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El Sheriff

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Anna Surinyach

sobre Juan Carlos Tomasi

Nunca podría haber imaginado que un lugar sin luz, un lugar al que llamábamos «el zulo», se convertiría en el mejor sitio para empezar una vida ligada a la fotografía. Allí conocí a Juan Carlos Tomasi hace más de 15 años: en un despacho de la sede que Médicos Sin Fronteras (MSF) tenía en la calle Nou de la Rambla de Barcelona. «El zulo» se convirtió en mi segunda casa, nuestro lugar de encuentro, donde compartimos sueños, frustraciones y creaciones. MSF se convirtió en mi escuela y Tomasi en aquel maestro que no quiere ser maestro y del que más acabas aprendiendo.

Cuando empecé a trabajar con Tomasi no sabía quién era, pero al ver sus imágenes me di cuenta de que sí conocía su trabajo. Una buena señal: su fotografía era más importante que su persona pública. En sus 25 años trabajando para MSF, Tomasi ha documentado innumerables crisis humanitarias. Sus imágenes han huido de esa fotografía que tanto asociamos a las oenegés, en las que aparecen niños famélicos rodeados de moscas. Ha convertido la fotografía que se hace en una oenegé en algo más humano, más digno, buscando la piel en cada disparo. Su mirada, siempre horizontal, ha sido a menudo una de las pocas que han llegado a regiones remotas del planeta.

Tomasi tiene la ingenuidad de un genio. Es un niño eterno, guiado por la intuición, por esa musa que siempre le dice qué encuadrar y cómo hacerlo. La pasión pura por lo que hace, por quienes le rodean y por la vida en general es lo mejor que tiene. Es imposible visitar a Tomasi y no comer bien: su casa es para mí el mejor restaurante de Barcelona, y también centro de debate y planificación de grandes proyectos, porque allí siempre nos juntamos unos cuantos para hablar y hablar e intentar arreglar el mundo. Y también para degustar su arroz meloso.

Recuerdo el primer viaje que hice con él. Fuimos a la región de Oromía, en Etiopía. Miles de niños sufrían desnutrición aguda severa. MSF había montado un hospital de campaña para frenar las consecuencias de la hambruna. Era la primera vez que yo trabajaba en una crisis nutricional. Había visto fotografías, había leído sobre la situación que sufría Etiopía en aquel momento, pero nada me había preparado para ver y fotografiar lo que significaba una crisis de aquella magnitud. Yo tenía 22 años, me sentía insegura, era inexperta y no sabía si sería capaz de hacer un trabajo digno en una situación como aquella.

Tomasi me dio la primera lección en el aeropuerto, antes de empezar el viaje. Yo iba acompañada por mis padres, con una maleta en la que llevaba el equipo y otra con toda la ropa. Cuando Tomasi me vio, empezó a gesticular, como siempre hace, y me hizo reducir todo el equipaje a una sola maleta de mano. «No embarques nunca la maleta cuando viajes. ¿Qué pasa si te la pierden? No podemos permitirnos el lujo de estar tres días en la capital del país esperando a que llegue tu maleta perdida», me dijo. Mis padres se fueron con más equipaje del que yo me llevaba a Etiopía.

Aquello hizo que todavía me pusiera más nerviosa: era el primer contacto y ya había hecho algo mal. Pero al subir al avión me tranquilicé. El gran Tomasi, el hombre que tantos viajes había hecho a lo largo de su carrera, se pone histérico cuando vuela, hasta el punto de que debe medicarse. Eso me relajó: Tomasi era vulnerable al avión. Luego, con el tiempo, descubrí su obsesión por el transporte aéreo. En el despacho usaba una pantalla solo para controlar el tráfico aéreo mundial a diario. Un fotógrafo con espíritu de controlador aéreo.

Para Tomasi, la situación con la que nos encontramos en Etiopía no era nueva. Había visto cosas similares en Níger, Somalia, la India… Pero se le veía profundamente dolido e indignado. Se paseaba por el hospital con su cámara colgada del cuello, agachado, sonriendo, hablando, a veces cantando, intentando fotografiar no solo las consecuencias directas de la hambruna en aquellos diminutos cuerpos, sino las miradas, los sentimientos. Intentaba captar aquello que solo ve quien mira desde el corazón. La ventaja que tiene Tomasi es que él solo sabe mirar de esa manera.

Yo estaba en shock al ver cómo se apagaban las miradas de algunos pequeños. No me atrevía apenas a levantar la cámara, aunque sabía que debía hacerlo, debía capturar lo que veía: para eso estaba yo también allí. Finalmente, más preocupada por mi sentimiento de impotencia que por lo que estaba pasando en aquel hospital en Etiopía, decidí empezar a fotografiar, pero justo en el momento en que iba a disparar, Tomasi me frenó, me agarró la cámara y me dijo: «No te olvides nunca de que quien está frente a ti merece respeto. Mira a la gente a los ojos antes de fotografiar». Aquella frase me ha perseguido desde entonces.

Con los años, Tomasi dejó de ser Tomasi para mí, y se convirtió en «el Sheriff». Porque tampoco es exactamente un maestro para mí: es amigo, es familia y es uno de los culpables de que yo me dedique a este maravilloso oficio. Tomasi me hizo entender que la fotografía, aquella que cuenta historias, va mucho más allá del disparo: es compromiso, es pasión y es, sobre todo, respeto.


El compromiso de la fotografía

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