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LA EUTANASIA: ¿DE QUÉ SE TRATA?
Ana M.ª Marcos del Cano
LA APROBACIÓN DE LA Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de la eutanasia ha hecho irrumpir de nuevo en el marco político-social, sanitario y jurídico, el clamor de una situación personalísima, y colectiva al tiempo, sobre el denominado “derecho a morir”.
Permítanme unas reflexiones de carácter ético, jurídico y, no menos, de honda preocupación del futuro de una dimensión humana sustantiva, cual es la responsabilidad y la inderogable dignidad de la propia vida. Me centraré en esta ley (en adelante, LORE) y más allá de ella, pues la muerte es una cuestión que nos atañe a todos. He reflexionado mucho sobre este tema, pues fue el objeto de mi tesis doctoral, y siempre he pensado que el Derecho se quedaba corto a la hora de abordar esta situación. Desde ahí y siendo necesaria su regulación, nunca vi la eutanasia como un “derecho exigible”. Como afirmaba Gustavo Bueno, la expresión derecho a morir es una contradictio in terminis, pues el derecho es “a algo bueno”, a la salvaguarda de los intereses y bienes de las personas, al despliegue de sus mejores posibilidades. Quizá sea, porque como Sócrates considero al Derecho como un bien, un factor de cohesión social, de atribución de libertades, de creación de civilización y de generación de posibilidades de vida mejor para la sociedad y para las personas. A la vez, el propio Derecho tiene una función pedagógica e instructiva, como ya advirtiera Aristóteles, que configura no solo el modo de actuar, —como regulador de conductas que es—, sino el pensamiento, la conciencia, la propia comprensión del ser humano, —capaz de integrar su potencial de proyección, creación y sentido—, y no menos la mutua interacción y relacionalidad que nos constituye como sociedad. De ahí que lo que se establezca por ley tenga una incidencia directa en la conciencia personal y social que regula. Y desde aquí, siempre me ha resultado difícil y complicado afirmar con rotundidad un “derecho a la eutanasia”.
Siendo esto así, no puedo sino conmoverme ante situaciones dramáticas, como la de Ángel Hernández que ayudó a morir a su esposa M.ª José Carrasco, pues ya no podía vivir más en esa situación de dependencia y sufrimiento. Y, a la vez, el “derecho” que ahora se otorga por nuestro Parlamento, se me sigue quedando corto para su situación y la de tantos otros/as. Cuánta realidad hay en ese caso que no se va a resolver con el “derecho a morir”. Como él mismo afirmaba, nueve años llevan esperando por una residencia que no llega. Cuánta dejación puede haber por parte de la sociedad, de la administración y del entorno, en el cuidado y atención de estas personas cuando más nos necesitan a todos/as. Qué fuerte que todo se quiera resolver zanjando la salida con un derecho, cuando hay dimensiones de realidad ahí mismo, que deben ser valoradas, como ese amor, esa entrega, esa fidelidad y ese cuidado mutuo, del que tanta necesidad tenemos en esta sociedad cada vez más individualista y eficiente, que deja fuera de su rueda lo que aparentemente no produce. La pregunta: ¿esas relaciones de entrega y de entrañabilidad y de fidelidad, no constituyen un emerger de valores, que deben ser un revulsivo para generar otras dimensiones de relacionalidad? ¿Qué solución aportamos a las generaciones venideras y a los que así se encuentren dentro de unos años, cuando la soledad de las personas que vivan en el 2050 será cada vez mayor? ¿No aumentarán exponencialmente las peticiones de eutanasia, como así está sucediendo en Holanda, en donde, según los datos de la Comisiones Regionales y de la Asociación Médica Holandesa, en el año 2019 más del 5 % de la población muere por eutanasia? Y en España, cuando todavía al 50 % de los enfermos terminales no les llegan los cuidados paliativos, cuando todavía no llegan los presupuestos para implementar los derechos que fijó la tan necesaria Ley de Dependencia de 2006, ¿va a ser el “derecho a morir” la solución a los “enfermos graves e incurables” y a las personas con “padecimiento grave, crónico e imposibilitante”? Y me permito hacer una observación respecto a las personas con discapacidad que tan señaladas quedan en esta ley, como así ha afirmado el Comité de Derechos Humanos de las personas con discapacidad de Naciones Unidas (2020), y es que lanza dos inequívocos mensajes: a las personas con discapacidad, especialmente con discapacidades graves, para que consideren la opción por la terminación de su vida; y a la sociedad en general, para que perciban a las personas con discapacidad como individuos cuya vida puede no merecer la protección de inviolabilidad establecida constitucionalmente para el resto de los ciudadanos.
Faltaba mucho camino por recorrer antes de que estemos ante la necesidad de aprobar una ley sobre la eutanasia en nuestro país. Más de 50 años han tardado en aprobar su ley sobre terminación de la vida a petición propia del 2002, en Holanda. Desde 1952 llevan los Tribunales de Justicia holandeses estableciendo los criterios para justificar en determinados casos la no aplicación de los artículos 293 y 294 del Código Penal que castigan la eutanasia y el suicidio asistido con penas de hasta doce años de prisión. Y en el caso de España, no hay ni rastro de jurisprudencia sobre la cuestión concreta de la eutanasia, salvo la situación de Ramón Sampedro que ni siquiera es eutanasia, sino suicidio asistido. Es más, tampoco hay tal demanda social cuando el número de documentos de voluntades anticipadas firmados en enero de 2020 no eran más de 330 000 en todo el país, un 0,6 % de la población.
La despenalización o legalización de la eutanasia no es la norma general en el Derecho comparado de nuestro entorno, es más bien la excepción (Holanda, Bélgica y Luxemburgo). El consenso internacional aboga por la extensión de los cuidados paliativos, como establece sendas Recomendaciones del Consejo de Europa de 1999 y del 2003. La generalidad de los países ha descartado la idea de un “derecho a la muerte”. Nuestro propio Tribunal Constitucional dice al respecto que solo se podría hablar de un agere licere, esto es “de un libre actuar”, pero no de un derecho que obligue a una actuación de los poderes públicos para su consecución. En el mismo sentido, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que rechaza la existencia de un derecho positivo a morir a cargo del Estado, especialmente si se intenta derivarlo del derecho a la vida
Si, aun así, quisiéramos regular aquellos casos más dramáticos para los que ni los cuidados paliativos, ni el acompañamiento evitaran una decisión de este tenor, habría que fijar nítidamente los contornos de la situación que regula, algo que esta ley ha difuminado por completo, incluyendo términos ambiguos y una gran confusión en el procedimiento. Esperamos que el Tribunal Constitucional que ha admitido dos recursos de inconstitucionalidad a esta ley pueda enmendar algunas cuestiones para que no se produzca en nuestro país la tan temida “pendiente resbaladiza”. En concreto, se trataría de lo siguiente:
Limitar la aplicación de la ley al ámbito del final de la vida. La eutanasia es única y exclusivamente para situaciones terminales. El que una persona con “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” como así se propone, pueda solicitar la eutanasia nos anega en una inseguridad jurídica que puede abocar, en la tan temida pendiente resbaladiza, como ya ocurre en Holanda. En este país, la aplicación de la eutanasia se ha extendido a personas con sufrimiento psíquico, con depresión, a quienes consideran que “están cansados de vivir”, incluso a menores de 12 a 16 años con graves padecimientos, con consentimiento de sus padres, y la novedad introducida por el Protocolo de Gröningen (supone un claro desbordamiento del marco legal vigente) «para los bebés con un pronóstico de calidad de vida muy pobre asociado a un sufrimiento continuo y sin esperanza de mejoría, con el consentimiento de los padres».
La segunda es la diferenciación de la eutanasia y el suicidio asistido. Jurídicamente es muy diferente que el propio paciente se suministre una dosis letal, (aunque esta se la haya dado un profesional sanitario), que sea el propio médico el que le inyecte dicha sustancia. Es muy diferente cooperar con actos necesarios al suicidio que ejecutar la muerte directamente.
La tercera es que debemos afrontar la realidad ante la que estamos: la gran vulnerabilidad de las personas, la soledad, la debilidad y la influenciabilidad consustancial. Casi diría que el Derecho debe adentrarse en este ámbito con cautela y delicadeza. No se trata de enarbolar la bandera del principio de autonomía de un modo triunfante. Qué fuerte resulta para alguien que está sufriendo y próximo a la muerte, incluso a sus cuidadores, solicitar un “derecho a morir”. Qué tristeza, aunque se conceda. La autonomía que sirve para proyectar y llevar a cabo los planes de vida, que forja lo que se ha denominado ya la vida biográfica, por contraposición a la vida biológica que es el presupuesto de aquella, por sí sola no puede justificar un acto que sirve precisamente para destruir esa autonomía, como ya dijera Stuart Mill.
Y es que la eutanasia es más una excepción válida, lícita, a la protección general que otorga el derecho a la vida, que un derecho exigible. No se trata de ideologías, ni de religión, se trata de humanizar la muerte. Si los investigadores de Atapuerca han descubierto que los homínidos de “aquella hora” cuidaban de sus mayores, sigamos su tradición, haciendo resurgir en nosotros sensibilidad, amor y justicia hacia las situaciones de máxima vulnerabilidad de ahora, del futuro y de siempre.