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Capítulo 2

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DURANTE algunos segundos, Lucía se quedó tan anonadada que no pudo reaccionar. Luego, cuando él se acercó a la bañera con un par de pasos largos, ella se incorporó rápidamente. Tomó la esponja en un esfuerzo por cubrirse los pechos.

–¿Cómo se atreve a irrumpir aquí? –le preguntó, indignada.

–¿Cómo se ha atrevido a aceptar mi cheque y romper el trato conmigo? –contestó él, mirando su cuerpo desnudo.

Había habido momentos en la prisión, en que había odiado y se había sentido muy vulnerable a la falta de intimidad y a la posibilidad de desagradables acercamientos. Aquello era diferente, pero igualmente perturbador. Ella sabía que no había posibilidad de que él le quitase la esponja o la tocase. No obstante se sentía furiosa por ser sorprendida en una situación tan íntima.

–Encontrará el cheque en el comodín. No he tenido intención de cobrarlo. Tómelo y salga de aquí –le dijo Lucía.

–No antes de dejar algunas cosas claras con usted. Mi madre no quiere escuchar razones. Pero no se ponga demasiado contenta. Si traspasa la línea un solo centímetro, haré que se arrepienta de haber nacido. La última vez le salió barata. Esta vez no lo hará. Yo me aseguraré de ello.

Le habría respondido con alguna expresión que había oído decir a las mujeres en la cárcel. Pero aunque había pasado meses entre ellas, no se había acostumbrado a usar aquel vocabulario para desahogar su hostilidad.

De todos modos, el jurar contra Grey Calderwood solo demostraría lo que él decía: que ella no era la persona apropiada para estar con una mujer como su madre.

Lucía se tragó su resentimiento y dijo:

–Estoy muy agradecida a su madre por echarme una mano. No defraudaré su confianza.

–Cuídese de no hacerlo.

Cuando Lucía bajó, Grey y Rosemary estaban conversando en el salón como si no hubiera pasado nada.

Ella se había puesto una blusa blanca y un par de pantalones marrones.

En el momento en que entró, Grey se levantó. Era un reflejo automático aprendido desde pequeño, ella lo sabía. No tenía nada que ver con el momento presente. Él no sentía ningún caballeroso respeto por ella.

–¿Qué quiere beber, Lucía? –preguntó la señora Calderwood–. Grey está bebiendo un gin tonic, y yo siempre bebo un Campari con soda, excepto si estoy sola. No bebo nunca sola.

–¿Podría tomar una bebida sin alcohol? –después de años de abstinencia, Lucía no quería arriesgarse a que al primer trago de alcohol se le fuera a la cabeza.

–Por supuesto. ¿Quiere zumo de naranja o de melocotón?

–Zumo de naranja, por favor.

Grey se movió hacia un mueble antiguo que contenía vasos y botellas en el estante de arriba, y debajo albergaba un pequeño frigorífico. Le llevó un vaso con cubitos y zumo de frutas. No se lo dio, sino que lo dejó en una mesa, que su madre había dicho que compartiría con ella.

–Gracias –dijo Lucía.

Y se preguntó si él pensaría que el más mínimo contacto con ella lo contaminaría.

–¿Cómo eran las comidas en la cárcel? –preguntó Rosemary Calderwood–. Como la comida del internado, supongo, muchos guisos y verduras pasadas de cocción.

Lucía asintió.

–Patatas fritas con todo, y pocas ensaladas. Pero ya se sabe que la cárcel no es como hacer un crucero.

–No, pero deberían alimentar adecuadamente a la gente. Tiene aspecto de pesar algunos kilos menos de su peso habitual. Arreglaremos eso pronto. Tanto Braddy como yo somos excelentes cocineras, y tenemos una pequeña huerta así que nuestras verduras no crecen bajo plástico ni se pasan días siendo transportadas a los mercados. Yo soy una fanática de lo sano. Mis hijos me toman el pelo por ello, pero yo soy de la idea de que somos lo que comemos.

Notando el antagonismo entre su hijo y su protegida, Rosemary mantuvo una conversación fluida con la habilidad de una excelente anfitriona. Cada poco tiempo forzaba a su hijo a participar de la conversación con alguna pregunta o algún comentario. Lucía se alegró de contestar a lo que le preguntaba. De no haber sido por la presencia de Grey, se habría sentido en el paraíso.

La elegante habitación, con sus cuadros, sus antigüedades, sus alfombras orientales y jarrones con flores frescas del jardín era un bálsamo para sus sentidos.

Fueron al comedor, donde habían puesto una larga mesa de madera lustrosa para tres personas.

Grey le ofreció una silla a su madre. Lucía se sentó también. Enseguida la señora Bradley entró con el primer plato, que consistía en berenjenas con una salsa de hierbas y queso.

–¿Quiere tomar un poco de vino? –preguntó Grey, después de servir un líquido dorado en el vaso de su madre.

Lucía decidió que beber un vaso estaría bien.

–Sí, por favor.

Grey rodeó la mesa y se quedó de pie, cerca de su silla, haciéndola sentir extrañamente consciente de su cercanía, de su masculinidad. ¿Sería solo porque ella estaba acostumbrada exclusivamente a un ambiente de mujeres? El médico de la cárcel y el capellán habían sido los únicos hombres que había visto durante su tiempo de reclusión.

Las berenjenas estaban deliciosas comparadas con la comida de la cárcel. Luego llegaron las chuletas, que estaban exquisitas.

Mientras comían, Grey le preguntó de pronto:

–¿Lleva DIP?

Antes de que Lucía pudiera contestar, su madre preguntó:

–¿Qué es eso?

–La señorita Graham te lo explicará –dijo Grey con desprecio.

–Son las iniciales de Dispositivo de Identificación Personal –contestó Lucía–. Es del tamaño de un reloj de pulsera, pero puede ajustarse al tobillo o a la muñeca. Envía una señal a un receptor de radio llamado Unidad de Monitorización de Hogar. Si el monitor no puede detectar la señal, envía un mensaje al Centro de Monitorización donde se guardan los antecedentes de un delincuente y sus órdenes de toque de queda. Es un modo de controlar a la gente que han soltado antes de tiempo.

Lucía se había dirigido a la señora Calderwood, pero ahora se dirigió a su hijo:

–Pero yo no lo llevo, señor Calderwood. Deben de haber pensado que no era necesario. No me han dado ninguna instrucción que tenga que seguir.

–Posiblemente, no. Pero creo que descubrirá que no se encuentra totalmente en libertad –dijo él–. Las condiciones de su puesta en libertad probablemente no le permitan salir del país. Si no puede viajar, a mi madre le será de poca ayuda.

Aquel era un aspecto de la situación que Lucía no había tenido en cuenta. Y tuvo la angustiosa sensación de que él debía de estar en lo cierto.

–Ese tema lo he tratado con la señorita Harris cuando hablamos sobre Lucía –dijo la señora Calderwood–. Afortunadamente, tengo una amiga en los tribunales, o mejor dicho en el Ministerio del Interior, quien me ha echado una mano. Puesto que he sido miembro de un jurado popular durante veinte años, se decidió que era la persona apropiada para supervisar la vida de Lucía hasta que tenga la libertad de ir adonde le plazca. Mientras esté conmigo, no tiene restricciones de movimiento.

Aquel anuncio puso más furioso a Grey.

Lucía se preguntó si él también tendría amigos en altos cargos que tuvieran influencias. Le daba la impresión de que era un hombre que, una vez que hubiera puesto su mira en algo, no se daría por vencido fácilmente.

La comida terminó con una compota con crema.

–Recordaré este almuerzo toda mi vida –dijo Lucía, olvidándose del hombre al otro lado de la mesa–. Ha sido una comida estupenda en cualquier caso, pero para mí… –hizo un gesto expresivo.

–Bien, me alegro de que la haya disfrutado. Como es un día bastante cálido, tomaremos el café en la terraza, ¿le parece? Luego la llevaré a dar un paseo por el jardín. Como los niños se han marchado de casa, mi principal ocupación ha sido el jardín –le dijo Rosemary–. Pero ahora empiezo a darme cuenta de que no me puedo arrodillar y agacharme como antes, así que me estoy dedicando cada vez más a pintar.

–Después del café, debo marcharme. No tendría que haber hecho el gandul –dijo Grey.

Aquella expresión a Lucía le sonó rara en él.

Grey la miró. Seguramente estaría pensando que se alegraba de haberlo hecho, puesto que de otro modo no habría sabido nada acerca de los planes de su madre.

–Trabajas demasiado –dijo su madre–. No te vuelvas como tu padre… Que era adicto al trabajo. Hay más cosas en la vida que hacer negocios…

Lucía no sabía en qué se ganaba la vida Grey Calderwood, pero debía de ser algo muy rentable para que pudiera permitirse pagar tanto dinero en cuadros. En el momento del juicio, la prensa lo había descrito como «un empresario de alto vuelo, muy entendido en arte». Y siempre decían su edad, treinta y seis años, después de su nombre.

Como casi toda la gente millonaria de su edad había hecho dinero en el negocio de las telecomunicaciones, pero él no parecía la réplica británica de Bill Gates, lo más probable era que hubiera heredado los hábitos de trabajo de su padre.

La opulencia de la casa familiar y el hecho de que la señora Calderwood hubiera sido ama de casa toda su vida indicaban que el señor Calderwood había sido un hombre con buena posición económica.

Grey no hizo ningún comentario sobre el reproche que le había hecho su madre. Tal vez se lo hubiera hecho muchas veces, y ya no se lo tomase en serio. Parecía un hombre que siempre hacía lo que creía conveniente, sin tener en cuenta los consejos de los demás. Daba la impresión de ser un hombre con gran empuje. Pero Lucía no sabía qué fuerza lo arrastraría. Seguramente sería el dinero o el poder, o ambas cosas. Aquellas parecían ser las motivaciones más comunes entre el sexo masculino. Ella prefería la gente creativa, los pintores, los músicos, los poetas. Grey seguramente veía los cuadros como una inversión más que como alimento para el espíritu.

La terraza de escaleras de piedra estaba en el lado sur de la casa. Tenía muebles de caña. Lucía bebió el café. Le habría gustado echarse hacia atrás y dormir un rato.

Había sido un día agotador y apenas había dormido la noche anterior. Le costaba mantener los ojos abiertos…

Mientras conducía hacia Londres, Grey maldijo el no haber previsto y abortado los planes de su madre para ayudar a aquella chica.

Su papel de llevar a los fraudulentos a los tribunales le había preocupado a su madre. Él amaba a su madre y a sus hermanas, pero eran todas iguales, unas incorregibles y sentimentales bienhechoras que podían encontrar excusas para todo, excepto para la crueldad con los animales y los niños, y los crímenes contra la humanidad. Y aun en esos casos, buscaban razones por las que hubieran actuado de ese modo los inculpados.

Grey no pertenecía a aquel grupo de gente que sentía lástima por aquellas víctimas de la sociedad, como decían ellas. No se consideraba un hombre duro, pero era realista. En el momento del juicio no había sentido remordimientos por mandar a los culpables a la cárcel.

Ahora que había conocido a Lucía, se sentía incómodo al pensar por cuántas cosas habría tenido que pasar la chica. La recordaba en la bañera. Cuánto se había excitado al ver sus pechos, algo que había aumentado su malestar hacia ella. Al principio, cuando estaba sumergida, sus pechos habían flotado como dos pálidas islas con una cresta rosada. Luego, cuando se había incorporado apresuradamente, antes de que se hubiera cubierto con la esponja, se habían transformado en dos exquisitas turgencias que habían despertado en su sexo una inmediata respuesta.

El hecho de que su cuerpo lo hubiera excitado lo había hecho reaccionar con más dureza de la que había tenido intención de emplear. ¿Aquella belleza la habría convertido en blanco de mujeres inmorales y frustradas sexualmente que poblaban las cárceles y de aquellas que detentaban posiciones de poder en ellas?

El hecho de que Lucía fuera además, lo que su madre y sus amigas llamaban «una dama», la habría convertido aún más en blanco de presidiarias y guardias de prisiones resentidas socialmente hacia aquellos que habían sido más privilegiados que ellas.

Tuvo desagradables visiones de Lucía encerrada en una celda con duras delincuentes de las que no habría tenido escapatoria. La imagen lo enfureció y conmovió tanto, que minutos más tarde se dio cuenta de que involuntariamente había apretado el acelerador y había sobrepasado la velocidad permitida en la carretera.

La redujo e intentó pensar en algo diferente de aquella muchacha que se había quedado dormida en los últimos minutos que la había visto.

–Está agotada, la pobrecilla. Dejémosla y vayamos a dar un paseo –le había susurrado su madre.

Más tarde, cuando se había despedido de él, Rosemary le había dicho:

–No estás enfadado conmigo por dejarte sin argumentos, cuando te reproché tu autoritarismo durante el almuerzo, ¿verdad? Tu padre hubiera estado furioso, pero no creo que tu ego sea tan grande y tan sensible como el suyo, afortunadamente. Aunque lo amaba, no siempre me gustaban sus reacciones, ya sabes. Nunca fuimos amigos y compañeros, como deberían ser los matrimonios… como espero que seáis tú y tu esposa, cuando la encuentres.

La verdad era que se había enfadado cuando le había dicho que tenía modales de dictador, delante de las otras dos mujeres. Pero nunca podía durarle demasiado tiempo el enfado con su madre. Muchas veces, en vida de su padre, había mediado entre padre e hijo y había impedido enfrentamientos entre ellos. Él sabía que su madre había pagado un alto precio por amar a un hombre que, aunque declaraba adorarla, había esperado de ella que respondiera a su idea de esposa perfecta y nunca le había permitido la libertad de adaptar ese papel a sus propias necesidades.

Grey sabía que su madre deseaba que él imitara a sus hermanas casándose y formando una familia. Pero no creía que eso fuera a suceder. Había disfrutado de varias relaciones con mujeres, pero no había conocido a ninguna que lo hubiera tentado con abandonar su libertad. Y no pensaba que pudiera ocurrir algún día.

Cuando Lucía se despertó, se encontró sola con Rosemary, que estaba trabajando en una pieza de bordado.

–Lo siento. ¿Cuánto tiempo he estado dormida?

–Solo una hora aproximadamente. No tiene que disculparse. Lo necesitaba. Grey ha vuelto a Londres. Vive al lado del río, en el mejor sitio en el que se pude vivir en una gran ciudad. Yo lo puedo aguantar cuarenta y ocho horas, pero después siento claustrofobia. Necesito volver al campo. Le diré a Braddy que está despierta. Tomaremos un poco de té y luego la llevaré a dar un paseo.

A las siete, cenaron algo liviano mientras veían las noticias en la televisión. Luego había un programa sobre jardinería que Rosemary quería ver, y más tarde una serie cómica.

Cuando terminó, Rosemary dijo:

–Yo, en su lugar, me acostaría temprano, o al menos leería en la cama. En la mesilla encontrará una selección de libros que he pensado que podían interesarla.

Mientras ambas se ponían de pie, Lucía dijo:

–No sé cómo agradecerle la oportunidad que me brinda. Haré todo lo que esté en mi mano para que jamás se arrepienta de ello.

–Estoy segura de que no lo haré –dijo Rosemary amablemente–. Buenas noches, Lucía. Espero que duerma bien. Mañana planearemos juntas nuestra primera expedición.

Para su sorpresa, la mujer puso sus manos en sus hombros y le dio un beso en ambas mejillas.

Durante su permanencia en la cárcel, había podido soportar la actitud autoritaria de algunas de las vigilantes, y el comportamiento hostil de sus compañeras. Sin embargo lo que siempre había debilitado su autocontrol había sido la inesperada amabilidad.

El afectuoso gesto le había formado un nudo en la garganta y le había llenado los ojos de lágrimas. Pero hasta que no se encontró a solas en su habitación, no se permitió el lujo de sollozar.

Más tarde, después de lavarse la cara, cepillarse el pelo y los dientes, y de ponerse un camisón blanco bordado que había para ella encima de la cama, abrió las cortinas y apagó las luces.

No tenía ganas de leer aquella noche. Simplemente quería estar tumbada en la cama y observar la luna por la ventana sin rejas, e intentar acostumbrarse al milagroso cambio de suerte.

Dudaba que pudiera hacer cambiar de opinión a Grey. Para él, como para tanta gente, ella llevaría el estigma de su delito toda su vida.

Cuando sintió que temblaba su barbilla, y que iba a ponerse nuevamente a llorar, se dijo que no debía sentirse mal. ¿Qué importaba que Grey siguiera despreciándola? Era un hombre rico y arrogante, que no sabía nada acerca de la vida de la gente normal y de las presiones que tenían que soportar. Evidentemente no estaba acostumbrado a que nadie lo desafiara. Seguramente la culparía a ella de que su madre se negara a abandonar su plan. Y seguramente también buscaría el modo de salirse con la suya.

Si lo hacía, ella opondría resistencia, como lo había hecho aquella mañana cuando él había intentado comprarla. Le vendría bien tener a alguien que se negase a ser sumisa con él.

Un amor inimitable

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