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Capítulo 1

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LUCÍA Graham sintió una mezcla de felicidad y terror aquella mañana en que quedó libre.

Había estado deseando la libertad desde el día en que la habían sentenciado a un año de prisión.

Pero sabía que el mundo al que iba a volver no sería el que había dejado. Ya tenía antecedentes penales y pocas posibilidades de mantenerse con un trabajo decente. ¿Quién iba a querer contratar a una ex presidiaria?

Después de ponerse su ropa, que olía a humedad después de tanto tiempo, fue conducida a la oficina de la directora de la prisión.

–Es lógico que sienta aprensión, Graham –dijo la mujer mayor–. Intente olvidar el pasado y empezar de nuevo. Sé que es más fácil decirlo que hacerlo, pero afortunadamente hay alguien que quiere ayudarla a reconstruir su vida.

–¿Quién? –preguntó Lucía asombrada.

–Pronto lo sabrá. Un coche la está esperando fuera. Adiós, y suerte –la directora de la cárcel le estrechó la mano, dejando claro que no iba a darle más explicaciones.

Cuando pocos minutos más tarde Lucía atravesó la gran puerta de la prisión, supuso que el coche que la estaría esperando sería del tipo de los usados por trabajadores sociales. No podía imaginarse a nadie más que quisiera ayudarla.

Había un solo coche en el aparcamiento de la prisión, y este era una imponente limusina negra. Cuando Lucía miró en su dirección, un chófer salió del vehículo y fue hacia ella.

–¿La señorita Graham?

–Sí.

–Por aquí, por favor, señorita.

El hombre la condujo a la limusina y le abrió la puerta para que entrase, como si ella fuera una persona respetable, y no un pájaro enjaulado.

Una hora más tarde, después de pasar por un bonito pueblo en una zona que parecía haber escapado al desarrollo urbanístico del sur de Inglaterra, el coche entró en los terrenos de una vieja mansión parcialmente cubierta de hiedra. Cerca de la casa, el camino se bifurcaba. Uno de los cuales conducía a la parte de atrás del edificio, y el otro se abría en un gran espacio ovalado cubierto de grava. Lentamente, con el fin de no salpicar la grava en el parque que lo rodeaba, el chófer hizo un semicírculo con el coche, y lo detuvo a unos metros de la puerta de entrada de la casa.

Unos minutos antes, Lucía lo había visto hacer una llamada en el teléfono móvil. Evidentemente había informado a alguien de su llegada a la casa. En el momento en que el chófer le abrió la puerta del coche, se abrió la puerta principal de la casa y una mujer hizo su aparición.

Al salir del coche, Lucía pensó que la mujer debía de tener cerca de cincuenta años. Llevaba una camisa blanca y una falda vaquera azul clara con un cinturón de piel. Tenía la melena peinada hacia atrás y, como único maquillaje, carmín en los labios.

–Señorita Graham, bienvenida. Mi nombre es Rosemary –extendió su mano y apretó la de Lucía–. Estoy segura de que le apetece un café. Entre y relájese, y le explicaré la situación. Debe de tener curiosidad por saber por qué está aquí.

Después de soltar la mano de Lucía la llevó levemente por el codo para hacerla pasar a la casa, como si fuera una grata invitada.

En el momento en que entraron en el espacioso vestíbulo en el que se apreciaba una escalera, Lucía notó inmediatamente que las paredes estaban cubiertas de numerosos cuadros.

Las paredes del salón donde estaba servido el café estaban igualmente adornadas con cuadros. Había un ventanal que daba a una terraza y a un jardín muy cuidado.

Rosemary le hizo un gesto para que se sentara en un sillón; ella se sentó en otro y tomó la cafetera de porcelana.

–La señorita Harris y yo hemos ido al mismo colegio –dijo, refiriéndose a la directora de la prisión–. Aunque ella es mucho más joven que yo, nos hemos conocido y hemos conversado en varias reuniones de antiguas alumnas. Si no me conociera, es posible que no me hubiera permitido convencerla de que la trajera a usted aquí.

Lucía no dijo nada. Comparado con el sitio de donde venía, aquella habitación de techos altos le parecía un lujo. Tenía la sensación de estar soñando, y de que en cualquier momento pudiera despertarse.

Rosemary le dio una taza de café.

–Por favor, sírvase leche y azúcar, si le apetece.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que Rosemary era mayor de lo que había pensado en un principio. Cuando la había recibido, había estado en sombras. En aquel momento, bajo la luz matinal del salón se le veían las pequeñas arrugas alrededor de la boca y de los ojos. Debía de tener por lo menos sesenta y cinco años.

–No la mantendré en suspenso por más tiempo –dijo Rosemary, sonriendo–. Cuando terminé el colegio, quise ser pintora. Durante el primer año de Bellas Artes conocí a mi marido. Él quiso que me dedicara a ser esposa y madre. Para complacerlo, estaba locamente enamorada, abandoné mis ambiciones.

Hizo una pausa, evidentemente recordando el tiempo en que había tomado aquella decisión.

–Mi esposo murió hace dos años. Como a la mayoría de las viudas, me costó adaptarme a vivir sola. Tengo cuatro hijos muy queridos que me ayudan a seguir, pero ellos tienen sus propias vidas. Uno de ellos pensó que debería empezar a pintar otra vez. Así que lo he hecho. Ahora necesito a alguien que me acompañe en mis viajes al extranjero para exponer mis cuadros. No me gusta la idea de ir sola. Pensé que tal vez le gustase venir conmigo… como compañera de viaje y guía turística personal. ¿Qué le parece la idea?

Desde su exclusivo punto de vista, a Lucía le parecía un regalo del cielo, pero también una locura desde el punto de vista de Rosemary.

–¿Por qué yo? –preguntó Lucía.

–Porque, según creo, no tiene dónde ir, y tiene la cualificación adecuada. Es una experta pintora, y al mismo tiempo es una persona afectiva y sensible, como lo ha demostrado cuidando a su padre tan abnegadamente.

Lucía la miró asombrada y le preguntó:

–¿Cómo es que confía en mí?

–Querida mía, a usted la condenaron por fraude, no por asesinato. Desde mi punto de vista era innecesario que la enviaran a la cárcel. Hay situaciones que pueden conducirnos a actuar de un modo que no es el normal, según nuestra naturaleza. Usted se encontró en una de esas situaciones. Lo que hizo no estuvo bien… Pero no fue una cosa como para apartarla de la sociedad. Al menos a mí no me lo parece.

Inmediatamente después de terminar de hablar apareció un hombre alto y moreno, vestido formalmente, de no ser porque llevaba el abrigo en el brazo, la corbata floja, y el cuello de la camisa desabrochado.

Sonrió, como si supiera que iba a encontrarse con alguien que lo agradase. Luego cambió su expresión al notar la presencia de Lucía. Era evidente que no la reconocía.

Ella lo reconoció inmediatamente. ¿Cómo podría haberlo olvidado? Aquel era el hombre que había tenido un importante papel en su juicio y su encarcelamiento. Sus miradas de desprecio desde la silla de los testigos mientras oía la declaración de culpabilidad la habían atormentado durante largas noches de insomnio en la cárcel.

–¡Oh, hola, cariño! No esperaba verte hoy –dijo Rosemary un poco desconcertada. Se volvió a Lucía y agregó–: Este es mi hijo Grey –los presentó como si no se hubieran conocido–. Grey, esta es Lucía Graham.

El nombre no pareció decirle nada. En cambio, en el juicio le había parecido un hombre con una memoria excelente, en cambio. Pero el día de su anterior encuentro no había sido tan importante para él como para ella. Después del juicio, se habría olvidado de ella.

Lucía estaba diferente en aquel momento. Entonces tenía el pelo corto y con reflejos. Ahora lo tenía largo, y de su color castaño natural. Estaba más delgada. Pocos la habrían reconocido como la joven cuyo rostro había aparecido en las revistas de cotilleos y en los periódicos.

Él fue hacia ella.

Instintivamente, Lucía se puso de pie, preparándose para el momento en que la reconociera.

–Encantado… –él extendió la mano.

Ella se sintió obligada a sonreír, aunque no quisiera hacerlo.

Después de soltar su mano, Grey Calderwood volvió su atención a su madre, y le dio un beso en la mejilla.

–He tenido una semana dura. Me apetecía un día en el campo –dijo.

Apareció una mujer de pelo cano con una sencilla blusa y una falda. Llevaba una taza y un plato.

–Lo vi desde arriba, señor Grey –dijo.

–Gracias, Braddy –Grey tomó la taza. Mientras la mujer se marchaba preguntó–: ¿Interrumpo algo? –luego se dirigió a Lucía y dijo–: Como no hay otro coche fuera, supongo que vive por aquí, señorita Graham, ¿no es verdad?

–Espero que Lucía viva aquí –dijo Rosemary Calderwood–. Acabo de ofrecerle el trabajo de compañera de viaje.

–¡Ah! ¿De verdad? –su hijo dejó la taza y se sentó cerca de ellas.

Cruzó las piernas y miró a Lucía más detenidamente que antes. De pronto dijo:

–Nos hemos visto antes… Usted es la falsificadora.

Lucía se despidió silenciosamente del regalo del cielo.

–Sí –dijo ella.

–¿Qué diablos está haciendo en esta casa?

–Lucía está aquí porque yo la he invitado –dijo su madre–. Yo sabía que la iban a dejar en libertad esta mañana. Envié a Jackson a buscarla. Como sabes, nunca estuve de acuerdo con la decisión del tribunal, pero ahora todo ha terminado. Ella necesita ayuda para salir adelante, y yo necesito ayuda para mis planes de viajar.

–Madre, has perdido la razón.

Antes de que la señora Calderwood pudiera responder, sonó un teléfono que había encima de una mesa al lado de su sillón.

–Perdone –dijo Rosemary a Lucía–. ¿Sí? Mary, ¡cuánto me alegro de oírte! ¿Puedes esperar un momento? Enseguida vuelvo –se levantó de su asiento y dijo a los otros–: Voy a atender esta llamada en el estudio. Sírvase más café, Lucía –salió de la habitación.

Con los modales de un hombre criado en una familia adinerada, Grey Calderwood se había levantado cuando su madre se había ido del salón. Todavía de pie, miró con resentimiento a Lucía.

–No hace un año de su sentencia. ¿Qué está haciendo fuera de prisión?

–Me han concedido la libertad por buena conducta –ella se inclinó hacia adelante para tomar la cafetera–. ¿Quiere otra taza de café, señor Calderwood?

Él agitó la cabeza.

–¿Ha estado en contacto con usted mi madre mientras estaba en prisión?

–No, jamás. Esta mañana, antes de que me soltaran, la directora me dijo que había alguien que deseaba ayudarme a reconstruir mi vida. Estaba esperándome un coche fuera. He conocido a la señora Calderwood cuando llegué aquí.

–Mi madre es un poco quijotesca. A veces deja que ese sentimiento le nuble el sentido común –dijo él fríamente–. La directora habría hecho mejor en ponerla en contacto con varias organizaciones que ayudan a presos que son puestos en libertad. Nuestro chófer la llevará adonde quiera ir. Puede usar el teléfono móvil de Jackson para llamar a algún despacho de Asuntos Sociales. Ellos la pondrán en contacto con quienes puedan ayudarla.

Lucía tuvo que hacer un gran esfuerzo para que su mano no temblase mientras volvía a llenar su taza. Antes de su arresto y de que la metieran en la cárcel, había sido una persona segura de sí misma, y una persona sociable, características innatas y que ahora tendría que volver a aprender. Se sentía bien con alguien amistoso, como la señora Calderwood, pero con su hijo, una persona hostil, se encontraba incómoda. Con solo mirarla la ponía nerviosa.

–Me gustaría aceptar el puesto que me ha ofrecido su madre –le dijo.

–Eso es imposible. Si mi madre necesita a alguien con quien viajar, es fundamental que sea una persona con referencias impecables y que sea totalmente de confianza. No alguien que acaba de estar en la cárcel por un serio delito –su voz tenía el mismo tono de frialdad que ella recordaba de la sala del tribunal.

–Pero no es el tipo de delito que me convierta en una persona a quien no se pueda confiar el cuidado de niños o personas mayores.

–Eso depende. En mi opinión, no es una compañía adecuada para mi madre.

–¿No le parece que eso tiene que decidirlo ella?

Él apretó los labios. Sus ojos grises oscuros la miraron como hojas de acero afiladas.

–Tal vez una ayuda pueda convencerla de que entre en razón –él fue hacia la silla donde había dejado su abrigo y tomó una chequera de un bolsillo interior. Sacó una ostentosa pluma.

Ella lo observó rellenar el cheque, preguntándose cuánto dinero consideraría necesario darle para que desapareciera. A pesar de que aquel hombre no le había gustado desde el mismo momento en que lo había visto en el banquillo de los testigos, mirándola con tanto desprecio como si se hubiera tratado de una traficante de drogas, o una violadora de niños, una parte de su mente se veía obligada a admirar el movimiento de sus dedos fuertes y largos.

–Tome… Esto le ayudará a cubrir sus gastos hasta que consiga un trabajo –extendió el cheque.

Lucía lo tomó, curiosa por saber cuánto estaba dispuesto a pagarle. Sus padres nunca habían estado en una buena situación económica incluso cuando los dos trabajaban, su padre como reportero en un periódico de una ciudad de provincias, y su madre como bibliotecaria pública. Nunca había podido gastar alegremente lo que había ganado. Jamás habría podido rellenar un cheque con tres ceros tan despreocupadamente como si estuviera dando una moneda a los pobres.

La cifra que había escrito la dejó perpleja. Sobre todo porque el elemento amabilidad brillaba por su ausencia. Claramente no quería ayudarla.

–Pero quítese de la cabeza la idea de que pueda haber más dinero en otras oportunidades. Es un único pago, que no volverá a repetirse. La condición es que desaparezca de nuestras vidas para siempre… En semejantes circunstancias es muy generoso de mi parte ofrecerle ayuda. Si vuelve a aparecer, se arrepentirá. Puedo meterla en un gran aprieto, y lo haré. Créame.

–¡Oh, lo creo! Ya lo ha hecho –dijo ella, doblando el cheque en dos y luego en cuatro.

–Fue usted misma quien se metió en problemas, aunque no lo quiera admitir. Prefiere creerse la historia preparada por su abogado.

No tenía sentido discutir con él. Era el tipo de hombre que había sido un privilegiado desde el momento de nacer, y que era incapaz de comprender las acciones que habían conducido a su arresto.

La señora Calderwood volvió a reunirse con ellos.

–Siento haberla tenido que dejar.

–La señorita Graham ha cambiado de parecer en cuanto al trabajo que le has ofrecido –dijo Grey–. Se ha dado cuenta de que no encajaría con ella.

Su madre no era tonta.

–¿Ha sido Grey quien le ha hecho cambiar de parecer o ha sido una decisión propia? –preguntó su madre, decepcionada.

Instintivamente, Lucía había guardado el cheque en su mano antes de que lo viera la señora Calderwood. A sabiendas de que Grey podría ser un peligroso enemigo, pero impulsada a desafiarlo, Lucía dijo:

–El señor Calderwood querría que fuera decisión mía, pero no lo es. Si de verdad piensa que yo soy la persona indicada, será un placer para mí trabajar para usted.

–¡Estupendo! –dijo Rosemary Calderwood, ignorando el enfado silencioso, pero evidente, de su hijo–. Seguramente está deseosa de darse un baño y cambiarse de ropa. Hay alguna ropa de mi hija aquí que puede servirle hasta que tengamos tiempo de ir de compras.

La mujer de pelo cano entró nuevamente al salón y dijo:

–Pensé que podían querer más café.

–Esta es la señora Bradley, mi ama de llaves –dijo Rosemary–. La señorita Graham se quedará con nosotros. ¿Podrías mostrarle el cuarto de baño y dónde puede cambiarse antes del almuerzo?

–Un momento –dijo Grey bruscamente–. Madre, no suelo interferir habitualmente en lo que dispones, pero esta vez debo hacerlo. No puedo permitir que emplees a esta mujer.

Grey habló con tanta autoridad, que Lucía pensó que su madre se iba a rendir. Al fin y al cabo, había contado ella misma que de joven había dejado que su marido anulase sus ambiciones. Parecía improbable que pudiera resistirse a su hijo si este la presionaba.

Pero parecía que la fuerza de Rosemary se había intensificado con los años en lugar de debilitarse.

–Te agradezco tu preocupación por mi bienestar, querido mío, pero por favor, no uses ese tono dictatorial conmigo. A partir de ahora, haré lo que mejor me parezca –hizo un gesto con la mano para indicar a la señora Bradley y a Lucía que se podían marchar, y luego dijo a su hijo–: Espero que te quedes a almorzar, querido. Hoy cocino yo. Prepararé chuletas de cordero.

Hacía mucho tiempo que Lucía no se daba un placentero baño con agua caliente y sales perfumadas. Y nunca lo había hecho en un cuarto de baño tan lujoso.

Al ver un secador de pelo en un estante le había preguntado al ama de llaves si tendría tiempo de lavarse el pelo, y esta le había contestado que sí, que el almuerzo se serviría a la una, lo que le dejaba una hora para bañarse y arreglarse.

La bañera era suficientemente grande como para albergar a un hombre alto, y ella se deleitó en sumergirse en ella. Cuando lo hizo oyó que alguien golpeaba la puerta sin llave. Y Grey Calderwood apareció ante ella.

Un amor inimitable

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