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Capítulo 2

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EN EL minibús y con un collar de flores de bienvenida alrededor del cuello, Sarah miró a la guía que había ido a recoger a los trece miembros del grupo.

La guía se había presentado a sí misma como Sandy, un nombre bastante andrógino para alguien que tenía unas pocas características femeninas, pero cuya apariencia general y forma de comportarse era más masculina que femenina. Sarah, a la que generalmente la gente no le caía mal nada más verla, sintió una aversión instintiva por ella mientras la veía dándoles órdenes con un micrófono en la mano.

Porque lo que estaba haciendo era darles órdenes. ¿De verdad que se imaginaba esa mujer que se iban a quedar con todo aquello mientras dormían? Habría sido más normal que les hubieran dado una hoja impresa, además de las que ya llevaban. Pero tal vez a Sandy le gustara el sonido de su propia voz y creía que así dejaba claro que ella era la jefa y que sería mejor que lo recordaran.

Miró a sus compañeros y se le cayó el alma a los pies. Se había esperado un grupo vivaz de gente de todas las edades y sexos. Pero aún pensando que acababan de salir de un vuelo de trece horas y que no estaban en la mejor forma posible, sin excepciones, ese grupo era mayor, más fuera de forma y, para ser sinceros, mucho más aburrido de lo que se había imaginado.

Cuando salieron del minibús, Sandy volvió a repasar quien era cada uno de ellos y les dijo quien era su compañero. La compañera de Sarah se llamaba Beatrice, una mujer delgada de unos sesenta años, de expresión amargada.

La vista desde la ventana de su habitación la hizo sentirse más alegre. Más allá de los tejados de las casas se veía parte del anillo de montañas que rodeaba el valle de Kathmandú y, en segundo término, las montañas más altas.

–No me puedo creer que, por fin, esté aquí –dijo soñadoramente.

Como Beatrice no le respondió, miró por encima del hombro. Su compañera de habitación había empezado a deshacer el equipaje. La miró por un momento y le dijo:

–Espero que sea usted una persona ordenada, señorita Anderson…

¡Empezaban bien!

–Prefiero que me llamen Sarah. Voy a bajar un momento a ver si me tomo algo y la dejaré que se organice a su gusto. Como parece que sólo tenemos una llave, tal vez cuando termine quiera bajar a tomarse algo conmigo. La veré luego.

A pesar de que la luz del día estaba ya desapareciendo, se tomó su bebida en la terraza del hotel. Aunque era de cinco estrellas, el hotel era un poco decepcionante, ya que su estilo era más bien internacional, en vez de nepalí. Se había esperado algo con más carácter.

Se preguntó dónde se estaría quedando Neal y recordó la nota que él le había dado y que había pegado en la cubierta interior del cuaderno que iba a usar como diario de viaje.

Le había escrito su nombre, el de su hotel y el número de teléfono.

Hacía menos de una hora que ella había estado decidida a no verse más con él. Pero ahora había cambiado de opinión. Sí, como parecía, se iba a tener que ver las caras todos los días con Sandy y esa pandilla, una velada con Neal podría ser, por lo menos, interesante. Apenas pudo esperar al día siguiente para llamarlo.

Poco después de las ocho, mientras Beatrice estaba abajo desayunando, lo llamó desde su habitación.

–Soy Sarah, buenos días –le dijo cuando él respondió.

–Buenos días. ¿Has pasado una buena noche?

–No ha estado mal –mintió ella–. ¿Y tú?

–Me desperté a las cuatro y me puse a leer. Mi cuerpo necesita un par de días para acostumbrarse al cambio de horario. ¿Podemos cenar esta noche?

–Eso estaría muy bien.

–Te recogeré a las seis y media. Antes iremos a tomar algo al Yak and Yeti.

Sarah sabía por las guías que ése era el hotel más grande y mejor de Kathmandú, así que dijo dudosa:

–No he traído nada apropiado.

–No hay problema. Los ricos de la zona se visten formalmente, pero los escaladores y marchadores no lo hacen. Estarás magnífica con lo que sea.

–Muy bien, si tú lo dices… Hasta luego.

Cuando colgó, Sarah sintió de nuevo la excitación que había esperado sentir todos los días, en cada momento. Pero la conversación de la cena del día anterior, la del desayuno, y una noche con Beatrice, habían destruido sus esperanzas.

Estaba en la recepción del hotel cuando Neal entró.

Llevaba los mismos pantalones del día anterior, pero otra camisa. Llevaba al brazo un forro polar azul oscuro. Naomi también le había dejado a ella uno amarillo.

Él tenía un aspecto completamente diferente de la gente de su grupo. Lo rodeaba un aura casi tangible de vitalidad y virilidad que sintió fuertemente cuando se acercó a ella.

Cuando llegó a donde estaba, ella se puso en pie.

–Lista y esperando –dijo él aprobándolo–. No me gusta nada esperar. ¿Nos vamos?

Salieron por la puerta y Neal le dijo:

–Nuestro transporte nos espera fuera del jardín. A la gente de estos hoteles de lujo no les gusta que los rickshaws anden dando vueltas por aquí. ¿Qué opinas de este sitio?

–Yo no lo habría elegido. Una casa de huéspedes es más de mi estilo.

Esa mañana, durante la visita por la ciudad guiada por Sandy, Sarah había visto muchos de esos rickshaws a pedales por el caótico tráfico. El conductor del que los estaba esperando era un hombre pequeño y delgado con el cabello gris que no parecía tener las fuerzas suficientes como para pedalear arrastrando a dos grandes europeos. Ella le sonrió y dijo:

–Namaste.

–Namaste, señora.

Se montaron en ese artefacto y el conductor empezó a pedalear por entre el tráfico. Aquello era terrorífico y parecía que se fuera a desmontar en cualquier momento.

De repente Neal le rodeó los hombros con un brazo y la hizo apretarse contra él.

–Da miedo, ¿verdad? El tráfico está peor cada año.

Así ella se sintió mucho más segura. No exactamente relajada, pero no insegura.

Poco después se detuvieron delante de la imponente fachada del Yak and Yeti.

Era mucho más grande que el hotel donde se hospedaba ella e imitaba un palacio.

Se dirigieron al bar del brazo y se sentaron en una mesa que daba a la piscina iluminada.

–¿Qué quieres tomar? –le preguntó él pasándole la carta de bebidas.

–Un Campari con soda –le pidió ella al camarero.

Neal prefirió una cerveza.

–¿Qué has hecho en este tu primer día aquí?

–Por la mañana hicimos un recorrido por la ciudad con nuestra guía, y esta tarde la hemos tenido libre. Creo que la mayoría del grupo se ha echado la siesta. La edad media debe de ser sesenta… tal vez sesenta y cinco años.

–¿Y están en buena forma para su edad?

Ella agitó la cabeza.

–Me sorprende que hayan elegido esta clase de vacaciones. Son clientes de pago, yo soy la única que ha venido gratis. Cuando Sandy anunció anoche durante la cena que este viaje lo he ganado como premio de un concurso me miraron con cara rara, sobre todo teniendo en cuenta que el premio era ofrecido por una famosa revista de la prensa amarilla, especializada en escándalos.

–¿Cómo fue eso? –le preguntó Neal levantando una ceja.

–Alguien a quien le gustan esas cosas y que pensó que el premio me podría gustar, rellenó el formulario en mi nombre. El ganador del concurso podía elegir entre tres tipos de vacaciones. Podría haberme ido a bucear a las Islas Caimán o a esquiar a Aspen, en Colorado.

–¿Y ahora te gustaría haber elegido algo de eso?

–Yo no esquío y no soy muy buena en el agua. Quería hacer este viaje. Puede que el grupo sea más divertido según los vaya conociendo mejor.

–Yo no me apostaría nada –dijo Neal–. Siempre me he fiado mucho de mis primeras impresiones. Sandy, ¿es hombre o mujer?

–Una mujer hombruna.

Él frunció el ceño.

–¿Te ha puesto en su tienda?

–No. Voy a compartir habitación y tienda con una tal Beatrice, quien parece sospechar que soy una feminista radical y que ronca como un tren de mercancías. Aunque no creo que eso me despierte después de una buena y larga marcha, pero sí que lo hizo anoche.

–¿Pero no se va a propasar contigo?

–¡Definitivamente no! Ni creo que tampoco lo haga Sandy. Me acusaría de insubordinación si lo hiciera –dijo Sarah sonriendo.

Entonces una voz de mujer dijo:

–¡Neal! No sabía que estuvieras por aquí.

Él se puso en pie.

–Hola, Julia. ¿Cómo estás?

–Bien, ¿y tú? –dijo ella ofreciéndole la mejilla.

Era casi tan alta como él, delgada como una modelo, y con un cabello pelirrojo que enmarcaba su rostro anguloso. Sus brillantes ojos verdes eran lo único realmente hermoso de su rostro, pero emanaba personalidad por todas partes.

–Hola –dijo Julia ofreciéndole la mano a ella.

Una mano inesperadamente fuerte.

–¿Quieres sentarte con nosotros? –le preguntó Neal.

–Gracias, pero no puedo. Acabo de volver de Lukla y sigo trabajando. Esta noche es la fiesta del final de la marcha. Mi grupo bajará dentro de un momento. Ya veo a alguno. ¿Hasta cuándo estarás por aquí?

–Hasta el principio del Maratón del Everest.

–Ah, perfecto. Nos podremos ver más tarde. Hasta luego.

Su sonrisa incluyó a Sarah.

Cuando se alejó, Sarah vio que llevaba unos vaqueros y botas, pero encima llevaba un jersey de mohair que destacaba una figura tan sorprendente como su apretón de mano.

Esas curvas voluptuosas que tenía por encima de la cintura no pegaban con las fuertes y largas piernas.

–Julia es monitora de actividades de aire libre y guía de trekking –le dijo Neal–. Una chica muy dura. Nos conocimos en un curso hará unos cinco o seis años.

–¿Qué clase de curso?

–Uno de conducción todo terreno. Ella era la única mujer y la mejor conductora con mucho. Eso no les gustó a algunos de los chicos.

–¿Y a ti?

–Yo tengo manías, como todo el mundo, pero ésta no es una de ellas. Si una mujer conduce mejor que yo, no le hace daño a mi ego. Cuando mis padres viajan juntos, siempre es mi madre la que conduce. A ella le gusta y a mi padre no. Las líneas tradicionales de demarcación siempre han sido muy flexibles en mi familia.

Sarah le preguntó si ese curso fue para preparar alguna expedición.

–En el caso de Julia, sí. No en el mío. Sólo me pareció algo que me podría resultar útil en algún momento.

Una hora más tarde, cuando dejaron el bar, pasaron junto a Julia y su grupo. Parecía mucho más divertido que el suyo. A pesar de que estaba hablando cuando pasaron cerca, Julia pareció notar la presencia de Neal y, sin dejar de hablar, se volvió y se despidió con la mano.

Ese gesto dejó a Sarah pensando que, aunque ya no fuera así, la relación entre ellos dos había sido cercana, muy cercana.

–¿Vamos andando al restaurante? No está lejos si tomamos algunos atajos –dijo él.

Parecía conocer la ciudad como la palma de la mano y pronto llegaron al restaurante, que estaba en una de las calles más llenas de gente. La entrada era muy discreta. El interior estaba inmaculadamente limpio, con las mesas decoradas con flores frescas y los camareros iban vestidos informalmente con polos y largos delantales blancos.

Les dio la bienvenida el propietario, un nepalés que hablaba un inglés perfecto y que los acompañó a su mesa.

El restaurante era pequeño, pero con estilo y la gente, aunque extranjeros, no parecían ser turistas, sino residentes en la ciudad.

El menú estaba escrito en una pizarra. Sarah pidió unas verduras y Neal cerdo a la española.

–¿Desde hace cuánto que eres vegetariana? –le preguntó él.

–No lo soy. Sólo me apetecían las verduras.

–También las tomaste en el avión.

–Eres muy observador para darte cuenta de eso. Pero supongo que eso es importante para un periodista. Pedí las verduras porque alguien me dijo que, habitualmente, son más interesantes que la comida habitual que dan en los aviones.

–Alguna gente cree que la comida kosher es la mejor –dijo él–. Un colega mío hizo un reportaje acerca de la preparación de las comidas en Heathrow. Es tremendo. Sólo British Airways necesita alrededor de veinticinco mil comidas para sus vuelos de larga distancia.

Siguieron charlando animadamente y, al final de la cena, mientras se tomaban el postre, Neal le dijo:

–En vez de pasarte otra noche escuchando los ronquidos de Beatrice, ¿por qué no te vienes conmigo? Yo no ronco y la habitación tiene una enorme cama doble y su propia terraza, que es donde he desayunado esta mañana.

Esa sugerencia le quitó la respiración a Sarah. Ya le habían hecho proposiciones anteriormente, pero nunca tan abiertamente. Los otros habían probado el terreno antes de ir al grano, y ninguno de ellos, con dos excepciones, habían logrado nada porque ella les había dejado claro que no estaba interesada.

Esta vez sí que estaba interesada. Pero era demasiado pronto. Algunas mujeres podían meterse en la cama con un hombre a las treinta y seis horas de conocerlo. Otras, incluso antes. Pero para ella, el sexo nunca podía ser algo trivial.

–Lo siento, no –dijo–. No habría venido si hubiera sospechado que era esto lo que esperabas.

Para su vergüenza, se sintió ruborizar.

–No lo esperaba. Sólo me pareció una buena idea. Si no quieres, de acuerdo. No estaba seguro de que fueras a aceptar. Normalmente, las chicas necesitáis más tiempo para decidiros a estas cosas. Tal vez incluso ya estás saliendo con alguien.

–Si así fuera, no estaría aquí, cenando contigo. Si esto te suena muy chapado a la antigua, es que yo vengo de un pueblo y ya sabes que allí la vida está a varios años luz por detrás de la de Londres.

–Un poco por detrás, no tanto. En las grandes ciudades no hay tanto cotilleo. La gente de los pueblos y ciudades pequeñas suelen ser más discretos, pero siguen siendo seres humanos. El refrán favorito de mi abuelo es: el amor, la lujuria y el dolor de corazón son parte de la condición humana. Siempre lo han sido y siempre lo serán.

–Pero ahora no es como cuando él era joven –dijo Sarah recordando las actitudes de su padre. Y eso que era mucho más joven que el abuelo de Neal.

–A mi abuelo le gusta la vida tal como es ahora. Hay menos hipocresía. Todo es menos rígido.

Ella se sintió tentada a decir que su padre pensaba que ya no había moral y que todos eran unos degenerados, pero no lo hizo.

En vez de café, ella se tomó un té de jazmín y Neal chocolate caliente.

Cuando le llevaron el té sonrió al camarero y le dio las gracias.

Neal le dijo:

–Me gusta la forma con que tratas a la gente, no como si fueran robots.

Antes de que ella pudiera responder, le preguntó:

–¿Qué vas a hacer mañana?

–Vamos a ir a ver un par de templos.

–¿Estás libre por la tarde? Podríamos cenar otra vez, pero en otro restaurante.

–He de quedarme con el grupo. Hay una reunión final antes de salir.

–Te divertirías más en Rumdoodles.

–¿Qué es eso?

Él levantó una ceja.

–¿No has estado allí? Es un bar con restaurante a donde los escaladores van a celebrar sus éxitos, el hogar del Club de los Conquistadores. El techo y las paredes están cubiertos de huellas de yeti de cartón firmadas por escaladores famosos. Entre ellos, Sir Edmund Hillary y Tenzing Norgay.

–¿Tú lo has hecho? Me refiero a escalar el Everest.

De repente él se puso muy serio y, por un momento, pareció como si se fuera a enfadar.

–Yo no soy montañero. Hay demasiada gente por ahí pagando sumas enormes y poniendo en riesgo a otros para ir luego diciendo que fueron ellos los que subieron. La montaña está siendo degradada.

Ella fue muy consciente de que esa pregunta inocente había pinchado en hueso.

¿O es que le había molestado el que se negara a acostarse con él y ahora se viera sin la posibilidad de intentarlo de nuevo?

Neil le hizo una seña al camarero y le pidió la cuenta.

–Por favor, deja que pague mi parte –dijo Sarah antes de que el camarero llegara.

–De eso nada. Tú eres mi invitada –dijo él firmemente, pero sonriendo de nuevo.

Una vez fuera del restaurante, un esperanzado conductor de rickshaw estaba ansioso por ser contratado, pero Neal lo rechazó.

–Volveremos andando, si te parece bien –le dijo a Sarah.

–Me parece bien. Un poco de ejercicio me vendrá bien después de esta deliciosa cena.

Caminaron en silencio hasta cerca del hotel de ella, donde Neal le dijo:

–Ya estamos cerca de tu hotel. Te acompañaré a la puerta, pero nos despediremos aquí.

Y antes de que ella se diera cuenta de lo que quería decir, la besó.

Había pasado mucho tiempo desde su último beso y no se había parecido en nada a ése. El hombre en cuestión había sido sólo un poco más alto que ella y se había pasado la mayor parte de su vida sentado en una mesa de despacho o en un coche. Ella no se había sentido tan superada como se sentía ahora.

Ni la boca de ese otro hombre se había apoderado de la suya con tanta confianza. No había estado tan seguro de sí mismo como Neal. Molesta por su falta de confianza, ella se lo había quitado de encima.

Neal no le dio la opción de aceptar o rechazar ese beso. La sujetó firmemente, dejándole muy claro que quería hacer el amor con ella… Y sabiendo que ella también lo quería, pero que no estaba dispuesta a admitirlo.

Y era cierto, el deseo la recorría. Hacía tanto que eso no le pasaba que había pensando que ya no iba a sentir de nuevo esas ansias que había sentido una vez con resultados tan desastrosos. Pero ahora, dormidas, pero no muertas, esas ansias volvían a la vida.

–¿Estás segura de que no vas a cambiar de opinión? –susurró él.

–Déjame, Neal. Por favor…

Trató de empujarlo y, sorprendentemente, lo logró.

Él hizo lo que le pedía, retrocedió y bajó los brazos.

–Si insistes… Aunque no sé por qué lo haces. Esto no es lo que realmente quieres. Y, ciertamente, no es lo que quiero yo.

–No nos conocemos… Acabamos de conocernos. Puede que a ti eso no te importe, pero a mí sí. La atracción no es suficiente para mí. Necesito conocer a la gente, confiar en ella… antes de…

–La confianza es instintiva, como la atracción. Todas las reacciones importantes son instintivas. Pero si quieres posponer el placer, es cosa tuya.

–Los hombres pueden tomarse el placer tranquilamente. Las mujeres no –dijo ella recordando una relación que no había funcionado.

–No te lo puedo discutir. Pero creo que tú sabes instintivamente que no sería así para nosotros.

–Mis instintos no siempre son fiables.

–¿Has tenido muchos amantes?

Como anteriormente su proposición deshonesta, esa pregunta la sorprendió. En su mundo la gente no hablaba de esas cosas. Reprimían la curiosidad… y muchas otras cosas.

–No muchos, comparándome contigo, me imagino.

Él la tomó de la mano.

–¿Qué te hace pensar que yo soy un devorador de mujeres?

–Tu forma de actuar.

–El tiempo no está de nuestro lado, Sarah. Una aproximación lenta no es práctica bajo estas circunstancias. Tú te vas de aquí pasado mañana. Para cuando vuelvas, a mí no me quedará mucho tiempo. Entre ahora y cuando nos separemos, puede suceder cualquier cosa. Mi lema es vivir día a día.

–El mío es cuidado con tropezar. Sobre todo si tropiezas y te caes en la cama con alguien.

–¿Eres cauta por naturaleza o es que la vida te ha hecho así?

–La mayoría de la gente se hace más cauta cuando se hace mayor.

Entonces ella se preguntó qué edad pensaría él que tenía. Sabía que parecía más joven de lo que era, ya que mucha gente se sorprendía al saber su edad.

–¿Es que alguna vez no has sido cauta?

–Oh, sí. Con diecisiete años era todo lo loca que se podía ser. Estaba loca por ser libre. Locamente enamorada… Pero eso fue hace mucho tiempo.

Ya habían llegado a la puerta del jardín del hotel y, aún de la mano, entraron.

–Si mañana decides saltarte el programa oficial, ya sabes dónde encontrarme.

Delante del portero, Neal le levantó la mano y le dio un leve beso en los nudillos antes de añadir:

–Buenas noches, Sarah. Espero que nos volvamos a ver.

Luego se despidió en nepalí del portero, se volvió y se marchó, dejándola a ella mirándolo mientras se alejaba, sintiendo la tentación de llamarlo.

Pero no lo hizo y, momentos más tardes, Neal desapareció sin mirar atrás.

Sarah se pasó la mañana que tenía libre antes de que el grupo se marchara a Lukla paseando por la ciudad, luchando con el pensamiento de que realmente no quería ir. Quería ver a Neal de nuevo más de lo que quería ir a esa excursión. Tal vez hubiera pensado otra cosa si los demás del grupo hubieran sido más amigables, pero no lo eran y ya sabía que la situación no iba a mejorar.

Se sentó en una terraza y pidió un té de jazmín. Otra mujer sola se sentó no muy lejos de ella y se puso a escribir unas postales.

Un rato más tarde, la mujer se levantó y fue apresuradamente al lavabo, dejándose la mochila sobre la mesa. O era bastante descuidada con sus pertenencias o tenía una verdadera urgencia.

Sarah estuvo vigilando la mochila mientras la mujer no estuvo. De repente apareció, cubierta de sangre y andando de forma insegura. Se dejó caer en su silla como si se fuera a desmayar en cualquier momento.

En ese momento llegó el camarero, vio la sangre y dijo preocupado:

–¿Hay algún problema?

–Sí –respondió Sarah–. Esta mujer necesita atención médica. Por favor, llame urgentemente a un taxi.

Se acercó a la mujer tratando de ver si estaba seriamente herida y le preguntó:

–¿Qué ha pasado? ¿Me lo puede decir?

–Me he mareado… Me caí y me di con la cabeza contra algo…

–No se preocupe. Yo la cuidaré.

Por suerte tenía la dirección de una clínica que le habían recomendado.

–¿Cómo se llama? –le preguntó.

–Rose Jones –dijo la mujer echándose a llorar.

La sala de espera de la clínica estaba llena de gente cuando llegaron las dos, pero viendo el estado de Rose, la enfermera las hizo pasar inmediatamente a una habitación.

Les dijeron que el médico no tardaría y las dejaron allí, esperando.

Sarah sabía que esa clínica la llevaban médicos extranjeros y era famosa por sus investigaciones sobre las causas y el tratamiento de la enfermedad llamada humorísticamente Carreras de Kathmandú.

Momentos más tarde, se abrió la puerta y entró Neal.

–¿Qué haces tú aquí? –le preguntó a Sarah, sorprendido.

–¿Y tú? –preguntó ella más sorprendida todavía.

Pero él ya le estaba dedicando toda su atención a Rose.

–Hola… Soy el doctor Kennedy. Túmbese en la camilla y le echaré un vistazo mientras me cuenta qué le ha pasado.

Mientras él ayudaba a esa mujer a tumbarse en la camilla, Sarah lo miró anonadada. Le había dicho que era periodista y que trabajaba para el The Journal. No le había dicho nada de que fuera médico. ¿Lo habría hecho deliberadamente? Y si era así, ¿por qué?

Tiempo para el amor

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