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La eutanasia en perspectiva: autonomía de la voluntad y vulnerabilidad
Aniceto Masferrer
LA ABSOLUTIZACIÓN DE LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD
Una cuestión tan rica y compleja como la de la eutanasia solo puede ser abordada adecuadamente si se hace desde una perspectiva que permita afrontarla de un modo completo, no parcial. De lo contrario, los planteamientos y las conclusiones pueden alejarse de la realidad. Ese es, a mi juicio, el principal problema en la deliberación pública sobre la eutanasia. Para algunos, el principio fundamental e indiscutible es el de la autonomía de la voluntad, unida a una idea de utilidad: que cada uno haga lo que quiera; que sea cada uno quien decida si su vida tiene alguna utilidad que la haga merecedora de seguir siendo vivida o no. Esta concepción individualista y utilitarista, que goza en la actualidad de una hegemonía suprema, comparte un error gravísimo: desconocer que el ser humano es valioso más allá de su capacidad para gozar de su autonomía y de su capacidad para producir algo útil. Sin embargo, para no pocos la eutanasia se basa en esas dos filosofías que consagran el derecho del individuo a que otros acaben con su vida cuando lo pida, y el principio de que las vidas inútiles no merecen la pena ser vividas. La vigente Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia (LORE) es fiel reflejo de ese paradigma.
Para quienes pensamos de otro modo, entendemos que el problema no es realmente la autonomía de la voluntad ni el principio de utilidad, filosofías que contienen aspectos fundamentales enormemente positivos y aprovechables, tanto en el ámbito individual como en el social, sino su absolutización, impidiendo la integración de otras dimensiones y perspectivas que resultan tan o más relevantes que la individualista y utilitarista para la vida de cada ser humano y de cada comunidad política. Es la absolutización de las mencionadas filosofías lo que impide reconocer que todo ser humano es digno y su vida inviolable, con independencia de su presunta utilidad social.
LA VULNERABILIDAD COMO RASGO INHERENTE DE LA CONDICIÓN HUMANA
A mi juicio, la perspectiva más realista e integradora de la condición humana es la de su vulnerabilidad (Cayuela 2005). El ser humano es, ante todo, un ser vulnerable (García-Sánchez 2021). Y, en muchos aspectos, lo es mucho más que otros seres vivos, también entre los animales. Humanos vulnerables. Eso somos. La vida humana es un himno a la precariedad. Desde siempre en la sociedad humana ha acampado la dependencia, la flaqueza…la inexorable muerte. Es la condición humana, la historia de nuestra raza y actualmente la única posibilidad de pertenecer a ella. A partir de la aparición de los hombres, todos han sido siempre la misma y única humanidad, la misma y única naturaleza, el mismo hombre (Marcos & Pérez Marcos 2018). En definitiva: tierra, criaturas, animales. Así lo afirmó Rousseau:
Los hombres no son por naturaleza ni reyes, ni poderosos, ni cortesanos, ni ricos. Todos han nacidos desnudos y pobres, sometidos todos a las miserias de la vida, a las penalidades, a lo males, a las necesidades, a los dolores de toda clase; en fin, condenados todos a muerte (Rousseau 1980).
Se trata del dibujo más real de los miembros de la gran familia humana, una imagen que atraviesa la historia desde su origen. En efecto, todos los seres humanos al nacer inician su andadura por senderos de dependencia rumbo a la independencia, nunca al revés. Senderos que necesitan ser atravesados por pasarelas humanas que capaciten al hombre para a alcanzar una cierta autonomía, nunca absoluta. Como asegura MacIntyre, la clave de la independencia está en el reconocimiento de la dependencia; somos dependientes porque somos vulnerables (MacIntyre 2001, 102-103); y somos vulnerables porque somos humanos.
Ante una cultura postmoderna que hipertrofia la estética y exagera el bienestar, ante el empeño por exaltar la perfección sobre la imperfección, conviene volver los ojos pacíficamente hacia la contemplación de una verdad sencilla y originaria: la naturaleza humana es frágil. De siempre ha venido definida por una característica: la limitación, la finitud. Somos barro de la tierra, aunque nos golpee intermitentemente un deseo de perfección, de mejora, de invulnerabilidad…, incluso de infinitud. La biografía —y la historia genética de cada hombre— está entremezclada de episodios de fragilidad y vigor, a veces demasiada fragilidad, a veces más de la soportable, aunque ella siempre se encargue de recordarnos nuestra condición. No es posible la invulnerabilidad física en el actual universo, a no ser que dejemos de ser humanos para pasar a transhumanos o ciborg (Warwick 2004). Indudablemente tampoco sería humano, ni digno, no poner todos los medios a nuestro alcance para curar la enfermedad, aliviar el sufrimiento y mejorar la salud del mayor número de personas del mundo. Tan in-humano o no-humano es el deseo de la invulnerabilidad como del sufrimiento.
Sostiene MacIntyre que todas las personas del mundo ocupan un puesto concreto, un lugar en la escala de la discapacidad por la que ascienden y descienden a lo largo de su existencia (MacIntyre 2001, 91-92). Lo normal humano no viene definido por estados autonómicos perfectos e independientes, sino al contrario, por estados transitorios de enfermedad y dependencia. Algunos enfermos logran curarse, otros viven temporalmente sanos, un buen número acabarán incurables, todos mueren.
Cuando la naturaleza humana se despliega y abre sus ojos a la existencia, percibe que está inacabada e indefensa. Incluso antes que su propia racionalidad, lo que constata es su propia ineptitud, una inutilidad existencial que le empuja al auxilio de la relacionalidad (Buber 1993, 9). Para empezar a vivir y después sobrevivir, cada hombre reclama ayuda y cuidado de otros como él —también seres relacionales, dialógicos y vulnerables—. La clave de la existencia y del significado profundo de su vida es la co-existencia, vivir con el otro, donarse (Polo 1999, 31-32). Y como asegura Ortega y Gasset, la vida solo puede desarrollarse si coexisto con el mundo y con los otros (Ortega y Gasset 2008), con los que establezco una relación, aunque no siempre pueda ser simétricamente recíproca. El hombre es el único ser vivo que puede ponerse en lugar del otro, captando su vulnerabilidad y compadecerse. De ahí que pueda tener responsabilidad por otros iguales a él, de igual condición. La raza humana posee un instinto natural en forma de deber que le lleva a proteger al débil; de hecho, como dice Jonas, la responsabilidad primordial del cuidado paterno es la primera que todo el mundo ha experimentado en sí mismo (Jonas 1995, 172-173).
La manifestación de la debilidad humana en cualquiera de sus grados constituye una ocasión para probar la hondura y la calidad de nuestro respeto por las personas. En buena parte, la moralidad y el desarrollo cívico de una sociedad y del Estado se mide específicamente por la protección, el respeto y el cuidado que muestra hacia sus ciudadanos más débiles y vulnerables (Masferrer 2019). Cuanto más vulnerable se nos muestra el hombre desde el punto de vista fáctico, más inviolable se nos muestra desde una perspectiva ética (Ballesteros & Fernández, 2007, 18). Injustamente, sobre ellos —los más indefensos— recae en muchas ocasiones no solo la sospecha sino la sentencia de su falta de dignidad como seres humanos (Masferrer & García-Sánchez 2016). Permitir la inclusión de todos ellos sin excepción, y facilitar los medios para que esas personas más dependientes alcancen su desarrollo integral es lo que ha de configurar un Estado que quiera llamarse a sí mismo civilizado. Más aún, en última estancia, el reconocimiento de la dignidad de todas las vidas humanas —independientemente de sus cualidades—, es la piedra de toque de la justicia social (Gomá 2019). Si existe un principio elemental que debe priorizar todo gobierno político, un presupuesto básico de ciudadanía irrenunciable, ese es la igualdad. Y una igualdad que no extrañe la diversidad, las diferencias entre los seres humanos. Porque lo común humano es precisamente la diferencia, a nivel genético, cromosómico, físico, psíquico, estético, etc... Diferencias que no desfiguran la identidad humana. Es un bien y una riqueza incalculable que, siendo diferentes, cada ser humano posea el privilegio de ser único e irrepetible.
Todas las vidas humanas son igualmente dignas y merecedoras de respeto porque, como afirma Kant, cada una constituye un fin en sí mismo y no un mero medio (Kant 2005, 119-125). Pero no han de quedar fuera de la protección de este imperativo ético aquellas otras vidas con muestras evidentes de discapacidad, debilidad o falta de racionalidad. Ellas también han de ser tratadas y consideradas como un fin y, por tanto, con plena dignidad. El respeto hacia cualquier ser humano, con independencia de sus limitaciones físicas o mentales —que en realidad, de un modo u otro, todos tenemos—, es un principio ético fundamental (Masferrer 2020).
En definitiva, renunciar individualmente a la vulnerabilidad y negarla públicamente como propiedad humana conduce inexorablemente a la desprotección física y legal de la vida humana. Decidir desposeer de dignidad a aquellas personas diagnosticadas como enfermas o que entrarán en fases críticas de dependencia, de discapacidad física, de deterioro cognitivo, de ausencia de belleza…, supone implícitamente extender tal indignidad a toda la humanidad. La dignidad humana quedaría enclaustrada bajo los límites y las condiciones de un individualismo utilitarista y hedonista, donde sobrevivirían solo unos pocos que formarían el club social de los selectos. De hecho, actualmente, en determinados ámbitos sociopolíticos —también sanitarios—, se está cuestionando que sea “humano” vivir una vida enferma que no garantice unos niveles óptimos de libertad autónoma, calidad de vida, ausencia de dolor, belleza y fuerza. Nuevos códigos que pretenden imponerse como definitorios de la dignidad humana y determinantes exclusivos de la compatibilidad con la vida. Pero si solo fuera compatible con la vida vivir sano de un modo indefinido, si se eligiera a esa condición como indicador privilegiado de viabilidad y dignidad, ¿qué hacer con el extenso panorama de vidas humanas vulnerables que sufren y que sufrirán enfermedades algunas de ellas irreversibles y terminales?
Si una de las protagonistas que recorre toda la historia humana ha sido la fragilidad, ¿por qué tanta insoportabilidad ante algo genuinamente humano? La rebelión contra esta fragilidad se convierte en una amenaza para los más vulnerables y débiles, y, en definitiva, para la sociedad entera. Al margen de una incuestionable y deseada mejora de la salud humana, no suscita tranquilidad —especialmente entre los más vulnerables— la difusión de futuras biotecnologías mejorativas, enhancement, que persiguen en su versión más radical y eugenésica (Savulescu – N. Bostrom 2009), suplantar al verdadero hombre —el homo patiens: doliente (Frankl 1987)— por un ser extraño, perfecto, autoincomprensible (Habermas 2002, 62) e indoloro, invulnerable: la maquina sapiens.
LA VULNERABILIDAD COMO GENUINA PERSPECTIVA DE LA EUTANASIA
Desde esta perspectiva, esto es, si la vulnerabilidad constituye un rasgo inherente de todo ser humano, sería un error distinguir entre vidas más o menos valiosas o útiles en base a la capacidad de un ejercicio mínimo de la autonomía de la voluntad, o establecer diversos grados de dignidad en función de la capacidad de disfrutar o experimentar la utilidad de la propia vida. No se es menos digno por tener menor capacidad (de elección o disfrute) porque esa carencia refleja una fragilidad o vulnerabilidad que es parte fundamental de una vida auténticamente humana.
Esta fragilidad, inherente a todo ser humano, resulta particularmente patente al principio y al final de la vida, así como en aquellos casos en los que la enfermedad o la discapacidad (física o mental) llama a la puerta en la vida de una persona. Como estas personas, al ser más vulnerables, no son por ese motivo menos dignas, requieren de una particular atención y cuidado por parte del conjunto de sociedad, empezando por los más cercanos, y en particular por el Estado. Es el momento de poner en práctica el principio de la responsabilidad, como le denominó Hans Jonas (Das Prinzip Verantwortung, 1979)[*].
Según el parecer de Jonas, cualquier individuo tiene derecho a determinar su propia vida, pero este derecho puede ser cumplido íntegramente solo por ese individuo. De ahí que la eutanasia plantea, a su juicio, un problema ético cuando otras personas participan en la decisión, en la medida en que ocupan el lugar del paciente en el cumplimiento de su propia voluntad. La dificultad surge cuando el foco pasa del sujeto que pide morir al ayudante que cumple este hecho: ¿de quién es el deber de realizar la intervención letal? Según Jonas, la práctica de la eutanasia activa y directa realizada por los médicos debería excluirse, incluso si entra en conflicto con el derecho del paciente a morir. De hecho, sería demasiado arriesgado si se asignara a la medicina la tarea adicional de donar la muerte. Esto terminaría en la distorsión total del papel tradicional que juega la medicina y tendría graves consecuencias: el paciente ya no consideraría al médico como un aliado de su salud vulnerable, sino como alguien que puede disponer de su salud, o de su propia vulnerabilidad, e incluso quitarle la vida cuando no atisba otro remedio.
LA AUSENCIA DE LA VULNERABILIDAD COMO PERSPECTIVA BÁSICA DE LOS ENFERMOS Y PERSONAS DISCAPACITADAS QUE PUEDEN ‘SOLICITAR’ EL DERECHO A MORIR SEGÚN LA VIGENTE LORE
Es evidente que el debate sobre la eutanasia en nuestro país se forjó sobre el principio de autonomía (cada uno es libre para decidir sobre su propia vida), olvidando lo más real de las situaciones de las personas, de las que sufren en particular, pero en realidad de todos, porque, de hecho, la vulnerabilidad es un aspecto constitutivo de la condición humana. Se dejó de lado, por tanto, la posibilidad de afrontar la elaboración de la ley de un modo más holístico, teniendo en cuenta no solo los derechos y deberes de las personas que sufren, sino, en particular, cómo afrontar desde un Estado social su gestión, y eso no se puede hacer simplemente desde la perspectiva exclusiva de la autonomía de las personas. Es imprescindible partir del reconocimiento de la vulnerabilidad propia (y común a todos) porque esta es una realidad radical de todo ser humano, el suelo más real. Si cada ser humano fuera autosuficiente, como un dios, al que no le afectase nada, se evitaría estrechar vínculos con los demás, y esta tendencia engendraría una perversión dañina de lo social.
La vulnerabilidad nos sitúa ante la importancia de la responsabilidad, la solidaridad, el altruismo y el reconocimiento de los otros. Como apunta P. Ricoeur, esta vulnerabilidad es consecuencia de la finitud, de la debilidad constitucional, de la falta de coincidencia con uno mismo, de nuestra desproporción (deseo de infinito/tristeza finitud). Y ahí es precisamente cuando surgen bienes y valores, reciprocidad, el intercambio de dones, la gratitud, la generosidad como experiencias de reconocimiento.
Y en esto reside precisamente la dignidad, una dignidad que parte de la vulnerabilidad como una realidad constitutiva de cada ser humano. Esta noción de dignidad implica la imposibilidad de ser menos digno por experimentar una mayor vulnerabilidad. Si en esta dignidad convergen todas las preocupaciones del ser humano en torno al concepto de sí mismo, de la Sociedad, el Estado o el Derecho, no cabe excluir a nadie por frágil condición. Es más, la dificultad de dotar de contenido a esta noción de dignidad, tan enarbolada y utilizada, ha hecho que en ciertas situaciones se haya quedado como un concepto vacío capaz de justificar posiciones antagónicas, o que, en otros casos, se haya convertido en un axioma de carácter indiscutible, pero sin que exista realmente una concreción de sus exigencias o necesidades reales.
La integración de la idea de vulnerabilidad común, tanto a nivel personal como social, provee de contenido y, por lo tanto, de exigencias concretas a la noción abstracta que de la dignidad y la autonomía ha ofrecido la modernidad. De este modo, la dignidad humana, entendida desde la vulnerabilidad, incluye el respeto hacia uno mismo y la autoestima, forjados desde el reconocimiento de los otros y también el cuidado de los demás, en particular de los más frágiles.
Colocar la vulnerabilidad propia como rasgo común de todo ser humano implica introducirla en el concepto de autonomía, modificando esta y comprendiéndola como autonomía expresiva y relacional, incluyendo de ese modo a todos los seres humanos, independientemente de las circunstancias en las que viva, y recogiendo la imprescindible cooperación y el reconocimiento de los otros para que pueda darse realmente esa libertad. Y desde ahí, la sola apelación al principio de autonomía nunca podrá justificar un derecho en el que lo que se solicita es no sufrir, es la compasión, es el cuidado y acompañamiento del otro y de los mejores medios asistenciales de un Estado que se denomina Social.
Desgraciadamente, la vigente LORE ha excluido esta perspectiva. De ahí que mi valoración al respecto no pueda ser más que negativa. Entró en vigor cuando todavía no existía el Manual de Buenas Prácticas, los servicios sanitarios no se habían adaptado para la nueva prestación y los decretos de desarrollo de las comunidades autónomas se estaban empezando a aprobar. Pero más allá de la inoportuna y precipitada entrada en vigor, la ley contiene varios defectos mayúsculos: discrimina a las personas por razón de su discapacidad, no garantiza la absoluta libertad del solicitante de la eutanasia, sacraliza las voluntades anticipadas sin dar relevancia a la voluntad del individuo en el momento presente, margina el papel de la enfermería, crea una burocracia que en realidad es muy poco garantista, y, lo más criticable, no ofrece una asistencia socio sanitaria integral al final de la vida para evitar que la verdadera razón que induzca a muchas personas a optar por la eutanasia sea la carencia de unos cuidados dignos que le animen a querer seguir viviendo sin dolor, convenientemente atendido y felizmente acompañado.
En realidad, con la LORE se deja al enfermo y a la persona discapacitada más solo e indefenso porque, a la falta de los cuidados que necesita y el Estado no proporciona, se le muestra la alternativa: solicitar que un profesional sanitario acabe con su vida, decisión que comprensiblemente puede tomarse cuando el sistema sanitario no es capaz de remitir el dolor que padece una persona. La Ley parte de una presunta libertad, la del derecho a morir, cuando en realidad la persona que puede llegar a pedir la eutanasia no quiere morir, sino dejar de sufrir, y se ve abocado a la muerte como la única vía para acabar con su sufrimiento. Lo que la persona realmente quiere es el derecho a no sufrir. Esta es la libertad fundamental que el Estado debería garantizar, en vez de generalizar un derecho a morir. España necesita afrontar las alternativas que permitan garantizar el derecho a no sufrir. Esta es la respuesta necesaria a la situación de crítica vulnerabilidad experimentada por enfermos y personas discapacitadas. No parece que ofrecer un “derecho a morir” fácil y de bajo coste cuando apenas se han desarrollado las alternativas que permiten reducir o anular el sufrimiento, sea lo que verdaderamente necesitan las personas más vulnerables, máxime cuando esta ley les manda un mensaje erróneo: «Como vuestras sufridas vidas valen menos o son poco útiles, entendemos que queráis acabar con ellas; nosotros estamos dispuestos a llevar a cabo vuestro deseo de morir y lo financiamos sin problemas; adelante: ahí tenéis otro derecho más».
La problemática de quienes sufren no es una cuestión fundamentalmente político-ideológica o jurídica, sino médica y asistencial, sobre todo en el marco de un Estado Social. De ahí que no se resuelva creando un supuesto derecho a morir, sino proporcionando los cuidados y las medidas asistenciales necesarias para reducir el dolor y permitir una vida digna a los enfermos y personas discapacitadas, sobre todo el marco de un Estado Social.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Ballesteros, J. & Fernández, E. (eds.), Biotecnología y Posthumanismo, Cizur Menor, Thomson Reuters-Aranzadi, 2007.
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Frankl, V., El hombre doliente, Herder, Barcelona, 1987.
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Habermas, J., El futuro de la naturaleza humana. ¿hacia una eugenesia liberal?, Barcelona, Paidós, 2002.
Jonas, H., El principio de responsabilidad, Barcelona, Herder, 1995.
Kant., I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Tecnos, 2005.
MacIntyre, A., Animales racionales y dependientes. Por qué los humanos necesitamos las virtudes, Paidos, 2001.
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Masferrer, A. (ed.):
Manual de ética para la vida moderna, Madrid, EDAF, 2020.
Para una nueva cultura política, Madrid, Catarata, 2019.
Masferrer, A. & García-Sánchez, E. (eds.), Human Dignity of the Vulnerable in the Age of Rights: Interdisciplinary Perspectives, Dordrecht-Heidelberg-London-New York, Springer, 2016.
Ortega y Gasset, J., ¿Qué es filosofía? Lección X. Obras Completas, Madrid, Alianza Editorial, vol. VII, 2008.
Polo, L., Antropología trascendental, EUNSA, Pamplona, 1999.
Rousseau, J. J., Émile ou de L’education, en Oeuvres complètes IV, Editions Gallimard. Dijon, 1980, Libro IV.
Savulescu, J. — Bostrom, N. (eds.), Human Enhancement, Oxford, Oxford University Press, 2009.
Warwick, K., Kevin, I., Cyborg, University of Illinois Press, 2004.
[*] De hecho, esta conocida obra de Hans Jonas, publicada para advertir de los peligros de unos desarrollos tecnológicos que podían conducir a una crisis ecológica, dejando al descubierto la vulnerabilidad de la naturaleza y la biosfera, fue el resultado de un trabajo anterior en el que demostró cómo la vulnerabilidad afecta, en realidad, a toda vida orgánica (The Phenomenon of Life, 1966).