Читать книгу Tumbas en movimiento - Andrés Restrepo Gil - Страница 9
ОглавлениеTumbas en movimiento
—No tengo una sola razón que me obligue a decirle dónde he dejado el cuerpo de su marido —sentenció Bernal, como respuesta a las súplicas de Amelia, quien apenas lograba contener su llanto.
Había llegado al campamento del comandante Bernal, por cuarta vez en un mes, con la intención de saber el paradero del cuerpo de Guillermo, su esposo. El comandante era un hombre flaco, moreno y alto. Todas sus facciones eran bruscas, desde las manos callosas, hasta las piernas largas, incluyendo el rostro tosco y la mirada suspicaz. Su nariz era prolongada, sus labios gruesos y sus cejas prominentes. Aunque delgado, Bernal tenía una apariencia imponente y la altura le ayudaba a inspirar temor entre los subalternos. Amelia, al igual que aquellos hombres, sentía miedo por el aspecto del comandante y no se acostumbraba a la imagen fría e indiferente que infundía. Después de cuatro encuentros, aún no dejaba de sentir pavor por ese semblante vengativo y cruel. Mientras conversaban, un joven, con jabón y cuchilla en mano, pulía la barba de Bernal, yendo de un lado a otro, cerciorándose de que la barbilla del jefe quedara perfectamente delineada.
—Hace meses que no duermo —dijo Amelia, no sin miedo— y mi hija no logra hacerse a la idea de que su padre se ha ido. No encuentro respuestas para sus preguntas, ni remedios para su intranquilidad. Le suplico, señor Bernal…
—Comandante —la corrigió.
—Disculpe, comandante Bernal; por favor dígame dónde puedo ir a buscar el cuerpo. Yo no pretendo saber lo que ha hecho con mi esposo, sino el lugar donde lo ha dejado.
Contrario a lo esperado y quizá por la insistencia de la mujer, las palabras habían removido algo de compasión en el comandante Bernal. Sin embargo, expuesto a la mirada de su barbero, no se permitió dejar en evidencia tales bajezas.
—Lárguese —gritó el comandante, enrojecido. Al instante, el barbero retrocedió e interrumpió su trabajo.
—A menudo —continuó Amelia con el mismo tono triste y pausado— me levanto en las madrugadas sin sueño y, con la esperanza de encontrarlo, me siento en la ventana a esperar que llegue. Lo peor es que yo sé que ya no está vivo y, aun así, no puedo dejar de esperarlo.
—La virtud del río es su imparcialidad —respondió el comandante, quien, a pesar de la fugacidad de su compasión, ya se encontraba harto de escuchar a la mujer—. Independiente de quién sea la persona o de sus imprudencias al hablar, en el fondo del río todos guardan silencio. Si acaso quiere encontrar el cuerpo de su esposo, debe navegar río abajo. Pero le recomiendo que se apresure, le lleva dos años de ventaja.
El barbero no hizo el más mínimo intento por contener la risa. El comandante, que había pronunciado estas palabras en un tono serio, fue contagiado por la carcajada del joven. A Amelia, por su parte, se le congelaron los huesos y su mirada quedó perdida en alguna parte del horizonte. Su corazón se aceleró, al tiempo que un nudo en la garganta empezaba a ahogarla. Notó que le faltaba el aire y que, con dificultad, lograba mantenerse de pie.
—Si acaso no quiere dejar a una hija huérfana —prosiguió Bernal—, sin su padre y ahora sin su madre, le sugiero que se dé la vuelta y vuelva sobre sus pasos, a no ser que desee seguir el trayecto de su esposo. El río nos evita el trabajo de cavar sepulcros. El río es una tumba en movimiento.
Estas palabras, que cayeron como agua helada sobre el ánimo de Amelia, terminaron por descomponer las pocas fuerzas que aún le quedaban. No pronunció vocablo alguno e instintivamente se dio la vuelta, para emprender el camino hasta su casa.
***
Para llegar a casa, desde el campamento del comandante Bernal, debía caminar durante dos horas. Lo hizo sin detenerse y sin mirar atrás. Por unas partes, el sendero era empedrado; por otras, inundado de pantano. Debía subir y descender tres montañas hasta llegar a la planicie que la llevaría derecho hasta su hogar. A poco menos de un kilómetro, Amelia logró advertir que su hija, Amaranta, la esperaba sentada en la ventana que daba a la llanura. En tanto la vio, Amelia rompió en llanto. Era necesario, ahora que sabía la indeterminada ubicación de su esposo, confesarle la verdad a Amaranta. La niña no se rendiría hasta conocer qué había ocurrido con su padre y, sin embargo, la madre no encontraba la manera adecuada de calmarle las intensas indagaciones. Le carcomía el corazón el dolor de no saber cómo dar forma a una respuesta que no hiciera tanto daño y que aclarara, por fin, las preguntas que su propia hija, con todo el derecho, hacía sobre su padre.
Meses atrás, Amaranta había sentido el despertar de una profunda y sincera curiosidad por saber dónde estaba su padre Guillermo. Y aunque Amelia nunca deseó engañar a su hija, debió inventar un par de evasivas que, a los siete años de su hija, ya no lograban sus objetivos. Amaranta sabía que si su padre no estaba en casa, era porque algo fuera de lo común le había ocurrido a aquel hombre que, hasta donde le alcanzaban sus recuerdos, siempre la trataba con cariño y ternura. Un día, según las vagas evocaciones de su memoria, ya no apareció en su vida. Guillermo, como tantos otros hombres en la vereda, salió cualquier día de la casa y no tuvo el privilegio de volver. Para Amaranta, una niña de cinco años, su padre salió de casa y, simplemente, no volvió del trabajo. Pero Amelia, que estaba al tanto de las circunstancias, sabía que la desaparición de su marido coincidía con un auge de violencia en la vereda, en la que años atrás solo dominaba el sosiego y la calma.
El 12 de marzo, fecha exacta en la que Guillermo desapareció, la violencia del lugar había llegado a límites inconcebibles. Los serenos habitantes del lugar fueron utilizados entonces como refugio y escudo de dos grupos de hombres que se habían declarado, bajo el amparo perpetuo de las armas, una guerra que solo buscaba el control de un par de hectáreas fértiles y estratégicas para el negocio de la coca. La familia de Guillermo y todas las familias de la vereda se encontraron en el medio de un conflicto que no entendían, alimentado por la ambición y la codicia de hombres que ni siquiera eran oriundos del lugar. Aunque Amelia sabía que su esposo no tenía nada que ver con los hombres involucrados en el conflicto, nunca se atrevió a preguntar por qué lo habían matado.
Allí, en la vereda, Amelia había conocido a Guillermo. Allí decidieron casarse y allí mismo decidieron pasar juntos el resto de sus vidas. La vereda vio nacer a Amaranta, su única hija. Entre el río y la tierra, los animales y el calor, germinó y creció un ingenuo y campesino amor, hasta que el oscuro capricho de un hombre interrumpió un sentimiento que, según la intención de los involucrados, pretendía durar muchos años más.
Como madre e hija dormían juntas, había noches en las que Amaranta notaba la ausencia de su madre y, todavía con el sueño entre los parpados, se paraba de la cama y la acompañaba en la ventana. Juntas, como bien se lo había dicho al comandante, pasaban una velada triste esperando a Guillermo. Amaranta era vencida por el sueño cuando este era más fuerte que su voluntad. Amelia la cargaba hasta la cama, para regresar a la ventana y reemprender el tortuoso ejercicio de esperar. El paso silencioso de las semanas hizo que Amelia comprendiera que Guillermo, muy seguramente, ya no estaba con vida. Sin embargo, y a pesar de la débil certeza, no encontró razones para dejarlo de esperar. “Por más muerto que esté, no puedo despojarme de la idea de que algún día tendré que verlo caminar a lo lejos y entrar por esta puerta, como si nunca, nunca, se hubiese ido”, se decía a sí misma Amelia, sentada en la ventana, sin despegar la mirada del horizonte anaranjado del amanecer de la vereda. Dos años después del lamentable hecho y con la verdad entre sus manos, Amelia reconoció que no era noble condenar a su propia hija a esperar ciegamente al que nunca llegaría, sobre todo cuando la pequeña Amaranta aún guardaba la esperanza de volverlo a ver.
***
“Esté donde esté, debe haber una manera de hablar con él”, pensó Amaranta, luego de que Amelia le explicó, de la manera más delicada posible, el evento que hizo desaparecer a Guillermo. Un evento que, por cierto, no tuvo una gota de delicadeza. Desde entonces, la niña utilizó de cuando en cuando el río para enviarle cartas a su padre. La persistencia de Amaranta era más poderosa que el olvido. Durante meses esperó una respuesta, muy a pesar de que sabía que el cauce del río no estaba del lado de su padre, de modo que a él le sería imposible enviar un recado en sentido contrario. No obstante, presa de una esperanza infundada, nunca dejó de esperar. “Si yo he encontrado mis maneras de escribirle, él tendrá que encontrar las suyas para responderme”, pensaba.
Para la madre, las cartas eran el ingenuo intento de su hija por hacerse a la idea de que el padre ya no estaba. Por ello, nunca se negó a acompañarla y permitirle lanzar al río, ingenuamente, una carta a Guillermo. Al contarle lo que le ocurrió a Guillermo, la madre esperaba que su hija pudiera, por fin, olvidarse de él. Sin embargo, la costumbre de las cartas la hizo desistir de matar una esperanza que, muy en el fondo, ella también conservaba.
Entre las cartas y los meses, la niña y su madre empezaron a notar que la velocidad del río se reducía considerablemente, a medida que, a lo lejos, se veía con más regularidad el paso lento de unos bultos a los que Amaranta no le prestaba mucha atención.
—Prométeme que nunca vendrás a este lugar sola —le solicitó Amelia a Amaranta, en cierta ocasión, cuando fueron al río.
—¿Por qué? —preguntó con ingenuidad.
—No es seguro para los niños —respondió.
—Antes lo era —afirmó la niña.
—Ahora no —dijo la madre.
—El río va más lento, mamá.
—Sí. Mucho más lento.
—Y ya no es tan grande.
—Sí —respondió Amelia, recordando con melancolía la bella e imponente imagen que tenía el río hace apenas un par de años—. Ya no es tan grande.
—¿Los ríos también mueren, mamá?
—Sí, hija. Los ríos también mueren.
—¿Y por qué mueren, mamá?
—Porque ellos también se cansan, hija.
—¿Tú crees que nuestro río está cansado?
—Parece que así fuera.
—¿Y por qué se cansa, mamá?
—Por la servidumbre que le toca asumir. Por la carga que debe llevar.
—Si algún día termina por secarse, ya no podré enviarle más cartas a papá. ¿Crees que son las cartas, mamá?, ¿será que las cartas son las que están secando el río?
—No, hija, claro que no. Es la muerte, hijita, es la muerte, y no tus cartas, las que secan el río —repuso la madre.
A lo lejos, otro bulto, con apariencia difusa, bajaba sin afán, arrastrado por las escasas fuerzas que le quedaban al río. De inmediato, Amelia, cansada de retener el llanto, lloró. Con apuro, tomó a su hija por el brazo, dieron media vuelta y regresaron a casa.