Читать книгу Tiempo para el amor - Anne Weale - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеSI CONOCES a un tipo realmente atractivo por ahí y él trata de ligar contigo, no retrocedas.
Naomi siguió hablándole a Sarah en los mismos términos.
–La vida no es como ir a comprarse un vestido. Tú tienes ahora esta fantástica oportunidad para escapar de la jaula. Hazlo lo mejor que puedas. Por aquí no hay muchos hombres por los que morirse… más bien, no hay ninguno. En Nepal hay más… O, por lo menos los había el año en que yo estuve allí. A los hombres de verdad les gustan los sitios incómodos, los mares, las selvas y las montañas. ¿Cuándo has visto a alguno que merezca la pena en un centro comercial? Nunca… o casi. Son como las demás especies raras. Si te quieres acercar a ellos, tienes que ir a sus hábitats… Y no es ahí donde nosotras dos nos pasamos la vida, eso es seguro.
Cuarenta y ocho horas más tarde, mientras el avión sobrevolaba montañas y desiertos por la noche, Sarah no dejaba de pensar en lo que le había dicho Naomi acerca de que la mayor parte de la gente se pasa la vida enjaulada por causas y circunstancias más allá de su control. A veces sus condiciones eran miserables y eran muy infelices. Otras veces las jaulas eran cómodas e, incluso, lujosas, pero seguían siendo jaulas y no llenaban sus necesidades reales.
Las jaulas de Naomi y Sarah estaban más o menos en medio. Sus vidas no eran como les hubiera gustado que fueran. Eran incapaces de cambiarlas, así que las disfrutaban lo mejor que podían. Hasta que, de repente e inesperadamente, la puerta de la jaula de Sarah se había abierto.
Y allí estaba ella, volando libre en un entorno desconocido que se haría más exótico según fuera progresando la aventura.
Durante dos semanas sería libre, libre de responsabilidades y para ser ella misma, fuera cual fuese.
La mujer del asiento de al lado estaba dormida. Por lo que había hablado con ella sabía que era una azafata fuera de servicio para la que andar de un lado a otro por el mundo era su rutina habitual.
Sin embargo, ella estaba demasiado excitada para cerrar los ojos ni siquiera por un momento. Se pasó la noche hasta el amanecer leyendo una guía. Poco después del desayuno, aterrizaron en Doha, un lugar del que no había oído hablar hasta muy recientemente.
La azafata que estaba sentada a su lado, que trabajaba para unas líneas aéreas árabes y vivía en Doha, estaba esperando con ansia llegar a su casa y relajarse con un buen baño caliente. A Sarah le quedaban otras cinco horas de vuelo antes de llegar a su destino. Mientras tanto, pasaría el siguiente cuarto de hora en la sala de espera del aeropuerto.
Se despidió de la tripulación y salió al brillante sol de la mañana en el Oriente Medio.
El día anterior, en Gran Bretaña, hacía frío y llovía, un adelanto del invierno que se aproximaba. Allí, en Quatar, un estado rico por el petróleo en el Golfo Pérsico e, incluso a esa hora temprana, hacía tanto calor como en medio de una ola de calor veraniega en Europa.
Sólo llevaba como equipaje una pequeña mochila. Una vez la hubo pasado por los rayos X, se la colgó del hombro y fue a buscar el tocador de señoras para refrescarse un poco.
La imagen que vio en el espejo era sorprendentemente diferente de la que estaba acostumbrada. Naomi prácticamente la había obligado a cambiarse el color del cabello además de forma de vestir y, todavía no se había acostumbrado a su nueva imagen. Ni a la sensación de las botas de montaña.
Se las había estado poniendo durante todo el mes anterior, pero todavía le parecían pesadas y rígidas. ¿Y qué podría tener un aspecto más incongruente que unas botas de montaña bajo el borde del volante de una falda estampada de flores?
Naomi le había asegurado que, a donde iba ella, ésa era la forma normal de vestir. Nadie se sorprendería.
Las faldas inarrugables y fácilmente lavables habían sustituido las espesas de tweed preferidas por las intrépidas damas viajeras victorianas de hacía un siglo.
Por arriba llevaba una camisa de manga larga de algodón. Bajo ella, llevaba una camiseta de Naomi con un dibujo en el pecho de una ruta de montaña que había recorrido con un novio durante el año sabático que se dio entre el colegio y la universidad.
Se las quitó las dos. Si alguna señora árabe entraba, esperaba que no se ofendiera por verla en el cómodo sujetador deportivo. Ya llevaba doce horas de viaje y un buen lavado la refrescaría durante el resto del mismo.
Un cuarto de hora más tarde, llevando sólo la gastada camiseta y sintiéndose sorprendentemente despierta después de una noche sin dormir, volvió a la sala de espera. Allí había varios árabes con aspecto de importantes, vestidos con sus chilabas inmaculadamente blancas y sus tradicionales Keffieh a cuadros rojos y blancos en la cabeza, pero la mayoría de la gente iba vestida al estilo occidental.
Encontró la puerta de salida de su vuelo y se sentó cerca de ella. Cuando lo hizo, fue muy consciente de que sus compañeros de viaje la observaron con el interés de la gente que sabe que va a pasar los próximos días en compañía de desconocidos.
Sólo una persona no la miró. El hombre que estaba sentado justo delante de ella, que estaba enfrascado en la lectura de un libro.
Con el interés habitual de una lectora reconocida en lo que leen los demás, Sarah trató de ver el título. El que ese hombre estuviera leyendo en vez de hacer otra cosa hizo que subiera en su escala de estimación.
Entonces se dio cuenta de otras cosas que, además del libro, lo hacían atractivo. Alto, de hombros anchos y largas piernas, llevaba una camisa caqui y unos pantalones con rodillas reforzadas y un montón de bolsillos. Como no llevaba más equipaje que la bolsa de plástico de la tienda libre de impuestos del aeropuerto de Heathrow, ella pensó que llevaba sus pertenencias personales más necesarias encima y el resto en el avión.
Ese cuerpo musculoso sugería que bien podía ser un montañero que se dirigiera al Himalaya. Las dos razones principales por las que los extranjeros iban al Nepal y su capital, Kathmandú eran para escalar y hacer trekking por las montañas.
Sarah ya se había dado cuenta de que la mayoría de los viajeros masculinos necesitaban un afeitado. Pero no el hombre del libro. Tan profundamente bronceado como un árabe, sus mejillas y barbilla estaban perfectamente afeitadas. Todo en él era limpio e inmaculado.
Le pareció como si, incluso, oliera bien. No a colonia cara, sino de la manera en que los niños recién lavados y la colada tendida al sol olía bien.
Mientras estaba pensando eso y seguía observándolo, el hombre levantó la mirada y se cruzó con la de ella.
El instinto de Sarah fue apartarla, pero no pudo hacerlo. Había algo en esos ojos grises que se lo impidió. Estuvieron así durante algunos segundos. Luego él sonrió levemente y se dedicó a observarla tan detenidamente como ella lo había observado a él.
«Si conoces por ahí a un hombre realmente atractivo…». Las palabras de Naomi resonaron en su cerebro.
Fue el humor de su amiga más que la situación lo que la hizo sonreír.
Le dedicó esa sonrisa a todos los demás viajeros y eso sirvió para romper el hielo. La mujer que estaba sentada a su lado le preguntó en qué grupo estaba y luego todo el mundo empezó a charlar entre sí. Todos excepto el hombre del libro, que siguió leyendo.
Cuando llamaron a los pasajeros del vuelo a Kathmandú, Neal Kennedy siguió leyendo. Su larga experiencia en viajes por avión le había enseñado que no tenía que unirse nunca a la primera oleada hacia la puerta de embarque. Incluso aunque los autobuses que llevaban a los aviones en los aeropuertos árabes eran excepcionalmente espaciosos, los primeros dos o tres seguro que estaban abarrotados y el último semi vacío. Y ese corto trayecto hasta el avión le daría la oportunidad de charlar con la atractiva mujer que tenía delante.
Pero cuando cerró el libro y levantó la mirada, se sorprendió al ver que ella ya se había ido. Por la ropa que llevaba, la había tomado por alguien con tanta experiencia como él. Viajar con botas era una de las señales de un viajero experimentado. Cualquier otro equipo que se perdiera por el camino era reemplazable. Pero un buen par de botas ya domadas, no.
Se había dado cuenta de su presencia cuando salieron del avión de Londres. Ella había pasado por delante de él en la cola de los rayos X. La había observado mientras se dirigía a los lavabos y le gustó lo que vio por detrás. Pero, tal vez vista por delante…
Luego se olvidó de ella hasta que poco después levantó la mirada y la pilló observándolo. La vista por delante le había confirmado la primera impresión. Tenía de todo lo que le gustaba en el cuerpo de una mujer. Delgada, pero no demasiado, bien proporcionada y con gracia.
No era una belleza o, ni siquiera muy bonita. Pero tenía unos ojos castaños inteligentes y una sonrisa irresistible y cálida. Su padre siempre le había dicho que las chicas con cerebro y naturaleza generosa eran las que tenía que buscar.
Con diecisiete años, no le había prestado demasiada atención. ¿Qué saben los padres de la vida? Eso era lo que él pensaba entonces, como todos los demás adolescentes.
Pero en los siguientes veinte años, había aprendido que sus padres eran dos de las personas más cuerdas y sabias que conocía. Él, su hermano y sus hermanas habían crecido con la cada vez menos habitual ventaja de tener unos padres que los amaban y que tenían la clase de matrimonio que duraría toda la vida.
Entre la generación de sus padres y la suya, la sociedad occidental había sufrido un terremoto cultural. Los valores humanos y las formas de vida habían cambiado. Mucha gente, incluyéndose él mismo, pensaba que el matrimonio era una institución a extinguir. En la actualidad, el desastroso matrimonio de su hermano Chris parecía algo más típico que el de sus padres. Teniendo en cuenta la experiencia de su hermano y sus resultados, Neal había decidido que no seguiría ese camino.
Tenía cinco sobrinos, así que no necesitaba hijos propios. Ni una esposa en el sentido habitual de un ama de llaves, cocinera y acompañante en actos sociales.
Se las arreglaba muy bien con los aspectos cotidianos de la vida en su casa. Su madre los había educado a todos de forma que todos supieran limpiar, cocinar y hacerse la colada.
En el único sitio donde él necesitaba a una mujer era en la cama. Sabía desde los veinte años que prefería las relaciones que duraran un cierto tiempo y que incluían alguna relación intelectual, además de lo puramente físico. Si, cuando llegaran a Kathmandú alguna mujer atractiva le dejaba claro que estaba disponible, ¿qué hombre de sangre caliente preferiría dormir solo estando de vacaciones?
Para la segunda etapa del viaje, Sarah había pedido un asiento de ventanilla en el lado de babor del avión. Naomi le había dicho que así tendría una magnífica vista del Himalaya al acercarse a su destino.
Cuando llegó a su asiento, se encontró con que ya estaba ocupado por una mujer pequeña y regordeta con el traje tradicional nepalí. Si hubiera sido una europea, le habría dicho que ése era su sitio. Pero con lo poco que sabía de nepalí, decidió que era mejor no decirle nada, así que dejó su mochila en la estantería para equipaje de mano y se sentó en el asiento central.
Poco tiempo después, entre los últimos, entró el hombre del libro. Se sentó en el asiento vacío a su lado y le dijo:
–Hola.
–Hola.
De repente Sarah se alegró de que le hubieran quitado el sitio.
El hombre se inclinó, juntó las manos y le dijo algo a la mujer nepalí. La mujer sonrió y le respondió:
–¿Eso era nepalí? –le preguntó Sarah al hombre.
–Sí, pero no lo hablo bien. Lo suficiente como para ser educado.
Luego se puso el cinturón de seguridad y añadió:
–Como vamos a estar juntos unas horas, ¿qué tal si nos presentamos? Yo me llamo Neal Kennedy.
–Sarah Anderson.
–¿Vas a hacer trekking?
Ella asintió.
–¿Y tú?
–No esta vez.
Él miró lo que ponía su camiseta.
–Como tú, yo llevo viniendo desde hace tiempo al Nepal, pero no siempre para hacer lo mismo. Esta vez vengo por el Maratón del Everest.
Sarah supo que tenía que decirle que la camiseta no era suya, pero no quiso hacerlo… todavía. Por lo que había leído sobre los trekkings, sabía que la gente que hacía las rutas más difíciles, cargados con pesadas mochilas y en compañía de otros viajeros experimentados solían despreciar un poco a los grupos de turistas que recorrían los caminos fáciles mientras el peso lo llevaban los porteadores.
Neal Kennedy parecía realmente duro. Ella no quería que se apartara nada más conocerse, así que, en vez de admitir que era la primera vez que iba por allí, le dijo:
–¿Tú corres? Yo creía que los corredores eran normalmente más bajos y delgados.
–Los hay de todas las tallas. Pero no, no soy corredor. Voy a cubrir el maratón, ya que soy periodista. ¿Qué haces tú?
–Trabajo con ordenadores.
Como ella había decidido olvidarse por completo de su vida cotidiana en la Gran Bretaña, añadió:
–¿Trabajas por tu cuenta o para alguna revista?
La sonrisa calentó sus muy duros ojos.
–Evidentemente, tú no lees The Journal. Yo soy uno de sus columnistas. Y también hago algo de televisión y radio.
Las únicas publicaciones que Sarah leía regularmente era la prensa del corazón y amarilla. Se mantenía informada por los servicios informativos de Internet, pero sabía que The Journal era uno de los periódicos más independientes y respetados del país. Así que Neal debía de ser uno de los mejores en su profesión, aunque no encajara en la idea que tenía ella de lo que era un periodista estrella.
–Ya leeré tu columna cuando vuelva a casa –dijo ella devolviéndole la sonrisa.
Tan cerca, esa sonrisa y la visión fugaz de sus dientes perfectos afectó un poco a Neal y lo hizo preguntarse cuántos hombre habrían besado esa boca pasional y si alguno la habría besado para despedirse en Heathrow. El hecho de que ella viajara sola no quería decir nada. Incluso sus padres se iban de viaje separados a veces.
Ya se había dado cuenta de que, entre los anillos de Sarah, no había ninguna alianza. La mayoría de las mujeres que conocía que vivían con alguien, llevaban un anillo en el anular para indicar que tenían una relación. Aunque eso de tener una relación no les impedía necesariamente que, de vez en cuando, no tuvieran un desliz si les apetecía.
Él prefería mantenerse apartado de las chicas de otros hombres. Hacía unos siete u ocho años, una esposa aburrida e insatisfecha se había metido en su vida amorosa, pero su marido ya llevaba años engañándola, así que no podía quejarse. Neal no había repetido la experiencia. Había más que suficientes mujeres sin compromiso por el mundo como para andar quitándoselas a los demás.
Sabía que su decisión de no tener relaciones serias preocupaba a sus padres, que querían verlo sentar la cabeza con una esposa y una familia. Pero hasta entonces se las había arreglado para no enamorarse y ahora estaba fuera de la zona de peligro.
Ahora, sólo con estar sentado al lado de Sarah Anderson empezó a sentir el principio de la excitación. Ella no llevaba uno de esos perfumes que las mujeres pensaban que son seductores, pero que, en los espacios cerrados eran demasiado pesados. Ella sólo olía a limpio. Esos ojos castaños sugerían que no era rubia natural, sino morena. Pero estaba muy bien teñida y el color pegaba con su piel cremosa. Él las solía preferir con el cabello largo y el de ella era bastante corto, posiblemente se lo hubiera cortado para andar.
El avión empezó a correr por la pista. Cuando ella se volvió para mirar por la ventanilla, él se preguntó cómo reaccionaría si le acariciaba el cuello con los labios.
Pero no tenía ninguna intención de hacerlo… todavía. Pero le divertía especular en cómo se lo tomaría.
–¿Cuándo vas a empezar el recorrido? –le preguntó él.
–No hasta el martes. Después de un largo vuelo me parece que un par de días de relax es una buena idea, ¿no te parece? ¿Cuándo empieza el Maratón?
–Dentro de dos semanas, pero algunos llegarán antes de tiempo. Kathmandú es un sitio donde siempre me gusta pasar algo de tiempo… Aunque ha cambiado mucho desde que tú y yo vinimos por primera vez.
Esa idea de él de que ella estaba familiarizada con la ciudad le hizo gracia. Deseó que fuera cierto. Hubo un tiempo en que lo pudo ser. Con Samarkanda y Darjeeling, Kathmandú había sido un nombre mágico para ella de adolescente. También había habido más y ahora los habría visto todos si no fuera por…
Su mente se apartó de esos pensamientos.
El avión estaba despegando. Era más pequeño que el anterior y no iba tan lleno. Cuando apareció la azafata, Sarah le pidió un gin tónic y la chica le dijo que aquél era un vuelo sin alcohol.
–Entonces sólo la tónica, por favor.
Neal pidió lo mismo, pero pidió dos vasos más. Cosa que quedó clara poco después, cuando les dieron las tónicas y se puso en las rodillas la bolsa de plástico.
–Aquí van mi ordenador portátil y mi reserva de alcohol –dijo sacando media botella de ginebra.
–¿No temes que se te rompa el ordenador con tan poca protección?
–Es menos probable eso que me lo roben. Esos bonitos maletines acolchados que llevan los hombres de negocios como si fueran bolsos de mujer son muy atractivos para los ladrones. En el aeropuerto vi que llevabas una bolsa pequeña además de la mochila. Espero que no lleves nada vital en ella.
–No, no lo llevo.
Naomi le había dado una bolsa de algodón con cremallera que se ponía en el cinturón, la bolsa se colaba por dentro de la falda. Allí llevaba la mayor parte del dinero, las tarjetas de crédito y una copia de su pasaporte.
Neal echó una buena cantidad de ginebra en los dos vasos y terminó de rellenarlos de tónica. Le dejó el de ella en su bandeja y levantó el suyo diciendo:
–Om Mani Padme Hum.
Ella no tuvo que preguntarle lo que significaba eso. Era un mantra budista que significaba Oh La Joya de la Flor del Loto. Estaba interesada en el budismo, ya que tenía razones personales para esperar que la muerte no fuera el final, sino como creen los budistas, la antesala de otra vida en un largo viaje de purificación.
A Neal no le pasó desapercibida su expresión. Se preguntó si ella desaprobaría el que hubiera utilizado ese mantra como brindis. O si sus palabras le habrían recordado algo que no quería recordar.
Durante el almuerzo trató de que hablaran del trabajo de ella, pero Sarah prefirió hacerlo de libros.
En particular, coincidieron en uno que habían releído recientemente ambos, el de James Hilton, Horizontes Perdidos. Fue un Best Seller en los años treinta y la novela que puso de moda la palabra Shangri –La.
–Mi abuelo me lo regaló cuando cumplí doce años –dijo Neal–. ¿Cuándo lo leíste tú por primera vez?
–En las navidades cuando iba a cumplir los quince años. Solía gastarme todo el dinero en una librería de segunda mano. El señor King, el anciano que la llevaba, me lo regaló porque yo era la más joven de sus clientes habituales.
La expresión de su rostro se hizo seria cuando añadió:
–Murió de bronquitis ese invierno y la tienda nunca volvió a abrir. Lo eché mucho de menos. Cuando hablaba del libro con él, el señor King me dijo que podía haber realmente un lugar como Shangri –La, un valle secreto en las montañas, donde la gente viviera mucho tiempo alegres y felices. Yo lo creí por un tiempo. Pero si existiera semejante sitio, ahora sería visible por los satélites. Aún así, es una idea encantadora.
–Mi abuelo dice que existe. Pero no como dice el libro… Un lugar misterioso e inaccesible en alguna parte de la gran meseta del centro de Asia. Según él, está en la mente. Es posible encontrarla para todo el mundo, pero no lo hacen muchos.
–¿Qué edad tiene tu abuelo?
–Cumplirá noventa el año que viene, pero sigue sorprendentemente activo y al día. Se pasa mucho tiempo navegando por la red y charlando con ella con otros ancianos cuyas mentes siguen en buena forma.
Ella se rió.
Pero no le dio ninguna información sobre su familia. Normalmente, la mayoría de la gente solía hablar de sí mismos, pero ella no lo hacía, así que tenía que haber alguna razón para esa reserva tan poco natural.
Después de almorzar, la mujer nepalesa que estaba sentada a su lado, se inclinó sobre Sarah y le murmuró:
–Penny.
A ella no le resultó difícil imaginarse lo que quería y le dijo a Neal:
–Mi vecina quiere ir al cuarto de baño.
Él se levantó y salió al pasillo, seguido por Sarah. Mientras la nepalesa se dirigía al baño, ellos siguieron de pie. Así él parecía más alto y fuerte. Pensó que era poco habitual encontrarse a alguien tan fuerte tanto física como intelectualmente.
Poco después de que los tres se sentaran de nuevo, un niño pequeño, de unos tres años y un sexo indeterminado, empezó a correr arriba y abajo por el pasillo. Un momento después, se cayó al suelo y empezó a llorar llamando a su padre.
Tal vez el padre estuviera durmiendo profundamente, ya que no apareció y parecía que el personal de vuelo se estuviera dando un descanso.
Cuando Sarah oyó aproximarse los lloros, estuvo a punto de levantarse, pero Neal se le adelantó. Tomó en brazos al pequeño y empezó a caminar por el pasillo consolándolo en voz baja.
Sarah se giró para verlo mejor. Era tan atractivo por detrás como por delante.
Luego él le devolvió el niño a los padres y volvió a su asiento. Ella estaba sorprendida de que hubiera sido precisamente él quien hubiera actuado. Entonces se le ocurrió por primera vez que él podía estar casado y tener hijos.
–Lo has hecho como un experto –le dijo.
–Tengo una sobrina de esa edad –respondió él–. Yo prefiero a los niños que les puedes devolver a sus padres cuando ya te has hartado de ellos. El periodismo y las cosas domésticas no van muy bien.
–Supongo que no –respondió ella preguntándose si eso sería una advertencia.
Luego pusieron una película y después les dieron un té con pastas.
Se dio cuenta de que debían estar llegando porque la mujer que iba a su lado se puso a mirar por la ventanilla, lo que le bloqueó por completo la visión a ella, cosa que le fastidió al no poder ver el Himalaya. Pero se dijo a sí misma que, al fin y al cabo, era al país de esa mujer al que se estaban acercando y ¿quién tenía más derecho a ver esas famosas montañas que una nepalesa de vuelta a su hogar?
Tal vez Neal se diera cuenta de su frustración, ya que tocó el brazo de la mujer y habló con ella de una manera que Sarah le pareció mucho más fluida de lo que le había dicho que lo hacía. Después la mujer se echó atrás y ella pudo ver el Himalaya brillando al sol de la tarde.
Cuando la vista distante de los picos gigantes cambió y vio más de cerca las verdes colinas que rodeaban el valle de Kathmandú, Sarah supo que la excitación que debía haber sentido al estar a punto de conocer a sus compañeros de marcha se veía aminorada por su falta de ganas de despedirse de su actual compañero de viaje.
Neal, sabiendo que ella no había dormido en el trayecto entre Londres y Doha, le dijo de repente:
–Esta noche estarás cansada antes incluso de que hayas terminado de cenar, ¿pero qué te parece si nos vemos mañana por la noche?
–Me gustaría, pero puede ser un poco difícil. ¿Te puedo llamar por la mañana?
–Claro… Te daré mi número de teléfono.
Él se sacó un paquete de Post–it de uno de los innumerables bolsillos y un bolígrafo de otro. Lo escribió y le dijo:
–Que sea antes de las nueve, ¿quieres? Mañana tengo mucho que hacer.
–Espero poder hacerlo. Me gustaría cenar contigo.
–A mí también… mucho. Me ha gustado hablar contigo.
El fondo de esas palabras estaba muy claro y a ella se le revolvieron las entrañas. ¿Pero no se estaba precipitando un poco? Había estado muy bien que Naomi le hablara de no retroceder, pero todos los instintos de Sarah le decían que, en ese caso, el consejo de su amiga podía ser peligroso.
Él la tocó por primera vez cuando estaban en el aeropuerto, donde se despidieron.
–Hasta mañana por la noche –le dijo él dando por hecho que nada iba a impedir su cita.
Esa seguridad la molestó un poco, pero no hizo caso.
–Adiós, Neal.
Cuando se volvió, se dijo a sí misma que, si tenía algo de sentido común, lo llamaría por la mañana para decirle que no podían cenar juntos.
Ella necesitaba a un hombre en su vida. Lo llevaba necesitando desde hacía tiempo. Pero no a un hombre como Neal Kennedy.
Por lo que ya sabía de él, por no mencionar todo lo que él aún no sabía de ella, no encajaban de ninguna de las maneras.