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Espejo negro que humea

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Un libro es un espejo; un libro de minificciones es muchos espejos.

A la mente del asiduo lector del más reciente de los géneros literarios vendrá inmediatamente el recuerdo de tres espejos icónicos: el de la madrastra de Blancanieves, el de Alicia y, el más discreto de todos, aquel donde se mira el vampiro. A ninguno de estos espejos se hace referencia directa en Los libros y la noche de Andrés Galindo, donde la palabra “espejos” se menciona tan sólo una vez (“Tres fantasmas de Mariana”). Sin embargo, se los puede encontrar de manera indirecta cada vez que se exhibe a una sociedad ciega que se niega a mirar su entorno o distorsiona la realidad para hacerla más llevadera.

Durante la lectura de Los libros y la noche, llama la atención la simetría que existe entre la forma y el fondo de los textos. El autor renuncia a maquillar las minificciones para que se lean bonitas, gusten y sean aplaudidas. Si bien, la aventura comienza con el clásico “Había una vez” en menos de un pestañeo se rompe el encantamiento y vemos, con sorpresa, que el libro que tenemos en las manos dejó de ser el cuento de hadas que creímos:

Había una vez

Pero dejó de haber, motivo por el que todo el pueblo se preocupó, consternó y dividió; o, como bien reza el sabio adagio: “pueblo chico, infierno grande”. Entonces, hubo conflicto.

Porque siempre hay conflicto, no importa que digan que no, que todo va de maravilla, que se vive en un mundo ideal.

En pleno uso de su libertad creativa, Andrés Galindo no tiene reparo en ofrecer al lector una realidad disparatada donde el guía, fácilmente reconocible, es un loco a quien “del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro” (“Los libros y la noche”), pero ¿quién mejor que él para llevarnos por el mundo de las noches y los libros? En cuanto la lectura avanza ya no hay concesiones: el libro punza en las manos, el negro es negro, la desolación embarga y los fantasmas personales rondan. Ansiamos despertar, acabar la lectura y volver a ser nosotros nuevamente. Pero eso sería no haber asimilado la lectura, porque la locura —o lo que conduce a ella— no se encuentra en la penumbra, sino a plena luz, bajo los rayos del sol; el mismo sol que deshizo las alas de cera de Alfonsina, porque “ya se sabe que los poetas, soberbios, sólo escuchan el latido de su corazón”, la misma realidad que deshace nuestras alas diariamente. ¿Entonces cómo no esperar la noche con ansia para volcarnos en los libros que habrán de devolvernos la cordura?

Para Aristóteles el objetivo del arte es representar no la apariencia externa de las cosas, sino su significado interior, lo cual puede procurarnos goce, hacernos reflexionar o inquietarnos, pero nunca permanecer impávidos. No al menos después de leer Los libros y la noche, donde la única esperanza que el autor da a los lectores de su obra dura apenas lo que dura una minificción, menos de una cuartilla:

“Y así, fueron todos felices para siempre, hasta que…”

José Manuel Ortiz Soto

Nadie rebaje a lágrima o reproche

esta declaración de la maestría de Dios,

que con magnífica ironía

me ha dado a la vez los libros y la noche.

El poema de los dones

Jorge Luis Borges

Desocupado lector:

sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante.

El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha,

Miguel de Cervantes Saavedra

Los libros y la noche

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