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PRÓLOGO
ОглавлениеEDUARDO DANIEL RODRÍGUEZ*
Prologar es un término que proviene del griego πρόλογοs (prólogo), y sería algo así como anticipar, escribir a favor de un discurso para introducirlo. Ahora bien, me invitaron Andrés y Leo a prologar este libro y, más allá de toda etimología, se me da por pensar que prologar es un modo de prolongar, en tanto es un inicio que tiene la peculiaridad de hacerse a posteriori de la lectura del material –con todas las resonancias que implican el haberlo ya leído–, que empieza de algún modo a ser desandado.
Es un prolongar porque se amplía la obra en su extensión (aunque solo sea con unas pocas páginas más), pero además en su comprensión (mis comentarios compartidos aquí), y con la responsabilidad de adelantar una serie de impresiones y ecos siempre personales.
Sí, es saborear lo recibido, que supone un cierto detenerme en el tiempo, a modo no solamente de reflexión sino también de inspiración, alcanzado por esa revisión creadora de tantos conceptos centrales que en el libro se discuten: encuentro, relación, vínculo, proceso, afectividad, emoción, escucha, consciencia, intuición, yo, nosotros, empatía…
¡Bueno, sí!, vengo diciendo que me invitaron a prologar este texto, pero siento que es más que eso, siento que me permitieron avistar un diálogo fecundo entre intelectuales, entre profesionales de la “relación de ayuda”, entre amigos. Y para mí es un grato placer participar de esta tarea que, en lo personal, resulta todo un acontecimiento. Es como asomarse a lo que fueron haciendo y que a la vez va gestándose, y participar de la experiencia de algo que nace y crece es siempre un privilegio.
Insisto, suena casi desorientador esto de poner adelante lo que se da último (por eso se me ocurre que los prólogos tendrían que ser de algún modo epílogos), pero, ¡claro!, allí no podríamos cumplir con el pedido amistoso de nuestros autores de introducir a cualquier próximo lector o lectora en este “juego epistolar”. Así que a esta tarea me aboco, compartiéndoles antes que nada mi propia experiencia de acercamiento a este rico y singular material.
Sumergirme en este “juego” me trajo a la memoria, por ejemplo, la iluminadora correspondencia entre Descartes y la princesa Elisabeth de Bohemia, o las reveladoras cartas de Nietzsche a sus amigos Peter Gast (Johann H. Köselitz) y Franz Ovebeck, o incluso las de Rainer M. Rilke con Franz X. Kappus, que dieran origen a esa bellísima publicación del escritor alemán titulada Cartas a un joven poeta –solo para nombrar algunas de las que me han resultado más significativas–.
En lo personal considero que acercarse al género epistolar es de una enorme riqueza, porque nos muestra un perfil de los escritores y escritoras que en general los textos callan. Es cierto que aquí ya no estamos frente a cartas manuscritas (con toda esa singularidad del “puño y letra”), que cruzaban en un sobre lacrado la geografía real (en tiempos que demandaban mucha paciencia y riesgos de extravío), sino ante una información digital que se comparte en el marco contemporáneo de la inmediatez; de todos modos, la intensidad de las ideas que fluyen en este rico intercambio conservan el cuidado de la palabra escrita.
Y me encontré de arranque nomás con una fiesta de autores y corrientes que van subiendo a escena en un gran despliegue a lo largo de la obra: Spinoza, Rogers, Gendlin, Husserl, Heidegger, Bateson, Kurt Goldstein, Antonio Damasio, Merleau–Ponty, Roger Bartra, Allport, Freud, Jung, Fritz Perls, Levy Moreno, W. James, David Bohm, Bergson, Buber, Teilhard de Chardin, Nietzsche, Sartre, Kropotkin, Eugenio Carutti, Freud, Hobbes, Maturana, Francisco Varela, Viktor Frankl, Bauman, Byung–Chul Han, Mircea Eliade, Campbell, Budismo Zen, Taoísmo, y la lista sigue.
En este fluir vital que los autores proponen son muchas las vivencias que me invaden, los pensamientos que me surgen, las preguntas que me hago. Por lo pronto, la dinámica por ellos presentada me trae a la memoria un cuento coreano que alguna vez leí en un libro compilado por Jean–Claude Carrière. La historia hablaba de un amnésico que iba de camino con un bonzo al que hartó, preguntándole a cada momento su nombre y su destino. Pasaron la noche en la misma habitación del albergue, y a la mañana siguiente, un poco para vengarse de tan insufrible compañía, el bonzo despertó antes, se puso las ropas de su compañero y se marchó. Cuando el amnésico se levantó, se vistió con lo que encontró y al mirarse al espejo se dijo: “¡Oh!, he aquí al bonzo que estaba conmigo ayer, pero y yo, ¿dónde estoy? Es absolutamente necesario que me encuentre”. Y partió en su propia búsqueda. ¿Por qué asocio el cuento con la lectura de este texto? Porque –sin llegar obviamente al extremo del amnésico–, creo que cada lector/a, si quiere realmente aprehender lo que está leyendo (como en otros casos escuchando o viendo), tendría que “olvidar” de alguna manera lo ya conocido, “vaciarse”, para hacer lugar a los nuevos aprendizajes; y Andrés y Leo provocan esto con mucha maestría.
Puedo decirles que adentrarme en este profundo diálogo me llevó además a la vivencia buberiana de las relaciones “Yo–Tú”, esas que “rozando ribetes del Tú eterno” se dan en la atmósfera de lo sagrado. Y no hace falta que esta sea una relación necesariamente religiosa, porque uno puede asomarse a la idea de Martin Buber desde esa intuición sobrecogedora de lo absoluto, del misterio, que nos da la vivencia de la totalidad y de la que participamos cuando nos abrimos a “lo Otro”. ¡Y cómo no asociar este trabajo también al libro Ecosofía, de Raimon Panikkar, con su visión cuaternaria de lo humano en tanto Soma – Psyche – Polis – Aion!
Esta lectura me trajo, además, el grato recuerdo de Martin Heidegger, en aquel relato de la Carta sobre el humanismo, en el cual nuestro autor trae a cuento esa anécdota donde Heráclito despierta la curiosidad de unos extranjeros que se acercan para observarlo, esperando encontrarlo en la actitud excepcional del pensar, en algo que pudiera ser motivo de comentario y admiración. Pero nada de eso sucede, solo lo ven “quitándose el frío junto a un horno de pan”. Cuando entonces deciden marcharse desencantados, es que el sabio los invita a entrar con estas palabras: “Vengan que también aquí hay dioses”. Sí, “también aquí”, junto a un horno, en ese lugar vulgar, en medio de lo más ordinario, lo “extraordinario” puede manifestarse. Depende en buena medida de “cómo miremos”.
Y Leo y Andrés hacen esto, se sacan sus lentes de “lo ordinario”, los pulen como Spinoza –aquel gran maestro del siglo XVII–, y desde esas nuevas perspectivas observan con una gran profundidad las realidades de los procesos en las relaciones de ayuda (y en definitiva de cualquier encuentro), pero no se las reservan para sí, sino que las hacen salir de sus dispositivos, para entregárnoslas en estas páginas.
Sí, fui un afortunado testigo que vio cómo una idea despertaba otra, cómo una emoción habilitaba un clima de empatía, cómo una inquietud daba lugar a una búsqueda común. Preguntas, intuiciones, análisis, reflexiones, emociones, sentimientos, silencios...
Estamos frente a una obra que es un ida y vuelta, un círculo virtuoso, un cambio permanente de lentes entre Leo y Andrés, un zambullirse en “las aguas de la vida”, y que nos brinda la posibilidad de nadar junto a ellos.
* Profesor de Filosofía, Consultor Psicológico (Counselor). Docente a nivel tercario y universitario durante más de 35 años. Desde 1995, ejerció la capacitación filosófica en Institutos de formación de Consultores Psicológicos (Holos San Isidro, Holos Capital) y el Profesorado del Sagrado Corazón. Desde 2004 complementó su actividad con la Asesoría Filosófica y la divulgación de la filosofía, a través de Cafés y Vinos Filosóficos. Coordina su Espacio Cultural “La Conversa”, en el barrio porteño de Boedo. Autor del libro Filosofía al Paso (Editorial Edhasa, 2017). E-mail: edudarodriguez@gmail.com