, que regula la participación de los académicos en la elección de rector en universidades estatales. No hubo más cambios hasta 2005, cuando se dicta la ley núm. 20.027, que establece el crédito con aval del Estado (CAE); en 2006, se promulgó la ley núm. 20.129, que establece el sistema nacional de aseguramiento de la calidad de la educación superior (SINAC-ES) y crea la Comisión Nacional de Acreditación (CNA). En 2008, la ley núm. 20.261 estableció el Examen Único Nacional de Medicina (EUNACOM), como requisito habilitante para los médicos que ingresan al sistema público de salud. Las reformas de la Concertación concluyen en 2009, con la Ley General de Educación (LEGE) (núm. 20.370), que sustituye la LOCE y reemplaza el CSE por el CNED (al que encarga, además, el licenciamiento de nuevos CFT)10.

El FSCU introdujo el mecanismo de créditos “contingentes” (se devuelven en proporción a los ingresos futuros), eliminando el riesgo de las deudas de alto monto que se pagaban en cuotas fijas; si al cabo del período de pago queda un saldo insoluto, este se condona. Comprometió, además, aportes “frescos” a los fondos —que son de propiedad de las universidades del CRUCH— mediante la ley anual de presupuestos. El carácter solidario de los FSCU consiste en que el Estado y los egresados de una institución ayudan a financiar a las nuevas generaciones de estudiantes.

El CAE, en cambio, se creó fundamentalmente como una manera de otorgar financiamiento a estudiantes de IES privadas (y a segmentos medios del CRUCH, que no alcanzaban a ser atendidos por el FSCU). La ley núm. 20.027 estableció un sistema que intermedia recursos entre el mercado de capitales y los alumnos, bajo condiciones de mercado (aunque más favorables que los créditos disponibles hasta entonces, en virtud del subsidio estatal11). El Estado garantiza el 90% del crédito desde el egreso del alumno y hasta la total extinción (y el diferencial entre ese 90% y lo que avalan las IES a partir del segundo año de estudios). Las IES garantizan un 90% del crédito en el primer año, un 70% en el segundo año y un 60% en adelante, hasta el egreso, con el propósito de comprometerlas con la seriedad de la selección y con los resultados de sus alumnos mientras estudian. La garantía se hace efectiva si los alumnos desertan. Para administrar el CAE, se creó la Comisión Administradora del Sistema de Créditos con Garantía Estatal para Estudios Superiores (Comisión Ingresa), un organismo colegiado conformado por representantes del Estado y las IES participantes del sistema. La principal diferencia con el FSCU es que, para acceder al CAE, la IES en que se matricula el alumno ha de encontrarse acreditada. Esto, sin embargo, ha tenido algunos efectos no deseados en el SINAC-ES, ya que ha convertido en prácticamente obligatoria y de importantes consecuencias financieras a una acreditación creada como voluntaria para las instituciones. Las IES participantes deben garantizar, además, solvencia financiera y contribuir al financiamiento de la Comisión Ingresa. Finalmente, el crédito se otorga por un monto máximo determinado anualmente por los Ministerios de Educación y de Hacienda, para cada carrera e institución (el llamado “arancel de referencia”).

Las principales críticas que se le han formulado al CAE son los altos niveles de endeudamiento y morosidad que puede generar en los estudiantes y el alto valor de los recargos cobrados por los bancos al fisco con motivo de la recompra de cartera.

La ley núm. 20.129 mantiene el sistema de licenciamiento para las instituciones nuevas, pero incorpora un sistema de acreditación para las instituciones autónomas (acreditación institucional a través de la CNA, un órgano estatal, y acreditación de carreras mediante agencias privadas) y establece un sistema de información pública, haciendo obligatoria la entrega de cierta información académica y financiera para las IES. Sin embargo, la credibilidad del SINAC-ES se ha visto seriamente amenazada desde que el Consejo de Defensa del Estado presentó una querella en contra de un expresidente de la CNA y tres exrectores de universidades por los delitos de cohecho, negociación incompatible y lavado de activos (a raíz de la acreditación de esas tres instituciones, con las que el exintegrante de la CNA o sus relacionados habían celebrado contratos). Después se efectuó una auditoría de la Contraloría General de la República, se solicitó una evaluación a la OCDE (2013) y se formó una Comisión Investigadora en la Cámara de Diputados para evaluar el trabajo de la CNA.

En octubre de 2013, y con una votación superior a los cuatro séptimos (el quórum que se necesita para reformar la LOCE), la Cámara de Diputados aprobó el informe de esa Comisión, concluyendo que no es posible asegurar que las decisiones de acreditación que la CNA ha adoptado desde su origen, en el marco de la ley núm. 20.129, “sean plenamente válidas y confiables para las demás instituciones del Estado, la ciudadanía, las familias y los estudiantes”. Lo mismo vale para las decisiones de acreditación que han tomado las agencias acreditadoras; por lo que “se ha menoscabado la confianza pública en la calidad de la educación superior”. Lo anterior, con todo, no respondería solo a los actos y omisiones de la CNA, sino también a una serie de errores de diagnóstico y de política pública, “en cuyo diseño han participado tanto el Poder Ejecutivo como el Legislativo”. La ley vigente presentaría cinco “errores estructurales graves”: i) vincular acreditación con financiamiento, sin garantizar mecanismos rigurosos de acreditación; ii) no dejar suficientemente establecida la diferencia sustancial entre licenciamiento y acreditación; iii) permitir que las IES nombren a los comisionados de la CNA sin establecer mecanismos más robustos de inhabilidades para impedir conflictos de interés; iv) haber descentralizado y privatizado en agencias acreditadoras parte de las funciones sobre la acreditación de programas, sin un sistema riguroso de autorización y supervigilancia; y v) haber delegado potestades normativas en un órgano descentralizado como la CNA, sin un control de la autoridad administrativa superior. Además, la fase de implementación de la CNA, desde 2007, careció de recursos presupuestarios y omitió el dictado de los reglamentos correspondientes. La Cámara propuso: establecer una secuencia lógica de evaluación de las IES, incluyendo dos procesos adicionales de control de calidad, para verificar que se mantienen las condiciones del licenciamiento y que las nuevas áreas y carreras satisfacen estándares de calidad mínimos; reforzar el CNED, asegurando la independencia académica de sus miembros y de los pares evaluadores; desvincular el financiamiento de la acreditación; sustituir la CNA por una agencia nacional integrada por siete miembros elegidos por el sistema de alta dirección pública, con dedicación exclusiva; y hacer obligatoria la acreditación.

Para terminar esta reseña, las únicas leyes aprobadas en el período del presidente Piñera (2010-2014) se refieren al sistema de créditos estudiantiles: la ley núm. 20.572 (4 de febrero de 2012), sobre reprogramación de créditos universitarios, y la ley núm. 20.634 (4 de octubre de 2012), que otorga beneficios a los deudores del CAE (reduce la tasa de interés real anual a un 2% y pone un límite a la cuota mensual equivalente al 10% del ingreso del deudor, mediante un copago del Estado sobre las diferencias)12.

En suma, las principales modificaciones al marco legal en el período democrático tienen que ver con establecer un sistema de acreditación voluntario para las IES autónomas13, asociado con un mecanismo de crédito para los estudiantes que accedan a las IES autónomas que se encuentren acreditadas. Ambas innovaciones están hoy fuertemente cuestionadas por el movimiento estudiantil y la clase política.

Esta resistencia al cambio de las bases legales del sistema de educación superior diseñadas en dictadura acarrea una evidente falta de legitimidad, que explica en buena medida la oleada de críticas que hoy enfrenta el sistema y las diversas propuestas de cambio radical que se plantean. Pero, ¿en qué medida esa resistencia es atribuible, como algunos han sostenido, al marco constitucional?

2. EL ESTATUTO CONSTITUCIONAL DEL DERECHO A LA EDUCACIÓN SUPERIOR EN CHILE

No cabe duda de que la educación es un derecho fundamental, dado que está garantizado en la Constitución; aunque no es tan claro que se encuentre asegurado como un derecho social. Que sea un derecho fundamental implica, en todo caso, que el derecho a la educación es un principio dotado de eficacia directa que reclama deberes positivos al Estado. Su contenido —según veremos en esta sección— resulta de la ponderación y delimitación recíproca del derecho a la educación con otros principios, tales como la igualdad ante la ley, la libertad de enseñanza y la libertad de trabajo.

El derecho a la educación y la libertad de enseñanza se ordenan frente a principios más fundamentales, como la igual dignidad de todas las personas —que es la base de la igualdad en los derechos—, el deber del Estado de promover el bien común y el derecho de todos a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional (art. 1° de la Constitución), así como el principio democrático (art. 4°). Las dimensiones fundamentales de la igualdad son: la igualdad ante la ley, la igualdad de trato y la igualdad de oportunidades. Todo eso nos lleva a plantear que el principio rector en materia educacional, el núcleo que debe orientar la lectura armónica de ambos preceptos —derecho a la educación y libertad de enseñanza— y dar coherencia a las interpretaciones que de ellos se hagan, es el derecho de todos y todas a la educación (León, 2007).

En efecto, aunque las garantías constitucionales no siguen necesariamente un orden lexicográfico —el número no es indicador de prioridad o jerarquía—, es llamativo que en este caso, siendo dos derechos tan estrechamente relacionados, el constituyente se haya referido en primer lugar al derecho a la educación14.

Por otro lado, el sentido natural y obvio de las palabras sugiere que la educación es un fin (perfeccionar las facultades intelectuales del educando), en tanto que la enseñanza es cualquier proceso sistemático de transmisión de información al estudiante, es decir, es un medio aplicado al objetivo de la educación (“el pleno desarrollo de la persona en las distintas etapas de su vida”)15.

Esa forma de entender la relación entre ambas garantías se sustenta, además, en la evolución del texto constitucional16, en los tratados internacionales vigentes sobre la materia17 y en el derecho comparado, donde existe la tendencia a tratarlas en conjunto18.

El Tribunal Constitucional (TC) chileno, en un fallo de 2004, parece confirmar esta tesis: “si bien el derecho a la educación y la libertad de enseñanza son diferentes, también es cierto que existen numerosos e importantes vínculos entre ellos, evidencia de lo cual resulta ser que el objeto de la educación, esto es, el pleno desarrollo de la persona en las distintas etapas de su vida, (…) se manifiesta, imparte o lleva a la práctica a través de la enseñanza, sea formal o informal”19.

En suma, ambos derechos se integran en pos del objetivo de asegurar la efectividad del acceso de todas las personas a la educación, para permitir su pleno desarrollo en coherencia con el bien común. El derecho a la educación adquiere así, por un lado, una dimensión prestacional (deber del Estado de proveer un sistema gratuito de educación básica y secundaria, y de fomentar la educación en todos los niveles) y, por otro, una dimensión de libertad (primero, de los padres para escoger el establecimiento de enseñanza y, luego, de los particulares, para crear, organizar y mantener establecimientos, en el marco de las normas mínimas estatales). Analicemos, pues, cada una de esas dimensiones de este derecho fundamental.

3. EL ARTÍCULO 19, NÚMERO 10°, ASEGURA EL DERECHO DE TODOS(AS) A LA EDUCACIÓN20

La educación, como se dijo, tiene por objeto el pleno desarrollo de las personas en las distintas etapas de su vida. La educación básica y la educación media son obligatorias y es deber del Estado financiar un sistema gratuito destinado a asegurar el acceso de toda la población a esos niveles educacionales. Se establece así un “derecho público subjetivo”, un interés reconocido y protegido por el Estado, en cuanto condición necesaria para la realización de los proyectos de vida individuales, cuyo cumplimiento equitativo y efectivo las personas pueden demandar a la administración del Estado21.

Por otra parte, los padres tienen el deber y el derecho de educar a sus hijos, lo que se relaciona con el derecho a escoger el establecimiento de enseñanza para ellos22. De lo anterior y dado que en educación superior el texto constitucional no garantiza la gratuidad, parece deducirse que en ese nivel corresponde al Estado un rol subsidiario de lo que los padres pueden aportar para la educación de sus hijos23. Nuestro TC ha señalado que el art. 1, inciso 3°, de la Constitución consagra el principio de subsidiariedad “como uno de los principios rectores del orden social”, lo cual implica que al Estado —sin perjuicio de sus deberes propios— no le corresponde “absorber aquellas actividades que son desarrolladas adecuadamente por los particulares, ya sea personalmente o agrupados en cuerpos intermedios”24. En la misma línea, la sentencia del TC núm. 410-2004 (c. 8°) realza “el esfuerzo compartido que fluye del numeral 10° del artículo 19 de la Constitución”: el deber del Estado de financiar un sistema gratuito de educación básica y media, destinado a asegurar su acceso a toda la población, se complementa con “la participación activa que incumbe a la comunidad en la concreción de esta actividad de bien común”, en cuanto ella ha de contribuir al desarrollo y perfeccionamiento de la educación.

Este podría ser un punto altamente problemático: una aplicación estricta del principio de subsidiariedad al derecho a la educación implicaría que la comunidad no puede interferir con las decisiones que algunos padres —con la ayuda de los establecimientos respectivos— adopten para mejorar la educación de sus hijos, aun cuando ello los ponga en situación de ventaja o privilegio frente a los demás niños o jóvenes de la comunidad y excluya a los demás niños o jóvenes de esos beneficios. Atria (2007, pp. 41-60), a ese respecto, sostiene que no existe una libertad protegida para que los padres transfieran privilegios a sus hijos. Su argumento, en síntesis, es el siguiente: i) el núcleo del derecho a la educación no es lo que hemos denominado su contenido prestacional (el deber del Estado de establecer un sistema gratuito de enseñanza básica y media), sino el derecho preferente —y deber— de los padres de educar a sus hijos; ii) en su dimensión de libertad, el derecho a la educación y la libertad de enseñanza protegen el derecho de los padres a elegir —dentro del rango más amplio que sea posible— la que ellos consideren la mejor educación para sus hijos; iii) el Estado tiene el deber de dar especial protección al igual goce y ejercicio efectivo de este derecho, de modo que debe impedir a los establecimientos educacionales que formulen exigencias tales que los hagan inelegibles para ciertas familias, como la selección de estudiantes y el cobro de una determinada suma de dinero. Esto se debe a que el contenido de la libertad de enseñanza “no incluye la libertad de excluir”.

Los padres, entonces, tienen el derecho preferente de educar a sus hijos, pero no pueden invocar este derecho para transferirles privilegios; ¿en qué se traduce el deber del Estado de dar protección a este derecho? De partida, el Estado debe “fomentar el desarrollo de la educación en todos sus niveles, estimular la investigación científica y tecnológica, la creación artística y la protección e incremento del patrimonio cultural de la Nación”, junto con promover el bien común, de lo que claramente surge la necesidad de garantizar la equidad en el acceso y un cierto nivel de calidad de la educación.

Fomentar, según su sentido natural y obvio (que aporta el Diccionario de la Real Academia Española), significa “promover, impulsar o proteger una cosa”, lo que incluye estimular adelantos y mejoras. En tal sentido, el deber de fomento justifica una regulación razonable y una preocupación de la política pública sectorial con el fin de promover y asegurar la calidad de la enseñanza, entendida como la adecuada concordancia de esta con los requisitos mínimos que debe cumplir cada nivel educativo, con el avance del conocimiento y con los requerimientos de la sociedad, incluidos los valores que la educación debe promover. Es evidente, asimismo, que los establecimientos educacionales son sujetos del deber constitucional de “contribuir al desarrollo y perfeccionamiento de la educación”, en cuanto son cuerpos intermedios que forman parte de la comunidad nacional. Sería un error, por tanto, interpretar la dimensión prestacional del derecho a la educación solo como un mínimo, sobre el cual la libre iniciativa de los padres —y de los particulares organizados en establecimientos educacionales— puede producir mejoras incrementales en la calidad del servicio, asequibles únicamente para quienes puedan pagarlas25. Cabe recordar que este derecho incluye la función que le corresponde al Estado —en concordancia con el principio de igualdad y lo establecido en tratados internacionales— de garantizar que el ingreso a la enseñanza superior se determine atendiendo únicamente a la capacidad e idoneidad de los postulantes.

Entonces, el derecho a la educación implica deberes positivos para el Estado, no solo de prestación, sino también de regulación y aseguramiento de la equidad y calidad de la enseñanza. En el ejercicio de sus atribuciones para alcanzar esos fines, puede gravar a las instituciones de enseñanza con restricciones u obligaciones en la medida en que sean medios idóneos, necesarios y proporcionales para el logro de tales objetivos.

4. EL ARTÍCULO 19, NÚMERO 11°, ASEGURA A TODAS LAS PERSONAS LA LIBERTAD DE ENSEÑANZA26

La libertad de enseñanza es el derecho que asiste a toda persona para participar en los procesos de enseñanza y aprendizaje, sea impartiendo o recibiendo conocimientos, tanto para la enseñanza reconocida oficialmente o sistemática como para la que no lo es, sin otras limitantes que las que imponen “la moral, las buenas costumbres, el orden público y la seguridad nacional”27.

El núcleo esencial de la libertad de enseñanza incluye el derecho de abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales. En esas tres facultades se condensan, como dice nuestro TC, “los elementos, definitorios e inafectables, que tal libertad abarca”28. Los establecimientos educacionales y sus organizadores son los titulares del derecho a la libertad de enseñanza, sea que opten o no al reconocimiento oficial, tengan o no personalidad jurídica. La libertad de enseñanza está en estrecha relación con la autonomía de los cuerpos intermedios29 y con el “derecho de asociarse sin permiso previo” (art. 19, núm. 15°, de la Constitución) por lo que garantiza la (adecuada) autonomía académica, administrativa y económica de los establecimientos educacionales, sean públicos o privados30.

La libertad de enseñanza, como consecuencia, comprende el derecho a la dirección del establecimiento y a instaurar sus principios, compatibles con el pluralismo que exige la Constitución31; la autonomía para definir su régimen interno y seleccionar sus directivos y el profesorado32; el derecho de impartir conocimientos; el de elegir el contenido, el sistema y los métodos de la enseñanza; la facultad de acreditar el grado de conocimientos adquiridos por los alumnos, así como la de determinar su procedimiento de admisión y establecer normas de convivencia33. Con todo, el derecho de acceder al establecimiento escolar elegido ha de tener, necesariamente, un correlato en la facultad de proseguir la formación en él, de tal modo que la expulsión del alumno, en determinadas circunstancias, puede entrañar la vulneración del derecho a la educación34.

Asimismo, la libertad de enseñanza ampara el bien jurídico de libertad de cátedra, entendido como la facultad del profesor para desarrollar las materias de un curso desde su enfoque personal. Y abarca la posibilidad de obtener el reconocimiento oficial de la docencia que imparte, de conformidad con la ley respectiva, o impetrar la subvención o el financiamiento estatal correspondiente.

Con todo, la autonomía académica, administrativa y económica de las IES no es un derecho fundamental de estas, sino una garantía institucional de tipo estatutario, esto es, cuyo contenido y alcance se determina por la ley (León, 2011). Por lo pronto, la enseñanza con reconocimiento oficial está sujeta a algunas limitaciones adicionales respecto de la que no aspira al reconocimiento (el texto constitucional va de lo general a lo específico: de la libertad de enseñanza en sentido amplio a la enseñanza con reconocimiento oficial).

Así, el precepto indica que “la enseñanza reconocida oficialmente no podrá orientarse a propagar tendencia político partidista alguna”35. A su vez, el inciso final de esta norma otorga mandato al legislador para que, mediante una ley orgánica constitucional36, establezca tanto los requisitos mínimos para la enseñanza básica y media como los requisitos para el reconocimiento oficial de los establecimientos educacionales de todo nivel, así como “las normas objetivas, de general aplicación, que permitan al Estado velar por su cumplimiento”37. Finalmente, el Estado puede establecer requisitos para la educación subvencionada o financiada por él, cuya regulación es materia de ley. Como ha dicho el TC: “existen vínculos, claros y directos, entre el reconocimiento oficial de los establecimientos de enseñanza, por una parte, y el acceso, mantención y pérdida de la subvención que el Estado paga a aquellas de tales entidades que se hallen reconocidas oficialmente, de otra”. En otras palabras, “a mayor aporte fiscal, más estricta fiscalización y control”. Con todo, “otorgar la subvención no es una decisión de cumplimiento discrecional ni entregada a la magnanimidad del Estado. Por el contrario, se trata de una obligación ineludible, cuya justificación radica en la importancia excepcional que tienen la educación y la enseñanza en el desarrollo libre de la personalidad y de la sociedad en general”38.

Entonces, el legislador puede (basado en el principio de igualdad) establecer restricciones adicionales para evitar que la enseñanza gratuita —financiada con fondos públicos— sirva a intereses particulares o contribuya a acentuar las diferencias y a segregar a los alumnos más vulnerables39.

Los derechos de libertad pueden verse limitados por otros derechos e, incluso, por bienes colectivos, aunque en tal caso la carga de la argumentación opera a favor de la autonomía (Alexy, 1995, pp. 110-113). Las “leyes de la intervención” (Alexy, 2007, p. 267) plantean que las intervenciones en un bien iusfundamentalmente protegido están prohibidas prima facie, es decir, consideradas todas las circunstancias, podrían estar justificadas por una restricción. Por eso, la autonomía de las IES debe ejercerse dentro del marco que fijan las normas legales, en especial la ley orgánica constitucional respectiva, pero no limitarse a ella. De verificar el Estado (por medio de algún mecanismo de control arbitrado legalmente) que una institución de enseñanza se ha apartado notoriamente de las exigencias que su naturaleza le impone, entonces esta pierde sus derechos y se le puede privar del reconocimiento oficial40. El derecho a la educación, entonces, puede operar —en la hermenéutica constitucional— como principio orientador y como límite de la libertad de enseñanza.

5. LÍMITES DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES Y LA PROTECCIÓN DE SU CONTENIDO ESENCIAL

Un aspecto importante, sobre el que cabe poner especial atención, es la distinción entre “límites” (delimitación o configuración) y “limitaciones” (restricción) de un derecho. Según Diez-Picazo y Gullón (2003, p. 432 y ss.), los derechos tienen límites: i) “naturales” (los fijados por la ley al definirlos); ii) los derivados de una colisión de derechos, que se resuelven según la jerarquía prevista por el legislador o por la vía de la ponderación en sede judicial41; iii) los que imponen la buena fe y la prohibición de “abuso del derecho”; y iv) los temporales, como en el caso de la propiedad intelectual. Los límites equivaldrían, propiamente hablando, a aquello que configura como tal al derecho, o sea, a la fisonomía normativa que el ordenamiento confiere al derecho en cuestión. Por otra parte, las limitaciones se caracterizan por ser extrínsecas al derecho mismo y estar establecidas en interés de terceros o de bienes jurídicos colectivos.

La libertad de enseñanza —según vimos— se estatuye por la Constitución como un derecho “con cláusula restrictiva” (Alexy, 2007, pp. 248-257), que admite restricciones directamente constitucionales, en cuanto puede ser limitado por otros derechos fundamentales (como es el caso del derecho a la educación), o bien, indirectamente constitucionales, pues se otorga al legislador una competencia expresa para regularlo (esa es la función dogmática que cumplen los incisos segundo, tercero y quinto del art. 19, núm. 11°). En efecto, la libertad de enseñanza puede ser restringida por así exigirlo la moral, las buenas costumbres, el orden público (educacional) o la seguridad nacional; pero la enseñanza reconocida oficialmente admite limitaciones adicionales, en especial, cuando recibe financiamiento público. Ni la Comisión encargada de redactar el proyecto que dio como resultado la Constitución de 1980 tuvo dudas respecto de la posibilidad de limitar la libertad de enseñanza en razón de los objetivos de la educación42. Aún más, como sugiere Häberle (2003, pp. 188-189), la Constitución opera como deber y como límite de la educación y la enseñanza; pues, por un lado, los fines de la educación “constituyen condiciones de base para la constitución de la libertad”, las que deben ser transmitidas a cada nueva generación, y por otro, “la Constitución del pluralismo trae consigo los límites mismos del mandato educativo del Estado”43.

Según la doctrina del Tribunal Constitucional español, los derechos fundamentales, si bien continúan cumpliendo la función de derechos “de defensa” frente al Estado, presentan además una dimensión objetiva, en virtud de la cual operan como componentes estructurales básicos que han de informar todo el ordenamiento jurídico44. Como consecuencia de este doble carácter de los derechos fundamentales, los poderes públicos quedan vinculados también de forma dual: en su dimensión subjetiva, les impone la obligación negativa de no lesionar la esfera de libertad por ellos asegurada; y, en su vertiente objetiva, les exige que, en el ámbito de sus respectivas funciones, coadyuven a que la implantación y disfrute de los derechos fundamentales sean reales y efectivos45. Este deber de protección de los derechos fundamentales se proyecta, en primer término, sobre el poder legislativo, que debe conformar la regulación en coherencia con aquellos.

De resultas de lo anterior, el Tribunal Constitucional de España entiende que “la continuidad y sistematicidad de la acción educativa justifica y explica que la libertad de creación de centros docentes como manifestación específica de la libertad de enseñanza haya de moverse en todos los casos dentro de límites más estrechos que los de la pura libertad de expresión”; es decir, además de los límites referidos al respeto a otros derechos fundamentales y la protección a la juventud y a la infancia, dicha libertad tiene la limitación adicional del respeto a los principios constitucionales del título preliminar de la Constitución (libertad, igualdad, justicia, pluralismo, unidad y carácter republicano del Estado, etc.) y la de servir a determinados valores (como los principios democráticos de convivencia) que no cumplen una función meramente limitativa, “sino de inspiración positiva”. Por tanto, “en un sistema jurídico-político basado en el pluralismo, la libertad ideológica y religiosa de los individuos y la aconfesionalidad del Estado, todas las instituciones públicas y muy especialmente los centros docentes han de ser, en efecto, ideológicamente neutrales”46.

En línea con estos razonamientos, podemos encontrar dos sentencias del TC chileno relativas al derecho a la educación y los límites de la libertad de enseñanza. Así, la sentencia del 21 de enero de 2004 (rol núm. 402-2004), declaró constitucional la modificación del art. 2° de la ley núm. 18.962 (LOCE), que incorpora, entre los deberes del Estado en materia educacional, el de “promover el estudio y conocimiento de los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana y fomentar la paz”; y la sentencia del 28 de junio de 2000 (rol núm. 308-2000) que declaró constitucional la modificación del mismo art. 2° de la LOCE, tendiente a asegurar el derecho de las estudiantes que se encuentran embarazadas o que sean madres lactantes, de acceder a los establecimientos educacionales.

Los conceptos de “límites” y “limitaciones”, de esta forma, prefiguran la noción de “contenido esencial” del derecho fundamental47. Según la doctrina del TC español, el contenido esencial de todo derecho fundamental se puede determinar por dos caminos complementarios, sea entendiéndolo como aquella parte del contenido del derecho sin la cual este pierde su peculiaridad o se desnaturaliza, o como aquella que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegidos, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos. De este modo, se rebasa o se desconoce el contenido esencial cuando el derecho queda sometido a “limitaciones” que lo hacen impracticable, lo dificultan más allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección. Así, “la fuerza expansiva de todo derecho fundamental restringe, por su parte, el alcance de las normas limitadoras que actúan sobre el mismo”48. La “esencia” constituye un obstáculo para el legislador no solo para establecer limitaciones, sino también para establecer límites: el legislador no puede configurar una libertad de enseñanza que sea, en esencia, distinta a la que configuran los derechos dentro de la tradición jurídica occidental; por ejemplo, desprovista de la facultad de abrir, organizar y mantener establecimientos educacionales.

Tanto la Constitución como los pactos internacionales demarcan lo que puede hacer el Estado con respecto a la enseñanza reconocida oficialmente: fijar normas o requisitos mínimos. El carácter prestacional del derecho a la educación tampoco justificaría que la subvención estuviera limitada exclusivamente a los establecimientos públicos, tanto por la garantía del pluralismo y de la libertad como por el deber de no discriminación que impone la Constitución, dado que el acceso a la educación se realiza y puede asegurarse mediante plazas públicas y privadas49.

6. EL ARTÍCULO 19, NÚMERO 16, DE LA CONSTITUCIÓN: LA LIBERTAD DE TRABAJO Y SU PROTECCIÓN

La garantía constitucional de la libertad de trabajo establece, en su inciso cuarto: “La ley determinará las profesiones que requieren grado o título universitario y las condiciones que deben cumplirse para ejercerlas”.

Desde un punto de vista conceptual, entonces, es distinta la pregunta sobre qué títulos y grados pueden otorgar las IES, y la que se refiere a qué actividades requieren de una certificación previa u otras condiciones para ejercerlas (Peña et al., 2000). La regulación constitucional, como se observa, es distinta según la garantía constitucional de que se trate (libertad de enseñanza o libertad de trabajo). Las materias de las leyes orgánicas constitucionales son de derecho estricto, es decir, ese tipo de leyes deben limitarse a las regulaciones mínimas necesarias para permitir el desarrollo normativo mediante la ley ordinaria. Una ley orgánica constitucional —por su elevado quórum— sustrae ciertas materias del debate político y las rigidiza, lo que se contrapone al carácter dinámico de los sistemas de educación superior y, además, limita la democracia (eso está presente hoy en el debate acerca de una nueva Constitución). El régimen de títulos y grados establecido en la LEGE (antes llamada LOCE), es decir, qué títulos y grados pueden otorgar las IES y en qué condiciones, se vincula con la libertad de enseñanza, el reconocimiento oficial y la autonomía de las IES (y sus límites); la habilitación profesional, en cambio, es materia de ley ordinaria.

La LEGE establece una estructura de títulos y grados vinculada a los tres tipos de IES que reconoce (cuatro si se considera a las IES dependientes del Ministerio de Defensa). Por eso, es más una definición de ámbitos de competencia de las IES que un mecanismo para determinar condiciones o asegurar competencias en el plano de la habilitación profesional (AEQUALIS, 2011, pp. 181-198). Respecto de la libertad de trabajo y sus limitaciones, por otra parte, pueden concebirse tres clases principales de profesiones u oficios:

i) Actividades u oficios que no requieren título para ejercerse50. Puede haber otro mecanismo, como la certificación de competencias laborales (ley núm. 20.267).

ii) Actividades profesionales y oficios en que la posesión de un título otorgado por una IES es condición necesaria para su ejercicio. En ellas, el desempeño de cualquier actividad definitoria de la profesión u oficio deviene en ilegal si no se posee el título (como las profesiones que regula el Código Sanitario)51.

iii) Actividades profesionales y oficios en los que solo ciertas actuaciones —de las que comprende el ejercicio— están reservadas a quienes tienen título. Es el caso de la mayoría de las profesiones (siendo el paradigma el caso de los abogados).

En Chile, casi todas las certificaciones que otorgan las IES son habilitantes para el ejercicio profesional —son muy pocos los casos en que se ponen requisitos adicionales—, lo que se suele esgrimir como justificación para establecer algún tipo de control estatal. Con todo, no ha existido voluntad política para subsanar este déficit regulatorio52.

El artículo 63 de la LEGE, que establece las carreras “exclusivamente universitarias”, genera distorsiones: hay presiones gremiales para incorporarse al listado y se limitan las posibilidades de articulación entre IES. Por otro lado, a las definiciones de título profesional y técnico les falta especificación y, a veces, se recurre a la duración del programa bajo el concepto de “horas de clase”. Alguna legislación especial establece otras regulaciones para la obtención de un título u habilitación profesional53, o bien, requisitos para acceder a un cargo público54 o a ciertas asignaciones remunerativas en la administración pública (la “asignación profesional”, que exige un título profesional, con un programa de estudios de al menos seis semestres y 3.200 horas de clases). Al jerarquizar por duración de la carrera se rigidizan los planes de estudio de éstas, impidiendo que las IES disminuyan su duración. El gobierno anterior (2010-2014) anunció un proyecto de ley para corregir esto, promesa que, finalmente, no se materializó. En nuestra interpretación, el art. 40° de la ley núm. 19.882, referida a la alta dirección pública, uniformó el criterio para todos los cargos a que se refiere esta ley, estableciendo para ellos una duración mínima de ocho semestres.

En todo caso, debería existir una regulación de los títulos (profesionales y técnicos) que otorgan las IES cuando es necesario un control ex ante del ejercicio profesional, debido a la existencia de asimetrías de información y a eventuales perjuicios por mal desempeño de la actividad (que sea socialmente relevante). Este control puede basarse en la acreditación obligatoria de las carreras y en un mecanismo para verificar que la persona posee las competencias requeridas para el ejercicio de la actividad (habilitación profesional). En ese caso, conviene considerar la especificidad de las certificaciones y su vigencia temporal. Con todo, este no es un vacío de la LEGE, sino de la ley ordinaria.

Tanto el derecho a la educación como la libertad de enseñanza están, pues, garantizados en la Constitución chilena. Ambos se delimitan mutuamente y se relacionan con otros derechos fundamentales; justifican deberes negativos (de no interferencia) y compromisos de intervención por parte del Estado. Ahora bien, respecto de la educación superior, la interpretación queda más abierta, pues el texto constitucional solo menciona el deber del Estado de fomentar el desarrollo de la educación “en todos sus niveles” y “estimular la investigación científica y tecnológica” (amén de la posibilidad de que existan profesiones reguladas). ¿Qué se sigue del reconocimiento constitucional y qué significa que la Constitución “asegure” este derecho?; ¿hay deberes positivos que debe cumplir el Estado en materia de financiamiento y regulación de la educación superior, incluso a favor de estudiantes de IES privadas?; y ¿cuáles son los límites de las potestades legislativas al configurar la regulación del sistema? Frente a estas preguntas, surgen dos concepciones diversas, que pugnan por hegemonizar el discurso sobre los derechos sociales.

7. DE LA CONCEPCIÓN LIBERAL-CONSERVADORA A LA CONCEPCIÓN IGUALITARIA: DE LA EDUCACIÓN COMO BIEN DE CONSUMO AL DERECHO SOCIAL FUNDAMENTAL

Para los seguidores del modelo liberal-conservador, en el nivel superior de enseñanza la garantía constitucional opera simplemente como una norma programática o de eficacia diferida, que a lo sumo orienta al legislador para una realización o configuración gradual del derecho, mediante programas de política pública o normas ejecutables de acuerdo con el nivel de desarrollo del país y en la medida de los recursos contemplados en la ley de presupuestos. En Chile, esta postura suele ir acompañada de una férrea defensa de la libertad de enseñanza, como un verdadero derecho de “primera generación” y, por ende, de un esquema de provisión mixta o con predominio del mercado (es decir, de prestadores privados, con y sin fines de lucro), en que las personas pueden libremente contratar el servicio… en la medida en que cuenten con los recursos para ello.

Uno de los exponentes de esta concepción, como vimos, es Evans: mientras el derecho a la educación tiene carácter social y el agente activo es la comunidad, que debe proporcionarla a todos sus miembros, encabezada por el Estado y con la participación de los padres, la libertad de enseñanza es un derecho individual a impartir educación, y el papel de la comunidad es no interferir con esa “expresión del pensamiento libre”. Pero, según Evans (1986, pp. 175-176) el derecho a la educación no es una prestación de cumplimiento forzado, sino que está condicionado a las disponibilidades financieras. La libertad de enseñanza, en cambio, es considerada por este modelo como un verdadero derecho subjetivo, un derecho de libertad que favorece a los establecimientos educacionales, públicos y privados, y que está estrechamente relacionada con el principio de subsidiariedad (y la autonomía de los cuerpos intermedios).

Como se aprecia, esta es una concepción de la enseñanza y la autonomía de los establecimientos educacionales de cuño liberal genuino, basada en la cooperación meramente voluntaria de los miembros de la sociedad y en los mecanismos de mercado (el contrato), configurando una esfera privada de oferta, elección e influencia familiar que queda inmunizada contra la intervención del Estado, al más puro estilo de Nozick (1991) y Hayek (2008). La primacía de la libertad de enseñanza —como expresión del principio de subsidiariedad— sobre el derecho a la educación superior estaría consagrada a nivel constitucional atendido que, mientras la primera habilita para accionar su defensa mediante el recurso de protección, el segundo no lo hace. Los seguidores de la concepción liberal suelen apoyarse, además, en el argumento histórico (citando las actas de la Comisión de Estudios como prueba de la intención del constituyente).

Con todo, no se niega todo efecto práctico al reconocimiento constitucional del derecho a la educación superior: esta concepción admite que este derecho (y los derechos sociales en general) puede tener alguna “fuerza vinculante” e, incluso, pueden ser materia de protección, en la medida en que —operando de forma análoga a los derechos civiles— establecen una prohibición de hacer —de lesionar derechos— para el Estado. Así, para quienes han logrado tener acceso a la enseñanza superior o para los padres que quieren asegurar un determinado tipo de educación a sus hijos y, por ende, elegir libremente el establecimiento educacional que mejor encarna sus aspiraciones, el derecho a la educación funciona como derecho de defensa frente a la intervención estatal y puede ser protegido, sea por la vía de la libertad de enseñanza, del derecho de propiedad, del debido proceso o de la cláusula de no discriminación arbitraria.

El principal problema que —a mi juicio— presenta la concepción liberal, es que pone como nota esencial del derecho a la educación la autonomía, como una garantía del individuo y de los cuerpos intermedios; esto es, lo radica en la esfera privada, al igual que la libertad de enseñanza. El derecho a la educación —e incluso la noción misma de autonomía referida a la enseñanza— se erige, en cambio, desde lo público, donde las libertades cobran sentido en la medida en que se articulan con derechos y deberes en un orden social “decente” (que trata a todos con igual consideración y respeto). Por eso, para los liberal-conservadores, la universalidad del derecho a la educación superior o la igualdad sustantiva en las condiciones de acceso a ella no pasa de ser una promesa utópica y su incumplimiento no configura ninguna infracción de normas constitucionales. Solamente se podría infringir —por omisión— el deber de fomentar este nivel de enseñanza; pero, como se comprende, bastaría un esfuerzo mínimo por parte del Estado para cumplirlo. El hecho de que la concepción liberal se aleje tanto del núcleo central del concepto (lo que la mayoría de las personas entiende que es el núcleo de significado de la expresión “la educación es un derecho”) es una buena razón para desconfiar de su utilidad.

La concepción liberal, por último, parte de la premisa de que todo lo que haga el Estado podría ser contrario a la libertad, mientras que cualquier cosa que hagan los individuos o entes privados será un acto eficiente y sinónimo de libertad. Prieto (1990, pp. 50-51) advierte, en cambio, que la alternativa real no se plantea entre la sumisión al Estado versus la plena libertad de decisión económica y social (como pretende la concepción liberal), sino entre la sujeción de la mayoría al poder formalmente privado de quienes controlan el proceso económico versus la posibilidad de someter al control público el “azar y la imprevisibilidad natural” (o sea, la “destrucción creativa” de los agentes de mercado).

El principal defecto de esta concepción, en cuanto tesis jurídica (que, como ya se observa, quiero refutar), es que hace superfluo el reconocimiento constitucional del derecho a la educación. Los mismos efectos podrían lograrse sin que el derecho estuviese consagrado en la Constitución y, así, se viola una regla básica de hermenéutica constitucional, a saber, que debe excluirse cualquier interpretación que conduzca a anular o privar de eficacia a algún precepto de la Constitución. No es propio de la tarea dogmática aceptar una parte del texto —aquella que más nos agrada— e ignorar, rechazar o minimizar la otra. El derecho a la educación superior, pues, ha de significar algo más que lo que la teoría liberal sugiere.

Para la concepción igualitarista de los derechos sociales, en cambio, la educación superior tiene un contenido normativo “fuerte”, e implica el deber del Estado de asegurar el acceso de todos a un mismo nivel educacional o, al menos, proveer a todos las mismas oportunidades de ingreso a la enseñanza.

Si la concepción liberal parte de la teoría positivista de los derechos, la concepción igualitarista —a la que adscribo— es propia del constitucionalismo como teoría del derecho y como fenómeno que requiere una nueva forma de interpretar las normas jurídicas (y de argumentar con ellas). Así, Ferrajoli (2010) concibe el derecho como un sistema de garantías para los derechos fundamentales reconocidos positivamente. El derecho surge con la norma que lo consagra, en tanto que las garantías pueden estar en el plano del “deber ser” positivo. Si faltan las garantías, el legislador tiene el deber jurídico —y de coherencia— de dictar normas e instrumentos para la satisfacción del derecho. El juez debe sujetarse a la ley si es válida (cuando su significado resulta coherente con las normas constitucionales), reinterpretar las leyes conforme a la Constitución o denunciar la inconstitucionalidad. La ciencia jurídica debe jugar también un rol proyectivo e innovador, proponiendo correcciones a las técnicas garantistas o sugiriendo nuevas garantías. Los derechos fundamentales son universales e indisponibles: se sustraen del mercado y de la decisión política. Son lo que “no debe decidirse” o lo que “debe ser decidido” por la mayoría, es decir, generan para el Estado tanto vínculos negativos (derechos de libertad) como vínculos positivos (derechos sociales que no deben quedar sin satisfacción).

La tesis central de esta segunda concepción es que, si los derechos sociales (como el derecho a la educación superior) son verdaderos derechos, el Estado no podría justificar su incumplimiento de las obligaciones fundamentales amparándose en la falta de recursos. En ocasiones existen obligaciones ex lege, explícitas en el mismo texto constitucional (como la de establecer un sistema universal, gratuito y obligatorio de enseñanza básica y media); y en otros, hay obligaciones genéricas, por ejemplo, las relativas al derecho a la educación superior, que requerirían nuevas técnicas de garantía y justiciabilidad (como prestaciones gratuitas, protección jurisdiccional, cuotas para alumnos vulnerables, mínimos de presupuesto, entre otras).

Para la concepción igualitarista, los derechos sociales son “derechos en serio”: reclaman la intervención legislativa (el legislador no puede desconocerlos ni restringirlos) y tienen toda la fuerza normativa que el constitucionalismo reconoce a los principios. Sus argumentos (Abramovich y Courtis 2004, pp. 19-64) son, básicamente, la analogía (relación de semejanza) con los derechos civiles y políticos, la refutación del supuesto carácter indeterminado o no formalizable de la prestación y la posibilidad efectiva de exigir judicialmente algunas de las obligaciones que consultan55. Cierto es que la justiciabilidad de los derechos sociales requiere identificar ciertas obligaciones mínimas de los Estados, lo que es hasta ahora un déficit del derecho constitucional; pero —como afirma Ferrajoli— la insuficiencia de acciones idóneas señala simplemente una laguna susceptible de ser superada.

Desde luego, en casos de violación del derecho fundamental o de la cláusula que prohíbe la discriminación arbitraria, resultarían perfectamente viables muchas de las acciones judiciales tradicionales, como las acciones de inaplicabilidad por inconstitucionalidad, y posterior declaración de inconstitucionalidad de un precepto legal contrario a la Constitución (art. 93, núms. 6° y 7° de la Constitución); de impugnación, ilegalidad o nulidad de actos reglamentarios; declarativas de certeza; de protección; de indemnización de daños y perjuicios e, incluso, las acciones ante el sistema interamericano de derechos humanos, de conformidad con el Pacto de San José de Costa Rica. Esas posibilidades son más claras cuando el Estado presta directamente un servicio en forma parcial, discriminando a ciertos sectores de la población (Abramovich y Courtis, 2004, p. 43); pero también pueden ejercerse cuando el Estado debe dictar regulaciones dirigidas a particulares, autorizar el funcionamiento o reconocer oficialmente a las IES, o fiscalizar el cumplimiento de las normas (y, eventualmente, aplicar sanciones). Incluso, podría impugnarse —y controlarse— la discrecionalidad del Estado en materia de disposición presupuestaria cuando se trata de asegurar derechos fundamentales. En la mayoría de los casos, el incumplimiento del Estado se presentará como una violación individualizada y concreta (no genérica), por ejemplo, al establecer condiciones discriminatorias en el acceso a la educación o en el acceso a ciertos beneficios, o bien, por la aplicación de sanciones desproporcionadas. En fin, hay también ocasiones en que la jurisprudencia acoge reclamaciones por incumplimiento de obligaciones genéricas de hacer por parte de entes estatales (recuérdese en Chile el caso de las “casas Copeva”56).

Se suele criticar la posición igualitarista (o “progresista”) por abrirse en exceso al activismo judicial y porque, atendida la índole de los reclamos, el éxito de algunas acciones individuales podría producir un resultado inequitativo, al mantenerse el incumplimiento general. Ahora bien, tal como propone Gargarella (2006), no solo existe un mayor espacio para la revisión judicial de los derechos sociales, sino que dicha intervención de los jueces enriquece los procesos de deliberación pública. Así las cosas, cuando la violación del derecho afecte a un grupo amplio de personas en situaciones análogas, una serie de decisiones judiciales particulares, si no sirven para integrar los estándares interpretativos al sistema jurídico por la vía de la jurisprudencia, servirán al menos como una señal de alerta hacia los poderes políticos y podrían influir eficazmente en la definición de las políticas públicas (como ha ocurrido en nuestro país con las alzas unilaterales de los precios de los planes de seguro de salud de las Isapres57).

8. EL DERECHO A LA EDUCACIÓN SUPERIOR EN LA PRÁCTICA JUDICIAL

Sin que quepa hablar aún de judicialización en educación superior (y menos aún de “activismo judicial”, como reclaman algunos exponentes de la corriente liberal-conservadora58), algunos problemas que antes eran resueltos por los órganos administrativos o en forma directa entre las IES y los estudiantes (por medio de los estatutos y reglamentos corporativos), gradualmente han pasado a ser resueltos en sede judicial. Ello es resultado de la constitucionalización de los derechos y de una mayor conciencia de las personas acerca de sus propios derechos (en especial de los derechos sociales). Por cierto, si las personas tienden a reclamar más en los tribunales, es porque existen ciertas insuficiencias de la política pública o de la regulación aplicable al sector (la que debería garantizar el derecho).

Las personas jurídicas, incluidas las IES, pueden regular su organización y funcionamiento interno59 y suelen relacionarse con terceros (los estudiantes o apoderados) mediante los llamados “contratos de adhesión”60. Ya en 2002 Hernández observaba que la carencia legislativa respecto de los derechos y deberes del estudiante entregaba la regulación de esta materia a los reglamentos institucionales (y a los contratos), y el control de éstos a los tribunales. En ese momento, la vía principal —y casi exclusiva— para asegurar los derechos de los estudiantes y establecer límites a la potestad normativa de las IES era el recurso de protección (art. 20 de la Constitución61). Así, la jurisprudencia desde temprano ha conocido este tipo de recursos, entendiendo que la potestad sancionatoria corporativa de las IES debe ajustarse a las garantías mínimas señaladas en el artículo 19, núm. 3°, de la Constitución (debido proceso, es decir, derecho a defensa —audiencia del afectado—; imparcialidad del comité encargado de juzgar a los alumnos; procedimiento, instancia y sanciones establecidas previamente en la reglamentación) y respetar el derecho de propiedad sobre la calidad de estudiante62.

El principal inconveniente de los contratos de adhesión es la posibilidad que ofrecen de imponer cláusulas abusivas al adherente. Por ello, la ley núm. 19.95563 modificó, entre otros, el artículo 2° de la Ley de Protección de Derechos del Consumidor (ley núm. 19.496) para sujetar los contratos educacionales a las disposiciones de ésta64. El art. 16 de esta ley establece normas de equidad para corregir los efectos de las cláusulas que vulneran la buena fe y que, atendiendo a parámetros objetivos, causen, en perjuicio del consumidor, un desequilibrio de los derechos y obligaciones de las partes65.

En aplicación de estas normas, la jurisprudencia ha resuelto, entre otros puntos, que:

i) Es nula la cláusula del contrato de educación que permite el cobro y la retención completa de los aranceles en caso de retiro o desistimiento del estudiante con posterioridad al plazo previsto para ejercer el derecho de retracto66, pero antes de iniciarse la prestación de los servicios educacionales67.

ii) Son nulas las cláusulas del contrato de prestación de servicios que eximen de responsabilidad a la universidad y le permiten cobrar el 100% del arancel anual al alumno, aunque éste solo se encuentre realizando un curso pendiente para la titulación68.

iii) Es abusiva la cláusula que permite el cambio unilateral de las condiciones en que se ofrece el servicio (por “razones académicas” que no se especifican)69.

Otro ítem que acumula reclamos de los estudiantes es el relativo a la publicidad engañosa70. Así, se ha condenado la publicidad efectuada sobre el campo laboral de la carrera de perito forense, pues “indujo a error o engaño respecto de las características del bien o especial servicio ofrecido, en la especie, servicios educacionales respecto de una carrera profesional cuyo campo laboral es más limitado que lo publicitado”71.

El control sobre actos corporativos de las IES también puede darse —como se ha dicho— por vía del recurso de protección, en la medida en que un estudiante sufra, por un acto arbitrario o ilegal, una lesión, perturbación o amenaza de alguno de los derechos enumerados en el artículo 20 de la Constitución y sea necesaria la intervención (tutela) judicial urgente, para reestablecer el imperio del derecho. En esta sede se ha dicho que:

i) Es arbitraria la aplicación de una cláusula del contrato educacional que permite el cobro total del arancel anual en caso de retiro del estudiante, cuando el retiro se debió a una situación de fuerza mayor (no voluntaria) y que había sido conocida por la universidad, acogiendo la solicitud de suspensión del respectivo período académico72.

ii) Es arbitraria la negativa de las IES a entregar certificados, títulos o documentos por mora del alumno, no obstante que se encuentre establecida en los reglamentos internos o contratos de prestación de servicios, en cuanto constituye una forma de presión indebida a la luz de los principios generales del derecho y que, además, vulnera el derecho de propiedad de los estudiantes respecto de su calidad de tal o el derecho a la igualdad73. Otro fallo agrega que “la educación universitaria es el objetivo primordial del contrato de educación que celebra la universidad con cada alumno, siendo el pago de la matrícula y la colegiatura anual [solo] la contraprestación de ese servicio”74.

iii) La universidad, en uso de su autonomía, puede seleccionar a sus alumnos entre los postulantes que cumplan los requisitos exigidos. Así, cuando la postulación de una persona a una universidad, por vía especial, fuese rechazada fundándose en que su actividad laboral no está relacionada con el campo profesional de la carrera a la que intentaba ingresar, no hay un acto que se pueda calificar de arbitrario o ilegal de parte de la universidad75. Si un estudiante postuló a determinada carrera conforme al procedimiento y cumpliendo los requisitos establecidos previamente por la entidad, pero al concurrir a materializar la inscripción fue informado de que los cupos para la carrera se habían completado y que debería atenerse a los resultados de la lista de espera, el actuar de la universidad no transgrede los requisitos de transparencia y objetividad que la LEGE establece en cuanto al proceso de selección de alumnos76.

La educación superior de Chile

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