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ОглавлениеPresentación
La recreación fabulada de la muerte
Te voy a contar un cuento, dice el poeta nicaragüense Rubén Darío en su célebre poema A Margarita de Bayle, y empieza a imaginar un mundo. Scherezade cuenta cada noche un cuento al Sultán para salvar su vida. Había una vez es la vieja fórmula que abre el mundo a los cuentos infantiles, narraciones orales que servían para aleccionar y prepararse para dormir.
Andrés bien podría decir: ¡Colombia, te voy a contar un cuento! y empezar, una tras otra, las nueve historias que ocurren en este país y que no sirven para salvar la vida sino para preservar la memoria, para conocer otra faceta de la historia. En este libro hay muchos había una vez, no como fórmula de narración, tampoco para ayudar a conciliar el sueño; el había una vez que está entre las páginas de estos cuentos es hilo de la memoria, ventana de acceso a cotidianidades, a veces anodinas, que destacan por la simpleza del arraigo a la vida y la persistencia de la muerte.
Estos cuentos no son el pasado de un país, son episodios de diferentes dramas que constituyen una tragedia personal, en primera persona, porque el dolor que se siente con la pérdida, la muerte, la desaparición no es el de las estadísticas que producen escalofríos sino el de los momentos que no se repetirán, de los cuidados que ya no prodigan bienestar, de algunas preguntas que no alcanzan el umbral de la comprensión, de miradas que, en el vacío de la desesperanza, buscan una señal para el recuerdo. Estos cuentos presentan, como en una anatomía del instante, la complejidad de la violencia, el silencio o la certeza de la muerte. Señalan, con precisión y sutileza, que la vida, tal como es vivida, está compuesta de momentos breves que contienen toda la grandeza de la alegría, la tristeza, el amor, la muerte, la esperanza.
A través de algunos de estos cuentos podemos actualizar un sentimiento de dolor, orfandad, duda, tristeza por la muerte, la amenaza, la certeza del ejercicio macabro del poder. Cuentos para dar cuenta de la fragilidad humana en medio de la barbarie y la violencia, de la belleza del encuentro materno, paterno o filial para hacer frente a las vicisitudes de la existencia. Estos relatos son una superficie para ver la violencia tras la cual permanece oculta la capacidad de exponerse que tiene la vida, de arraigarse en el canto de un pájaro, en el ritual de un desayuno o en un sancocho de gallina.
Otros de los cuentos hablan de la grisura de la vida atada a los designios de la fuerza brutal y asesina, de las marcas indelebles que deja la muerte (como acción cotidiana), de las orillas habitadas, impuestas o elegidas para vivir la muerte, para hacer la muerte, para producirla.
La propuesta de Andrés permite poner orden al dolor, palabras al horror, belleza a la fuerza de amor y vitalidad al esfuerzo denodado por mantener la presencia en este mundo en medio del poco valor que tiene la esperanza o la alegría. La realidad y la ficción se compenetran en estos cuentos para identificar otras señales, para atisbar, percibir, conocer, comprender la violencia, para peguntarnos, de nuevo y desde otra orilla, por su origen, por las razones de su persistencia, por aquello que pasa inadvertido en esa creciente sensación de ahogo y totalitarismo que nos embarga con cada muerte.
Además de los personajes que cruzan por estas páginas, lo que representa la poca selectividad que tiene la muerte producida por la violencia, las situaciones, lugares y circunstancias en que se produce; los eventos dan cuenta de un equilibrio en la narración, en la forma de describir y contar. Cada palabra es precisa y justa, es como si todo lo importante de saber estuviera dicho, se hiciera presente en los pensamientos, expresiones, gestos y lugares.
Pasar por estas páginas y visitar relatos con hechos bastante conocidos a través de noticias, reportes e informes judiciales es una invitación a mirar la vida, seguros de que en medio del horror de la violencia se ocultan miradas sutiles que muestran, con confianza y autoridad que hay alguna oportunidad perdida en la recreación fabulada de la muerte.
Hilda Mar Rodríguez Gómez